Editores de
"El Camino de
María"
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Acordaos, ¡oh piadosísima
Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los
que han acudido a vuestra protección, implorando vuestra
asistencia y reclamando vuestro socorro, haya sido
desamparado. Animado por esta confianza, a Vos también
acudo, ¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!, y gimiendo bajo el
peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante vuestra presencia
soberana. ¡Oh Madre de Dios!, no desechéis mis súplicas, antes
bien, escuchadlas y acogedlas benignamente.
Amén.
Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del
Señor, de decirle cosas buenas de mí. "Recordare, Virgo Mater Dei,
dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis
bona".
(Oración
de la Misa de María Mediadora de todas de todas las
gracias)
La
Santísima Virgen María y la vida consagrada
En las
enseñanzas de Cristo la maternidad está unida a la virginidad,
aunque son cosas distintas. A este propósito, es fundamental la
frase de Jesús dicha en el coloquio sobre la indisolubilidad del
matrimonio. Al oír la respuesta que el Señor dio a los fariseos, los
discípulos le dicen: «Si tal es la condición del hombre respecto de
su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19,10). Prescindiendo del
sentido que aquel «no trae cuenta» tuviera entonces en la mente de
los discípulos, Cristo aprovecha la ocasión de aquella opinión
errónea para instruirles sobre el valor del celibato; distingue el
celibato debido a defectos naturales -incluidos los causados por el
hombre- del «celibato por el Reino de los cielos». Cristo dice: «Hay
eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los
cielos» (Mt 19, 12). Por consiguiente, se trata de un celibato
libre, elegido por el Reino de los cielos, en consideración de la
vocación escatológica del hombre a la unión con Dios. Y añade:
«Quien pueda entender, que entienda». Estas palabras son reiteración
de lo que había dicho al comenzar a hablar del celibato (Cf. Mt 19,
11). Por tanto este celibato por el Reino de los cielos no es
solamente fruto de una opción libre por parte del hombre, sino
también de una gracia especial por parte de Dios, que llama a una
persona determinada a vivir el celibato. Si éste es un signo
especial del Reino de Dios que ha de venir, al mismo tiempo sirve
para dedicar a este Reino escatológico todas las energías del alma y
del cuerpo de un modo exclusivo, durante la vida
temporal. Las palabras de Jesús son la respuesta
a la pregunta de los discípulos. Están dirigidas directamente a
aquellos que hicieron la pregunta y que en este caso eran sólo
hombres. No obstante, la respuesta de Cristo en sí misma, tiene
valor tanto para los hombres como para las mujeres y, en este
contexto, indica también el ideal evangélico de la virginidad, que
constituye una clara «novedad» en relación con la tradición del
Antiguo Testamento. Esta tradición ciertamente enlazaba de alguna
manera con la esperanza de Israel, y especialmente de la mujer de
Israel, por la venida del Mesías, que debía ser de la «estirpe de la
mujer». En efecto, el ideal del celibato y de la virginidad como
expresión de una mayor cercanía a Dios no era totalmente ajeno en
ciertos ambientes judíos, sobre todo en los tiempos que precedieron
inmediatamente a la venida de Jesús. Sin embargo, el celibato por el
Reino, o sea, la virginidad, es una novedad innegable vinculada a la
Encarnación de Dios. Desde el
momento de la venida de Cristo la espera del Pueblo de Dios debe
dirigirse al Reino escatológico que ha de venir y en el cual él
mismo ha de introducir «al nuevo Israel». En efecto, para realizar
un cambio tan profundo en la escala de valores, es indispensable una
nueva conciencia de la fe, que Cristo subraya por dos veces: «Quien
pueda entender, que entienda»; esto lo comprenden solamente
«aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11). María es la
primera persona en la que se ha manifestado esta nueva conciencia,
ya que pregunta al ángel: «"¿cómo será esto, puesto que no conozco
varón?» (Lc 1, 34). Aunque «estaba desposada con un hombre
llamado José» (cf. Lc 1, 27), ella estaba firme en su propósito de
virginidad, y la maternidad que se realizó en ella provenía
exclusivamente del «poder del Altísimo», era fruto de la venida del
Espíritu Santo sobre ella (cf. Lc 1, 35). Esta maternidad
divina, por tanto, es la respuesta totalmente imprevisible a la
esperanza humana de la mujer en Israel: esta maternidad llega a
