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Época Décima: Institución de la Sagrada Eucaristía
I. Preparación de la
Pascua
Ayer tarde fue cuando tuvo
lugar la última gran comida del Señor y sus amigos, en casa de Simón
el Leproso, en Betania, en donde María Magdalena derramó por la última
vez los perfumes sobre Jesús.
Los discípulos habían
preguntado ya a Jesús dónde quería celebrar la Pascua. Hoy, antes
de amanecer, llamó el Señor a Pedro, a Santiago y a Juan: les habló
mucho de todo lo que debían preparar y ordenar en Jerusalén, y les
dijo que cuando subieran al monte de Sión, encontrarían al hombre
con el cántaro de agua. Ellos conocían ya a este hombre, pues en la
última Pascua, en Betania, él había preparado la comida de Jesús:
por eso San Mateo dice: cierto hombre. Debían seguirle hasta su casa
y decirle: "El Maestro os manda decir que su tiempo se acerca, y
que quiere celebrar la Pascua en vuestra casa". Después debían
ser conducidos al Cenáculo, y ejecutar todas las disposiciones
necesarias.
Yo vi los dos Apóstoles
subir a Jerusalén; y encontraron al principio de una pequeña subida,
cerca de una casa vieja con muchos patios, al hombre que el Señor les
había designado: le siguieron y le dijeron lo que Jesús les había
mandado. Se alegró mucho de esta noticia, y les respondió que la
comida estaba ya dispuesta en su casa (probablemente por Nicodemus);
que no sabía para quién, y que se alegraba de saber que era para Jesús.
Este hombre era Elí, cuñado de Zacarías de Hebrón, en cuya casa el
año anterior había Jesús anunciado la muerte de Juan Bautista. Iba
todos los años a la fiesta de la Pascua con sus criados, alquilaba
una sala, y preparaba la Pascua para las personas que no tenían
hospedaje en la ciudad. Ese año había alquilado un Cenáculo que
pertenecía a Nicodemus y a José de Arimatea. Enseñó a los dos Apóstoles
su posición y su distribución interior.
II. El Cenáculo
Sobre el lado meridional
de la montaña de Sión, se halla una antigua y sólida casa, entre
dos filas de árboles copudos, en medio de un patio espacioso cercado
de buenas paredes. Al lado izquierdo de la entrada se ven otras
habitaciones contiguas a la pared; a la derecha, la habitación del
mayordomo, y al lado, la que la Virgen y las santas mujeres ocuparon
con más frecuencia después de la muerte de Jesús. El Cenáculo,
antiguamente más espacioso, había servido entonces de habitación a
los audaces capitanes de David: en él se ejercitaban en manejar las
armas. Antes de la fundación del templo, el Arca de la Alianza había
sido depositada allí bastante tiempo, y aún hay vestigios de su
permanencia en un lugar subterráneo. Yo he visto también al profeta
Malaquías escondido debajo de las mismas bóvedas; allí escribió
sus profecías sobre el Santísimo Sacramento y el sacrificio de la
Nueva Alianza. Cuando una gran parte de Jerusalén fue destruida por
los babilonios, esta casa fue respetada: he visto otras muchas cosas
de ella; pero no tengo presente más que lo que he contado.
Este edificio estaba en
muy mal estado cuando vino a ser propiedad de Nicodemus y de José de
Arimatea: habían dispuesto el cuerpo principal muy cómodamente y lo
alquilaban para servir de Cenáculo a los extranjeros, que la Pascua
atraía a Jerusalén. Así el Señor lo había usado en la última
Pascua.
El Cenáculo, propiamente,
está casi en medio del patio; es cuadrilongo, rodeado de columnas
poco elevadas. Al entrar, se halla primero un vestíbulo, adonde
conducen tres puertas; después de entra en la sala interior, en cuyo
techo hay colgadas muchas lámparas; las paredes están adornadas,
para la fiesta, hasta media altura, de hermosos tapices y de
colgaduras.
La parte posterior de la
sala está separada del resto por una cortina. Esta división en tres
partes da al Cenáculo cierta similitud con el templo. En la última
parte están dispuestos, a derecha e izquierda, los vestidos
necesarios para la celebración de la fiesta. En el medio hay una
especie de altar; en esta parte de la sala están haciendo grandes
preparativos para la comida pascual. En el nicho de la pared hay tres
armarios de diversos colores, que se vuelven como nuestros tabernáculos
para abrirlos y cerrarlos; vi toda clase de vasos para la Pascua; más
tarde, el Santísimo Sacramento reposó allí.
En las salas laterales del
Cenáculo hay camas en donde se puede pasar la noche. Debajo de todo
el edificio hay bodegas hermosas. El Arca de la Alianza fue depositada
en algún tiempo bajo el sitio donde se ha construido el hogar. Yo he
visto allí a Jesús curar y enseñar; los discípulos también
pasaban con frecuencia las noches en las laterales.
III: Disposiciones para el
tiempo pascual
Vi a Pedro y a Juan en
Jerusalén entrar en una casa que pertenecía a Serafia (tal era el
nombre de la que después fue llamada Verónica). Su marido, miembro
del Consejo, estaba la mayor parte del tiempo fuera de la casa
atareado con sus negocios; y aun cuando estaba en casa, ella lo veía
poco. Era una mujer de la edad de María Santísima, y que estaba en
relaciones con la Sagrada Familia desde mucho tiempo antes: pues
cuando el niño se quedó en el templo después de la fiesta, ella le
dio de comer. Los dos apóstoles tomaron allí, entre otras cosas, el
cáliz de que se sirvió el Señor para la institución de la Sagrada
Eucaristía.
IV: El Cáliz de la santa
Cena
El cáliz que los apóstoles
llevaron de la casa de Verónica, es un vaso maravilloso y misterioso.
Había estado mucho tiempo en el templo entre otros objetos preciosos
y de gran antigüedad, cuyo origen y uso se había olvidado. Había
sido vendido a un aficionado de antigüedades. Y comprado por Serafia
había servido ya muchas veces a Jesús para la celebración de las
fiestas, y desde ese día fue propiedad constante de la santa
comunidad cristiana. El gran cáliz estaba puesto en una azafata, y
alrededor había seis copas. Dentro de él había otro vaso pequeño,
y encima un plato con una tapadera redonda. En su pie estaba embutida
una cuchara, que se sacaba con facilidad.
El gran cáliz se ha
quedado en la iglesia de Jerusalén, cerca de Santiago el Menor, y lo
veo todavía conservado en esta villa: ¡aparecerá a la luz como ha
aparecido esta vez! Otras iglesias se han repartido las copas que lo
rodeaban; una de ellas está en Antioquía; otra en Efeso: pertenecían
a los Patriarcas, que bebían en ellas una bebida misteriosa cuando
recibían y daban la bendición, como lo he visto muchas veces. El
gran cáliz estaba en casa de Abraham: Melquisedec lo trajo consigo
del país de Semíramis a la tierra de Canaán cuando comenzó a
fundar algunos establecimientos en el mismo sitio donde se edificó
después Jerusalén: él lo usó en el sacrificio, cuando ofreció el
pan y el vino en presencia de Abraham, y se lo dejó a este Patriarca.
V: Jesús va a Jerusalén
Por la mañana, mientras
los dos Apóstoles se ocupaban en Jerusalén en hacer los preparativos
de la Pascua, Jesús, que se había quedado en Betania, hizo una
despedida tierna a las santas mujeres, a Lázaro y a su Madre, y les
dio algunas instrucciones. Yo vi al Señor hablar solo con su Madre;
le dijo, entre otras cosas, que había enviado a Pedro, el Apóstol de
la fe, y a Juan, el Apóstol del amor, para preparar la Pascua en
Jerusalén. Dijo que María Magdalena, cuyo dolor era muy violento,
que su amor era grande, pero que todavía era un poco según la carne,
y que por ese motivo el dolor la ponía fuera de sí. Habló también
del proyecto de Judas, y la Virgen Santísima rogó por él.
Judas había ido otra vez
de Betania a Jerusalén con pretexto de hacer un pago. Corrió todo el
día a casa de los fariseos, y arregló la venta con ellos. Le enseñaron
los soldados encargados de prender al Salvador. Calculó sus idas y
venidas de modo que pudiera explicar su ausencia. Volvió al lado del
Señor poco antes de la cena. Yo he visto todas sus tramas y todos sus
pensamientos. Era activo y servicial; pero lleno de avaricia, de
ambición y de envidia, y no combatía estas pasiones. Había hecho
milagros y curaba enfermos en la ausencia de Jesús. Cuando el Señor
anunció a la Virgen lo que iba a suceder, Ella le pidió de la manera
más tierna que la dejase morir con Él. Pero Él le recomendó que
tuviera más resignación que las otras mujeres; le dijo también que
resucitaría, y el sitio donde se le aparecería. Ella no lloró
mucho, pero estaba profundamente triste. El Señor le dio las gracias,
como un hijo piadoso, por todo el amor que le tenía. Se despidió
otra vez de todos, dando todavía diversas instrucciones.
Jesús y los nueve Apóstoles
salieron a las doce de Betania para Jerusalén; anduvieron al pie del
monte de los Olivos, en el valle de Josafat y hasta el Calvario. En el
camino no cesaba de instruirlos. Dijo a los Apóstoles, entre otras
cosas, que hasta entonces les había dado su pan y su vino, pero que
hoy quería darles su carne y su sangre, y que les dejaría todo lo
que tenía. Decía esto el Señor con una expresión tan dulce en su
ara, que su alma parecía salirse por todas partes, y que se deshacía
en amor, esperando el momento de darse a los hombres. Sus discípulos
no lo comprendieron: creyeron que hablaba del cordero pascual. No se
puede expresar todo el amor y toda la resignación que encierran los
últimos discursos que pronunció en Betania y aquí.
Cuando Pedro y Juan
vinieron al Cenáculo con el cáliz, todos los vestidos de la
ceremonia estaban ya en el vestíbulo. En seguida se fueron al valle
de Josafat y llamaron al Señor y a los nueve Apóstoles. Los discípulos
y los amigos que debían celebrar la Pascua en el Cenáculo vinieron
después.
VI: Ultima Pascua
Jesús y los suyos
comieron el cordero pascual en el Cenáculo, divididos en tres grupos:
el Salvador con los doce Apóstoles en la sala del Cenáculo; Natanael
con otros doce discípulos en una de las salas laterales; otros doce
tenían a su cabeza a Eliazim, hijo de Cleofás y de María, hija de
Helí: había sido discípulo de San Juan Bautista.
Se mataron para ellos tres
corderos en el templo. Había allí un cuarto cordero, que fue
sacrificado en el Cenáculo: éste es el que comió Jesús con los Apóstoles.
Judas ignoraba esta circunstancia; continuamente ocupado en su trama,
no había vuelto cuando el sacrificio del cordero; vino pocos
instantes antes de la comida. El sacrificio del cordero destinado a
Jesús y a los Apóstoles fue muy tierno; se hizo en el vestíbulo del
Cenáculo. Los Apóstoles y los discípulos estaban allí cantando el
salmo CXVIII. Jesús habló de una nueva época que comenzaba. Dijo
que los sacrificios de Moisés y la figura del Cordero pascual iban a
cumplirse; pero que, por esta razón, el cordero debía ser
sacrificado como antiguamente en Egipto, y que iban a salir
verdaderamente de la casa de servidumbre.
Los vasos y los
instrumentos necesarios fueron preparados. Trajeron un cordero pequeñito,
adornado con una corona, que fue enviada a la Virgen Santísima al
sitio donde estaba con las santas mujeres. El cordero estaba atado,
con la espalda sobre una tabla, por el medio del cuerpo: me recordó a
Jesús atado a la columna y azotado. El hijo de Simeón tenía la
cabeza del cordero. El Señor lo picó con la punta de un cuchillo en
el cuello, y el hijo de Simeón acabó de matarlo. Jesús parecía
tener repugnancia de herirlo: lo hizo rápidamente, pero con gravedad;
la sangre fue recogida en un baño, y le trajeron un ramo de hisopo
que mojó en la sangre. En seguida fue a la puerta de la sala, tiñó
de sangre los dos pilares y la cerradura, y fijó sobre la puerta el
ramo teñido de sangre. Después hizo una instrucción, y dijo, entre
otras cosas, que el ángel exterminador pasaría más lejos; que debían
adorar en ese sitio sin temor y sin inquietud cuando Él fuera
sacrificado, a Él mismo, el verdadero Cordero pascual; que un nuevo
tiempo y un nuevo sacrificio iban a comenzar, y que durarían hasta el
fin del mundo.
Después se fueron a la
extremidad de la sala, cerca del hogar donde había estado en otro
tiempo el Arca de la Alianza. Jesús vertió la sangre sobre el hogar,
y lo consagró como un altar; seguido de sus Apóstoles, dio la vuelta
al Cenáculo y lo consagró como un nuevo templo. Todas las puertas
estaban cerradas mientras tanto.
El hijo de Simeón había
ya preparado el cordero. Lo puso en una tabla: las patas de adelante
estaban atadas a un palo puesto al revés; las de atrás estaban
extendidas a lo largo de la tabla. Se parecía a Jesús sobre la cruz,
y fue metido en el horno para ser asado con los otros tres corderos
traídos del templo. Los convidados se pusieron los vestidos de viaje
que estaban en el vestíbulo, otros zapatos, un vestido blanco
parecido a una camisa, y una capa más corta de adelante que de atrás;
se arremangaron los vestidos hasta la cintura; tenían también unas
mangas anchas arremangadas. Cada grupo fue a la mesa que le estaba
reservada: los discípulos en las salas laterales, el Señor con los
Apóstoles en la del Cenáculo. Según puedo acordarme, a la derecha
de Jesús estaban Juan, Santiago el Mayor y Santiago el Menor; al
extremo de la mesa, Bartolomé; y a la vuelta, Tomás y Judas
Iscariote. A la izquierda de Jesús estaban Pedro, Andrés y Tadeo; al
extremo de la izquierda, Simón, y a la vuelta, Mateo y Felipe.
Después de la oración,
el mayordomo puso delante de Jesús, sobre la mesa, el cuchillo para
cortar el cordero, una copa de vino delante del Señor, y llenó seis
copas, que estaban cada una entre dos Apóstoles. Jesús bendijo el
vino y lo bebió; los Apóstoles bebían dos en la misma copa. El Señor
partió el cordero; los Apóstoles presentaron cada uno su pan, y
recibieron su parte. La comieron muy de prisa, con ajos y yerbas
verdes que mojaban en la salsa. Todo esto lo hicieron de pie, apoyándose
sólo un poco sobre el respaldo de su silla. Jesús rompió uno de los
panes ácimos, guardó una parte, y distribuyó la otra. Trajeron otra
copa de vino; y Jesús decía: "Tomad este vino hasta que venga
el reino de Dios". Después de comer, cantaron; Jesús rezó o
enseñó, y habiéndose lavado otra vez las manos, se sentaron en las
sillas.
Al principio estuvo muy
afectuoso con sus Apóstoles; después se puso serio y melancólico, y
les dijo: "Uno de vosotros me venderá; uno de vosotros, cuya
mano está conmigo en esta mesa". Había sólo un plato de
lechuga; Jesús la repartía a los que estaban a su lado, y encargó a
Judas, sentado en frente, que la distribuyera por su lado. Cuando Jesús
habló de un traidor, cosa que espantó a todos los Apóstoles, dijo:
"Un hombre cuya mano está en la misma mesa o en el mismo plato
que la mía", lo que significa: "Uno de los doce que comen y
beben conmigo; uno de los que participan de mi pan". No designó
claramente a Judas a los otros, pues meter la mano en el mismo plato
era una expresión que indicaba la mayor intimidad. Sin embargo, quería
darle un aviso, pues, que metía la mano en el mismo plato que el Señor
para repartir lechuga. Jesús añadió: "El hijo del hombre se va,
según esta escrito de Él; pero desgraciado el hombre que venderá al
Hijo del hombre: más le valdría no haber nacido".
Los Apóstoles, agitados,
le preguntaban cada uno: "Señor, ¿soy yo?", pues todos sabían
que no comprendían del todo estas palabras. Pedro se recostó sobre
Juan por detrás de Jesús, y por señas le dijo que preguntara al Señor
quién era, pues habiendo recibido algunas reconvenciones de Jesús,
tenía miedo que le hubiera querido designar. Juan estaba a la derecha
de Jesús, y, como todos, apoyándose sobre el brazo izquierdo, comía
con la mano derecha: su cabeza estaba cerca del pecho de Jesús. Se
recostó sobre su seno, y le dijo: "Señor, ¿quién es?".
Entonces tuvo aviso que quería designar a Judas. Yo no vi que Jesús
se lo dijera con los labios: "Este a quien le doy el pan que he
mojado". Yo no sé si se lo dijo bajo; pero Juan lo supo cuando
el Señor mojó el pedazo de pan con la lechuga, y lo presentó
afectuosamente a Judas, que preguntó también: "Señor, ¿soy yo?".
Jesús lo miró con amor y le dio una respuesta en términos generales.
Era para los judíos una prueba de amistad y de confianza. Jesús lo
hizo con una afección cordial, para avisar a Judas, sin denunciarlo a
los otros; pero éste estaba interiormente lleno de rabia. Yo vi,
durante la comida, una figura horrenda, sentada a sus pies, y que subía
algunas veces hasta su corazón. Yo no vi que Juan dijera a Pedro lo
que le había dicho Jesús; pero lo tranquilizó con los ojos.
VII: El lavatorio de los
pies
Se levantaron de la mesa,
y mientras arreglaban sus vestidos, según costumbre, para el oficio
solemne, el mayordomo entró con dos criados para quitar la mesa. Jesús
le pidió que trajera agua al vestíbulo, y salió de la sala con sus
criados. De pie en medio de los Apóstoles, les habló algún tiempo
con solemnidad. No puedo decir con exactitud el contenido de su
discurso. Me acuerdo que habló de su reino, de su vuelta hacia su
Padre, de lo que les dejaría al separarse de ellos. Enseñó también
sobre la penitencia, la confesión de las culpas, el arrepentimiento y
la justificación. Yo comprendí que esta instrucción se refería al
lavatorio de los pies; vi también que todos reconocían sus pecados y
se arrepentían, excepto Judas. Este discurso fue largo y solemne. Al
acabar Jesús, envió a Juan y a Santiago el Menor a buscar agua al
vestíbulo, y dijo a los Apóstoles que arreglaran las sillas en semicírculo.
Él se fue al vestíbulo, y se puso y ciñó una toalla alrededor del
cuerpo. Mientras tanto, los Apóstoles se decían algunas palabras, y
se preguntaban entre sí cuál sería el primero entre ellos; pues el
Señor les había anunciado expresamente que iba a dejarlos y que su
reino estaba próximo; y se fortificaban más en la opinión de que el
Señor tenía un pensamiento secreto, y que quería hablar de un
triunfo terrestre que estallaría en el último momento.
Estando Jesús en el vestíbulo,
mandó a Juan que llevara un baño y a Santiago un cántaro lleno de
agua; en seguida fueron detrás de él a la sala en donde el mayordomo
había puesto otro baño vacío.
Entró Jesús de un modo
muy humilde, reprochando a los Apóstoles con algunas palabras la
disputa que se había suscitado entre ellos: les dijo, entre otras
cosas, que Él mismo era su servidor; que debían sentarse para que
les lavara los pies. Se sentaron en el mismo orden en que estaban en
la mesa. Jesús iba del uno al otro, y les echaba sobre los pies agua
del baño que llevaba Juan; con la extremidad de la toalla que lo ceñía,
los limpiaba; estaba lleno de afección mientras hacía este acto de
humildad.
