PEREGRINANDO EN LA FE CON  MARÍA

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Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!,
que jamás se ha oído decir que ninguno
de los que han acudido a vuestra protección,
implorando vuestra asistencia y reclamando
vuestro socorro, haya sido desamparado.
Animado por esta confianza, a Vos también acudo,
¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!,
y gimiendo bajo el peso de mis pecados
me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana.
¡Oh Madre de Dios!, no desechéis mis súplicas,
antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.

 

Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del Señor, de decirle cosas buenas de mí. "Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona".
(Oración de la Misa de María Mediadora de todas de todas las gracias)

 

 

La Presentación de Jesús en el Templo

 

 
Y cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está mandado en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor; y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado en la Ley del Señor. Lc 2, 22-24

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

 

LA PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO

 Audiencia General del miércoles 11 de diciembre de  de 1996

MARÍA EN EL MISTERIO DE LA CRUZ

Joseph Ratzinger y Hans Urs von Balthasar. «María, Iglesia naciente», páginas 57-60, (Ediciones Encuentro)

La Presentación de Jesús en el Templo

 
 
Queridos hermanos y hermanas:
 
1. En el episodio de la presentación de Jesús en el templo, San Lucas subraya el destino mesiánico de Jesús. Según el texto lucano, el objetivo inmediato del viaje de la Sagrada Familia de Belén a Jerusalén es el cumplimiento de la Ley: «Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor" y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor» (Lc 2,22-24).
Con este gesto, María y José manifiestan su propósito de obedecer fielmente a la voluntad de Dios, rechazando toda forma de privilegio. Su peregrinación al templo de Jerusalén asume el significado de una consagración a Dios, en el lugar de su presencia.María, obligada por su pobreza a ofrecer tórtolas o pichones, entrega en realidad al verdadero Cordero que deberá redimir a la humanidad, anticipando con su gesto lo que había sido prefigurado en las ofrendas rituales de la antigua Ley.
 
2. Mientras la Ley exigía sólo a la madre la purificación después del parto, Lucas habla de «los días de la purificación de ellos» (Lc 2,22), tal vez con la intención de indicar a la vez las prescripciones referentes a la madre y a su Hijo primogénito.
La expresión «purificación» puede resultarnos sorprendente, pues se refiere a una Madre que, por gracia singular, había obtenido ser inmaculada desde el primer instante de su existencia, y a un Niño totalmente santo. Sin embargo, es preciso recordar que no se trataba de purificarse la conciencia de alguna mancha de pecado, sino solamente de recuperar la pureza ritual, la cual, de acuerdo con las ideas de aquel tiempo, quedaba afectada por el simple hecho del parto, sin que existiera ninguna clase de culpa.
El evangelista aprovecha la ocasión para subrayar el vínculo especial que existe entre Jesús, en cuanto «primogénito» (Lc 2,7.23) y la santidad de Dios, así como para indicar el espíritu de humilde ofrecimiento que impulsaba a María y a José (ver Lc 2,24). En efecto, el «par de tórtolas o dos pichones» era la ofrenda de los pobres (ver Lev 12,8).
 
3. En el templo, José y María se encuentran con Simeón, «hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25). La narración lucana no dice nada de su pasado y del servicio que desempeña en el templo; habla de un hombre profundamente religioso, que cultiva en su corazón grandes deseos y espera al Mesías, consolador de Israel. En efecto, «estaba en él el Espíritu Santo» (Lc 2,25) y «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Mesías del Señor» (Lc 2,26). Simeón nos invita a contemplar la acción misericordiosa de Dios, que derrama el Espíritu sobre sus fieles para llevar a cumplimiento su misterioso proyecto de amor.
Simeón, modelo del hombre que se abre a la acción de Dios, «movido por el Espíritu» (Lc 2,27), se dirige al templo, donde se encuentra con Jesús, José y María. Tomando al Niño en sus brazos, bendice a Dios: «Ahora, Señor, puede, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz» (Lc 2,29).
Simeón, expresión del Antiguo Testamento, experimenta la alegría del encuentro con el Mesías y siente que ha logrado la finalidad de su existencia; por ello, dice al Altísimo que lo puede dejar irse a la paz del más allá.
En el episodio de la Presentación se puede ver el encuentro de la esperanza de Israel con el Mesías. También se puede descubrir en él un signo profético del encuentro del hombre con Cristo. El Espíritu Santo lo hace posible, suscitando en el corazón humano el deseo de ese encuentro salvífico y favoreciendo su realización.
Y no podemos olvidar el papel de María, que entrega el Niño al santo anciano Simeón. Por voluntad de Dios, es la Madre quien da a Jesús a los hombres.
 
