PEREGRINANDO EN LA FE CON  MARÍA

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Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!,
que jamás se ha oído decir que ninguno
de los que han acudido a vuestra protección,
implorando vuestra asistencia y reclamando
vuestro socorro, haya sido desamparado.
Animado por esta confianza, a Vos también acudo,
¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!,
y gimiendo bajo el peso de mis pecados
me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana.
¡Oh Madre de Dios!, no desechéis mis súplicas,
antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.

 

Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del Señor, de decirle cosas buenas de mí. "Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona".
(Oración de la Misa de María Mediadora de todas de todas las gracias)

 

 

 

María indica el camino hacia la unión plena con Dios. 

 

La Iglesia, que desde el principio conforma su camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola repite constantemente las palabras del Magníficat. Desde la profundidad de la fe de la Virgen en la anunciación y en la visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace « obras grandes » al hombre: « su nombre es santo ». En el Magníficat la Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la « poca fe » en Dios. Contra la «sospecha» que el « padre de la mentira » ha hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer, María, a la que la tradición suele llamar «nueva Eva» (91) y verdadera «madre de los vivientes» (92), proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que desde el comienzo es la fuente de todo don, aquel que «ha hecho obras grandes». Al crear, Dios da la existencia a toda la realidad. Creando al hombre, le da la dignidad de la imagen y semejanza con él de manera singular respecto a todas las criaturas terrenas. Y no deteniéndose en su voluntad de prodigarse no obstante el pecado del hombre, Dios se da en el Hijo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). María es el primer testimonio de esta maravillosa verdad, que se realizará plenamente mediante lo que hizo y enseñó su Hijo (cf. Hch 1, 1) y, definitiva mente, mediante su Cruz y resurrección.

La Iglesia, que aun « en medio de tentaciones y tribulaciones » no cesa de repetir con María las palabras del Magníficat, « se ve confortada » con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo Milenio cristiano, implica un renovado empeño en su misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí mismo: « (Dios) me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (cf. Lc 4, 18), a través de las generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir la misma misión.

Su amor preferencial por los pobres está inscrito admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a la vez el que « derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos, ... dispersa a los soberbios ... y conserva su misericordia para los que le temen ». María está profundamente impregnada del espíritu de los « pobres de Yahvé », que en la oración de los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en El toda su confianza (cf. Sal 25; 31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del « Mesías de los pobres » (cf. Is 11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús.

La Iglesia, por tanto, es consciente —y en nuestra época tal conciencia se refuerza de manera particular— de que no sólo no se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en el Magníficat, sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que «los pobres» y «la opción en favor de los pobres» tienen en la palabra del Dios vivo. Se trata de temas y problemas orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la libertad y de la liberación. «Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia El por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo para comprender en su integridad el sentido de su misión ».(93) (Redemptoris Mater, 37)

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

 

MARÍA INDICA EL CAMINO HACIA LA UNIÓN PLENA CON DIOS

 Audiencia General del miércoles 14 de marzo  de 2001

María indica el camino hacia la unión plena con Dios
 
 
Queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos comenzado nuestro encuentro escuchando una de las páginas más conocidas del Apocalipsis de Juan (*). En la mujer encinta, que da a luz un hijo, ante un dragón rojo como la sangre enfurecido con ella y con el que ha engendrado, la tradición cristiana, litúrgica y artística, ha visto la imagen de María, la madre de Cristo. Sin embargo, según la intención original del autor sagrado, si el nacimiento del niño representa la venida del Mesías, la mujer personifica evidentemente al pueblo de Dios, es decir, el Israel bíblico, o sea, la Iglesia. La interpretación mariana no está en contraste con el sentido eclesial del texto, ya que María es "figura de la Iglesia" (Lumen Gentium, 63; cf. San Ambrosio, "Expos. Lc", II, 7). 
 
Satanás contra María y la Iglesia 
 
En lo profundo de la comunidad fiel aparece por tanto el perfil de la Madre del Mesías. Contra María y la Iglesia se levanta el dragón, que evoca a Satanás y el mal, como lo indica la simbología del Antiguo Testamento: el color rojo es signo de guerra, de masacre, de sangre derramada; las "siete cabezas" coronadas indican un poder inmenso; mientras que los "diez cuernos" evocan la fuerza impresionante de la bestia, descrita por el profeta Daniel (cf. 7, 7), imagen también del poder prevaricador que amenaza a la historia. 
 
Finalmente Cristo es el vencedor
 
 2. El bien y el mal, por tanto, se enfrentan. María, su Hijo y la Iglesia representan la aparente debilidad y pequeñez del amor, de la verdad, de la justicia. Contra ellos se desencadena la monstruosa energía devastadora de la violencia, de la mentira, de la injusticia. Pero el canto que sella el pasaje nos recuerda que el veredicto definitivo es confiado a "la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo" (Apocalipsis 12, 10). 
 
No es definitivo el tiempo de la angustia
 
 Ciertamente en el tiempo de la historia, la Iglesia puede verse obligada a refugiarse en el desierto, como el antiguo Israel en marcha hacia la tierra prometida. El desierto, entre otras cosas, es el refugio tradicional de los perseguidos, es el ámbito secreto y sereno donde se ofrece la protección divina (cf. Génesis 21, 14-19; 1 Reyes 19, 4-7). Ahora bien, en este refugio la mujer permanece sólo durante un período de tiempo limitado, como subraya el Apocalipsis (cf. 12, 6.14). El tiempo de la angustia, de la persecución, de la prueba no es, por tanto, definitivo: al final, vendrá la liberación y será la hora de la gloria. 
 
