LA VIRGEN MARÍA Y LA SEMANA SANTA

"El Camino de María"

Colección de

Libros Digitales:

"Virgo Fidelis"

¡ Oh Virgen fiel, que fuiste siempre solícita y dispuesta a recibir,
conservar y meditar la Palabra de Dios!:
Haz que también nosotros, en medio de las  dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana.

 

Marisa y Eduardo Vinante

"El Camino de María"

Editores

 

Carta Encíclica

"Ecclesia de Eucharitia"

 

La dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

Venerable Ana Catalina Emmerich

 

Sobre las siete palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz

San Roberto Belarmino

 

La Sábana Santa

Homilía de Juan Pablo II

 

Akáthistos

Himno Litúrgico Mariano

 

Dios te salve, María

Plegaria de Consagración a la Santísima Virgen 

 

 

 

En el camino doloroso y en el Gólgota está la Madre, la primera Mártir.

"...En los misterios dolorosos contemplamos en Cristo todos los dolores del hombre: en El, angustiado, traicionado, abandonado, capturado aprisionado; en El, injustamente procesado y sometido a la flagelación; en El, mal entendido y escarnecido en su misión; en El, condenado con complicidad del poder político; en El conducido públicamente al suplicio y expuesto a la muerte más infamante; en El, Varón de dolores profetizado por Isaías, queda resumido y santificado todo dolor humano.

Siervo del Padre, Primogénito entre muchos hermanos, Cabeza de la humanidad, transforma el padecimiento humano en oblación agradable a Dios, en sacrificio que redime. El es el Cordero que quita el pecado del mundo, el Testigo fiel, que capitula en sí y hace meritorio todo martirio.

En el camino doloroso y en el Gólgota está la Madre, la primera Mártir. Y nosotros, con el corazón de la Madre, a la cual desde la cruz entregó en testamento a cada uno de los discípulos y a cada uno de los hombres, contemplamos conmovidos los padecimientos de Cristo, aprendiendo de El la obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz; aprendiendo de Ella a acoger a cada hombre como hermano, para estar con Ella junto a las innumerables cruces en las que el Señor de la gloria todavía está injustamente enclavado, no en su Cuerpo glorioso, sino en los miembros dolientes de su Cuerpo místico". (JUAN PABLO II: Ángelus del 30 de octubre, 1983).

"...Los Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Via Crucis, se ha detenido siempre sobre cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo que ellos son el cúlmen de la revelación del amor y la fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge algunos momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario meditativo se abre con Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42 par.). Este «sí» suyo cambia el «no» de los progenitores en el Edén. Y cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la coronación de espinas, la subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: Ecce homo! 

En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el sentido mismo del hombre. Ecce homo: quien quiera conocer al hombre, ha de saber descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios que se humilla por amor «hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Los misterios de dolor llevan el creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora..." (ROSARIUM VIRGINIS MARIAE, 22)
 

 

 

MARÍA Y LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

1. Después de que Jesús es colocado en el sepulcro, María «es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección». La espera que vive la Madre del Señor el Sábado santo constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, ella confía plenamente en el Dios de la vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas.
Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su madre. Este silencio no debe llevarnos a concluir que, después de su resurrección, Cristo no se apareció a María; al contrario, nos invita a tratar de descubrir los motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren.
Suponiendo que se trata de una «omisión», se podría atribuir al hecho de que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento salvífico se encomendó a la palabra de «testigos escogidos por Dios» (Hch 10,41), es decir, a los Apóstoles, los cuales «con gran poder» (Hch 4,33) dieron testimonio de la resurrección del Señor Jesús. Antes que a ellos, el Resucitado se apareció a algunas mujeres fieles, por su función eclesial: «Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28,10).
Si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús resucitado con su madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los que negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe.
 
2. Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas apariciones de Jesús resucitado, y ciertamente no pretenden hacer una crónica completa de todo lo que sucedió durante los cuarenta días después de la Pascua. San Pablo recuerda una aparición «a más de quinientos hermanos a la vez» (1Cor 15,6). ¿Cómo justificar que un hecho conocido por muchos no sea referido por los evangelistas, a pesar de su carácter excepcional? Es signo evidente de que otras apariciones del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no quedaron recogidas.
¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (ver Hch 1,14), haber sido excluida del número de los que se encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?
 
3. Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente Jesús resucitado se apareció a su madre en primer lugar. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (ver Mc 16,1; Mt 28,1), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que ella ya se había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada también por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie de la cruz y, por tanto, más firmes en la fe.
En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles (ver Jn 20,17-18). Tal vez, también este dato permite pensar que Jesús se apareció primero a su madre, pues ella fue la más fiel y en la prueba conservó íntegra su fe.
Por último, el carácter único y especial de la presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con su Hijo en el sufrimiento de la cruz, parecen postular su participación particularísima en el misterio de la Resurrección.
Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su madre. En efecto, Ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado, ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia.
 
4. Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y que en el grupo de los discípulos se encuentra con él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también ella de la plenitud de la alegría pascual.
La Virgen Santísima, presente en el Calvario durante el Viernes santo (ver Jn 19,25) y en el cenáculo en Pentecostés (ver Hch 1,14), fue probablemente testigo privilegiada también de la resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos.
En el tiempo pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli, laetare. Alleluia». «¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!». Así recuerda el gozo de María por la resurrección de Jesús, prolongando en el tiempo el «¡Alégrate!» que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en «causa de alegría» para la humanidad entera.
 
 (Juan Pablo II, Audiencia General del miércoles 21/5/1997)

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

SEMANA SANTA, SEMANA DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Solidaridad con Cristo paciente, crucificado y agonizante

Audiencia General del miércoles 11de abril  de 1979

LOS ACONTECIMIENTOS CENTRALES DE NUESTRA REDENCIÓN

 Audiencia General del miércole 26 de marzo  de 1986

LA MATERNIDAD DE MARÍA OBTENIDA A LOS PIES DE LA CRUZ

 Audiencia General del miércoles 11 de mayo  de 1983

"HE AHÍ A TU MADRE"

 Audiencia General del miércoles 7 de mayol de 1997

 

 

Solidaridad con Cristo paciente, crucificado y agonizante

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Durante la Cuaresma, la Iglesia, refiriéndose a las palabras de Cristo, a la enseñanza de los Profetas del Antiguo Testamento, a la propia tradición secular, nos exhorta a una solidaridad particular con todos los que sufren y que, de cualquier modo, experimentan la pobreza, la miseria, la injusticia, la persecución. Hemos hablado de ello el miércoles pasado, continuando nuestras reflexiones cuaresmales sobre el significado actual de la penitencia, que se expresa a través de la oración, el ayuno y la limosna. La exhortación a la solidaridad, en nombre de Cristo, con todas las tribulaciones y necesidades de nuestros hermanos, y no sólo con los que tenemos al alcance de los ojos y de la mano, sino con todos, incluso con los gritos de las almas y los cuerpos atormentados, es casi la esencia misma del vivir espiritualmente el período de Cuaresma en la existencia de la Iglesia. En la última semana de Cuaresma -después de esta preparación (¡y sólo después de ella!)- la Iglesia nos exhorta a una particular y excepcional solidaridad con el mismo Cristo paciente. Aunque el ser conscientes de la pasión de Cristo nos acompaña a lo largo de todas las semanas de este período, sin embargo sólo esta semana , la única en el sentido pleno de la palabra, es la Semana de la Pasión del Señor. Es la Semana Santa . La llamada a una solidaridad particular y excepcional con Cristo paciente se hace sentir hacia el fin del período cuaresmal. Se hace sentir cuando ya ha madurado en nosotros la actitud de conversión espiritual, y especialmente el sentido de solidaridad con todos nuestros hermanos que sufren. Esto corresponde a la lógica de la Revelación: el amor de Dios es el primero y el mayor mandamiento, pero no puede cumplirse fuera del amor del hombre. No se cumple sin él.      
    