Cuando llegó a Pedro, éste
quiso detenerlo por humildad, y le dijo: "Señor, ¿Vos lavarme
los pies?". El Señor le respondió: "Tú no sabes ahora lo
que hago, pero lo sabrás mas tarde". Me pareció que le decía
aparte: "Simón, has merecido saber de mi Padre quién soy yo, de
dónde vengo y adónde voy; tú solo lo has confesado expresamente, y
por eso edificaré sorbe ti mi Iglesia, y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella. Mi fuerza acompañará a tus sucesores
hasta el fin del mundo". Jesús lo mostró a los Apóstoles,
diciendo: "Cuando yo me vaya, él ocupará mi lugar". Pedro
le dijo: "Vos no me lavaréis jamás los pies". El Señor le
respondió: "Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo".
Entonces Pedro añadió: "Señor, lavadme no sólo los pies, sino
también las manos y la cabeza". Jesús respondió: "El que
ha sido ya lavado, no necesita lavarse más que los pies; está
purificado en todo el resto; vosotros, pues, estáis purificados, pero
no todos". Estas palabras se dirigían a Judas. Había hablado
del lavatorio de los pies como de una purificación de las culpas
diarias, porque los pies, estando sin cesar en contacto con la tierra,
se ensucian constantemente si no se tiene una grande vigilancia. Este
lavatorio de los pies fue espiritual, y como una especie de absolución.
Pedro, en medio de su celo, no vio más que una humillación demasiado
grande de su Maestro: no sabía que Jesús al día siguiente, para
salvarlo, se humillaría hasta la muerte ignominiosa de la cruz.
Cuando Jesús lavó los
pies a Judas, fue del modo más cordial y más afectuoso: acercó la
cara a sus pies; le dijo en voz baja, que debía entrar en sí mismo;
que hacía un año que era traidor e infiel. Judas hacía como que no
le oía, y hablaba con Juan. Pedro se irritó y le dijo: "Judas,
el Maestro te habla". Entonces Judas dio a Jesús una respuesta
vaga y evasiva, como: "Señor, ¡Dios me libre!". Los otros
no habían advertido que Jesús hablaba con Judas, pues hablaba
bastante bajo para que no le oyeran, y además, estaban ocupados en
ponerse su calzado. En toda la pasión nada afligió más al Salvador
que la traición de Judas. Jesús lavó también los pies a Juan y a
Santiago. Enseñó sobre la humildad: les dijo que el que serví a los
otros era el mayor de todos; y que desde entones debían lavarse con
humildad los pies los unos a los otros; en seguida se puso sus
vestidos. Los Apóstoles desataron los suyos, que los habían
levantado para comer el cordero pascual.
VIII: Institución de la
Sagrada Eucaristía
Por orden del Señor, el
mayordomo puso de nuevo la mesa, que había lazado un poco: habiéndola
puesto en medio de la sala, colocó sobre ella un jarro lleno de agua
y otro lleno de vino. Pedro y Juan fueron a buscar al cáliz que habían
traído de la casa de Serafia. Lo trajeron entre los dos como un
Tabernáculo, y lo pusieron sobre la mesa delante de Jesús. Había
sobre ella una fuente ovalada con tres panes asimos blancos y delgados;
los panes fueron puestos en un paño con el medio pan que Jesús había
guardado de la Cena pascual: había también un vaso de agua y de vino,
y tres cajas: la una de aceite espeso, la otra de aceite líquido y la
tercera vacía.
Desde tiempo antiguo había
la costumbre de repartir el pan y de beber en el mismo cáliz al fin
de la comida; era un signo de fraternidad y de amor que se usaba para
dar la bienvenida o para despedirse. Jesús elevó hoy este uso a la
dignidad del más santo Sacramento: hasta entonces había sido un rito
simbólico y figurativo.
El Señor estaba entre
Pedro y Juan; las puertas estaban cerradas; todo se hacía con
misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de su bolsa, Jesús
oró, y habló muy solemnemente. Yo le vi explicando la Cena y toda la
ceremonia: me pareció un sacerdote enseñando a los otros a decir
misa.
Sacó del azafate, en el
cual estaban los vasos, una tablita; tomó un paño blanco que cubría
el cáliz, y lo tendió sobre el azafate y la tablita. Luego sacó los
panes asimos del paño que los cubría, y los puso sobre esta tapa;
sacó también de dentro del cáliz un vaso más pequeño, y puso a
derecha y a izquierda las seis copas de que estaba rodeado. Entonces
bendijo el pan y los óleos, según yo creo: elevó con sus dos manos
la patena, con los panes, levantó los ojos, rezó, ofreció, puso de
nuevo la patena sobre la mesa, y la cubrió. Tomó después el cáliz,
hizo que Pedro echara vino en él y que Juan echara el agua que había
bendecido antes; añadió un poco de agua, que echó con una cucharita
: entonces bendijo el cáliz, lo elevó orando, hizo el ofertorio, y
lo puso sobre la mesa.
Juan y Pedro le echaron
agua sobre las manos. No me acuerdo si este fue el orden exacto de las
ceremonias: lo que sé es que todo me recordó de un modo
extraordinario el santo sacrificio de la Misa.
Jesús se mostraba cada
vez más afectuoso; les dijo que les iba a dar todo lo que tenía, es
decir, a Sí mismo; y fue como si se hubiera derretido todo en amor.
Le volverse transparente; se parecía a una sombra luminosa. Rompió
el pan en muchos pedazos, y los puso sobre la patena; tomó un poco
del primer pedazo y lo echó en el cáliz. Oró y enseñó todavía:
todas sus palabras salían de su boca como el fuego de la luz, y
entraban en los Apóstoles, excepto en Judas. Tomó la patena con los
pedazos de pan y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que será
dado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y
mientras lo hacía, un resplandor salía de Él: sus palabras eran
luminosas, y el pan entraba en la boca de los Apóstoles como un
cuerpo resplandeciente: yo los vi a todos penetrados de luz; Judas
solo estaba tenebroso.
Jesús presentó primero
el pan a Pedro, después a Juan; en seguida hizo señas a Judas que se
acercara: éste fue el tercero a quien presentó el Sacramento, pero
fue como si las palabras del Señor se apartasen de la boca del
traidor, y volviesen a Él. Yo estaba tan agitada, que no puedo
expresar lo que sentía. Jesús le dijo: "Haz pronto lo que
quieres hacer". Después dio el Sacramento a los otros Apóstoles.
Elevó el cáliz por sus dos asas hasta la altura de su cara, y
pronunció las palabras de la consagración: mientras las decía,
estaba transfigurado y transparente: parecía que pasaba todo entero
en lo que les iba a dar. Dio de beber a Pedro y a Juan en el cáliz
que tenía en la mano, y lo puso sobre la mesa. Juan echó la sangre
divina del cáliz en las copas, y Pedro las presentó a los Apóstoles,
que bebieron dos a dos en la misma copa. Yo creo, sin estar bien
segura de ello, que Judas tuvo también su parte en el cáliz. No
volvió a su sitio, sino que salió en seguida del Cenáculo. Los
otros creyeron que Jesús le había encargado algo.
El Señor echó en un
vasito un resto de sangre divina que quedó en el fondo del cáliz;
después puso sus dedos en el cáliz, y Pedro y Juan le echaron otra
vez agua y vino. Después les dio a beber de nuevo en el cáliz, y el
resto lo echó en las copas y lo distribuyó a los otros Apóstoles.
En seguida limpió el cáliz, metió dentro el vasito donde estaba el
resto de la sangre divina, puso encima la patena con el resto del pan
consagrado, le puso la tapadera, envolvió el cáliz, y lo colocó en
medio de las seis copas. Después de la Resurrección, vi a los Apóstoles
comulgar con el resto del Santísimo Sacramento. Había en todo lo que
Jesús hizo durante la institución de la Sagrada Eucaristía, cierta
regularidad y cierta solemnidad: sus movimientos a un lado y a otro
estaban llenos de majestad. Vi a los Apóstoles anotar alguna cosa en
unos pedacitos de pergamino que traían consigo.
IX: Instituciones secretas
y consagraciones
Jesús hizo una instrucción
particular. Les dijo que debían conservar el Santísimo Sacramento en
memoria suya hasta el fin del mundo; les enseñó las formas
esenciales para hacer uso de él y comunicarlo, y de qué modo debían,
por grados, enseñar y publicar este misterio. Les enseñó cuándo
debían comer el resto de las especies consagradas, cuándo debían
dar de ellas a la Virgen Santísima, cómo debían consagrar ellos
mismos cuando les hubiese enviado el Consolador. Les habló después
del sacerdocio, de la unción, de la preparación del crisma, de los
santos óleos. Había tres cajas: dos contenían una mezcla de aceite
y de bálsamo. Enseñó cómo se debía hacer esa mezcla, a qué
partes del cuerpo se debía aplicar, y en qué ocasiones. Me acuerdo
que citó un caso en que la Sagrada Eucaristía no era aplicable:
puede ser que fuera la Extremaunción; mis recuerdos no están fijos
sobre ese punto. Habló de diversas unciones, sobre todo de las de los
Reyes, y dijo que aun los Reyes inicuos que estaban ungidos, recibían
de la unción una fuerza particular.
Después vi a Jesús ungir
a Pedro y a Juan: les impuso las manos sorbe la cabeza y sobre los
hombros. Ellos juntaron las manos poniendo el dedo pulgar en cruz, y
se inclinaron profundamente delante de Él, hasta ponerse casi de
rodillas. Les ungió el dedo pulgar y el índice de cada mano, y les
hizo una cruz sobre la cabeza con el crisma. Les dijo también que
aquello permanecería hasta el fin del mundo. Santiago el Menor, Andrés,
Santiago el Mayor y Bartolomé recibieron asimismo la consagración.
Vi que puso en cruz sobre el pecho de Pedro una especie de estola que
llevaba al cuello, y a los otros se la colocó sobre el hombro derecho.
Yo vi que Jesús les
comunicaba por esta unción algo esencial y sobrenatural que no sé
explicar. Les dijo que en recibiendo el Espíritu Santo consagrarían
el pan y el vino y darían la unción a los Apóstoles. Me fue
mostrado aquí que el día de Pentecostés, antes del gran bautismo,
Pedro y Juan impusieron las anos a los otros Apóstoles, y ocho días
después a muchos discípulos. Juan, después de la Resurrección,
presentó por primera vez el Santísimo Sacramento a la Virgen Santísima.
Esta circunstancia fue celebrada entre los Apóstoles. La Iglesia no
celebra ya esta fiesta; pero la veo celebrar en la Iglesia triunfante.
Los primeros días después de Pentecostés yo vi a Pedro y a Juan
consagrar solos la Sagrada Eucaristía: más tarde, los otros hicieron
lo mismo.
El Señor consagró también
el fuego en una copa de hierro, y tuvieron cuidado de no dejarlo
apagar jamás: fue conservado al lado del sitio donde estaba puesto el
Santísimo Sacramento, en una parte del antiguo hornillo pascual, y de
allí iban a sacarlo siempre para los usos espirituales. Todo lo que
hizo entonces Jesús estuvo muy secreto y fue enseñado sólo en
secreto. La Iglesia ha conservado lo esencial, extendiéndolo bajo la
inspiración del Espíritu Santo para acomodarlo a sus necesidades.
Cuando estas santas
ceremonias se acabaron, el cáliz que estaba al lado del crisma fue
cubierto, y Pedro y Juan llevaron el Santísimo Sacramento a la parte
mas retirada de la sala, que estaba separada del resto por una cortina,
y desde entonces fue el santuario. José de Arimatea y Nicodemus
cuidaron el Santuario y el Cenáculo en la ausencia de los Apóstoles.
Jesús hizo todavía una larga instrucción, y rezó algunas veces.
Con frecuencia parecía conversar con su Padre celestial: estaba lleno
de entusiasmo y de amor. Los Apóstoles, llenos de gozo y de celo, le
hacían diversas preguntas, a las cuales respondía. La mayor parte de
todo esto debe estar en la Sagrada Escritura.
El Señor dijo a Pedro y a
Juan diferentes cosas que debían comunicar después a los otros Apóstoles,
y estos a los discípulos y a las santas mujeres, según la capacidad
de cada uno para estos conocimientos. Yo he visto siempre así la
Pascua y la institución de la Sagrada Eucaristía. Pero mi emoción
antes era tan grande, que mis percepciones no podían ser bien
distintas: ahora lo he visto con más claridad. Se ve el interior de
los corazones; se ve el amor y la fidelidad del Salvador: se sabe todo
lo que va a suceder. Como sería posible observar exactamente todo lo
que no es más que exterior, se inflama uno de gratitud y de amor, no
se puede comprender la ceguedad de los hombres, la ingratitud del
mundo entero y sus pecados. La Pascua de Jesús fue pronta, y en todo
conforme a las prescripciones legales. Los fariseos añadían algunas
observaciones minuciosas.
Época Undécima: La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
I. Jesús en el monte de
los Olivos
Cuando Jesús, después de
instituido el Santísimo Sacramento del altar, salió del Cenáculo
con los once Apóstoles, su alma estaba turbada, y su tristeza se iba
aumentando. Condujo a los once por un sendero apartado en el valle de
Josafat. El Señor, andando con ellos, les dijo que volvería a este
sitio a juzgar al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían:
"¡Montes, cubridnos!". Les dijo también: "Esta noche
seréis escandalizados por causa mía; pues está escrito: Yo heriré
al Pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os
precederé en Galilea".
Los Apóstoles conservaban
aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les había comunicado
la santa comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús. Lo
rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos modos, protestando
que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles en el
mismo sentido, y entonces dijo Pedro: "Aunque todos se
escandalizaren por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré".
El Señor le predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres
veces, y Pedro insistió de nuevo, y le dijo: "Aunque tenga que
morir con Vos, nunca os negaré". Así hablaron también los demás.
Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús se
aumentaba cada vez más. Querían ellos consolarlo de un modo
puramente humano, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se
cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a sudar, y vino sobre
ellos la tentación.
Atravesaron el torrente de
Cedrón, no por el puente donde fue conducido preso Jesús más tarde,
sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían,
está a media legua del Cenáculo. Desde el Cenáculo hasta la puerta
del valle de Josafat, hay un cuarto de legua, y otro tanto desde allí
hasta Getsemaní. Este sitio, donde Jesús en los últimos días había
pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias
casas vacías y abiertas, y de un gran jardín rodeado de un seto,
adonde no había más que plantas de adorno y árboles frutales. Los
Apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este jardín,
que era un lugar de recreo y de oración. El jardín de los Olivos
estaba separado del de Getsemaní por un camino; estaba abierto,
cercado sólo por una tapia baja, y era más pequeño que el jardín
de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente
se encontraban sitios a propósito para la oración y para la meditación.
Jesús fue a orar al más retirado de todos.
Eran cerca de las nueve
cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La tierra
estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en el cielo.
El Señor estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los
discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le
acompañaban que se quedasen en el jardín de Getsemaní, mientras él
iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el
jardín de los Olivos. Estaba sumamente triste, pues el tiempo de la
prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que siempre los había
consolado, podía estar tan abatido. "Mi alma está triste hasta
la muerte", respondió Jesús; y veía por todos lados la
angustia y la tentación acercarse como nubes cargadas de figuras
terribles. Entonces dijo a los tres Apóstoles: "Quedaos ahí:
velad y orad conmigo para no caer en tentación". Jesús bajó un
poco a la izquierda, y se ocultó debajo de un peñasco en una gruta
de seis pies de profundidad, encima de la cual estaban los Apóstoles
en una especie de hoyo. El terreno se inclinaba poco a poco en esta
gruta, y las plantas asidas al peñasco formaban una especie de
cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto.
Cuando Jesús se separó
de los discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras
horrendas, que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y su angustia
se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un
hombre que busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones
amenazadoras le seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha
caverna parecía presentar el horrible espectáculo de todos los
pecados cometidos desde la caída del primer hombre hasta el fin del
mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al monte de los Olivos, habían
venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre una tierra ingrata;
en esta misma gruta habían gemido y llorado. Me pareció que Jesús,
al entregarse a la divina justicia en satisfacción de nuestros
pecados, hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima;
así, concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado sólo
de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los
padecimientos.
Postrado en tierra,
inclinado su rostro ya anegado en un mar de tristeza, todos los
pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su
fealdad interior; los tomó todos sobre sí, y se ofreció en la oración,
a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda.
Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una
sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante
sus ojos pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa
humanidad: "¡Como!, ¿tomarás tú éste también sobre ti?, ¿sufrirás
su castigo?, ¿quieres satisfacer por todo esto?".
Entre los pecados del
mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi también los míos; y del círculo
de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia mí como un río en
donde todas mis culpas me fueron presentadas. Al principio Jesús
estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se
horrorizó al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y
de su ingratitud para con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que
exclamó diciendo: "¡Padre mío, todo os es posible: alejad este
cáliz!". Después se recogió y dijo: "Que vuestra voluntad
se haga y no la mía". Su voluntad era la de su Padre; pero
abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba al
aspecto de la muerte.
Yo vi la caverna llena de
formas espantosas; vi todos los pecados, toda la malicia, todos los
vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían:
el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto
de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de
espectros horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo
el sudor, y se estremecía de horror. Por fin se levantó, temblaban
sus rodillas, apenas podían sostenerlo; tenía la fisonomía
descompuesta, y estaba desconocido, pálido y erizados los cabellos
sobre la cabeza. Eran cerca de las diez cuando se levantó, y cayendo
a cada paso, bañado de sudor frío, fue adonde estaban los tres Apóstoles,
subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde esto se habían
dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud. Jesús vino a
ellos como un hombre cercado de angustias que el terror le hace
recurrir a sus amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un
peligro próximo, viene a visitar a su rebaño amenazado, pues no
ignoraba que ellos también estaban en la angustia y en la tentación.
Las terribles visiones le rodeaban también en este corto camino. Hallándolos
dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de tristeza y de
inquietud, y dijo: "Simón, ¿duermes?". Despertáronse al
punto; se levantaron y díjoles en su abandono: "¿No podíais
velar una hora conmigo?". Cuando le vieron descompuesto, pálido,
temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi
extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les hubiera aparecido
rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le dijo:
"Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los otros discípulos?
¿Debemos huir?". Jesús respondió: "Si viviera, enseñara
y curara todavía treinta y tres años, no bastaría para cumplir lo
que tengo que hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho;
helos dejados allí, porque no podrían verme en esta miseria sin
escandalizarse: caerían en tentación, olvidarían mucho, y dudarían
de Mí, porque verían al Hijo del hombre transfigurado, y también en
su oscuridad y abandono; pero vela y ora para no caer en la tentación,
porque el espíritu es pronto, pero la carne es débil".
Quería así excitarlos a
la perseverancia, y anunciarles la lucha de su naturaleza humana
contra la muerte, y la causa de su debilidad. Les habló todavía de
su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Se volvió
a la gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos
hacia Él, lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y
se preguntaban: "¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido?, ¿está
en un abandono completo?". Comenzaron a orar con la cabeza
cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza. Todo lo que acabo de decir
ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús entró en el jardín
de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: "¿No habéis
podido velar una hora conmigo?". Pero esto no debe entenderse a
la letra y según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que
estaban con Jesús habían orado primero, después se habían dormido,
porque habían caído en tentación por falta de confianza. Los otros
ocho, que se habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza
que encerraban los últimos discursos de Jesús los había dejado muy
inquietos; erraban por el monte de los Olivos para buscar algún
refugio en caso de peligro.