María perfecta imagen de libertad 
 
Contemplando este misterio desde una perspectiva mariana, podemos afirmar que "María, junto a su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, que es su madre y modelo, para comprender el sentido de su propia misión en plenitud" (Congregación para la Doctrina de la Fe, "Libertatis conscientia", 22-3-1986, n. 97; cf. "Redemptoris Mater", 37). 
 
Aprender de María
 
 3. Fijemos, entonces, nuestra mirada en María, imagen de la Iglesia peregrina en el desierto de la historia, que se dirige a la meta gloriosa de la Jerusalén celeste, donde resplandecerá como Esposa del Cordero, Cristo Señor. La Iglesia de Oriente honra a la Madre de Dios como la "Odiguitria", la que "indica el camino", es decir, Cristo, único mediador que lleva en plenitud al Padre. Un poeta francés ve en ella "la criatura en su estado original y en su lozanía final, como surgió de Dios en la mañana de su esplendor original" (Paul Claudel, "La Vierge à midi", editorial Pléiade, página 540). 
 
En su libertad siempre escoge a Dios 
 
En su inmaculada concepción, María es el modelo perfecto de la criatura humana, llena desde el inicio de esa gracia divina que sostiene y transfigura a la criatura (cf. Lucas 1, 28), que escoge siempre, en su libertad, el camino de Dios. De este modo, en su gloriosa asunción al cielo, María es la imagen de la criatura llamada por Cristo resucitado a alcanzar, al final de la historia, la plenitud de la comunión con Dios en la resurrección a una eternidad bienaventurada. Para la Iglesia, que experimenta con frecuencia el peso de la historia y el asedio del mal, la Madre de Cristo es el emblema luminoso de la humanidad redimida y abrazada por la gracia que salva. 
 
María presagio de plenitud gloriosa
 
 4. La meta última de la vicisitud humana llegará cuando "Dios sea todo en todo" (1 Corintios 15, 28) y, como anuncia el Apocalipsis, cuando "el mar deje de existir" (21, 1), para explicar que el signo del caos destructor y del mal será finalmente eliminado. Entonces la Iglesia se presentará ante Cristo como "como una novia ataviada para su esposo" (Apocalipsis 21, 2). Esa será la hora de la intimidad y del amor sin fisuras. Pero ya desde ahora, al mirar a la Virgen elevada al cielo, la Iglesia comienza a experimentar la alegría que le será ofrecida en plenitud al final de los tiempos. En la peregrinación de fe a través de la historia, María acompaña a la Iglesia como modelo de la comunión eclesial en la fe, en la caridad y en la unión con Cristo. Eternamente presente en el misterio de Cristo, ella está, en medio de los apóstoles, en el corazón mismo de la Iglesia naciente y de la Iglesia de todos los tiempos. Efectivamente, "la Iglesia fue congregada en el cenáculo con María, que era la Madre de Jesús, y con sus hermanos. No se puede, por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con sus hermanos" (Congregación para la Doctrina de la Fe, "Communionis notio", 28-5-1992, n. 19; cf. San Cromacio de Aquileya, "Sermo" 30, 1). 
 
Envidiable modelo
 
 5. Cantemos, entonces, nuestro himno de alabanza a María, imagen de la humanidad redimida, signo de la Iglesia que vive en la fe y en el amor, anticipando la plenitud de la Jerusalén celeste. "El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado "la cítara del Espíritu Santo", ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca" ("Redemptoris Mater", 31). Es él quien presenta a María como imagen de belleza: "Ella es santa en su cuerpo, bella en su espíritu, pura en sus pensamientos, sincera en su inteligencia, perfecta en sus sentimientos, casta, firme en sus propósitos, inmaculada en su corazón, eminente, llena de todas las virtudes" ("Himnos a la Virgen María" 1, 4; editorial Th. J. Lamy, "Hymni de B. Maria", Malines 1886, t. 2, col. 520). Que esta imagen resplandezca en el corazón de toda comunidad eclesial como reflejo perfecto de Cristo y que sea como un signo que se alza por encima de los pueblos, como "ciudad colocada en la cumbre de una montaña", y "lámpara sobre el candelero para que alumbre a todos" (cf. Mateo 5, 14-15).
 
(*) Apocalipsis 12, 1-18
MARÍA ES MI MADRE!

 
 
 
María es mi Madre!
Bajo su manto me amparo, con sus frutos me alimento, con el Pan Eucarístico que me proporciona.
Ella es mi Madre!
Me arrojo en sus brazos y Ella me estrecha contra su corazón.
La escucho y su palabra me instruye.
La miro y su belleza me alumbra.
Ella es mi Madre!
Si estoy débil me sostiene, la invoco y su bondad me atiende.
Ella es mi Madre!
Si enfermo me sana, si muerto por el pecado me da la vida de la gracia.
Ella es mi Madre!

En la lucha me socorre, en la tentación me auxilia, en la angustia me consuela, en el trabajo me sostiene, en la agonía me acompaña.
Ella es mi Madre!
Cuando voy a Jesús, me conduce, cuando llego a sus pies, me presenta.
Cuando le pido favores, me protege.
Ella es mi Madre!
Si soy constante en mi súplica, me escucha. Si la visito me atiende.
En la vida me guía al cielo y en la muerte recibiré de sus manos la eterna corona.
Ella es mi Madre!
Que buena es María, que dulce y hermosa es!
Ella es mi Madre!

Nuestra Señora del Santísimo Sacramento.
Ruega por nosotros !

BAJO TU AMPARO

Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita. 
V. Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.
R. Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.

ORACIÓN

 
Omnipotente y sempiterno Dios, que con la cooperación del Espíritu Santo, preparaste el cuerpo y el alma de la gloriosa Virgen y Madre María para que fuese merecedora de ser digna morada de tu Hijo; concédenos que, pues celebramos con alegría su conmemoración, por su piadosa intercesión seamos liberados de los males presentes y de la muerte eterna. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.

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