El camino de la cruz, camino del amor             
   
2. Al mismo tiempo, los impulsos más profundos y más potentes del amor deben surgir de esta Semana , en la que estamos llamados a una particular, a una excepcional solidaridad con Cristo, en su pasión y muerte en la cruz. "Porque tanto amó Dios al mundo -al hombre en el mundo-, que le dio su unigénito Hijo" (Jn 3, 16). Lo dio en la pasión y en la muerte. Contemplando esta revelación de amor que parte de Dios y va hacia el hombre en el mundo, no podemos detenernos, sino que debemos reemprender el camino "del retorno": camino del corazón humano que va hacia Dios, el camino del amor. La Cuaresma -y sobre todo la Semana Santa - debe ser, en cada año de nuestra vida en la Iglesia, un nuevo comienzo de este "camino del amor". La Cuaresma se identifica, como vemos, con el punto culminante de la revelación del amor de Dios para el hombre.      
    
Por tanto, la Iglesia nos exhorta a detenernos de modo muy particular y excepcional al lado de Cristo, sólo a su lado. Nos exhorta a esforzarnos -como San Pablo- (al menos en esta semana ) a "no saber cosa alguna..., sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1 Cor 2, 2). La Iglesia dirige esta exhortación a todos: no sólo a la comunidad entera de los creyentes, a todos los seguidores de Cristo, sino también a todos los demás. Detenerse ante Cristo que sufre, encontrar en sí mismo la solidaridad con Él, he aquí el deber y la necesidad de cada corazón humano, he aquí la prueba de la sensibilidad humana. En esto se manifiesta la nobleza del hombre. La Semana Santa es pues el tiempo de la apertura más amplia de la Iglesia hacia la humanidad y, a la vez, el tiempo-cumbre de la evangelización: a través de todo lo que durante estos días la Iglesia piensa y dice de Cristo, a través del modo en que vive su pasión y muerte, a través de su solidaridad con Él, la Iglesia retorna, año tras año, a las raíces mismas de su misión y de su anuncio salvífico. Y si en esta Semana Santa la Iglesia, más que hablar, calla, lo hace para que pueda hablar mucho más el mismo Cristo. Ese Cristo a quien el Papa Pablo VI llamó el primero y perenne evangelizador (cf. Evangelli nuntiandi, 7).  
    
El tiempo-cumbre de la evangelización  
    
3. La evangelización se realiza con la ayuda de la palabra. Precisamente las palabras de Cristo pronunciaclas durante su pasión tienen una enorme fuerza de expresión. Incluso se puede decir que son lugar de encuentro especial con cada uno de los hombres; son la ocasión y la razón para manifestar una gran solidaridad. ¿Cuántas veces volvemos a lo que los Evangelistas han registrado como hilo conductor de la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos? "Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz" (Mt 26, 39). ¿No dice eso cada hombre? ¿No siente así cada hombre en el sufrimiento, en la tribulación, frente a la cruz? "Pase de mí..." ¡Qué profunda verdad humana está contenida en esta frase! Cristo, como verdadero hombre, sintió repugnancia ante el sufrimiento: "Comenzó a entristecerse y angustiarse" (Mt 26, 37), y dijo: "Pase de mí...", ¡no suceda, no me alcance! Es necesario aceptar toda la expresión humana de estas palabras para saberlas unir con las de Cristo. "¡Si es posible, pase de mí este cáliz! Sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú!" (Mt 26, 39). Cada hombre, encontrándose frente al sufrimiento, está ante un reto... ¿Es sólo un reto de la suerte? Cristo da la respuesta diciendo: "Como quieres tú". No se dirige a la suerte, a la "suerte ciega". Habla a Dios. Al Padre. A veces no nos basta esta respuesta, porque no es la última palabra, sino la primera. No podemos comprender ni Getsemaní ni el Calvario, sino en el contexto de todo el acontecimiento pascual. De todo el misterio.
    