Había poco ruido en
Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en los
preparativos de la fiesta; yo vi acá y allá amigos y discípulos de
Jesús, que andaban y hablaban juntos; parecían inquietos y como si
esperasen algún acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena,
Marta, María hija de Cleofás, María Salomé, y Salomé, habían ido
desde el Cenáculo a la casa de María, madre de Marcos. María
asustada de lo que decían sobre Jesús, quiso venir al pueblo para
saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemus, José de Arimatea, y algunos
parientes de Hebrón, vinieron a velar para tranquilizarla. Pues
habiendo tenido conocimiento de las tristes predicciones de Jesús en
el Cenáculo, habían ido a informarse a casa de los fariseos
conocidos suyos, y no habían oído que se preparase ninguna tentativa
contra Jesús: decían que el peligro no debía ser tan grande; que no
atacarían al Señor tan cerca de la fiesta; ellos no sabían nada de
la traición de Judas. María les habló de la agitación de éste en
los últimos días; de qué manera había salido del Cenáculo;
seguramente había ido a denunciar a Aquél: Ella le había dicho con
frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres se
volvieron a casa de María, madre de Marcos.
Cuando Jesús volvió a la
gruta y con Él todos sus dolores, se prosternó con el rostro contra
la tierra y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó a su Padre
celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró tres
cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de
visiones todos los dolores que había de padecer para expiar el pecado.
Mostráronle cuál era la belleza del hombre antes de su caída, y cuánto
lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los
pecados en el primer pecado; la significación y la esencia de la
concupiscencia; sus terribles efectos sobre las fuerzas del alma
humana, y también la esencia y la significación de todas las penas
correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción
que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y
alma que comprendía todas las penas debidas a la concupiscencia de
toda la humanidad; la deuda del género humano debía ser satisfecha
por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los ángeles
le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo que
decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede
expresar el dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a
la vista de estas terribles expiaciones; el dolor de esta visión fue
tal, que un sudor de sangre salió de todo su cuerpo.
Mientras la humanidad de
Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, yo
noté en los ángeles un movimiento de compasión; hubo un momento de
silencio; me pareció que deseaban ardientemente consolarle, y que por
eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante
entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se
sacrificaba. Me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba
al Padre, para dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos
que la voluntad humana de Jesús pedía a su Padre que alejara de Él.
Vi esto en el momento de consolar a Jesús, y en efecto, recibió en
ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles
abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir nuevos ataques.
Habiendo resistido
victoriosamente Jesús a todos estos combates por su abandono completo
a la voluntad de su Padre celestial, le fue presentado un nuevo círculo
de horribles visiones. La duda y la inquietud que preceden al
sacrificio en el hombre que se sacrifica, asaltaron el alma del Señor,
que se hizo esta terrible pregunta: "¿Cuál será el fruto de
este sacrificio?". Y el cuadro más terrible vino a oprimir su
amante corazón. Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los
padecimientos futuros de sus Apóstoles, de sus discípulos y de sus
amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña, y a medida que iba
creciendo vio las herejías y los cismas hacer irrupción, y renovar
la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la
frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de
cristianos; la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos,
los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos, las funestas
consecuencias de todos estos actos, la abominación y la desolación
en el reino de Dios en el santuario de esta ingrata humanidad, que Él
quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles.
Vio los escándalos de
todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta el fin del mundo, todas
las formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los
apóstatas, los herejes, los reformadores con la apariencia de Santos;
los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo atormentaban como
si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo sufrido
como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el
vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo
insultaban, lo renegaban: muchos al oír su nombre alzaban los hombros
y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les
tendía, y se volvían al abismo donde estaban sumergidos. Vio una
infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero
que se alejaban con disgusto de las llagas de su Iglesia, como el
levita se alejó del pobre asesinado por los ladrones. Se alejaban de
su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre
cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones, a los cuales, la
negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El Salvador vio con
amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos
de todos los tiempos; juntaba las manos, caía como abrumado sobre sus
rodillas, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra
la repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor
de sangre caía de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su
abandono, miraba alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar
el cielo, la tierra y los astros del firmamento por testigos de sus
padecimientos. Como elevaba la voz los tres Apóstoles se despertaron,
escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los otros
dos, y dijo: "Estad quietos: yo voy a Él". Lo vi correr y
entrar en la gruta, exclamando: "Maestro, ¿qué tenéis?" .
Y se quedó temblando a la vista de Jesús ensangrentado y
aterrorizado. Jesús no le respondió. Pedro se volvió a los otros, y
les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más
que gemir y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la cabeza,
y lloraron orando. Muchas veces le oí gritar: "Padre mío, ¿es
posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este
cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad se haga y no la
mía!".
En medio de todas esas
apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas
horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas
figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús, una multitud de
hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz.
Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi aparecer con una
corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía
desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los
tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de
las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba
herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo
vacilante, tan pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en
medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá
y allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba.
Entonces me fue revelado
que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo
realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos
todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi
con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la negligencia,
la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la
adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa
ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución.
Vi entre esos hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños.
Ciegos que no querían ver la verdad, paralíticos que no querían
andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y amenazas;
mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra,
niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de
Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría
y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto muchos sacerdotes,
algunos mirándose como llenos de piedad y de fe, maltratar también a
Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que creían y
enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento, pero
olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es
decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin, todo
lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios. Todo se
perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado
interiormente, a lo menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era
el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la
pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas
veces del egoísmo y de la muerte interior.
Aunque hablara un año
entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el
Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de
ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas, según la
diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los
siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones
tibias o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la
Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se
separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su
carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos perderse.
Vi las gotas de sangre
caer sobre la pálida cara del Salvador. Después de la visión que
acabo de hablar, huyó fuera de la caverna. Cuando vino hacia los Apóstoles,
tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las rodillas en
la misma posición que tiene la gente de ese país cuando está de
luto o quiere orar. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos,
y despertaron. Pero cuando a la luz de la luna le vieron de pie
delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, no lo
conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las
manos, se levantaron, y tomándole por los brazos, le sostuvieron con
amor, y Él les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente,
que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un
tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más
cruel. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa
les había causado su presencia y sus palabras. Cuando quiso volver a
la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron y
volvieron cuando entró en ella; eran las once y cuarto, poco más o
menos.
Durante esta agonía de
Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en
casa de María, madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el
jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus
rodillas. Había enviado un mensajero a saber de Él, y no pudiendo
esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hacia el
valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía
sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús
bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas
quería limpiar la cara de su Hijo.
En aquel momento los ocho
Apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron
entre sí, y acabaron por dormirse. Estaban dudosos, sin ánimo, y
atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en
donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: "¿Qué
haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por
seguirle; somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos
abandonado enteramente a Él, y ahora está tan abatido, que no
podemos hallar en Él ningún consuelo".
Vi a Jesús orando todavía
en la gruta, luchando contra la repugnancia de su naturaleza humana, y
abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió
delante de Él, y los primeros grados del limbo se le presentaron. Vi
a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los
parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo
inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó
su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el Cielo a estos
cautivos. Cuando Jesús hubo mirado con una emoción profunda estos
Santos del antiguo mundo, los ángeles le presentaron todas las
legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a
los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre
celestial. Era esta una visión bella y consoladora. Vio la salvación
y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial de
redención abierto después de su muerte.
Los Apóstoles, los discípulos,
las vírgenes y las mujeres, todos los mártires, los confesores y los
ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos, en
fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista.
Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona
diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la
diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con
que habían adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos,
todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo,
venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo. Pero
estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles le
presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas
presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las últimas
palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo en mis meditaciones
de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, los
insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el
tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de
espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de
la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los
dolores de María, la Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en
fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Lo
aceptó todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los
hombres.
Al fin de las visiones
sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles
desaparecieron; el sudor de la sangre corrió con más abundancia y
atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la
caverna. Vi bajar un ángel hacia Jesús. Estaba vestido como un
sacerdote, y traía delante de él, en sus manos, un pequeño cáliz,
semejante al de la Cena. En la boca de este cáliz se veía una cosa
ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel,
sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que
se enderezó, le metió en la boca este alimento misterioso y le dio
de beber en el pequeño cáliz luminoso. Después desapareció.
Habiendo Jesús aceptado
libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido una nueva fuerza,
estuvo todavía algunos minutos en la gruta, en una meditación
tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía
afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al
sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin sucumbir bajo el
peso de su dolor.
Cuando Jesús llegó a sus
discípulos, estaban éstos acostados como la primera vez; tenían la
cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de
dormir, que debían despertarse y orar. "Ved aquí a hora en que
el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo;
levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le valdría no haber
nacido". Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando
alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con
animación: "Maestro, voy a llamar a los otros para que os
defendamos". Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle,
del lado opuesto del torrente del Cedrón, una tropa de hombres
armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le
había denunciado. Les habló todavía con serenidad, les recomendó
que consolaran a su Madre, y les dijo: "Vamos a su encuentro: me
entregaré sin resistencia entre las manos de mis enemigos".
Entonces salió del jardín de los Olivos con sus tres discípulos, y
vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre el
jardín y Getsemaní.
II: Judas y los suyos
No creía Judas que su
traición tendría el resultado que tuvo; el dinero sólo preocupaba
su espíritu, y desde mucho tiempo antes se había puesto en relación
con algunos fariseos y algunos saduceos astutos, que le excitaban a la
traición halagándole. Estaba cansado de la vida errante y penosa de
los Apóstoles. En los últimos meses no había cesado de robar las
limosnas de que era depositario, y su avaricia, excitada por la
liberalidad de Magdalena cuando derramó los perfumes sobre Jesús, lo
llevó al último de sus crímenes. Había esperado siempre en un
reino temporal de Jesús, y en él un empleo brillante y lucrativo. Se
acercaba más y más cada día a sus agentes, que le acariciaban y le
decían de un modo positivo que en todo caso pronto acabarían con Jesús.
Se cebó cada vez más en estos pensamientos criminales, y en los últimos
días había multiplicado sus viajes para decidir a los príncipes de
los sacerdotes a obrar. Estos no querían todavía comenzar, y lo
trataron con desprecio. Decían que faltaba poco tiempo antes de la
fiesta, y que esto causaría desorden y tumulto. El Sanhedrín sólo
prestó alguna atención a las proposiciones de Judas. Después de la
recepción sacrílega del Sacramento, Satanás se apoderó de él, y
salió a concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que le
habían lisonjeado hasta entonces, y que le acogieron con fingida
amistas. Vinieron después otros, entre los cuales estaban Caifás y
Anás; este último le habló en tono altanero y burlesco. Andaban
irresolutos, y no estaban seguros del éxito, porque no se fiaban de
Judas. Cada uno presentaba una opinión diferente, y antes de todo
preguntaron a Judas: "¿Podremos tomarlo? ¿No tiene hombres
armados con Él?". Y el traidor respondió: "No; está solo
con sus once discípulos: Él está abatido, y los once son hombres
cobardes". Les dijo que era menester tomar a Jesús ahora o nunca,
que otra vez no podría entregarlo, que no volvería más a su lado,
que hacía algunos días que los otros discípulos de Jesús
comenzaban a sospechar de él. Les dijo también que si ahora no
tomaban a Jesús, se escaparía, y volvería con un ejército de sus
partidarios para ser proclamado rey. Estas amenazas de Judas
produjeron su efecto. Fueron de su modo de pensar, y recibió el
precio de su traición: las treinta monedas. Judas, resentido del
desprecio que le mostraban, se dejó llevar por su orgullo hasta
devolverles el dinero hasta que lo ofrecieran en el templo, a fin de
parecer a sus ojos como un hombre justo y desinteresado. Pero no
quisieron, porque era el precio de la sangre que no podía ofrecerse
en el templo.
Judas vio cuánto le
despreciaban, y concibió un profundo resentimiento. No esperaba
recoger los frutos amargos de su traición antes de acabarla; pero se
había entremetido tanto con esos hombres, que estaba entregado a sus
manos, y no podía librarse de ellos. Observábanle de cerca, y no le
dejaban salir hasta que explicó la marcha que habían de seguir para
tomar a Jesús. Cuando todo estuvo preparado, y reunido el suficiente
número de soldados, Judas corrió al Cenáculo, acompañado de un
servidor de los fariseos para avisarles si estaba allí todavía.
Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el Cenáculo, pero que
debía estar ciertamente en el monte de los Olivos, en el sitio donde
tenía costumbre de orar. Pidió que enviaran con él una pequeña
partida de soldados, por miedo de que los discípulos, que estaban
alertas, no se alarmasen y excitasen una sedición. El traidor les
dijo también tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, porque con
medios misteriosos se había desaparecido muchas veces en el monte,
volviéndose invisible a los que le acompañaban. Les aconsejó que lo
atasen con una cadena, y que usaran ciertos medio mágicos para
impedir que la rompiera. Los judíos recibieron estos avisos con
desprecio, y le dijeron: "Si lo llegamos a tomar, no se escapará".
Judas tomó sus medidas con los que lo debían acompañar, y besar y
saludar a Jesús como amigo y discípulo; entonces los soldados se
presentarían y tomarían a Jesús. Deseaba que creyeran que se
hallaba allí por casualidad; y cuando ellos se presentaran, él huiría
como los otros discípulos, y no volverían a oír hablar de él.
Pensaba también que habría algún tumulto; que los Apóstoles se
defenderían, y que Jesús desaparecería, como hacía con frecuencia.
Este pensamiento le venía cuando se sentía mortificado por el
desprecio de los enemigos de Jesús; pero no se arrepentía, porque se
había entregado enteramente a Satanás.
Los soldados tenían orden
de vigilar a Judas y de no dejarlo hasta que tomaran a Jesús, porque
había recibido su recompensa, y temían que escapase con el dinero.
La tropa escogida para acompañar a Judas se componía de veinte
soldados de la guardia del templo y de los que estaban a las órdenes
de Anás y de Caifás. Judas marchó con los veinte soldados; pero fue
seguido a cierta distancia de cuatro alguaciles de la última clase,
que llevaban cordeles y cadenas; detrás de éstos venían seis
agentes con los cuales había tratado Judas desde el principio. Eran
un sacerdote, confidente de Anás, un afiliado de Caifás, dos
fariseos y dos saduceos, que eran también herodianos. Estos hombres
eran aduladores de Anás y de Caifás; le servían de espías, y Jesús
no tenía mayores enemigos. Los soldados estuvieron acordes con Judas
hasta llegar al sitio donde el camino separa el jardín de los Olivos
del de Getsemaní; al llegar allí, no quisieron dejarlo ir solo
delante, y lo trataron dura e insolentemente.
III: Prisión de Jesús
Hallándose Jesús con los
tres Apóstoles en el camino, entre Getsemaní y el jardín de los
Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la
entrada del camino: hubo una disputa entre ellos, porque Judas quería
que los soldados se separasen de él para acercarse a Jesús como
amigo, a fin de no aparecer en inteligencia con ellos; pero ellos, parándolo,
le dijeron: "No, camarada; no te acercarás hasta que tengamos al
Galileo". Jesús se acercó a la tropa, y dijo en voz alta e
inteligible: "¿A quién buscáis?". Los jefes de los
soldados respondieron: "A Jesús Nazareno". - "Yo
soy", replicó Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras,
cuando cayeron en el suelo, como atacados por apoplejía. Judas, que
estaba todavía al lado de ellos, se sorprendió, y queriendo
acercarse a Jesús, el Señor le tendió la mano, y le dijo:
"Amigo mío, ¿qué has venido a hacer aquí?". Y Judas
balbuceando, habló de un negocio que le habían encargado. Jesús le
respondió en pocas palabras, cuya sustancia es ésta: "¡Más te
valdría no haber nacido!". Mientras tanto, los soldados se
levantaron y se acercaron al Señor, esperando la señal del traidor:
el beso que debía dar a Jesús. Pedro y los otros discípulos
rodearon a Judas y le llamaron ladrón y traidor. Quiso persuadirlos
con mentiras, pero no pudo, porque los soldados lo defendían contra
los Apóstoles, y por eso mismo atestiguaban contra él.
Jesús dijo por segunda
vez: "¿A quién buscáis?". Ellos respondieron también:
"A Jesús Nazareno". "Yo soy, ya os lo he dicho; soy yo
a quien buscáis; dejad a éstos". A estas palabras los soldados
cayeron una segunda vez con contorsiones semejantes a las de la
epilepsia. Jesús dijo a los soldados: "Levantaos". Se
levantaron, en efecto, llenos de terror; pero como los soldados
estrechaban a Judas, los soldados le libraron de sus manos y le
mandaron con amenazas que les diera la señal convenida, pues tenían
orden de tomar a aquél a quien besara. Entonces Judas vino a Jesús,
y le dio un beso con estas palabras: "Maestro, yo os saludo".
Jesús le dijo: "Judas, ¿tu vendes al Hijo del hombre con un
beso?". Entonces los soldados rodearon a Jesús, y los alguaciles,
que se habían acercado, le echaron mano. Judas quiso huir, pero los
Apóstoles lo detuvieron: se echaron sobre los soldados, gritando:
"Maestro, ¿debemos herir con la espada?". Pedro, más
ardiente que los otros, tomó la suya, pegó a Malco, criado del Sumo
Sacerdote, que quería rechazar a los Apóstoles, y le hirió en la
oreja: éste cayó en el suelo, y el tumulto llegó entonces a su
colmo.
Los alguaciles habían
tomado a Jesús para atarlo: los soldados le rodeaban un poco más de
lejos, y, entre ellos, Pedro que había herido a Malco. Otros soldados
estaban ocupados en rechazar a los discípulos que se acercaban; o en
perseguir a los que huían. Cuatro discípulos se veían a lo lejos:
los soldados no se habían aún serenado del terror de su caída, y no
se atrevían a alejarse por no disminuir la tropa que rodeaba a Jesús.
Tal era el estado de cosas cuando Pedro pegó a Malco, mas Jesús le
dijo en seguida: "Pedro, mete tu espada en la vaina, pues el que
a cuchillo mata a cuchillo muere: ¿crees tú que yo no puedo pedir a
mi Padre que me envíe más de doce legiones de ángeles? ¿No debo yo
apurar el cáliz que mi Padre me ha dado a beber? ¿Cómo se cumpliría
la Escritura si estas cosas no sucedieran?". Y añadió: "Dejadme
curar a este hombre". Se acercó a Malco, tocó su oreja, oró, y
la curó. Los soldados que estaban a su alrededor con los alguaciles y
los seis fariseos; éstos le insultaron, diciendo a la tropa: "Es
un enviado del diablo; la oreja parecía cortada por sus encantos, y
por sus mismos encantos la ha curado". Entonces Jesús les dijo:
"Habéis venido a tomarme como un asesino, con armas y palos; he
enseñado todos los días en el templo, y no me habéis prendido; pero
vuestra hora, la hora del poder de las tinieblas, ha llegado".
Mandaron que lo atasen, y lo insultaban diciéndole: "Tu no has
podido vencernos con tus encantos". Jesús les dio una respuesta,
de la que no me acuerdo bien, y los discípulos huyeron en todas
direcciones.
Los cuatro alguaciles y
los seis fariseos no cayeron cuando los soldados, y por consecuencia
no se habían levantado. Así me fue revelado, porque estaban del todo
entregados a Satanás, lo mismo que Judas, que tampoco se cayó,
aunque estaba al lado de los soldados. Todos los que se cayeron y se
levantaron se convirtieron después, y fueron cristianos. Estos
soldados habían puesto las manos sobre Él. Malco se convirtió después
de su cura, y en las horas siguientes sirvió de mensajero a María y
a los otros amigos del Salvador.
