Editores de
"El Camino de
María"
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Acordaos, ¡oh piadosísima
Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los
que han acudido a vuestra protección, implorando vuestra
asistencia y reclamando vuestro socorro, haya sido
desamparado. Animado por esta confianza, a Vos también
acudo, ¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!, y gimiendo bajo el
peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante vuestra presencia
soberana. ¡Oh Madre de Dios!, no desechéis mis súplicas, antes
bien, escuchadlas y acogedlas benignamente.
Amén.
Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del
Señor, de decirle cosas buenas de mí. "Recordare, Virgo Mater Dei,
dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis
bona".
(Oración
de la Misa de María Mediadora de todas de todas las
gracias)
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El
Espíritu Santo y María, modelo de la unión nupcial de Dios con la
humanidad
La Iglesia,
edificada por Cristo sobre los apóstoles, se hace plenamente
consciente de estas grandes obras de Dios el día de Pentecostés,
cuando los reunidos en el cenáculo « quedaron todos llenos del
Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el
Espíritu les concedía expresarse » (Hch 2, 4). Desde aquel momento
inicia también aquel camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a
través de la historia de los hombres y de los pueblos. Se sabe que
al comienzo de este camino está presente María, que vemos en medio
de los apóstoles en el cenáculo «implorando con sus ruegos el don
del Espíritu».59 Su camino de fe es, en cierto modo,
más largo. El Espíritu Santo ya ha descendido a ella, que se ha
convertido en su esposa fiel en la anunciación, acogiendo al Verbo
de Dios verdadero, prestando « el homenaje del entendimiento y de la
voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por
El», más aún abandonándose plenamente en Dios por medio de «la
obediencia de la fe »,60 por la que respondió al ángel: «He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». El camino de
fe de María, a la que vemos orando en el cenáculo, es por lo tanto
«más largo » que el de los demás reunidos allí: María les «precede»,
«marcha delante de» ellos.61 El momento de Pentecostés en Jerusalén
ha sido preparado, además de la Cruz, por el momento de la
Anunciación en Nazaret. En el cenáculo el itinerario de María se
encuentra con el camino de la fe de la Iglesia ¿De qué
manera? Entre los que en el cenáculo eran asiduos en la
oración, preparándose para ir « por todo el mundo » después de haber
recibido el Espíritu Santo, algunos habían sido llamados por Jesús
sucesivamente desde el inicio de su misión en Israel. Once de ellos
habían sido constituidos apóstoles, y a ellos Jesús había
transmitido la misión que él mismo había recibido del Padre: « Como
el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20, 21), había dicho a
los apóstoles después de la resurrección. Y cuarenta días más tarde,
antes de volver al Padre, había añadido: cuando « el Espíritu Santo
vendrá sobre vosotros ... seréis mis testigos... hasta los confines
de la tierra » (cf. Hch 1, 8). Esta misión de los apóstoles comienza
en el momento de su salida del cenáculo de Jerusalén. La Iglesia
nace y crece entonces por medio del testimonio que Pedro y los demás
apóstoles dan de Cristo crucificado y resucitado (cf. Hch 2, 31-34;
3, 15-18; 4, 10-12; 5, 30-32). María no ha recibido
directamente esta misión apostólica. No se encontraba entre los que
Jesús envió « por todo el mundo para enseñar a todas las gentes »
(cf. Mt 28, 19), cuando les confirió esta misión. Estaba, en cambio,
en el cenáculo, donde los apóstoles se preparaban a asumir esta
misión con la venida del Espíritu de la Verdad: estaba con ellos. En
medio de ellos María « perseveraba en la oración » como « madre de
Jesús » (Hch 1, 13-14), o sea de Cristo crucificado y resucitado. Y
aquel primer núcleo de quienes en la fe miraban « a Jesús como autor
de la salvación »,62 era consciente de que Jesús era el Hijo de
María, y que ella era su madre, y como tal era, desde el momento de
la concepción y del nacimiento, un testigo singular del misterio de
Jesús, de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y
confirmado con la Cruz y la resurrección. La Iglesia, por tanto,
desde el primer momento, «miró» a María, a través de Jesús, como
«miró» a Jesús a través de María. Ella fue para la Iglesia de
entonces y de siempre un testigo singular de los años de la infancia
de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando « conservaba
cuidadosamente todas las cosas en su corazón » (Lc 2, 19; cf. Lc 2,
51). Pero en la Iglesia de entonces y de siempre María
ha sido y es sobre todo la que es « feliz porque ha creído »: ha
sido la primera en creer. Desde el momento de la anunciación y de la
concepción, desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén,
María siguió paso tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de
fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo
siguió también en el período de la separación externa, cuando él
comenzó a « hacer y enseñar » (cf. Hch 1, 1 ) en Israel; lo siguió
sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se
encontraba con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los
albores de la Iglesia, se confirmaba su fe, nacida de las palabras
de la anunciación. El ángel le había dicho entonces: « Vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por
nombre Jesús. El será grande.. reinará sobre la casa de Jacob por
los siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33). Los recientes
acontecimientos del Calvario habían cubierto de tinieblas aquella
promesa; y ni siquiera bajo la Cruz había disminuido la fe de María.
Ella también, como Abraham, había sido la que « esperando contra
toda esperanza, creyó » (Rom 4, 18). Y he aquí que, después de la
resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y
la promesa había comenzado a transformarse en realidad. En efecto,
Jesús, antes de volver al Padre, había dicho a los apóstoles: « Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes ... Y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,
19.20). Así había hablado el que, con su resurrección, se reveló
como el triunfador de la muerte, como el señor del reino que «no
tendrá fin », conforme al anuncio del ángel. (Redemptoris
Mater, 26).
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