María como un don de Dios mismo. Este don se ha convertido en el
principio y el prototipo de una nueva esperanza para todos los
hombres según la Alianza eterna, según la nueva y definitiva promesa
de Dios: signo de la esperanza
escatológica. Teniendo como
base el Evangelio se ha desarrollado y profundizado el sentido de la
virginidad como vocación también de la mujer, con la que se reafirma
su dignidad a semejanza de la Virgen de Nazaret. El Evangelio
propone el ideal de la consagración de la persona, es decir, su
dedicación exclusiva a Dios en virtud de los consejos evangélicos,
en particular los de castidad, pobreza y obediencia, cuya
encarnación más perfecta es Jesucristo mismo. Quien desee seguirlo
de modo radical opta una vida según estos consejos, que se
distinguen de los mandamientos e indican al cristiano el camino de
la radicalidad evangélica. Ya desde los comienzos del cristianismo
hombres y mujeres se han orientado por este camino, pues el ideal
evangélico se dirige al ser humano sin ninguna diferencia en razón
del sexo. En este
contexto más amplio hay que considerar la virginidad también como un
camino para la mujer; un camino en el que, de un modo diverso al
matrimonio, ella realiza su personalidad de mujer. Para comprender
esta opción es necesario recurrir una vez más al concepto
fundamental de la antropología cristiana. En la virginidad
libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como persona, es
decir, como un ser que el Creador ha amado por sí misma desde el
principio 41 y, al mismo tiempo, realiza el valor personal de la
propia femineidad, convirtiéndose en «don sincero» a Dios, que se ha
revelado en Cristo; un don a Cristo, Redentor del hombre y Esposo de
las almas: un don «esponsal». No se puede comprender rectamente la
virginidad, la consagración de la mujer en la virginidad, sin
recurrir al amor esponsal; en efecto, en tal amor la persona se
convierte en don para el otro 42. Por otra parte, de modo análogo ha
de entenderse la consagración del hombre en el celibato sacerdotal o
en el estado religioso. La natural
disposición esponsal de la personalidad femenina halla una respuesta
en la virginidad entendida así. La mujer, llamada desde el
«principio» a ser amada y a amar, en la vocación a la virginidad
encuentra sobre todo a Cristo, como Redentor que «amó hasta el
extremo» por medio del don total de sí mismo, y ella responde a este
don con el «don sincero» de toda su vida. Se da al Esposo divino y
esta entrega personal tiende a una unión de carácter propiamente
espiritual: mediante la acción del Espíritu Santo se convierte en
«un solo espíritu» con Cristo-Esposo (cf. 1 Cor 6,
17). Este es el ideal evangélico de
la virginidad, en el que se realizan de modo especial tanto la
dignidad como la vocación de la mujer. En la virginidad entendida
así se expresa el llamado radicalismo del Evangelio: Dejarlo todo y
seguir a Cristo (cf. Mt 19, 27), lo cual no puede compararse con el
simple quedarse soltera o célibe, pues la virginidad no se limita
únicamente al «no», sino que contiene un profundo «sí» en el orden
esponsal: el entregarse por amor de un modo total e indiviso.
(MULIERIS DIGNITATEM Sobre la dignidad y vocación de la mujer, punto
20) .
La
virginidad de María tiene tanto más valor y belleza cuanto que
Cristo no sólo se la reservó celosamente después de haber sido
concebido en ella, sino que eligió por madre a una virgen que
previamente estaba consagrada a Dios (SAN AGUSTIN, Sobre la santa
virginidad, 4-5).
La
dignidad virginal comenzó con la Madre de Dios (SAN AGUSTIN, Sermón
51).
Debemos profesar una ferviente devoción a la Santísima
Virgen, si queremos conservar esta hermosa virtud; de lo cual no nos
ha de caber duda alguna, sí consideramos que ella es la reina, el
modelo y la patrona de las vírgenes [...]. San Ambrosio llama a la
Santísima Virgen señora de la castidad; San Epifanio la llama
princesa de la castidad; y San Gregorio, reina de la castidad"[..]
(SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre la
pureza).
Esta
hermosa virtud, dice San Bernardo, fue la causa de que el Padre
Eterno mirase a la Santísima Virgen con complacencia; y si la
virginidad atrajo las miradas divinas, su humildad fue la causa de
que concibiese en su seno al Hijo de Dios. Si la Santísima Virgen es
la Reina de las Vírgenes, es también la Reina de los humildes (SANTO
CURA DE ARS, Sermón sobre la
humildad). |
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