Los alguaciles ataron a
Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos, y de baja
extracción. Tenían el cuello, los brazos y las piernas desnudos;
eran pequeños, robustos y muy ágiles; el color de la cara era moreno
rojizo, y parecían esclavos egipcios. Ataron a Jesús las manos sobre
el pecho con cordeles nuevos y durísimos; le ataron el puño derecho
bajo el codo izquierdo, y el puño izquierdo bajo el codo derecho. Le
pusieron alrededor del cuerpo una especie de cinturón lleno de puntas
de hierro, al cual le ataron las manos con ramas de sauce; le pusieron
al cuello una especie de collar lleno de puntas, del cual salían dos
correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, y estaban
atadas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas, con las cuales
tiraban al Señor de un lado y de otro, según su inhumano capricho.
Se pusieron en marcha, después de haber encendido muchas hachas. Diez
hombres de la guardia iban delante; después seguían los alguaciles,
que tiraban a Jesús por las cuerdas; detrás los fariseos que lo
llenaban de injurias: los otros diez soldados cerraban la marcha. Los
alguaciles maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular
bajamente a los fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra
el Salvador. Lo llevaban por caminos ásperos, por encima de las
piedras, por el lodo, y tiraban de las cuerdas con toda su fuerza. Tenían
en la mano otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban. Andaban de
prisa y llegaron al puente sobre el torrente de Cedrón. Antes de
llegar a él vi a Jesús dos veces caer en el suelo por los violentos
tirones que le daban. Pero al llegar al medio del puente, su crueldad
no tuvo límites: empujaron brutalmente a Jesús atado, y lo echaron
desde su altura en el torrente, diciéndole que saciara su sed. Sin la
asistencia divina, esto sólo hubiera bastado para matarlo. Cayó
sobre las rodillas y sobre la cara, que se le hubiera despedazado
contra los cantos, que estaban apenas cubiertos con un poco de agua,
si no le hubiera protegido con los brazos juntos atados; pues se habían
desatado de la cintura, sea por una asistencia divina, o sea porque
los alguaciles lo habían desatado. Sus rodillas, sus pies, sus codos
y sus dedos, se imprimieron milagrosamente en la piedra donde cayó, y
esta marca fue después un objeto de veneración. Las piedras eran más
blandas y más creyentes que el corazón de los hombres, y daban
testimonio, en aquellos terribles momentos, de la impresión que la
verdad suprema hacía sobre ellas. Yo no he visto a Jesús beber, a
pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía en el jardín de los
Olivos; le vi beber agua del Cedrón cuando le echaron en él, y supe
que se cumplió un pasaje profético de los Salmos, que dice que beberá
en el camino del agua del torrente (Salmo 109). Los alguaciles tenían
siempre a Jesús atado con las cuerdas. Pero no pudiéndole hacer
atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería que había
al lado opuesto, volvieron atrás, y lo arrastraron con las cuerdas
hasta el borde. Entonces aquéllos lo empujaron sobre el puente, llenándolo
de injurias, de maldiciones y de golpes. Su larga túnica de lana,
toda empapada en agua, se pegaba a sus miembros; apenas podía andar,
y al otro lado del puente cayó otra vez en el suelo. Lo levantaron
con violencia, le pegaron con las cuerdas, y ataron a su cintura los
bordes de su vestido húmedo. No era aún media noche cuando vi a Jesús
al otro lado del Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro
alguaciles por un sendero estrecho, entre las piedras, los cardos y
las espinas. Los seis perversos fariseos iban lo más cerca de Él que
el camino les permitía, y con palos de diversas formas le empujaban,
le picaban o le pegaban. Cuando los pies desnudos y ensangrentados de
Jesús se rasgaban con las piedras o las espinas, le insultaban con
una cruel ironía, diciendo: "Su precursor Juan Bautista no le ha
preparado un buen camino"; o bien: "La palabra de Malaquías:
Envío delante de Ti mi ángel para prepararte el camino, no se aplica
aquí". Y cada burla de estos hombres era como un aguijón para
los alguaciles, que redoblaban los malos tratamientos con Jesús.
13. Sin embargo,
advirtieron que algunas personas se aparecían acá y allá a lo lejos;
pues muchos discípulos se habían juntado al oír la prisión del Señor,
y querían saber qué iba a suceder a su Maestro. Los enemigos de Jesús,
temiendo algún ataque, dieron con sus gritos señal para que les
enviasen refuerzo. Distaban todavía algunos pasos de una puerta
situada al mediodía del templo, y que conduce, por un arrabal,
llamado Ofel, a la montaña de Sión, adonde vivían Anás y Caifás.
Vi salir de esta puerta unos cincuenta soldados. Llevaban muchas
hachas, eran insolentes, alborotadores y daban gritos para anunciar su
llegada y felicitar a los que venían de la victoria. Cuando se
juntaron con la escolta de Jesús, vi a Malco y a algunos otros
aprovecharse del desorden, ocasionado por esta reunión, para
escaparse al monte de los Olivos. Los cincuenta soldados eran un
destacamento de una tropa de trescientos hombres, que ocupaba las
puertas y las calles de Ofel; pues el traidor Judas había dicho a los
príncipes de los sacerdotes que los habitantes de Ofel, pobres
obreros la mayor parte, eran partidarios de Jesús, y que se podía
temer que intentaran libertarlo. El traidor sabía que Jesús había
consolado, enseñado, socorrido y curado un gran número de aquellos
pobres obreros. En Ofel se había detenido el Señor en su viaje de
Betania a Hebrón, después de la degollación de Juan Bautista, y había
curado muchos albañiles heridos en la caída de la torre de Siloé.
La mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés, se
reunieron a la primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se
separaron de los judíos y establecieron casas para la comunidad, se
elevaron chozas y tiendas desde allí hasta el monte de los Olivos, en
medio del valle. También vivía allí San Esteban. Los buenos
habitantes de Ofel fueron despertados por los gritos de los soldados.
Salieron de sus casas y corrieron a las calles y las puertas para
saber lo que sucedía. Mas los soldados los empujaban brutalmente
hacia sus casas, diciéndoles: "Jesús, el malhechor, vuestro
falso profeta, va a ser conducido preso. El Sumo Sacerdote no quiere
dejarle continuar el oficio que tiene. Será crucificado". Al
saber esta noticia, no se oían más gemidos y llantos. Aquella pobre
gente, hombres y mujeres, corrían acá y allá, llorando, o se ponían
de rodillas con los brazos extendidos, y gritaban al Cielo recordando
los beneficios de Jesús. Pero los soldados los empujaban, les pegaban,
los hacían entrar por fuerza en sus casas, y no se hartaban de
injuriar a Jesús, diciendo: "Ved aquí la prueba de que es un
agitador del pueblo". Sin embargo, no querían ejercer grandes
violencias contra los habitantes de Ofel, por miedo de que opusieran
una resistencia abierta, y se contentaban con alejarlos del camino que
debía seguir Jesús. Mientras tanto, la tropa inhumana que conducía
al Salvador se acercaba a la puerta de Ofel. Jesús se había caído
de nuevo, y parecía no poder andar más. Entonces un soldado
caritativo dijo a los otros: "Ya veis que este infeliz hombre no
puede andar. Si hemos de conducirle vivo a los príncipes de los
sacerdotes, aflojadle las manos ara que pueda apoyarse cuando se caiga".
La tropa se paró, y los alguaciles desataron los cordeles; mientras
tanto, un soldado compasivo le trajo un poco de agua de una fuente que
estaba cerca. Jesús le dio las gracias, y citó con este motivo un
pasaje de los Profetas, que habla de fuentes de agua viva, y esto le
valió mil injurias y mil burlas de parte de los fariseos. Vi a estos
dos hombres, el que le hizo desatar las manos y el que le dio de beber,
ser favorecidos de una luz interior de la gracia. Se convirtieron
antes de la muerte de Jesús, y se juntaron con sus discípulos. Se
volvieron a poner en marcha y en todo el camino no cesaron de
maltratar al Señor.
III
Jesús delante de Anás
14. Anás y Caifás habían
recibido inmediatamente el aviso de la prisión de Jesús, y en su
casa estaba todo en movimiento. Los mensajeros corrían por el pueblo
para convocar los miembros del Consejo, los escribas y todos los que
debían tomar parte en el juicio. Toda la multitud de los enemigos de
Jesús iba al tribunal de Caifás, conducida por los fariseos y los
escribas de Jerusalén, a los cuales se juntaban muchos de los
vendedores, echados del templo por Jesús, muchos doctores orgullosos,
a los cuales había cerrado la boca en presencia del pueblo y otros
muchos instrumentos de Satanás, llenos de rabia interior contra toda
santidad, y por consecuencia contra el Santo de los santos. Esta
escoria del pueblo judío fue puesta en movimiento y excitada por
alguno de los principales enemigos de Jesús, y corría por todas
partes al palacio de Caifás, para acusar falsamente de todos los crímenes
al verdadero Cordero sin mancha, que lleva los pecados del mundo, y
para mancharlo con sus obras, que, en efecto, ha tomado sobre sí y
expiado. Mientras que esta turba impura se agitaba, mucha gente
piadosa y amigos de Jesús, tristes y afligidos, pues no sabían el
misterio que se iba a cumplir, andaban errantes acá y allá, y
escuchaban y gemían. Otras personas bien intencionadas, pero débiles
e indecisas, se escandalizaban, caían en tentación, y vacilaban en
su convicción. El número de los que perseveraba pequeño. Entonces
sucedía lo que hoy sucede: se quiere ser buen cristiano cuando no se
disgusta a los hombres, pero se avergüenza de la cruz cuando el mundo
la ve con mal ojo. Sin embargo, hubo muchos cuyo corazón fue movido
por la paciencia del Salvador en medio de tantas crueldades y que se
retiraron silenciosos y desmayados.
15. A media noche Jesús
fue introducido en el palacio de Anás, y lo llevaron a una sala muy
grande. En frente de la entrada estaba sentado Anás, rodeado de
veintiocho consejeros. Su silla estaba elevada del suelo por algunos
escalones. Jesús, rodeado aún de una parte de los soldados que lo
habían arrestado, fue arrastrado por los alguaciles hasta los
primeros escalones. El resto de la sala estaba lleno de soldados, de
populacho, de criados de Anás, de falsos testigos, que fueron después
a casa de Caifás. Anás esperaba con impaciencia la llegada del
Salvador Estaba lleno de odio y animado de una alegría cruel. Presidía
un tribunal, encargado de vigilar la pureza de la doctrina, y de
acusar delante de los príncipes de los sacerdotes a los que la infrigían.
Vi al divino Salvador delante de Anás, pálido, desfigurado,
silencioso, con la cabeza baja. Los alguaciles tenían la punta de las
cuerdas que apretaban sus manos. Anás, viejo, flaco y seco, de barba
clara, lleno de insolencia y orgullo, se sentó con una sonrisa irónica,
haciendo como que nada sabía y que extrañaba que Jesús fuese el
preso que le habían anunciado. He aquí lo que dijo a Jesús, o a lo
menos el sentido de sus palabras: "¿Cómo, Jesús de Nazareth?
Pues ¿dónde están tus discípulos y tus numerosos partidarios? ¿dónde
está tu reino? Me parece que las cosas no se han vuelto como tú creías;
han visto que ya bastaba de insultos a Dios y a los sacerdotes, de
violaciones de sábado. ¿Quiénes son tus discípulos? ¿dónde están?
¿Callas? ¡Habla, pues, agitador, seductor! ¿No has comido el
cordero pascual de un modo inusitado, en un tiempo y en un sitio
adonde no debías hacerlo? ¿Quieres tú introducir una nueva doctrina?
¿Quién te ha dado derecho para enseñar? ¿Dónde has estudiado?
Habla, ¿cuál es tu doctrina?". Entonces Jesús levantó su
cabeza cansada, miró a Anás, y dijo: "He hablado en público,
delante de todo el mundo: he enseñado siempre en el templo y en las
sinagogas, adonde se juntan los judíos. Jamás he dicho nada en
secreto. ¿Por qué me interrogas? Pregunta a los que me han oído lo
que les he dicho. Mira a tu alrededor; ellos saben lo que he dicho".
A estas palabras de Jesús, el rostro de Anás expresó el
resentimiento y el furor. Un infame ministro que estaba cerca de Jesús
lo advirtió; y el miserable pegó con su mano cubierta de un guante
de hierro, una bofetada en el rostro del Señor, diciendo: "¿Así
respondes al Sumo Pontífice?". Jesús, empujado por la violencia
del golpe, cayó de un lado sobre los escalones, y la sangre corrió
por su cara. La sala se llenó de murmullos, de risotadas y de
ultrajes. Levantaron a Jesús, maltratándolo, y el Señor dijo
tranquilamente: "Si he hablado mal, dime en qué; pero si he
hablado bien, ¿por qué me pegas?". Exasperado Anás por la
tranquilidad de Jesús, mandó a todos los que estaban presentes que
dijeran lo que le habían oído decir. Entonces se levantó una
explosión de clamores confusos y de groseras imprecaciones. "Ha
dicho que era rey; que Dios era su padre; que los fariseos eran unos
adúlteros; subleva al pueblo; cura, en nombre del diablo, el sábado;
los habitantes de Ofel le rodeaban con furor, le llaman su Salvador y
su Profeta; se deja nombrar Hijo de Dios; se dice enviado por Dios; no
observa los ayunos; come con los impuros, los paganos, los publicanos
y los pecadores". Todos estos cargos los hacían a la vez: los
acusadores venían a echárselos en cara, mezclándolos con las más
groseras injurias, y los alguaciles le pegaban y le empujaban, diciéndole
que respondiera. Anás y sus consejeros añadían mil burlas a estos
ultrajes, y le decían: "¡Esa es tu doctrina! ¿Qué respondes?
¿Qué especia de Rey eres tu? Has dicho que eres más que Salomón.
No tengas cuidado, no te rehusaré más tiempo el título de tu
dignidad real". Entonces Anás pidió una especie de cartel, de
una vara de largo y tres dedos de ancho; escribió en él una serie de
grandes letras, cada una indicando una acusación contra el Señor.
Después lo envolvió, y lo metió en una calabacita vacía, que tapó
con cuidado y ató después a una caña. Se la presentó a Jesús,
diciéndole con ironía: "Este es el cetro de tu reino: ahí están
reunidos tus títulos, tus dignidades y tus derechos. Llévalos al
Sumo Sacerdote para que conozca tu misión y te trate según tu
dignidad. Que le aten las manos a ese Rey, y que lo lleven delante del
Sumo Sacerdote". Ataron de nuevo las manos a Jesús; sujetaron
también con ello el simulacro del cetro, que contenía las
acusaciones de Anás; y condujeron a Jesús a casa de Caifás, en
medio de la risa, de las injurias y de los malos tratamientos de la
multitud. La casa de Anás estaría a trescientos pasos de la de Caifás.
El camino, que era a lo largo de paredes y de pequeños edificios
dependientes del tribunal del Sumo Pontífice, estaba alumbrado con
faroles y cubierto de judíos, que vociferaban y se agitaban. Los
soldados podían apenas abrir por medio de la multitud. Los que habían
ultrajado a Jesús en casas de Anás repetían sus ultrajes delante
del pueblo; y el Salvador fue injuriado y maltratado todo el camino.
Vi hombres armados rechazar algunos grupos que parecían comparecer al
Señor, dar dinero a los que se distinguían por su brutalidad con Jesús
y dejarlos entrar en el patio de Caifás.
IV
Jesús delante de Caifás
16. Para llegar al
tribunal de Caifás se atraviesa un primer patio exterior, después se
entra en otro patio, que rodea todo el edificio. La casa tiene doble
de largo que de ancho. Delante hay una especie de vestíbulo
descubierto, rodeado de tres órdenes de columnas, formando galerías
cubiertas. Jesús fue introducido en el vestíbulo en medio de los
clamores, de las injurias y de los golpes. Apenas estuvo en presencia
del Consejo, cuando Caifás exclamó: "¡Ya estás aquí, enemigo
de dios, que llenas de agitación esta santa noche!". La calabaza
que contenía las acusaciones de Anás fue desatada del cetro ridículo
puesto entre las manos de Jesús. Después que las leyeron, Caifás
con más ira que Anás, hacía una porción de preguntas a Jesús, que
estaba tranquilo, paciente, con los ojos mirando al suelo. Los
alguaciles querían obligarle a hablar, lo empujaban, le pegaban, y un
perverso le puso el dedo pulgar con fuerza en la boca, diciéndole que
mordiera. Pronto comenzó la audiencia de los testigos, y el populacho
excitado daba gritos tumultuosos, y se oía hablar a los mayores
enemigos de Dios, entre los fariseos y los saduceos reunidos en
Jerusalén de todos los puntos del país. Repetían las acusaciones a
que Él había respondido mil veces: "Que curaba a los enfermos y
echaba a los demonios por arte de éstos, que violaba el Sábado, que
sublevaba al pueblo, que llamaba a los fariseos raza de víboras y adúlteros,
que había predicho la destrucción de Jerusalén, frecuentaba a los
publicanos y los pecadores, que se hacía llamar Rey, Profeta, Hijo de
Dios; que hablaba siempre de su Reino, que desechaba el divorcio, que
se llamaba Pan de vida". Así sus palabras, sus instrucciones y
sus parábolas eran desfiguradas, mezcladas con injurias, y
presentadas como crímenes. Pero todos se contradecían, se perdían
en sus relatos y no podían establecer ninguna acusación bien fundada.
Los testigos comparecían más bien para decirle injurias en su
presencia que para citar hechos. Se disputaban entre ellos, y Caifás
aseguraba muchas veces que la confusión que reinaba en las
deposiciones de los testigos era efecto de sus hechizos. Algunos
dijeron que había comido la Pascua la víspera, que era contra la ley
y que el año anterior había ya hecho innovaciones en la ceremonia.
Pero los testigos se contradijeron tanto, que Caifás y los suyos
estaban llenos de vergüenza y de rabia al ver que no podían
justificar nada que tuviera algún fundamento. Nicodemus y José de
Arimatea fueron citados a explicar sobre que había comido la pascua
en una sala perteneciente a uno de ellos, y probaron, con escritos
antiguos, que de tiempo inmemorial los galileos tenían el permiso de
comer la Pascua un día antes. Al fin, se presentaron los dos diciendo:
"Jesús ha dicho: Yo derribaré el templo edificado por las manos
de los hombres y en tres días reedificaré uno que no estará hecho
por mano de los hombres". No estaban éstos tampoco acordes. Caifás,
lleno de cólera, exasperado por los discursos contradictorios de los
testigos, se levantó, bajó los escalones, y dijo: "Jesús: ¿No
respondes tú nada a ese testimonio?". Estaba muy irritado porque
Jesús no lo miraba. Entonces los alguaciles, asiéndolo por los
cabellos, le echaron la cabeza atrás y le pegaron puñadas bajo la
barba; pero sus ojos no se levantaron. Caifás elevó las manos con
viveza, y dijo en tono de enfado: "Yo te conjuro por el Dios vivo
que nos digas si eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios".
Había un profundo silencio, y Jesús, con una voz llena de majestad
indecible, con la voz del Verbo Eterno, dijo: "Yo lo soy, tú lo
has dicho. Y yo os digo que veréis al Hijo del hombre sentado a la
derecha de la Majestad Divina, viniendo sobre las nubes del cielo".
Mientras Jesús decía estas palabras, yo le vi resplandeciente: el
cielo estaba abierto sobre Él, y en una intuición que no puedo
expresar, vi a Dios Padre Todopoderoso; vi también a los ángeles, y
la oración de los justos que subía hasta su Trono. Debajo de Caifás
vi el infierno como una esfera de fuego, oscura, llena de horribles
figuras. Él estaba encima, y parecía separado sólo por una gasa. Vi
toda la rabia de los demonios concentrada en él. Toda la casa me
pareció un infierno salido de la tierra. Cuando el Señor declaró
solemnemente que era el Cristo, Hijo de Dios, el infierno tembló
delante de Él, y después vomitó todos sus furores en aquella casa.