Sentido salvífico de las últimas palabras de Jesús  
    
4. En las palabras de la pasión de Cristo hay un encuentro particularmente intenso de lo "humano" con lo "divino". Lo demuestran ya las palabras de Getsemaní. Después Cristo más bien callará. Dirá una frase a Judas. Después a los que Judas condujo al Huerto de Getsemaní para prenderlo. Después todavía a Pedro. Ante el Sanedrín no se defiende, pero da testimonio. Así también ante Pilato. En cambio, ante Herodes "no contestó nada" (Lc 23, 9). Durante el suplicio se realizarán las palabras de Isaías: "No abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores" (Is 53, 7). Sus ultimas palabras caen desde lo alto de la cruz. En su conjunto se explican con el transcurso del acontecimiento, con el horrible suplicio y, al mismo tiempo, a través de ellas, a pesar de su brevedad y condición, se transparenta lo que hay de "divino" y "salvífico". Volvamos a oír el sentido "salvífico" de las palabras dirigidas a la Madre, a Juan, al buen ladrón, así como las que se referían a los que le crucificaron. Las últimas palabras dirigidas al Padre son desconcertantes: eco último y, a la vez, como continuación de la oración de Getsemaní. Cristo dice: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt 27, 46), repitiendo las palabras del Salmista (cf. Sal 21 [22], 1). En Getsemaní había dicho: "Si es posible, pase de mí este cáliz" (Mt 26, 39). Y ahora, desde lo alto de la cruz, ha confirmado públicamente que el "cáliz" no fue alejado, que debió beberlo hasta el fondo. Tal es la voluntad del Padre. De hecho, el eco de la oración de Getsemaní es esta palabra última: "Todo está acabado" (Jn 19, 30). Ir finalmente: sólo éstas: "Padre, en tus manos entrego mi espíritu" (Lc 23, 46).
    
La agonía de Cristo. Primero, la moral en Getsemaní. Después, la moral y a la vez la física, en la cruz. Nadie, como Cristo, ha manifestado tan profundamente el tormento humano de morir, precisamente porque era Hijo de Dios, porque lo "humano" y lo "divino" constituían en Él una misteriosa unidad. Por esto también las palabras de la pasión de Cristo, tan penetrantemente humanas, son para siempre una revelación de la "divinidad" que en Cristo se unió a la humanidad, en la plenitud de la unidad personal. Se puede decir: era necesaria la muerte de Dios-Hombre, para que nosotros, herederos del pecado original, viéramos lo que es el drama en la muerte del hombre.
          
En esta Semana Santa debemos llegar a una solidaridad particular con Cristo paciente, crucificado, y agonizante, para encontrar en nuestra vida la cercanía de lo que es "divino" y de lo que es "humano". Dios ha decidido hablarnos con el lenguaje del amor, que es más fuerte que la muerte. Acojamos este mensaje.

 Los acontecimientos centrales de nuestra Redención 

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. El día de hoy, Miércoles Santo, nos invita a meditar juntos sobre las realidades que vamos a revivir en el curso de esta semana , que se llama " santa " porque en ella conmemoramos los acontecimientos centrales de nuestra redención. En la vida de la humanidad no ha acaecido nada más significativo y de mayor valor. La muerte y la resurrección de Cristo son los acontecimientos más importantes de la historia.       
    