4. Al revelar el futuro del Salvador, Simeón hace referencia a la profecía del «Siervo», enviado al pueblo elegido y a las naciones. A él dice el Señor: «Te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Is 42,6). Y también: «Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).
En su cántico, Simeón cambia totalmente la perspectiva, poniendo el énfasis en el universalismo de la misión de Jesús: «han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,30-32).

¿Cómo no asombrarse ante esas palabras? «Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él» (Lc 2,33). Pero José y María, con esta experiencia, comprenden más claramente la importancia de su gesto de ofrecimiento: en el templo de Jerusalén presentan a Aquel que, siendo la gloria de su pueblo, es también la salvación de toda la humanidad.

MARÍA EN EL MISTERIO DE LA CRUZ

 «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción --¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!--» (Lucas, 2, 34).

La espada atravesará su corazón: esto hace referencia a la pasión del Hijo, que se convertirá también en pasión de la Madre. Dicha pasión comienza ya con su siguiente visita al Templo: María debe aceptar la precedencia del auténtico Padre y de su casa, del Templo; debe aprender a dejar libre a aquel al que dio a luz. Debe llevar hasta el final el sí a la voluntad de Dios que la hizo llegar a ser madre: retirarse y ponerlo en libertad para su misión. En los rechazos de la vida pública y en esta retirada se da un paso importante que se consumará en la cruz con la palabra «Ahí tienes a tu hijo»: desde ese momento, su hijo ya no es Jesús, sino el discípulo. La aceptación y la disponibilidad es el primer paso que se exige de ella; el dejar y el dar libertad es el segundo. Sólo así se hace completa su maternidad: el «Dichoso el seno que te llevó» sólo se hace verdad donde forma parte de la otra bienaventuranza. «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lucas 11,27s.). Así, María está preparada para el misterio de la cruz, que no termina simplemente en el Gólgota. Su Hijo sigue siendo signo de contradicción, y así ella sigue sumergida en el dolor de dicha contradicción, el dolor de la maternidad mesiánica.

Especialmente querida para la piedad cristiana se ha hecho precisamente la imagen de la Madre sufriente, convertida totalmente en com-pasión, con el Hijo muerto sobre el regazo. En la Madre que com-padece han encontrado los dolientes de todos los tiempos el reflejo más puro de esa com-pasión divina que es el único consuelo verdadero. Pues todo dolor, todo padecer es, en su esencia última, aislamiento, pérdida del amor, dicha destrozada de quien ya no es aceptado. Sólo el «com-» puede curar el dolor.