Caifás asió el borde de su capa, lo rasgó con ruido, diciendo en
alta voz: "¡Has blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos? ¡Habéis
oído? Él blasfema: ¿cuál es vuestra sentencia?". Entonces
todos los asistentes gritaron cuna voz terrible: "¡Es digno de
muerte! ¡Es digno de muerte!". Durante esta horrible gritería,
el furor del infierno llegó a lo sumo. Parecía que las tinieblas
celebraban su triunfo sobre la luz. Todos los circunstantes que
conservaban algo bueno fueron penetrados de tan horror que muchos se
cubrieron la cabeza y se fueron. Los testigos más ilustres salieron
de la sala con la conciencia agitada. Los otros se colocaron en el
vestíbulo alrededor del fuego, donde les dieron dinero, de comer y de
beber. El Sumo Sacerdote dijo a los alguaciles: "Os entrego este
Rey; rendid al blasfemo los honores que merece". En seguida se
retiró con los miembros del Consejo a otra sala donde no se le podía
ver desde el vestíbulo.
17. Cuando Caifás salió
de la sala del tribunal, con los miembros del Consejo, una multitud de
miserables se precipitó sobre Nuestro Señor, como un enjambre de
avispas irritadas. Ya durante el interrogatorio de los testigos, toda
aquella chusma le había escupido, abofeteado, pegado con palos y
pinchado con agujas. Ahora, entregados sin freno a su rabia insana, le
ponían sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol y decían:
"Ved aquí al hijo de David con la corona de su padre. Es el Rey
que da una comida de boda para su hijo". Así se burlaban de las
verdades eternas, que Él presentaba en parábolas a los hombres que
venía a salvar; y no cesaban de golpearle con los puños o con palos.
Le taparon los ojos con un trapo asqueroso, y le pegaban, diciendo:
"Gran Profeta, adivina quién te ha pegado". Jesús no abría
la boca; pedía por ellos interiormente y suspiraba. Vi que todo
estaba lleno de figuras diabólicas; era todo tenebroso, desordenado y
horrendo. Pero también vi con frecuencia una luz alrededor de Jesús,
desde que había dicho que era el Hijo de Dios. Muchos de los
circunstantes parecían tener un presentimiento de ello, más o menos
confuso; sentían con inquietud que todas las ignominias, todos los
insultos no podían hacerle perder su indecible majestad. La luz que
rodeaba a Jesús parecía redoblar el furor de sus ciegos enemigos.
V
Negación de Pedro
18. Pedro y Juan que habían
seguido a Jesús de lejos, lograron entrar en el tribunal de Caifás.
Ya no tuvieron fuerzas para contemplar en silencio las crueldades e
ignominias que su Maestro tuvo que sufrir. Juan fue a juntarse con la
Madre de Jesús, que en estos momentos se hallaba en casa de Marta.
Pedro estaba silencioso; pero su silencio mismo y su tristeza lo hacían
sospechoso. La portera se acercó, y oyendo hablar de Jesús y de sus
discípulos, miró a Pedro con descaro, y le dijo: "Tú eres
también discípulo del Galileo". Pedro, asustado, inquieto y
temiendo ser maltratado por aquellos hombres groseros, respondió:
"Mujer, no le conozco; no sé lo que quieres decir".
Entonces se levantó y queriendo deshacerse de aquella compañía,
salió del vestíbulo. Era el momento en que el gallo cantaba la
primera vez. Al salir, otra criada le miró, y dijo: "Este también
se ha visto con Jesús de Nazareth"; y los que estaban a su lado
preguntaron: "¿No eras tú uno de sus discípulos?". Pedro,
asustado, hizo nuevas protestas, y contestó: "En verdad, yo no
era su discípulo; no conozco a ese hombre". Atravesó el primer
patio, y vino al del exterior. Ya no podía hallar reposo, y su amor a
Jesús lo llevó de nuevo al patio interior que rodea el edificio. Mas
como oía decir a algunos: "¿Quién es ese hombre?", se
acercó a la lumbre, donde se sentó un rato. Algunas personas que habían
observado su agitación se pusieron a hablarle de Jesús en términos
injuriosos. Una de ellas le dijo: "Tú eres uno de sus
partidarios; tú eres Galileo; tu acento te hace conocer". Pedro
procuraba retirarse; pero un hermano de Maleo, acercándose a él le
dijo: "¿No eres tú el que yo he visto con ellos en el jardín
de las Olivas, y que ha cortado la oreja de mi hermano?". Pedro,
en su ansiedad, perdió casi el uso de la razón: se puso a jurar que
no conocía a ese hombre, y corrió fuera del vestíbulo al patio
interior. Entonces el gallo cantó por segunda vez, y Jesús,
conducido a la prisión por medio del patio, se volvió a mirarle con
dolor y compasión. Las palabras de Jesús: "Antes que el gallo
cante dos veces, me has de negar tres", le vinieron a la memoria
con una fuerza terrible. En aquel instante sintió cuán enorme era su
culpa, y su corazón se partió. Había negado a su Maestro cuando
estaba cubierto de ultrajes, entregado a jueces inicuos, paciente y
silencioso en medio de los tormentos. Penetrado de arrepentimiento,
volvió al patio exterior con la cabeza cubierta y llorando
amargamente. Ya no temía que le interpelaran: ahora hubiera dicho a
todo el mundo quién y cuán culpable era.
VI
María en casa de Caifás
19. La Virgen Santísima,
hallándose constantemente en comunicación espiritual con Jesús, sabía
todo lo que le sucedía, y sufría con Él. Estaba como Él en oración
continua por sus verdugos; pero su corazón materno clamaba también a
Dios, para que no dejara cumplirse este crimen, y que apartara esos
dolores de su Santísimo Hijo. Tenía un vivo deseo de acercarse a Jesús,
y pidió a Juan que la condujera cerca del sitio donde Jesús sufría.
Juan, que no había dejado a su divino Maestro más que para consolar
a la que estaba más cerca de su corazón después de Él, condujo a
las santas mujeres a través de las calles, alumbradas por el
resplandor de la luna. Iban con la cabeza cubierta; pero sus sollozos
atrajeron sobre ellas la atención de algunos grupos, y tuvieron que oír
palabras injuriosas contra el Salvador. La Madre de Jesús contemplaba
interiormente el suplicio de su Hijo, y lo conservaba en su corazón
como todo lo demás, sufriendo en silencio como Él. Al llegar a la
casa de Caifás, atravesó el patio exterior y se detuvo a la entrada
del interior, esperando que le abrieran la puerta. Esta se abrió, y
Pedro se precipitó afuera, llorando amargamente. María le dijo:
"Simón, ¿qué ha sido de Jesús, mi Hijo?". Estas palabras
penetraron hasta lo íntimo de su alma. No pudo resistir su mirada;
pero María se fue a él, y le dijo con profunda tristeza: "Simón,
¿no me respondes?". Entonces Pedro exclamó, llorando: "¡Oh
Madre, no me hables! Lo han condenado a muerte, y yo le he negado tres
veces vergonzosamente". Juan se acercó para hablarle; pero
Pedro, como fuera de sí, huyó del patio y se fue a la caverna del
monte de las Olivas. La Virgen Santísima tenía el corazón
destrozado. Juan la condujo delante del sitio donde el Señor estaba
encerrado. María estaba en espíritu con Jesús; quería oír los
suspiros de su Hijo y los oyó con las injurias de los que le rodeaban.
Las santas mujeres no podían estar allí mucho tiempo sin ser vistas;
Magdalena mostraba una desesperación demasiado exterior y muy
violenta; y aunque la Virgen en lo más profundo de su dolor
conservaba una dignidad y un silencio extraordinario, sin embargo, al
oír estas crueles palabras: "¿No es la madre del Galileo? Su
hijo será ciertamente crucificado; pero no antes de la fiesta, a no
ser que sea el mayor de los criminales"; Juan y las santas
mujeres tuvieron que llevarla más muerta que viva. La gente no dijo
nada, y guardó un extraño silencio: parecía que un espíritu
celestial había atravesado aquel infierno.
VII Jesús en la cárcel
20. Jesús estaba
encerrado en un pequeño calabozo abovedado, del cual se conserva
todavía una parte. Dos de los cuatro alguaciles se quedaron con Él,
pero pronto los relevaron otros. Cuando el Salvador entró en la cárcel,
pidió a su Padre celestial que aceptara todos los malos tratamientos
que había sufrido y que tenía aún que sufrir, como un sacrificio
expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que, sufriendo
iguales padecimientos, se dejaran llevar de la impaciencia o de la cólera.
Los verdugos no le dieron un solo instante de reposo. Lo ataron en
medio del calabozo a un pilar, y no le permitieron que se apoyara; de
modo que apenas podía tenerse sobre sus pies cansados, heridos e
hinchados. No cesaron de insultarle y de atormentarle, y cuando los
dos de guardia estaban cansados, los relevaban otros, que inventaban
nuevas crueldades. Puedo contar lo que esos hombres crueles hicieron
sufrir al Santo de los Santos; estoy muy mala, y estaba casi muerta a
esta vista. ¡Ah! ¡qué vergonzoso es para nosotros que nuestra
flaqueza no pueda decir u oír sin repugnancia la historia de los
innumerables ultrajes que el Redentor ha padecido por nuestra salvación!
Nos sentimos penetrados de un horror igual al de un asesino obligado a
poner la mano sobre las heridas de su víctima. Jesús lo sufrió todo
sin abrir la boca; y eran los hombres, los pecadores, los que
derramaban su rabia sobre su Hermano, su Redentor y su Dios. Yo también
soy una pobre pecadora; yo también soy causa de su dolorosa pasión.
El día del juicio, cuando todo se manifieste, veremos todos la parte
que hemos tomado en el suplicio del Hijo de Dios por los pecados que
no cesamos de cometer, y que son una participación en los malos
tratamientos que esos miserables hicieron sufrir a Jesús. En su prisión
el Divino Salvador pedía sin cesar por sus verdugos; y como al fin le
dejaron un instante de reposo, lo vi recostado sobre el pilar, y
completamente rodeado de luz. El día comenzaba a alborear: era el día
de su Pasión, el día de nuestra redención; un tenue rayo de luz caía
por el respiradero del calabozo sobre nuestro Cordero pascual. Jesús
elevó sus manos atadas hacia la luz que venía, y dio gracias a su
Padre, en alta voz y de la manera más tierna, por el don de este día
tan deseado por los Patriarcas, por el cual Él mismo había suspirado
con tanto ardor desde la llegada a la tierra. Antes ya había dicho a
sus discípulos: "Debo ser bautizado con otro bautismo, y estoy
en la impaciencia hasta que se cumpla". He orado con Él, pero no
puedo referir su oración; tan abatida estaba. Cuando daba gracias por
aquel terrible dolor que sufría también por mí, yo no podía sino
decir sin cesar: "¡Ah! Dadme, dadme vuestros dolores: ellos me
pertenecen, son el precio de mis pecados". Era un espectáculo
que partía el corazón verlo recibir así el primer rayo de luz del
grande día de su sacrificio. Parecía que ese rayo llegaba hasta Él
como el verdugo que visita al reo en la cárcel, para reconciliarse
con él antes de la ejecución. Los alguaciles, que se habían dormido
un instante, despertaron y le miraron con sorpresa, pero no le
interrumpieron. Jesús estuvo poco más de una hora en esta prisión.
Entre tanto Judas, que había andado errante como un desesperado en el
valle de Hinón, se acercó al tribunal de Caifás. Tenía todavía
colgadas de su cintura las treinta monedas, precio de su traición.
Preguntó a los guardias de la casa, sin darse a conocer, qué harían
con el Galileo. Ellos le dijeron: "Ha sido condenado a muerte y
será crucificado". Judas se retiró detrás del edificio para no
ser visto, pues huía de los hombres como Caín, y la desesperación
dominaba cada vez más a su alma. Permaneció oculto en los
alrededores, esperando la conclusión del juicio de la mañana. VIII
Juicio de la mañana
21. Al amanecer, Caifás,
Anás, los ancianos y los escribas se juntaron de nuevo en la gran
sala del tribunal, para pronunciar un juicio en forma, pues no era
legal el juzgar en la noche: podía haber sólo una instrucción
preparatoria, a causa de la urgencia. La mayor parte de los miembros
había pasado el resto de la noche en casa de Caifás. La asamblea era
numerosa, y había en todos sus movimientos mucha agitación. Como
querían condenar a Jesús a muerte, Nicodemus, José y algunos otros
se opusieron a sus enemigos, y pidieron que se difiriese el juicio
hasta después de la fiesta: hicieron presente que no se podía fundar
un juicio sobre las acusaciones presentadas ante el tribunal, porque
todos los testigos se contradecían. Los príncipes de los sacerdotes
y sus adeptos se irritaron y dieron a entender claramente a los que
contradecían, que siendo ellos mismos sospechosos de ser favorables a
las doctrinas del Galileo, les disgustaba ese juicio, porque los
comprendía también. Hasta quisieron excluir del Consejo a todos los
que eran favorables a Jesús; estos últimos, declarando que no tomarían
ninguna parte en todo lo que pudieran decidir, salieron de la sala y
se retiraron al templo. Desde aquel día no volvieron a entrar en el
Consejo. Caifás ordenó que trajeran a Jesús delante de los jueces,
y que se preparasen para conducirlo a Pilatos inmediatamente después
del juicio. Los alguaciles se precipitaron en tumulto a la cárcel,
desataron las manos de Jesús, le ataron cordeles al medio del cuerpo,
y le condujeron a los jueces. Todo esto se hizo precipitadamente y con
una horrible brutalidad. Caifás, lleno de rabia contra Jesús, le
dijo: "Si tú eres el ungido por Dios, si eres el Mesías, dínoslo".
Jesús levantó la cabeza, y dijo con una santa paciencia y grave
solemnidad: "Si os lo digo, no me creeréis; y si os interrogo,
no me responderéis, ni me dejaréis marchar; pero desde ahora el Hijo
del hombre está sentado a la derecha del poder de Dios". Se
miraron entre ellos, y dijeron a Jesús: "¿Tú eres, pues, el
Hijo de Dios?". Jesús, con la voz de la verdad eterna, respondió:
"Vos lo decís: yo lo soy". Al oír esto, gritaron todos:
"¿Para qué queremos más pruebas? Hemos oído la blasfemia de
su propia boca". Al mismo tiempo prodigaban a Jesús palabras de
desprecio: "¡Ese miserable, decían, ese vagabundo, que quiere
ser el Mesías y sentarse a la derecha de Dios!". Le mandaron
atar de nuevo y poner una cadena al cuello, como hacían con los
condenados a muerte, para conducirlo a Pilatos. Habían enviado ya un
mensajero a éste para avisarle que estuviera pronto a juzgar a un
criminal, porque debían darse prisa a causa de la fiesta. Hablaban
entre sí con indignación de la necesidad que tenían de ir al
gobernador romano para que ratificase la condena; porque en las
materias que no concernían a sus leyes religiosas y las del templo,
no podían ejecutar la sentencia de muerte sin su aprobación. Lo querían
hacer pasar por un enemigo del Emperador, y bajo este aspecto
principalmente la condenación pertenecería a la jurisdicción de
Pilatos. Los príncipes de los sacerdotes y una parte del Consejo iban
delante; detrás, el Salvador rodeado de soldados; el pueblo cerraba
la marcha. En este orden bajaron de Sión a la parte inferior de la
ciudad, y se dirigieron al palacio de Pilatos.
IX
Desesperación de Judas
22. Mientras conducían a
Jesús a casa de Pilatos, el traidor Judas oyó lo que se decía en el
pueblo, y entendió palabras semejantes a éstas: "Lo conducen
ante Pilatos; el gran Consejo ha condenado al Galileo a muerte; tiene
una paciencia excesiva, no responde nada, ha dicho sólo que era el
Mesías, y que estaría sentado a la derecha de Dios; por eso le
crucificarán; el malvado que le ha vendido era su discípulo, y poco
antes aún había comido con Él el cordero pascual; yo no quisiera
haber tomado parte en esa acción; que el Galileo, sea lo que sea, al
menos no ha conducido a la muerte a un amigo suyo por el dinero:
"¡verdaderamente ese miserable merecería ser crucificado!".
Entonces la angustia, el remordimiento y la desesperación luchaban en
el alma de Judas. Huyó, corrió como un insensato hasta el templo,
donde muchos miembros del Consejo se habían reunido después del
juicio de Jesús. Se miraron atónitos, y con una risa de desprecio
lanzaron una mirada altanera sobre Judas, que, fuera de sí, arrancó
de su cintura las treinta piezas, y presentándoselas con la mano
derecha, dijo con voz desesperada: "Tomad vuestro dinero, con el
cual me habéis hecho vender al Justo; tomad vuestro dinero, y dejad a
Jesús. Rompo nuestro pacto; he pecado vendiendo la sangre del
inocente". Los sacerdotes le despreciaron; retiraron sus manos
del dinero que les presentaba, para no manchársela tocando la
recompensa del traidor, y le dijeron: "¡Qué nos importa que
hayas pecado! Si crees haber vendido la sangre inocente, es negocio
tuyo; nosotros sabemos lo que hemos comprado, y lo hallamos digno de
muerte!". Estas palabras dieron a Judas tal rabia y tal
desesperación, que estaba como fuera de sí; los cabellos se le
erizaron; rasgó el cinturón donde estaban las monedas, las tiró en
el templo, y huyó fuera del pueblo. Lo vi correr como un insensato en
el vale de Hinón. Satanás, bajo una forma horrible, estaba a su lado,
y le decía al oído, para llevarle a la desesperación, ciertas
maldiciones de los Profetas sobre este valle, donde los judíos habían
sacrificado sus hijos a los ídolos. Parecía que todas sus palabras
lo designaban, como por ejemplo: "Saldrán y verán los cadáveres
de los que han pecado contra mí, cuyos gusanos no morirán, cuyo
fuego no se apagará". Después repetía a sus oídos: "Caín
¿dónde está tu hermano Abel? ¿qué has hecho? Su sangre me grita:
eres maldito sobre la tierra, estás errante y fugitivo". Cuando
llegó al torrente de Cedrón, y vio el monte de los Olivos, empezó a
temblar, volvió los ojos y oyó de nuevo estas palabras: "Amigo
mío, ¿qué vienes a hacer? ¡Judas, tú vendes al Hijo del hombre
con un beso!". Penetrado de horror hasta el fondo de su alma,
llegó al pie de la montaña de los Escándalos, a un lugar pantanoso,
lleno de escombros y de inmundicias. El ruido de la ciudad llegaba de
cuando en cuando a sus oídos con más fuerza, y Satanás le decía:
"Ahora le llevan a la muerte; tú le has vendido; ¿sabes tú lo
que hay en la ley? El que vendiere un alma entre sus hermanos los
hijos de Israel, y recibiere el precio, debe ser castigado con la
muerte. ¡Acaba contigo, miserable, acaba!". Entonces Judas,
desesperado, tomó su cinturón y se colgó de un árbol que crecía
en un bajo y que tenía muchas ramas. Cuando se hubo ahorcado, su
cuerpo reventó, y sus entrañas se esparcieron por el suelo.
X
Jesús conducido a presencia de Pilatos
23. Condujeron al Salvador
a Pilatos por en medio de la parte más frecuentada de la ciudad. Caifás,
Anás y muchos miembros del gran Consejo marchaban delante con sus
vestidos de fiesta; los seguían un gran número de escribas y de judíos,
entre los cuales estaban todos los falsos testigos y los perversos
fariseos que habían tomado la mayor parte de la acusación de Jesús.