Comienza mañana el triduo de la Pasión y de la Resurrección del Señor, el cual -como se lee en el Misal Romano- "ya que Jesucristo ha cumplido la obra de la redención de los hombres y de la glorificación perfecta de Dios principalmente por su misterio pascual, por el cual muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida, el triduo santo pascual de la pasión y resurrección del Señor es el punto culminante de todo el año litúrgico. La preeminencia que tiene el domingo en la semana, la tiene la solemnidad de Pascua en el año litúrgico" (Normas generales, n. 18). 
Por tanto deseo exhortaros a vivir intensamente los próximos días para que dejen en vuestro ánimo una huella profunda que oriente vuestra vida. Entrad con empeño en la atmósfera mística del triduo pascual: la mañana del "Jueves Santo" en todas las catedrales del mundo el obispo celebra junto con los sacerdotes de la diócesis la "Misa Crismal", para conmemorar la institución del sacerdocio y para consagrar los sagrados óleos necesarios para el orden, la confirmación y la unción de los enfermos. Después, por la tarde, en la Misa "in Cena Domini", podéis revivir con fe profunda la institución de la Eucaristía, prestando luego vuestro tributo de amor y de adoración al Santísimo Sacramento y respondiendo así a la invitación de Jesús en la dramática noche de su agonía en el Huerto: "Quedaos aquí y velad conmigo" (Mt 26, 38). Luego, el Viernes Santo, es día de gran conmoción, porque la Iglesia nos invita a escuchar de nuevo la narración de la Pasión según Juan, a adorar la Cruz, a orar por toda la Iglesia, a participar con la Virgen Dolorosa en el Sacrificio del Gólgota. Finalmente, las estupendas ceremonias del Sábado Santo llenan el corazón de suave alegría con la bendición del fuego, la procesión del cirio pascual en la penumbra de la iglesia y el encenderse de las velas al canto del "Lumen Christi", el solemne pregón, el canto de las letanías, la bendición del agua bautismal, y por último la "Misa del Aleluya" con el festivo canto del "Gloria" y la comunión eucarística con Cristo resucitado. Todo el triduo, imbuido de profunda tristeza y de mística alegría, desemboca, luego, en la solemnidad central del Domingo de Pascua, en la que los acontecimientos fundamentales de la "historia de la salvación", es decir, la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio, la Pasión y Muerte en cruz y la resurrección gloriosa prorrumpen en nuestros corazones con el himno de la exultancia y del agradecimiento.    
    
Considerad un deber participar en los ritos de la Semana Santa , dejando de lado otros intereses y otros compromisos, convencidos de que realmente la liturgia purifica los sentimientos, eleva las aspiraciones, hace sentir la belleza de la fe cristiana y el deseo del cielo. 
    
2. El cristiano es aquel que ha comprendido que es Cristo quien salva a la humanidad y, por tanto, no puede vivir sin la Pascua. Desde los primeros tiempos de la Iglesia se solemnizó de modo eminente la Pascua, la fiesta por "excelencia": en el tercer siglo comenzó a tener su fisonomía típica, con la celebración comunitaria de los bautismos en la noche pascual: era la teología bautismal de San Pablo que estaba emergiendo, entendida como la incorporación a la muerte y a la sepultura de Cristo, para resurgir después con Él a la vida nueva de la "gracia". Celebrar la pascua significa encontrarse con Cristo para resurgir con Él a la vida nueva, buscando las cosas de arriba.... pensando en las cosas de arriba (cf. Col 3, 1). 
    
3. Recordando ahora de modo especial el día de mañana, Jueves Santo, deseo terminar invitándoos de corazón a amar cada vez más a vuestros sacerdotes. La vocación sacerdotal es ciertamente paz y gozo, pero también cruz y martirio. En efecto, el sacerdote está consagrado totalmente a Cristo y actúa con sus mismos poderes y su misma misión: aquí está su grandeza y su dignidad, pero también su pasión y su agonía. Estad, por tanto, unidos a vuestros sacerdotes, amadlos, estimadlos, sostenedlos y sobre todo orad por ellos. 
    
Como sabéis, les he enviado una "Carta", que evoca al Santo Cura de Ars, en este segundo centenario de su nacimiento. Pues bien, precisamente Juan Bautista Vianney decía: "¡Qué grande es un sacerdote! El sacerdote no lo comprenderemos bien más que en el cielo. Si lo comprendiésemos en la tierra, moriríamos no de asombro, sino de amor. Todos los demás beneficios de Dios no nos servirían de nada sin el sacerdote. ¿Para qué serviría una casa llena de oro si no hubiese alguien que nos pueda abrir la puerta? El sacerdote posee la llave de los tesoros celestiales y nos abre la puerta; es el ecónomo del buen Dios; el administrador de sus bienes... Después de Dios el sacerdote lo es todo!" (Alfred Monnin, Spirito del Curato d'Ars, Ares, Roma, 1956, pág. 82). 
    