En Bernardo de Claraval se encuentra esta palabra maravillosa: Dios no puede padecer, pero puede com-padecer (1). Bernardo pone con ello cierto punto final a la disputa de los Padres acerca de la novedad del concepto cristiano de Dios. Para el pensamiento antiguo, a la esencia de Dios pertenecía la impasibilidad de la pura razón. A los Padres les resultaba difícil rechazar esta idea y concebir «pasión» alguna en Dios, pero por la Biblia veían, perfectamente, no obstante, que la «revelación de la Biblia» «hace estremecer... [todo] lo que el mundo había pensado sobre Dios». Veían que en Dios hay una pasión muy íntima, que incluso es su genuina esencia: el amor. Y porque ama, el padecimiento no le es ajeno en la forma de com-pasión. «En su amor al hombre, el Impasible ha sufrido la com-pasión misericordiosa», escribe Orígenes a este respecto (2). Se podría decir que la cruz de Cristo es la com-pasión de Dios por el mundo. En el Antiguo Testamento hebreo, el com-padecer de Dios al hombre no se expresa con un término del ámbito psicológico, sino que, como corresponde a la modalidad concreta del pensamiento semítico, se designa con un vocablo que en su significado básico denota un órgano corporal, a saber «rahamim», que en singular significa el claustro o seno materno. Lo mismo que «corazón» equivale a sentimiento, y «lomos» y «riñones», a deseo y a dolor, así el seno materno se convierte en la palabra que denota la solidaridad con otro, en referencia muy honda a la facultad del ser humano de existir para otro, de asumirlo en sí mismo, de soportarlo y, soportándolo, darle la vida. El Antiguo Testamento nos dice, con una palabra del lenguaje del cuerpo, cómo Dios nos contiene en sí nos lleva en sí con un amor que com-padece (3).

Las lenguas en las que el Evangelio entró con su paso al mundo pagano no conocían tales formas de expresión. Pero la imagen de la Pietà, la Madre que padece por el Hijo muerto, se convirtió en la traducción viva de esta palabra: en ella queda patente el padecer materno de Dios. En ella se ha hecho visible, tangible. Ella es la «compassio» de Dios, representada en un ser humano que se ha dejado implicar plenamente en el misterio de Dios. Pero, puesto que la vida humana es en todos los tiempos padecer, la imagen de la Madre que padece, la imagen de los «rahamim» de Dios, ha llegado a ser muy importante para la cristiandad. Sólo en ella llega a su término la imagen de la cruz, porque ella es la cruz asumida, que se comparte en el amor, la que nos permite ahora experimentar en su com-pasión la com-pasión de Dios. Así, el dolor de la Madre es dolor pascual que ya manifiesta la transformación de la muerte en la solidaridad redentora del amor. Con ello, sólo en apariencia nos hemos alejado mucho del «Alégrate» con el que comienza la historia de María. Pues la alegría que le es anunciada no es la alegría banal que se concreta en el olvido de los abismos de nuestro ser, y por eso está condenada a caer en el vacío. Es la verdadera alegría, que nos hace arriesgarnos al éxodo del amor hasta el interior de la ardiente santidad de Dios. Es esa verdadera alegría que con el dolor no se destruye, sino que llega a su madurez. Sólo la alegría que se mantiene firme ante el dolor y es más fuerte que el dolor, es la verdadera alegría.

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(1) «In Cant.», s. 26, n. 5, PL 183, 906: «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis». Cf. H. de Lubac, «Geist aus der Geschichte. Das Schriftverständnis des Origenes, Einsiedeln 1968 (original francés 1950), p. 285. Todo el capítulo «Ver Gott des Origenes», pp. 269-289, es importante para esta cuestión. H. U. von Balthasar ha tratado repetidas veces el tema contiguo a éste del «dolor de Dios», por última vez en: ID 5, «El último acto», Madrid 1997, pp. 210-243).

(2) H. de Lubac, op. cit., p. 286.

(3) Sobre esto es importante la gran nota 52 de la encíclica de Juan Pablo II «Dives in misericordia» (Sobre la misericordia divina); Cf. también la nota 61.

SALVE
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!

ORACIÓN

 
Omnipotente y sempiterno Dios, que con la cooperación del Espíritu Santo, preparaste el cuerpo y el alma de la gloriosa Virgen y Madre María para que fuese merecedora de ser digna morada de tu Hijo; concédenos que, pues celebramos con alegría su conmemoración, por su piadosa intercesión seamos liberados de los males presentes y de la muerte eterna. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.

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