A poca distancia seguía el Salvador, rodeado de soldados. Iba
desfigurado por los ultrajes de la noche, pálido, la cara
ensangrentada; y las injurias y los malos tratamientos continuaban sin
cesar. Habían reunido mucha gente, para aparentar su entrada del
Domingo de Ramos. Lo llamaban Rey, por burla; echaban delante de sus
pies piedras, palos y pedazos de trapos; se burlaban de mil maneras de
su entrada triunfal. Jesús debía probar en el camino cómo los
amigos nos abandonan en la desgracia; pues los habitantes de Ofel
estaban juntos a la orilla del camino, y cuando lo vieron en un estado
de abatimiento, su fe se alteró, no pudiendo representarse así al
Rey, al Profeta, al Mesías, al Hijo de Dios. Los fariseos se burlaban
de ellos a causa de su amor a Jesús, y les decían: "Ved a
vuestro Rey, saludadlo. ¿No le decís nada ahora que va a su coronación,
antes de subir al trono? Sus milagros se han acabado; el Sumo
Sacerdote ha dado fin a sus sortilegios"; y otros discursos de
esta suerte. Estas pobres gentes, que habían recibido tantas gracias
y tantos beneficios de Jesús, se resfriaron con el terrible espectáculo
que daban las personas más reverenciadas del país, los príncipes,
los sacerdotes y el Sanhedrín. Los mejores se retiraron, dudando; los
peores se juntaron al pueblo en cuanto les fue posible; pues los
fariseos habían puesto guardias para mantener algún orden.
24. Eran poco más o menos
las seis de la mañana, según nuestro modo de contar, cuando la tropa
que conducía a Jesús llegó delante del palacio de Pilatos. Anás,
Caifás y los miembros del Consejo se pararon en los bancos que
estaban entre la plaza y la entrada del tribunal. Jesús fue
arrastrado hasta la escalera de Pilatos, quien estaba sobre una
especie de azotea avanzada. Cuando vio llegar a Jesús en medio de un
tumulto tan grande, se levantó y habló a los judíos con aire de
desprecio. "¿Qué venís a hacer tan temprano? ¿Cómo habéis
puesto a ese hombre en tal estado? ¿Comenzáis tan temprano a
desollar vuestras víctimas?". Ellos gritaron a los verdugos:
"¡Adelante, conducidlo al tribunal!"; y después
respondieron a Pilatos: "Escuchad nuestras acusaciones contra ese
criminal. Nosotros no podemos entrar en el tribunal para no volvernos
impuros". Los alguaciles hicieron subir a Jesús los escalones de
mármol, y lo condujeron así detrás de la azotea desde donde Pilatos
hablaba a los sacerdotes judíos. Pilatos había oído hablar mucho de
Jesús. Al verle tan horriblemente desfigurado por los malos
tratamientos y conservando siempre una admirable expresión de
dignidad, su desprecio hacia los príncipes de los sacerdotes se
redobló; les dio a entender que no estaba dispuesto a condenar a Jesús
sin pruebas, y les dijo con tono imperioso: "¿De qué acusáis a
este hombre?". Ellos le respondieron: "Si no fuera un
malhechor, no os lo hubiéramos presentado". - "Tomadle,
replicó Pilatos, y juzgadle según vuestra ley". Los judíos
dijeron: "Vos sabéis que nuestros derechos son muy limitados en
materia de pena capital". Los enemigos de Jesús estaban llenos
de violencia y de precipitación; querían acabar con Jesús antes del
tiempo legal de la fiesta, para poder sacrificar el Cordero pascual.
No sabían que el verdadero Cordero pascual era el que habían
conducido al tribunal del juez idólatra, en el cual temían
contaminarse. Cuando el gobernador les mandó que presentasen sus
acusaciones, lo hicieron de tres principales, apoyada cada una por
diez testigos, y se esforzaron, sobre todo, en hacer ver a Pilatos que
Jesús había violado los derechos del Emperador. Le acusaron primero
de ser un seductor del pueblo, que perturbaba la paz pública y
excitaba a la sedición, y presentaron algunos testimonios. Añadieron
que seducía al pueblo con horribles doctrinas, que decía que debían
comer su carne y beber su sangre para alcanzar la vida eterna. Pilatos
miró a sus oficiales sonriéndose, y dirigió a los judíos estas
palabras picantes: "Parece que vosotros queréis seguir también
su doctrina y alcanzar la vida eterna, pues queréis comer su carne y
beber su sangre". La segunda acusación era que Jesús excitaba
al pueblo, a no pagar el tributo al Emperador. Aquí Pilatos, lleno de
cólera, los interrumpió con el tono de un hombre encargado
especialmente de esto, y les dijo: "Es un grandísimo embuste; yo
debo saber eso mejor que vosotros". Entonces los judíos pasaron
a la tercera acusación. "Este hombre oscuro, de baja extracción,
se ha hecho un gran partido, se ha hecho dar los honores reales; pues
ha enseñado que era el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías, el
Rey prometido a los judíos, y se hace llamar así". Esto fue
también apoyado por diez testigos. Cuando dijeron que Jesús se hacía
llamar el Cristo, el Rey de los judíos, Pilato pareció pensativo.
Fue desde la azotea a la sala del tribunal que estaba al lado, echó
al pasar una mirada atenta sobre Jesús, y mandó a los guardas que se
lo condujeran a la sala. Pilatos era un pagano supersticioso, de un
espíritu ligero y fácil de perturbar. No ignoraba que los Profetas
de los judíos les habían anunciado, desde mucho tiempo, un ungido
del Señor, un Rey libertador y Redentor, y que muchos judíos lo
esperaban. Pero no creía tales tradiciones sobre un Mesías, y si
hubiese querido formarse una idea de ellas, se hubiera figurado un Rey
victorioso y poderoso, como lo hacían los judíos instruidos de su
tiempo y los herodianos. Por eso le pareció tan ridículo que
acusaran a aquel hombre, que se le presentaba en tal estado de
abatimiento, y de haberse tenido por ese Mesías y por ese Rey. Pero
como los enemigos de Jesús habían presentado esto como un ataque a
los derechos del Emperador, mandó traer al Salvador a su presencia
para interrogarle. Pilatos miró a Jesús con admiración, y le dijo:
"¿Tú eres, pues, el Rey de los judíos?". Y Jesús
respondió: "¿Lo dices tú por ti mismo, o porque otros te lo
han dicho de mí?". Pilatos, picado de que Jesús pudiera creerle
bastante extravagante para hacer por sí mismo una pregunta tan rara,
le dijo: "¿Soy yo acaso judío para ocuparme de semejantes
necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te han entregado a mis manos,
porque has merecido la muerte. Dime lo que has hecho". Jesús le
dijo con majestad: "Mi reino no es de este mundo. Si mi reino
fuese de este mundo, yo tendría servidores que combatirían por mí,
para no dejarme caer en las manos de los judíos; pero mi reino no es
de este mundo". Pilatos se sintió perturbado con estas graves
palabras y le dijo con tono más serio: "¿Tú eres Rey?".
Jesús respondió: "Como tú lo dices, yo soy Rey. He nacido y he
venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. El que es de la
verdad, escucha mi voz". Pilatos le miró, y dijo, levantándose:
"¡La verdad! ¿Qué es la verdad?". Hubo otras palabras, de
que no me acuerdo bien. Pilatos volvió a la azotea: no podía
comprender a Jesús; pero veía bien que no era un rey que pudiera dañar
al Emperador, pues no quería ningún reino de este mundo. Y el
Emperador se inquietaba poco por los reinos del otro mundo. Y así
gritó a los príncipes de los sacerdotes desde lo alto de la azotea:
"No hallo ningún crimen en este hombre". Los enemigos de
Jesús se irritaron, y por todas partes salió un torrente de
acusaciones contra Él. Pero el Salvador estaba silencioso, y oraba
por los pobres hombres; y cuando Pilatos se volvió hacia Él, diciéndole:
"¿No respondes nada a esas acusaciones?", Jesús no dijo
una palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, le volvió a decir:
"Yo veo bien que no dicen más que mentiras contra ti". Pero
los acusadores continuaron hablando con furor, y dijeron: "¡Cómo!,
¿no halláis crimen contra Él? ¿Acaso no es un crimen el sublevar
al pueblo y extender su doctrina en todo el país, desde la Galilea
hasta aquí?". Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un
instante, y dijo: "¿Este hombre es Galileo y súbdito de Herodes?".
"Sí - respondieron ellos -: sus padres han vivido en Nazareth, y
su habitación actual es Cafarnaum". "Si es súbdito de
Herodes - replicó Pilatos - conducidlo delante de él: ha venido aquí
para la fiesta, y puede juzgarle". Entonces mandó conducir a Jesús
fuera del tribunal, y envió un oficial a Herodes para avisarle que le
iban a presentar a Jesús de Nazareth, súbdito suyo. Pilatos, muy
satisfecho con evitar así la obligación de juzgar a Jesús, deseaba
por otra parte hacer una fineza a Herodes, quien estaba reñido con él,
y quería ver a Jesús. Los enemigos del Salvador, furiosos de ver que
Pilatos los echaba así en presencia de todo el pueblo, hicieron
recaer su rencor sobre Jesús. Lo ataron de nuevo, y lo arrastraron,
llenándolo de insultos y de golpes en medio de la multitud que cubría
la plaza hasta el palacio de Herodes. Algunos soldados romanos se habían
juntado a la escolta. Claudia Procla, mujer de Pilatos, le mandó a
decir que deseaba muchísimo hablarle; y mientras conducían a Jesús
a casa de Herodes, subió secretamente a una galería elevada, y
miraba la escolta con mucha agitación y angustia.
XI
Origen del Via Crucis
25. Durante esta discusión,
la Madre de Jesús, Magdalena y Juan estuvieron en una esquina de la
plaza, mirando y escuchando con un profundo dolor. Cuando Jesús fue
conducido a Herodes, Juan acompañó a la Virgen y a Magdalena por
todo el camino que había seguido Jesús. Así volvieron a casa de
Caifás, a casa de Anás, a Ofel, a Getsemaní, al jardín de los
Olivos, y en todos los sitios, donde el Señor se había caído o había
sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él. La
Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios
en donde Jesús se había caído. Este fue el principio del Via Crucis
y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús, aun antes de que se
cumpliera. La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su
Redentor comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre
virginal del Hijo del hombre. La Virgen pura y sin mancha consagró
para la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como
piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo; para
recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos a su Padre
celestial por todos los que tienen fe. El dolor había puesto a
Magdalena como fuera de sí. Su arrepentimiento y su gratitud no tenían
límites, y cuando quería elevar hacia Él su amor, como el humo del
incienso, veía a Jesús maltratado, conducido a la muerte, a causa de
sus culpas, que había tomado sobre sí. Entonces sus pecados la
penetraban de horror, su alma se le partía, y todos esos sentimientos
se expresaban en su conducta, en sus palabras y en sus movimientos.
Juan amaba y sufría. Conducía por la primera vez a la Madre de Dios
por el camino de la cruz, donde la Iglesia debía seguirla, y el
porvenir se le aparecía.
XII
Pilatos y su mujer
26. Mientras conducían a
Jesús a casa de Herodes, vi a Pilatos con su mujer Claudia Procla.
Habló mucho tiempo con Pilatos, le rogó por todo lo que le era más
sagrado, que no hiciese mal ninguno a Jesús, el Profeta, el Santo de
los Santos, y le contó algo de las visiones maravillosas que había
tenido acerca de Jesús la noche precedente. Mientras hablaba, yo vi
la mayor parte de esas visiones, pero no me acuerdo bien de qué modo
se seguían. Ella vio las principales circunstancias de la vida de Jesús:
la Anunciación de María, la Natividad, la Adoración de los Pastores
y de los Reyes, la profecía de Simeón y de Ana, la huida a Egipto,
la tentación en el desierto. Se le apareció siempre rodeado de luz,
y vio la malicia y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más
horribles, vio sus padecimientos infinitos, su paciencia y su amor
inagotables, la santidad y los dolores de su Madre. Estas visiones le
causaron mucha inquietud y mucha tristeza; que todos esos objetos eran
nuevos para ella, estaba suspensa y pasmada, y veía muchas de esas
cosas, como, por ejemplo, la degollación de los inocentes y la profecía
de Simeón, que sucedían cerca de su casa. Yo sé bien hasta qué
punto un corazón compasivo puede estar atormentado por esas visiones;
pues el que ha sentido una cosa, debe comprender lo que sienten los
demás. Había sufrido toda la noche, y visto más o menos claramente
muchas verdades maravillosas, cuando la despertó el ruido de la tropa
que conducía a Jesús. Al mirar hacia aquel lado, vio al Señor, el
objeto de todos esos milagros que le habían sido revelados,
desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su corazón se
trastornó a esta vista, y mandó en seguida llamar a Pilatos, y le
contó, en medio de su agitación, lo que le acababa de suceder. Ella
no lo comprendía todo, y no podía expresarlo bien; pero rogaba,
suplicaba, instaba a su marido del modo más tierno. Pilatos, atónito
y perturbado, unía lo que le decía su mujer con lo que había
recogido de un lado y de otro acerca de Jesús, se acordaba del furor
de los judíos, del silencio de Jesús y de las maravillosas
respuestas a sus preguntas. Agitado e inquieto, cedió a los ruegos de
su mujer, y le dijo: "He declarado que no hallaba ningún crimen
en ese hombre. No lo condenaré: he reconocido toda la malicia de los
judíos". Le habló también de lo que le había dicho Jesús;
prometió a su mujer no condenar a Jesús, y le dio una prenda como
garantía de su promesa. No sé si era una joya, un anillo o un sello.
Así se separaron. Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, lleno
de orgullo, y al mismo tiempo de bajeza: no retrocedía ante las
acciones más vergonzosas, cuando encontraba en ellas su interés, y
al mismo tiempo se dejaba llevar por las supersticiones más ridículas
cuando estaba en una posición difícil. Así en la actual
circunstancia consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía
incienso en lugar secreto de su casa, pidiéndoles señales. Una de
sus prácticas supersticiosas era ver comer a los pollos; pero todas
estas cosas me parecían horribles, tan tenebrosas y tan infernales,
que yo volvía la cara con horror. Sus pensamientos eran confusos, y
Satanás le inspiraba tan pronto un proyecto como otro. La mayor
confusión reinaba en sus ideas, y él mismo no sabía lo que quería.
XIII
Jesús delante de Herodes
27. El Tetrarca Herodes
tenía su palacio situado al norte de la plaza, en la parte nueva de
la ciudad, no lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados romanos se
había juntado a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos
por los paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador
y de maltratarlo. Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos,
estaba esperando en una sala grande, sentado sobre almohadas que
formaban una especie de trono. Los príncipes de los sacerdotes
entraron y se pusieron a los lados, Jesús se quedó en la puerta.
Herodes estuvo muy satisfecho al ver que Pilatos le reconocía, en
presencia de los sacerdotes judíos, el derecho de juzgar a un
Galileo. También se alegraba viendo delante de su tribunal, en estado
de abatimiento, a ese Jesús que nunca se había dignado presentársele.
Había recibido tantas relaciones acerca de Él, de parte de los
herodianos y de todos sus espías, que su curiosidad estaba excitada.
Cuando Herodes vio a Jesús tan desfigurado, cubierto de golpes, la
cara ensangrentada, su vestido manchado, aquel príncipe voluptuoso y
sin energía sintió una compasión mezclada de disgusto. Profirió el
nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia, y dijo a los
sacerdotes: "Llevadlo, limpiadlo; ¿cómo podéis traer a mi
presencia un hombre tan lleno de heridas?". Los alguaciles
llevaron a Jesús al vestíbulo, trajeron agua y lo limpiaron, sin
cesar de maltratarlo. Herodes reprendió a los sacerdotes por su
crueldad; parecía que quería imitar la conducta de Pilatos, pues
también les dijo: "Ya se ve que ha caído entre las manos de los
carniceros; comenzáis las inmolaciones antes de tiempo". Los príncipes
de los sacerdotes reproducían con empeño sus quejas y sus
acusaciones. Herodes, con énfasis y largamente, repitió a Jesús
todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas y le pidió que
hiciera un prodigio. Jesús no respondía una palabra, y estaba
delante de él con los ojos bajos, lo que irritó a Herodes. Me fue
explicado que Jesús no habló, por estar Herodes excomulgado, a causa
de su casamiento adúltero con Herodías y de la muerte de Juan
Bautista. Anás y Caifás se aprovecharon del enfado que le causaba el
silencio de Jesús, y comenzaron otra vez sus acusaciones: añadieron
que había llamado a Herodes una zorra, y que pretendía establecer
una nueva religión. Herodes, aunque irritado contra Jesús, era
siempre fiel a sus proyectos políticos. No quería condenar al que
Pilatos había declarado inocente, y creía conveniente mostrarse
obsequioso hacia el gobernador en presencia de los príncipes de los
sacerdotes. Llenó a Jesús de desprecios, y dijo a sus criados y a
sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio:
"Tomad a ese insensato, y rendid a ese Rey burlesco los honores
que merece. Es más bien un loco que un criminal". Condujeron al
Salvador a un gran patio, donde lo llenaron de malos tratamientos y de
escarnio. Uno de ellos trajo un gran saco blanco y con grandes
risotadas se lo echaron sobre la cabeza a Jesús. Otro soldado trajo
otro pedazo de tela colorada, y se la pusieron al cuello. Entonces se
inclinaban delante de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían,
le pegaban en la cara, porque no había querido responder a su Rey. Le
hacían mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de Él como
para hacerle danzar; habiéndolo echado al suelo, lo arrastraron hasta
un arroyo que rodeaba el patio, de modo que su sagrada cabeza pegaba
contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo
levantaron, para renovar los insultos. Su cabeza estaba ensangrentada
y lo vi caer tres veces bajo los golpes; pero vi también ángeles que
le ungían la cabeza, y me fue revelado que sin este socorro del cielo,
los golpes que le daban hubieran sido mortales. El tiempo urgía, los
príncipes de los sacerdotes tenían que ir al templo, y cuando
supieron que todo estaba dispuesto como lo habían mandado, pidieron
otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero éste, para
conformarse con las ideas de Pilatos, le mandó a Jesús cubierto con
el vestido de escarnio.
XIV
De Herodes a Pilatos
28. Los enemigos de Jesús
le condujeron de Herodes a Pilatos. Estaban avergonzados de tener que
volver al sitio donde había sido ya declarado inocente. Por eso
tomaron otro camino mucho más largo, para presentarle en medio de su
humillación a otra parte de la ciudad, y también con el fin de dar
tiempo a sus agentes para que agitaran los grupos conforme a sus
proyectos. Ese camino era más duro y más desigual, y todo el tiempo
que duró no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le habían
puesto le impedía andar, se cayó muchas veces en el lodo, lo
levantaron a patadas, y dándole palos en la cabeza; recibió ultrajes
infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como del pueblo
que se juntaba en el camino. Jesús pedía a Dios no morir, para poder
cumplir su pasión y nuestra redención. Eran las ocho y cuarto cuando
llegaron al palacio de Pilatos. La Virgen Santísima, Magdalena, y
otras muchas santas mujeres, hasta veinte, estaban en un sitio, donde
lo podían oír todo. Un criado de Herodes había venido ya a decir a
Pilatos que su amo estaba lleno de gratitud por su fineza, y que no
habiendo hallado en el célebre Galileo más que un loco estúpido, le
había tratado como tal, y se lo volvía. Los alguaciles hicieron
subir a Jesús la escalera con la brutalidad ordinaria; pero se enredó
en su vestido, y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que se
tiñeron con la sangre de su cabeza sagrada; el pueblo reía de su caída
y los soldados le pegaban para levantarlo. Pilatos avanzó sobre la
azotea, y dijo a los acusadores de Jesús: "Me habéis traído a
este hombre, como a un agitador del pueblo, le he interrogado delante
de vosotros y no le he hallado culpable del crimen que le imputáis.