La Virgen Santísima, que siguió a Jesús en su pasión y estuvo presente al pie de la cruz en su muerte, os acompañe en el camino del triduo hacia la alegría gozosa de la Pascua. 

Maternidad de María obtenida a los pies de la cruz

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. ''Jesús dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo el discípulo: He ahí a tu Madre" (Jn 19, 26 s).    En este Año Santo nos dirigimos con más fervor a María, porque un signo especialísimo de la reconciliación de la humanidad con Dios, ha sido la misión que a Ella se le confió en el Calvario, de ser la Madre de todos los redimidos.   
    
Las circunstancias en las que fue proclamada esta maternidad de María muestran la importancia que el Redentor le atribuía. En el momento mismo en que consumaba su sacrificio, Jesús dijo a la Madre esas palabras fundamentales: "Mujer, he ahí a tu hijo", y al discípulo: "He ahí a tu Madre" (Jn 19, 26-27). Y anota el Evangelista que, después de pronunciarlas, Jesús era consciente de que todo estaba cumplido. El don de la Madre era el don final que Él concedía a la humanidad como fruto de su sacrificio.
    
Se trata, pues, de un gesto que quiere coronar la obra redentora. Al pedir a María que trate al discípulo predilecto como a su hijo, Jesús le invita a aceptar el sacrificio de su muerte y, como precio de esta aceptación, le invita a asumir una nueva maternidad. Como Salvador de toda la humanidad, quiere dar a la maternidad de María la amplitud más grande. Por esto, elige a Juan como símbolo de todos los discípulos a los que Él ama, y hace comprender que el don de su Madre es el signo de una especial intención de amor, con la que abraza a todos los que desee atraer a Sí como discípulos, o sea. a todos los cristianos y a todos los hombres. Además, al dar a esta maternidad una forma individual, Jesús manifiesta la voluntad de hacer de María no simplemente la madre del conjunto de sus discípulos, sino de cada uno de ellos en particular, como si fuese su hijo único, que ocupa el puesto de su Unico Hijo.      
  
2. Esta maternidad universal, de orden espiritual, era la última consecuencia de la cooperación de María a la obra del Hijo divino, una cooperación que comienza en la trémula alegría de la Anunciación y se desarrolla hasta el dolor sin límites del Calvario. Esto es lo que el Concilio Vaticano II ha subrayado, al mostrar la misión a la que María ha sido destinada en la Iglesia: " Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia" (Lumen gentium, 61).
    
La maternidad de María en el orden de la gracia "continúa sin interrupción" hasta el fin del mundo, afirma el Concilio, que pone de relieve en particular la ayuda aportada por la Santísima Virgen a los hermanos de su Hijo en sus peligros y afanes (cf. Lumen gentium, 62). La mediación de María constituye una participación singular en la mediación única de Cristo, que, por lo mismo, no queda ofuscada ni en lo más mínimo, sino más bien queda como hecho central en toda la obra de la salvación.      
    
Por esto, la devoción a la Virgen no está en contraste con la devoción a su Hijo. Más aún, se puede decir que, al pedir al discípulo predilecto que tratara a María como a su Madre, Jesús fundó el culto mariano. Juan se dio prisa en cumplir la voluntad del Maestro: Desde aquel momento recibió en su casa a María, dándole muestras de un cariño filial, que correspondía al afecto materno de Ella, inaugurando así una relación de intimidad espiritual que contribuía a profundizar la relación con el Maestro, cuyos rasgos inconfundibles encontraba de nuevo en el rostro de la Madre. En el Calvario, pues, comenzó el movimiento de devoción mariana que luego no ha cesado de crecer en la comunidad cristiana.      
    