Herodes tampoco le encuentra criminal. Por consiguiente, le mandaré
azotar y dejarle". Violentos murmullos se elevaron entre los
fariseos. Era el tiempo en que el pueblo venía delante del gobernador
romano para pedirle, según una antigua costumbre, la libertad de un
preso. Los fariseos habían enviado sus agentes con el fin de excitar
a la multitud, a no pedir la libertad de Jesús, sino su suplicio.
Pilatos esperaba que pedirían la libertad de Jesús, y tuvo la idea
de dar a escoger entre Él y un insigne criminal, llamado Barrabás,
que horrorizaba a todo el mundo. Hubo un movimiento en el pueblo sobre
la plaza: un grupo se adelantó, encabezado por sus oradores, que
gritaron a Pilatos: "Haced lo que habéis hecho siempre por la
fiesta". Pilatos les dijo: "Es costumbre que liberte un
criminal en la Pascua. ¿A quién queréis que liberte: a Barrabás o
al Rey de los Judíos, Jesús, que dicen el ungido del Señor?".
A esta pregunta de Pilatos hubo alguna duda en la multitud, y sólo
algunas voces gritaron: "¡Barrabás!". Pilatos, habiendo
sido llamado por un criado de su mujer, salió de la azotea un
instante, y el criado le presentó la prenda que él le había dado,
diciéndole: "Claudia Procla os recuerda la promesa de esta mañana".
Mientras tanto los fariseos y los príncipes de los sacerdotes estaban
en una grande agitación, amenazaban y ordenaban. Pilatos había
devuelto su prenda a su mujer, para decirle que quería cumplir su
promesa, y volvió a preguntar con voz alta: "¿Cuál de los dos
queréis que liberte?". Entonces se elevó un grito general en la
plaza: "No queremos a este, sino a Barrabás". Pilatos dijo
entonces: "¿Qué queréis que haga con Jesús, que se llama
Cristo?". Todos gritaron tumultuosamente: "¡Que sea
crucificado!, ¡que sea crucificado!". Pilatos preguntó por
tercera vez: "Pero, ¿qué mal ha hecho? Yo no encuentro en Él
crimen que merezca la muerte. Voy a mandarlo azotar y dejarlo".
Pero el grito "¡crucificadlo!, ¡crucificadlo!" se elevó
por todas partes como una tempestad infernal; los príncipes de los
sacerdotes y los fariseos se agitaban y gritaban como furiosos.
Entonces el débil Pilatos dio libertad al malhechor Barrabás, y
condenó a Jesús a la flagelación.
XV Flagelación de Jesús
29. Pilatos, juez cobarde
y sin resolución, había pronunciado muchas veces estas palabras,
llenas de bajeza: "No hallo crimen en Él; por eso voy a mandarle
azotar y a darle libertad". Los judíos continuaban gritando:
"¡Crucificadlo! ¡crucificadlo!". Sin embargo, Pilatos
quiso que su voluntad prevaleciera y mandó azotar a Jesús a la
manera de los romanos. Al norte del palacio de Pilatos, a poca
distancia del cuerpo de guardia, había una columna que servía para
azotar. Los verdugos vinieron con látigos, varas y cuerdas, y las
pusieron al pie de la columna. Eran seis hombres morenos, malhechores
de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en
los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de
entre ellos hacían el oficio de verdugos en el Pretorio. Esos hombres
crueles habían ya atado a esa misma columna y azotado hasta la muerte
a algunos pobres condenados. Dieron de puñetazos al Señor, le
arrastraron con las cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin
resistencia, y lo ataron brutalmente a la columna. Esta columna estaba
sola y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada;
pues un hombre alto, extendiendo el brazo, hubiera podido alcanzar la
parte superior. A media altura había anillas y ganchos. No se puede
expresar con qué barbarie esos perros furiosos arrastraron a Jesús:
le arrancaron la capa de irrisión de Herodes y le echaron casi al
suelo. Jesús abrazó a la columna; los verdugos le ataron las manos,
levantadas por alto a un anillo de hierro, y extendieron tanto sus
brazos en alto, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la
columna, tocaban apenas al suelo. El Señor fue así extendido con
violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de esos furiosos
comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los
pies. Sus látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible;
puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro
y blanco. El Hijo de Dios temblaba y se retorcía como un gusano. Sus
gemidos dulces y claros se oían como una oración en medio del ruido
de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los
fariseos, cual tempestad ruidosa, cubrían sus quejidos dolorosos y
llenos de bendiciones, diciendo: "¡Hacedlo morir! ¡crucificadlo!".
Pilatos estaba todavía hablando con el pueblo, y cada vez que quería
decir algunas palabras en medio del tumulto popular, una trompeta
tocaba para pedir silencio. Entonces se oía de nuevo el ruido de los
azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos y el
balido de los corderos pascuales. Ese balido presentaba un espectáculo
tierno: eran las sotavoces que se unían a los gemidos de Jesús. El
pueblo judío estaba a cierta distancia de la columna, los soldados
romanos ocupando diferentes puntos, iban y venían, muchos profiriendo
insultos, mientras que otros se sentían conmovidos y parecía que un
rayo de Jesús les tocaba. Algunos alguaciles de los príncipes de los
sacerdotes daban dinero a los verdugos, y les trajeron un cántaro de
una bebida espesa y colorada, para que se embriagasen. Pasado un
cuarto de hora, los verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados
por otros dos. La sangre del Salvador corría por el suelo. Por todas
partes se oían las injurias y las burlas. Los segundos verdugos se
echaron con una nueva rabia sobre Jesús; tenían otra especie de
varas: eran de espino con nudos y puntas. Los golpes rasgaron todo el
cuerpo de Jesús; su sangre saltó a cierta distancia, y ellos tenían
los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se estremecía. Muchos
extranjeros pasaron por la plaza, montados sobre camellos y se
llenaron de horror y de pena cuando el pueblo les explicó lo que
pasaba. Eran viajeros que habían recibido el bautismo de Juan, o que
habían oído los sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto y
los griegos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos. Otros nuevos
verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas unos
garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe.
¡Ah! ¡quién podría expresar este terrible y doloroso espectáculo!
La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora, cuando un
extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por
Jesús, se precipitó sobre la columna con una navaja, que tenía la
figura de una cuchilla, gritando en tono de indignación: "¡Parad!
No peguéis a ese inocente hasta hacerle morir". Los verdugos,
hartos, se pararon sorprendidos; cortó rápidamente las cuerdas,
atadas detrás de la columna, y se escondió en la multitud. Jesús
cayó, casi sin conocimiento, al pie de la columna sobre el suelo, bañado
en sangre. Los verdugos le dejaron, y se fueron a beber, llamando
antes a los criados, que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la
corona de espinas.
30. Vi a la Virgen Santísima
en un éxtasis continuo durante la flagelación de nuestro divino
Redentor. Ella vio y sufrió con un amor y un dolor indecibles todo lo
que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos y
sus ojos estaban bañados en lágrimas. Las santas mujeres, temblando
de dolor y de inquietud, rodeaban a la Virgen y lloraban como si
hubiesen esperado su sentencia de muerte. María tenía un vestido
largo azul, y por encima una capa de lana blanca, y un velo de un
blanco casi amarillo. Magdalena, pálida y abatida de dolor, tenía
los cabellos en desorden debajo de su velo. La cara de la Virgen
estaba pálida y desencajada, sus ojos colorados de las lágrimas. No
puedo expresar su sencillez y dignidad. Desde ayer no ha cesado de
andar errante, en medio de angustias, por el valle de Josafat y las
calles de Jerusalén, y, sin embargo, no hay ni desorden ni
descompostura en su vestido, no hay un solo pliegue que no respire
santidad; todo en ella es digno, lleno de pureza y de inocencia. María
mira majestuosamente a su alrededor, y los pliegues de su velo, cuando
vuelve la cabeza, tienen una vista singular. Sus movimientos son sin
violencia, y en medio del dolor más amargo, su aspecto es sereno. Su
vestido está húmedo del rocío de la noche y de las abundantes lágrimas
que ha derramado. Es bella, de una belleza indecible y sobrenatural;
esta belleza es pureza inefable, sencillez, majestad y santidad.
Magdalena tiene un aspecto diferente. Es más alta y más fuerte, su
persona y sus movimientos son más pronunciados. Pero las pasiones, el
arrepentimiento, su dolor enérgico han destruido su belleza. Da miedo
al verla tan desfigurada por la violencia de su desesperación; sus
largos cabellos cuelgan desatados debajo de su velo despedazado. Está
toda trastornada, no piensa más que en su dolor, y parece casi una
loca. Hay mucha gente de Magdalum y de sus alrededores que la han
visto llevar una vida escandalosa. Como ha vivido mucho tiempo
escondida, hoy la señalan con el dedo y la llenan de injurias, y aún
los hombres del populacho de Magdalum le tiran lodo. Pero ella no
advierte nada, tan grande y fuerte es su dolor. Cuando Jesús, después
de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla,
mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de tela. No
sé si creía que Jesús sería libertado, y que su Madre necesitaría
esa tela para curar sus llagas o si esa pagana compasiva sabía a qué
uso la Virgen Santísima destinaría su regalo. María viendo a su
Hijo despedazado, conducido por los soldados, extendió las manos
hacia Él y siguió con los ojos las huellas ensangrentadas de sus
pies. Habiéndose apartado el pueblo, María y Magdalena se acercaron
al sitio en donde Jesús había sido azotado; escondidas por las otras
santas mujeres, se bajaron al suelo cerca de la columna, y limpiaron
por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia
Procla había mandado. Eran las nueve de la mañana cuando acabó la
flagelación.
XVI
La coronación de espinas
31. La coronación de
espinas (1) se hizo en el patio interior del cuerpo de guardia. El
pueblo estaba alrededor del edificio; pero pronto fue rodeado de mil
soldados romanos, puestos en buen orden, cuyas risas y burlas
excitaban el ardor de los verdugos de Jesús, como los aplausos del público
excitan a los cómicos. En medio del patio había el trozo de una
columna; pusieron sobre él un banquillo muy bajo. Habiendo arrastrado
a Jesús brutalmente a este asiento, le pusieron la corona de espinas
alrededor de la cabeza, y le atacaron fuertemente por detrás. Estaba
hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las
puntas eran torcidas a propósito para adentro. Habiéndosela atado,
le pusieron una caña en la mano; todo esto lo hicieron con una
gravedad irrisoria, como si realmente lo coronasen rey. Le quitaron la
caña de las manos, y le pegaron con tanta violencia en la corona de
espinas, que los ojos del Salvador se inundaron de sangre. Sus
verdugos arrodillándose delante de Él le hicieron burla, le
escupieron a la cara, y le abofetearon, gritándole: "¡Salve,
Rey de los judíos!". No podría repetir todos los ultrajes que
imaginaban estos hombres. El Salvador sufría una sed horrible, su
lengua estaba retirada, la sangre sagrada, que corría de su cabeza,
refrescaba su boca ardiente y entreabierta. Jesús fue así maltratado
por espacio de media hora en medio de la risa, de los gritos y de los
aplausos de los soldados formados alrededor del Pretorio.
XVII
¡Ecce Homo!
32. Jesús, cubierto con
la capa colorada, la corona de espinas sobre la cabeza, y el cetro de
cañas en las manos atadas, fue conducido al palacio de Pilatos.
Cuando llegó delante del gobernador, este hombre cruel no pudo menos
de temblar de horror y de compasión, mientras el pueblo y los
sacerdotes le insultaban y le hacían burla. Jesús subió los
escalones. Tocaron la trompeta para anunciar que el gobernador quería
hablar. Pilatos se dirigió a los príncipes de los sacerdotes y a
todos los circunstantes, y les dijo: "Os lo presente otra vez
para que sepáis que no hallo en Él ningún crimen". Jesús fue
conducido cerca de Pilatos, de modo que todo el pueblo podía verlo.
Era un espectáculo terrible y lastimoso la aparición del Hijo de
Dios ensangrentado, con la corona de espinas, bajando sus ojos sobre
el pueblo, mientras Pilatos, señalándole con el dedo, gritaba a los
judíos: "¡Ecce Homo!". Los príncipes de los sacerdotes y
sus adeptos, llenos de furia, gritaron: "¡Que muera! ¡Que sea
crucificado!". – "¿No basta ya?", dijo Pilatos.
"Ha sido tratado de manera que no le quedará gana de ser Rey".
Pero estos insensatos gritaron cada vez más: "¡Que muera! ¡Que
sea crucificado!". Pilatos mandó tocar la trompeta, y dijo:
"Entonces, tomadlo y crucificadlo, pues no hallo en Él ningún
crimen". Algunos de los sacerdotes gritaron: "¡Tenemos una
ley por la cual debe morir, pues se ha llamado Hijo de Dios!".
Estas palabras, se ha llamado Hijo de Dios, despertaron los temores
supersticiosos de Pilatos; hizo conducir a Jesús aparte, y le preguntó
de dónde era. Jesús no respondió, y Pilatos le dijo: "¿No me
respondes? ¿No sabes que puedo crucificarte o ponerte en libertad?".
Y Jesús respondió: "No tendrías tú ese poder sobre mí, si no
lo hubieses recibido de arriba; por eso el que me ha entregado en tus
manos ha cometido un gran pecado". Pilatos, en medio de su
incertidumbre, quiso obtener del Salvador una respuesta que lo sacara
de este penoso estado: volvió al Pretorio, y se estuvo solo con Él.
"¿Será posible que sea un Dios? se decía a sí mismo, mirando
a Jesús ensangrentado y desfigurado; después le suplicó que le
dijera si era Dios, si era el Rey prometido a los judíos, hasta dónde
se extendía su imperio, y de qué orden era su divinidad. No puedo
repetir más que el sentido de la respuesta de Jesús. El Salvador le
habló con gravedad y severidad; le dijo en qué consistía su reino y
su imperio; después le reveló todos los crímenes secretos que él
había cometido; le predijo la suerte miserable que le esperaba, y le
anunció que el Hijo del hombre vendría a pronunciar contra él un
juicio justo. Pilatos, medio atemorizado y medio irritado de las
palabras de Jesús, volvió al balcón, y dijo otra vez que quería
libertar a Jesús. Entonces gritaron: "¡Si lo libertas, no eres
amigo del César!". Otros decían que lo acusarían delante del
Emperador, de haber agitado su fiesta, que era menester acabar, porque
a las diez tenían que estar en el templo. Por todas partes se oía
gritar: "¡Que sea crucificado!"; hasta encima de las
azoteas, donde había muchos subidos. Pilatos vio que sus esfuerzos
eran inútiles. El tumulto y los gritos eran horribles, y la agitación
del pueblo era tan grande que podía temerse una insurrección.
Pilatos mandó que le trajesen agua; un criado se la echó sobre las
manos delante del pueblo, y el gritó desde lo alto de la azotea:
"Yo soy inocente de la sangre de este Justo; vosotros responderéis
por ella". Entonces se levantó un grito horrible y unánime de
todo el pueblo, que se componía de gentes de toda la Palestina:
"¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros
descendientes!".
XVIII
Jesús condenado a muerte
33. Cuando los judíos,
habiendo pronunciado la maldición sobre sí y sobre sus hijos,
pidieron que esa sangre redentora, que pide misericordia para nosotros,
pidiera venganza contra ellos; Pilatos mandó traer sus vestidos de
ceremonia, se puso un tocado, en donde brillaba una piedra preciosa y
otra capa. Estaba rodeado de soldados, precedido de oficiales del
tribunal y por delante tenía un hombre que tocaba la trompeta. Así
fue desde su palacio hasta la plaza, donde había, enfrente de la
columna de la flagelación, un sitio elevado para pronunciar los
juicios. Este tribunal se llamaba Gabbata: era una elevación redonda,
donde se subía por escalones. Muchos de los fariseos se habían ido
ya al templo. No hubo más que Anás, Caifás y otros veintiocho, que
vinieron al tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de ceremonia.
Los dos ladrones también fueron conducidos al tribunal, y el
Salvador, con su capa colorada y su corona de espinas, fue colocado en
medio de ellos. Cuando Pilatos se sentó, dijo a los judíos: "¡Ved
aquí a vuestro Rey!"; y ellos respondieron: "¡Crucificadlo!".
"¿Queréis que crucifique a vuestro Rey?", volvió a decir
Pilatos. "¡No tenemos más Rey que César!" gritaron los príncipes
de los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más, y comenzó a pronunciar
el juicio. Los príncipes de los sacerdotes habían diferido la
ejecución de los dos ladrones, ya anteriormente condenados al
suplicio de la cruz, porque querían hacer una afrenta más a Jesús,
asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la última clase.
Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual daba los nombres
más sublimes al emperador Tiberio; después expuso la acusación
intentada contra Jesús, que los príncipes de los sacerdotes habían
condenado a muerte, por haber agitado la paz pública y violado su ley,
haciéndose llamar Hijo de dios y Rey de los judíos, habiendo el
pueblo pedido su muerte por voz unánime. El miserable añadió que
encontraba esa sentencia conforme a la justicia, él, que no había
cesado de proclamar la inocencia de Jesús, y al acabar dijo: "Condeno
a Jesús de Nazareth, Rey de los judíos, a ser crucificado"; y
mandó traer la cruz. Me parece que rompió un palo largo y que tiró
los pedazos a los pies de Jesús. Mientras Pilatos pronunciaba su
juicio inicuo, vi que su mujer Claudia Procla le devolvía su prenda y
la renunciaba. La tarde de este mismo día se salió secretamente del
palacio, para refugiarse con los amigos de Jesús. Ese mismo día, a
poco tiempo después, vi a un amigo del Salvador grabar sobre una
piedra verdusca, detrás de la altura de Gabbata, dos líneas donde
había estas palabras: Judex injustus, y el nombre de Claudia Procla.
Esta piedra se halla todavía en los cimientos de una casa o de una
iglesia en Jerusalén, en el sitio donde estaba Gabbata. Claudia
Procla se hizo cristiana, siguió a San Pablo, y fue su fiel discípula.
Los dos ladrones estaban a derecha y a izquierda de Jesús: tenían
las manos atadas y una cadena al cuello; el que se convirtió después,
se mantuvo desde entonces tranquilo y pensativo; el otro, grosero e
insolente, se unió a los alguaciles para maldecir e insultar a Jesús,
que miraba a sus dos compañeros con amor, y ofrecía sus tormentos
por la salvación. Los alguaciles juntaban los instrumentos del
suplicio, y lo preparaban todo para esta terrible y dolorosa marcha.
Anás y Caifás habían acabado sus discusiones con Pilatos: tenían
dos bandas de pergamino con la copia de la sentencia, y se dirigían
con precipitación al templo temiendo llegar tarde.
XIX
Jesús con la Cruz a cuestas
34. Cuando Pilatos salió
del tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se formó
delante del palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados.
Veintiocho fariseos armados vinieron a caballo para acompañar al
suplicio a nuestro Redentor. Los alguaciles lo condujeron al medio de
la plaza, donde vinieron esclavos a echar la cruz a sus pies. Los dos
brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con
cuerdas. Jesús se arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó
tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de la gracias pro la
redención del género humano. Los solados levantaron a Jesús sobre
sus rodillas, y tuvo que cargar con mucha pena con esta carga pesada
sobre su hombro derecho. Vi ángeles invisibles ayudarle, pues si no,
no hubiera podido levantarla. Mientras Jesús oraba, pusieron sobre el
pescuezo a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles
las manos; las grandes piezas las llevaban esclavos. La trompeta de la
caballería de Pilatos tocó; uno de los fariseos a caballo se acercó
a Jesús, arrodillado bajo su carga; y entonces comenzó la marcha
triunfal del Rey de los reyes, tan ignominiosa sobre la tierra y tan
gloriosa en el cielo. Habían atado dos cuerdas a la punta del árbol
de la cruz y dos soldados la mantenían en el aire; otros cuatro tenían
cuerdas atadas a la cintura de Jesús. El Salvador, bajo su peso, me
recordó a Isaac, llevando a la montaña la leña para su sacrificio.