3. Las palabras que Cristo crucificado dirigió a su Madre y al discípulo predilecto, han dado una nueva dimensión a la condición religiosa de los hombres. La presencia de una Madre en la vida de la gracia es fuente de consuelo y alegría. En el rostro materno de María los cristianos reconocen una expresión particularísima del amor misericordioso de Dios, que, con la mediación de una presencia materna, hace comprender mejor su propia solicitud y bondad de Padre. María aparece como Aquella que atrae a los pecadores y les revela, con su simpatía e indulgencia, el don divino de reconciliación.
    
La maternidad de María no es solo individual. Tiene un valor colectivo que se manifiesta en el título de Madre de la Iglesia. Efectivamente, en el Calvario Ella se unió al sacrificio del Hijo que tendía a la formación de la Iglesia; su corazón materno compartió hasta el fondo la voluntad de Cristo de "reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52). Habiendo sufrido por la Iglesia, María mereció convertirse en la Madre de todos los discípulos de su Hijo, la Madre de su unidad. Por esto. el Concilio afirma que "la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la venera, como a Madre amantísima, con afecto de piedad filial" (Lumen gentium, 53).      
    
La Iglesia reconoce en Ella una Madre que vela por su desarrollo y que no cesa de interceder ante el Hijo para obtener a los cristianos disposiciones más profundas de fe, esperanza y amor. María trata de favorecer lo más posible la unidad de los cristianos, porque una madre se esfuerza por asegurar el acuerdo entre sus hijos. No hay un corazón ecuménico más grande, ni más ardiente, que el de María.
     
La Iglesia recurre a esta Madre perfecta en todas sus dificultades; le confía sus proyectos, porque, al rezarle y amarla, sabe que responde al deseo manifestado por el Salvador en la cruz, y está segura de no quedar defraudada en sus invocaciones.
  
 

"HE AHI A TU MADRE"

 

 
"...María es Madre de Misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad. A los pies de la Cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando, junto con Cristo, pide al Padre el perdón para aquellos que no saben lo que hacen (cf. Lc 23, 34), María, en perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y le capacita para abrazar a todo el género humano. De este modo, se nos entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que nos alcanza la Misericordia Divina...".
 

María Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado y crezca
en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia»  (Ef 2, 4),
para que haga libremente las buenas obras
que El le asignó (cf. Ef 2, 10) y,
de esta manera, toda su vida sea
«un himno a su gloria» (Ef 1, 12).

JUAN PABLO II -EXTRACTADO DE LA CONCLUSIÓN DE LA CARTA ENCÍCLICA "VERITATIS SPLENDOR" -  SOBRE ALGUNAS CUESTIONES FUNDAMENTALES DE LA ENSEÑANZA MORAL DE LA IGLESIA - 6 de Agosto de 1993

Queridos hermanos y hermanas:   

 
 
1. Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo amado, diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 19,26-27). Con esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo.
La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su «sí» en la Anunciación.
Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de María; también se la confía, para que la reconozca como su propia madre.
Durante la última Cena, «el discípulo a quien Jesús amaba» escuchó el mandamiento del Maestro: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12) y, recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con afecto filial.
Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: «He ahí a tu Madre», la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como verdaderos hijos a su amor materno.
 
2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.
El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de Cristo.
Las palabras: «He ahí a tu Madre» expresan la intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo creyente.
En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.
La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de perfección.
Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre nuestra.
Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida.
Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la conversión y del seguimiento de Cristo.
 
3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes» (Jn 19,27), subrayando así la adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos sobre la actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio e hijo dócil de la Virgen.
La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación. Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y los discípulos del Señor.
Juan acogió a María «entre sus bienes». Esta expresión, más bien genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir la vida espiritual en comunión con ella.
En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra «entre sus bienes», no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan -como observa San Agustín(134)- «no poseía nada propio», sino a los bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la gracia (Jn 1,16), la Palabra (Jn 12,48; 17,8), el Espíritu (Jn 7,39; 14,17), la Eucaristía (Jn 6,32-58)... Entre estos dones, que recibió por el hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como madre, entablando con ella una profunda comunión de vida.
Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, «acoja a María en su casa» y le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su misión providencial en el camino de la salvación.
 

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