La trompeta de Pilatos dio la señal de marcha, porque el gobernador
en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para impedir
todo movimiento tumultuoso. Iba a caballo, rodeado de sus oficiales y
de tropa de caballería. Detrás venía un cuerpo de trescientos
hombres de infantería, todos de la frontera de Italia y de Suiza.
Delante se veía una trompa que tocaba en todas las esquinas y
proclamaba la sentencia. A pocos pasos seguía una multitud de hombres
y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y cestas que
contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían palos,
escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones.
Detrás se notaban algunos fariseos a caballo, y un joven que llevaba
sobre el pecho la inscripción que Pilatos había hecho para la cruz.
Llevaban también en la punta de un palo la corona de espinas de Jesús,
que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras cargaba la
cruz. Al fin venía nuestro Señor, los pies desnudos y ensangrentados,
abrumado bajo el peso de la cruz, temblando, debilitado por la pérdida
de la sangre y devorado de calentura y de sed. Con la mano derecha
sostenía la cruz sobre su hombro derecho; su mano izquierda, cansada,
hacía de cuando en cuando esfuerzos para levantarse su largo vestido,
con que tropezaban sus pies heridos. Cuatro soldados tenían a grande
distancia la punta de los cordeles atados a la cintura; los dos de
delante le tiraban; los dos que seguían le empujaban, de suerte que
no podía asegurar su paso. A su rededor no había más que irrisión
y crueldad; mas su boca rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de Jesús
iban los dos ladrones, llevados también por cuerdas. La mitad de los
fariseos a caballos cerraba la marcha; algunos de ellos corrían acá
y allá para mantener el orden. A una distancia bastante grande venía
la escolta de Pilatos: el gobernador romano tenía su uniforme de
guerra; en medio de sus oficiales, precedido de un escuadrón de
caballería, y seguido de trescientos infantes, atravesó la plaza, y
entró en una calle bastante ancha. Jesús fue conducido por una calle
estrecha, para no estorbar a la gente que iba al templo ni a la tropa
de Pilatos. La mayor parte del pueblo se había puesto en movimiento,
después de haber condenado a Jesús. Una gran parte de los judíos se
fueron a sus casas o al templo; sin embargo, la multitud era todavía
numerosa, y se precipitaban delante para ver pasar la triste procesión.
La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y muy sucia; tuvo
mucho que sufrir; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas, los
esclavos le tiraban lodo y hasta los niños traían piedras en sus
vestidos para echarlas delante de los pies del Salvador.
XX
Primera caída de Jesús debajo de la Cruz
35. La calle, poco antes
de su fin, tuerce a la izquierda, se ensancha y sube un poco; por ella
pasa un acueducto subterráneo, que viene del monte de Sión. Antes de
la subida hay un hoyo, que tiene con frecuencia agua y lodo cuando
llueve, por cuya razón han puesto una piedra grande para facilitar el
paso. Cuando llegó Jesús a este sitio, ya no podía andar; como los
solados tiraban de Él y lo empujaban sin misericordia, cayó a lo
largo contra esa piedra, y la cruz cayó a su lado. Los verdugos se
pararon, llenándolo de imprecaciones y pegándole; en vano Jesús
tendía la mano para que le ayudasen, diciendo: "¡Ah, presto se
acabará!", y rogó por sus verdugos; mas los fariseos gritaron:
"¡Levantadlo, si no morirá en nuestras manos!". A los dos
lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Sostenido
por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza, y aquellos
hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron la
corona de espinas. Habiéndolo levantado, le cargaron la cruz sobre
los hombros, y tuvo que ladear la cabeza, con dolores infinitos, para
poder colocar sobre su hombro el peso con que estaba cargado.
XXI
Jesús encuentra a su Santísima Madre – Segunda caída
36. La dolorosa Madre de
Jesús había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia
inicua, acompañada de Juan y de algunas mujeres, había visitado
muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús; pero
cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de
Pilatos anunciaron la marcha hasta el Calvario, no pudo resistir al
deseo de ver todavía a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la
condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar: se fueron
a un palacio, cuya puerta daba a la calle, donde entró la escolta
después de la primera caída de Jesús; era, si no me equivoco, la
habitación del sumo pontífice Caifás. Juan obtuvo de un criado o
portero compasivo el permiso de ponerse en la puerta con María y los
que la acompañaban. La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos
llenos de lágrimas y cubierta enteramente de una capa parda azulada.
Se oía ya el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta, y la
voz del pregonero, publicando la sentencia en las esquinas. El criado
abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María
oró, y dijo a Juan: "¿Debo ver este espectáculo? ¿Debo huir?
¿Podré yo soportarlo?". Al fin salieron a la puerta. María se
paró, y miró; la escolta estaba a ochenta pasos; no había gente
delante, sino por los lados y atrás. Cuando los que llevaban los
instrumentos de suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante,
la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y
uno de esos hombres preguntó: "¿Quién es esa mujer que se
lamenta?"; y otro respondió: "Es la Madre del
Galileo". Los miserables al oír tales palabras, llenaron de
injurias a esta dolorosa madre, la señalaban con el dedo, y uno de
ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en
la cruz, y se los presentó a la Virgen en tono de burla. María miró
a Jesús y se agarró a la puerta para no caerse. Los fariseos pasaron
a caballo, después el niño que llevaba la inscripción, detrás su
Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la
cruz, inclinando sobre su hombro la cabeza coronada de espinas. Echaba
sobre su Madre una mirada de compasión, y habiendo tropezado cayó
por segunda vez sobre sus rodillas y sobre sus manos. María, en medio
de la violencia de su dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más
que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en
medio de los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su
lado, y se abrazó a Él. Yo oí estas palabras: "¡Hijo mío!"
– "¡Madre mía!". Pero no sé si realmente fueron
pronunciadas, o sólo en el pensamiento. Hubo un momento de desorden:
Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los alguaciles
la injuriaban; uno de ellos le dijo: "Mujer, ¿qué vienes a
hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría en nuestras
manos". Algunos soldados tuvieron compasión. Juan y las santas
mujeres la condujeron atrás a la misma puerta, donde la vi caer sobre
sus rodillas y dejar en la piedra angular la impresión de sus manos.
Esta piedra, que era muy dura, fue transportada a la primera iglesia
católica, cerca de la piscina de Betesda, en el episcopado de
Santiago el Menor. Mientras tanto, los alguaciles levantaron a Jesús
y habiéndole acomodado la cruz sobre sus hombros, le empujaron con
mucha crueldad para que siguiese adelante.
XXII
Simón Cirineo – Tercera caída de Jesús
37. Llegaron a la puerta
de una muralla vieja, interior de la ciudad. Delante de ella hay una
plaza, de donde salen tres calles. En esa plaza, Jesús, al pasar
sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó; la cruz quedó a su lado, y
no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que pasaban para
ir al templo, exclamaron llenas de compasión: "¡Ah! ¡El pobre
hombre se muere!". Hubo algún tumulto; no podían poner a Jesús
en pie, y los fariseos dijeron a los soldados: "No podremos
llevarlo vivo, si no buscáis a un hombre que le ayude a llevar la
cruz". Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón Cirineo,
acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de
ramas menudas, pues era jardinero, y venía de trabajar en los
jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba en
medio de la multitud, de donde no podía salir, y los soldados,
habiendo reconocido por su vestido que era un pagano y un obrero de la
clase inferior, lo llamaron y le mandaron que ayudara al Galileo a
llevar su cruz. Primero rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Simón
sentía mucho disgusto y repugnancia, a causa del triste estado en que
se hallaba Jesús, y de su ropa toda llena de lodo. Mas Jesús lloraba,
y le miraba con ternura. Simón le ayudó a levantarse, y al instante
los alguaciles ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz.
Él seguía a Jesús, que se sentía aliviado de su carga. Se pusieron
otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta años;
sus hijos llevaban vestidos de diversos colores. Dos eran ya crecidos,
se llamaban Rufo y Alejandro: se reunieron después a los discípulos
de Jesús. El tercero era más pequeño, y lo he visto con San
Esteban, aún niño. Simón no llevó mucho tiempo la cruz sin
sentirse penetrado de compasión.
XXIII
La Verónica y el Sudario
38. La escolta entró en
una calle larga que torcía un poco a la izquierda, y que estaba
cortada por otras transversales. Muchas personas bien vestidas se
dirigían al templo; pero algunas se retiraban a la vista de Jesús,
por el temor farisaico de contaminarse; otras mostraban alguna compasión.
Habían andado unos doscientos pasos desde que Simón ayudaba a Jesús
a llevar la cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de aspecto
imponente, llevando de la mano a una niña, salió de una bella casa
situada a la izquierda, y se puso delante. Era Serafia, mujer de Sirac,
miembro del Consejo del templo, que se llamaba Verónica, de Vera Icon
(verdadero retrato), a causa de lo que hizo en ese día. Serafia había
preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa
intención de dárselo a beber al Señor en su camino de dolor. Salió
a la calle, cubierta de su velo; tenía un paño sobre sus hombros;
una niña de nueve años, que había adoptado pro hija, estaba a su
lado, y escondió, al acercarse la escolta, el vaso lleno de vino. Los
que iban delante quisieron rechazarla; mas ella se abrió paso en
medio de la multitud, de los soldados y de los alguaciles, y llegando
hasta Jesús, se arrodilló, y le presentó el paño extendido
diciendo: "Permitidme que limpie la cara de mi Señor". El
Señor tomó el paño, lo aplicó sobre su cara ensangrentada, y se lo
devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado,
lo metió debajo de su capa, y se levantó. La niña levantó tímidamente
el vaso de vino hacia Jesús; pero los soldados no permitieron que
bebiera. La osadía y la prontitud de esta acción habían excitado un
movimiento en la multitud, por los que se paró la escolta como unos
dos minutos. Verónica había podido presentar el sudario. Los
fariseos y los alguaciles, irritados de esta parada, y sobre todo, de
este homenaje público, rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a
Jesús, mientras Verónica entraba en su casa. Apenas había penetrado
en su cuarto, extendió el sudario sobre la mesa que tenía delante, y
cayó sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado llorando. Un
conocido que venía a verla la halló así al lado de un lienzo
extendido, donde la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada de
un modo maravilloso. Se sorprendió con este espectáculo, la hizo
volver en sí, y le mostró el sudario delante del cual ella se
arrodilló, llorando y diciendo: "Ahora lo quiero dejar todo,
pues el Señor me ha dado un recuerdo". Este sudario era de lana
fina, tres veces más largo que ancho, y se llevaba habitualmente
alrededor del cuello: era costumbre ir con un sudario semejante a
socorrer a los afligidos o enfermos, o a limpiarles la cara en señal
de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el sudario a la
cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y después
para la Iglesia por intermedio de los Apóstoles.
XXIV
Las hijas de Jerusalén
39. La escolta estaba
todavía a cierta distancia de la puerta, situada en la dirección del
sudoeste. Al acercarse a la puerta los alguaciles empujaron a Jesús
en medio de un lodazal. Simón Cirineo quiso pasar por el lado, y
habiendo ladeado la cruz, Jesús cayó por cuarta vez. Entonces, en
medio de sus lamentos, dijo con voz inteligible: "¡Ah Jerusalén,
cuánto te he amado! ¡He querido juntar a tus hijos como la gallina
junta a sus polluelos debajo de sus alas, y tú me echas cruelmente
fuera de tus puertas!". Al oír estas palabras, los fariseos le
insultaron de nuevo, y pegándole lo arrastraron para sacarlo del lodo.
Simón Cirineo se indignó tanto de ver esta crueldad, que exclamó:
"Si no cesáis de insultarle suelto la cruz, aunque me matéis".
Al salir de la puerta encontraron una multitud de mujeres que lloraban
y gemían. Eran vírgenes y mujeres pobres de Belén, de Hebrón y de
otros lugares circunvecinos, que habían venido a Jerusalén para
celebrar la Pascua. Jesús desfalleció; Simón se acercó a Él y le
sostuvo, impidiendo así que se cayera del todo. Esta es la quinta caída
de Jesús debajo de la cruz. A vista de su cara tan desfigurada y tan
llena de heridas, comenzaron a dar lamentos, y según la costumbre de
los judíos, le presentaron lienzos para limpiarse el rostro. El
Salvador se volvió hacia ellas, y les dijo: "Hijas de Jerusalén,
no lloréis por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos,
pues vendrá un tiempo en que se dirá: "¡Felices las estériles
y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no han dado de
mamar". Entonces empezarán a decir a los montes: "¡Caed
sobre nosotros!"; y a las alturas: "¡Cubridnos! Pues si así
se trata al leño verde, ¿qué se hará con el seco?". Aquí
pararon en este sitio: los que llevaban los instrumentos de suplicio
fueron al monte Calvario, seguidos de cien soldados romanos de la
escolta de Pilatos, quien al llegar a la puerta, se volvió al
interior de la ciudad.
XXV
Jesús sobre el Gólgota
40. Se pusieron en marcha.
Jesús, doblando bajo su carga y bajo los golpes de los verdugos, subió
con mucho trabajo el rudo camino que se dirigía al norte, entre las
murallas de la ciudad y el monte Calvario. En el sitio en donde el
camino tuerce al mediodía se cayó por sexta vez, y esta caída fue
muy dolorosa. Los malos tratamientos que aquí le dieron llegaron a su
colmo. El Salvador llegó a la roca del Calvario, donde cayó por séptima
vez. Simón Cirineo, maltratado también y agobiado por el cansancio,
estaba lleno de indignación: hubiera querido aliviar todavía a Jesús,
pero los alguaciles lo echaron, llenándole de injurias. Se reunió
poco después a los discípulos. Echaron también a toda la gente que
había venido por mera curiosidad. Los fariseos a caballo habían
seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del Calvario. El
llano que hay en la elevación, el sitio del suplicio, es de forma
circular y está rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos.
Estos cinco caminos se hallan en muchos sitios del país, en los
cuales se baña, se bautiza, en la piscina de Betesda: muchos pueblos
tienen también cinco puertas. Hay en esto una profunda significación
profética, a causa de la abertura de los cinco medios de salvación
en las cinco llagas del Salvador. Los fariseos a caballo se pararon
delante de la llanura al lado occidental, donde la cuesta es suave: el
lado por donde conducen a los condenados, es áspero y rápido. Cien
soldados romanos se hallaban alrededor del llano. Mucha gente, la
mayor parte de baja clase, extranjeros, esclavos, paganos, sobre todo
mujeres, rodeaban el llano y las alturas circunvecinas, no temiendo
contaminarse. Eran las doce menos cuarto cuando el Señor dio la última
caída y echaron a Simón. Los alguaciles insultando a Jesús, le decían:
"Rey de los judíos, vamos a componer tu trono". Pero Él
mismo se acostó sobre la cruz y lo extendieron para tomar su medida;
en seguida lo condujeron setenta pasos al norte, a una especie de hoyo
abierto en la roca, que parecía una cisterna: lo empujaron tan
brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si los
ángeles no lo hubiesen socorrido. Le oí gemir de un modo que partía
el corazón. Cerraron la entrada y dejaron centinelas. Entonces
comenzaron sus preparativos. En medio del llano circular estaba el
punto más elevado de la roca del Calvario; era una eminencia redonda,
de dos pies de altura, a la cual se subía por escalones. Abrieron en
ella tres hoyos, adonde debían plantarse las tres cruces, e hicieron
otros preparativos para la crucifixión.
XXVI
María y las santas mujeres van al Calvario
41. La Virgen, después de
su doloroso encuentro con Jesús, habíase retirado a una casa vecina;
pero su amor maternal y el deseo ardiente de estar con su Hijo crecía
cada instante. Se fue a casa de Lázaro, donde estaban las otras
santas mujeres, y diecisiete de ellas se juntaron con Ella para seguir
el camino de la Pasión. Las vi cubiertas con sus velos, ir a la
plaza, sin hacer caso de las injurias del pueblo, besar el suelo en
donde Jesús había cargado con la cruz, y así seguir adelante por
todo el camino que había llevado. María buscaba los vestigios de sus
pasos, y mostraba a sus compañeras los sitios consagrados por alguna
circunstancia dolorosa. De este modo la devoción más tierna de la
Iglesia fue escrita por la primera vez en el corazón maternal de María
con la espada que predijo el viejo Simeón. Pasó de Ella a sus compañeras,
y de éstas hasta nosotros. Estas santas mujeres entraron en casa de
Verónica, porque Pilatos volvía por la misma calle con su escolta,
examinaron llorando la cara de Jesús estampada en el sudario, y
admiraron la gracia que había hecho a esta santa mujer. En seguida se
dirigieron todas juntas hacia el Gólgota. Subieron al Calvario por el
lado occidental, por donde la subida es más cómoda. La Madre de Jesús,
su sobrina María, hija de Cleofás, Salomé y Juan, se acercaron
hasta el llano circular; Marta, María Helí, Verónica, Juana Chusa,
Susana y María, madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con
Magdalena, que estaba como fuera de sí. Más lejos estaban otras
siete, y algunas personas compasivas que establecían las
comunicaciones de un grupo al otro. ¡Qué espectáculo para María el
ver este sitio del suplicio, los clavos, los martillos, las cuerdas,
la terrible cruz, los verdugos, empeñados en hacer los preparativos
para la crucifixión! La ausencia de Jesús prolongaba su martirio:
sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo, y temblaba al pensar
en los tormentos a que lo vería expuesto. Desde por la mañana hasta
las diez hubo granizo por intervalos, mas a las doce una niebla
encarnada oscureció el sol.
XXVII
Jesús despojado de sus vestiduras y clavado en la cruz
42. Cuatro alguaciles
fueron a sacar a Jesús del sitio en donde le habían encerrado. Le
dieron golpes llenándole de ultrajes en estos últimos pasos que le
quedaban por andar, y arrastráronle sobre le elevación. Cuando las
santas mujeres vieron al Salvador dieron dinero a un hombre para que
le procurase el permiso de dar a Jesús el vino aromatizado de Verónica.
Mas los alguaciles las engañaron y se quedaron con el vino,
ofreciendo al Señor una mezcla de vino y mirra. Jesús mojó sus
labios, pero no bebió. En seguida los alguaciles quitaron a Nuestro
Señor su capa, y como no podían sacarle la túnica sin costuras que
su Madre le había hecho, a causa de la corona de espinas, arrancaron
con violencia esta corona de la cabeza, abriendo todas sus heridas. No
le quedaba más que un lienzo alrededor de los riñones. El Hijo del
hombre estaba temblando, cubierto de llagas y despedazados sus hombros
hasta los huesos. Habiéndole hecho sentar sobre una piedra le
pusieron la corona sobre la cabeza, y le presentaron un vaso con hiel
y vinagre; mas Jesús volvió la cabeza sin decir palabra.
43. Después que los
alguaciles extendieron al divino Salvador sobre la cruz, y habiendo
estirado su brazo derecho sobre el brazo derecho de la cruz, lo ataron
fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre su pecho sagrado, otro
le abrió la mano, y el tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso
y largo, y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido dulce y
claro salió del pecho de Jesús y su sangre saltó sobre los brazos
de sus verdugos. Los clavos era muy largos, la cabeza chata y del diámetro
de una moneda mediana, tenían tres esquinas y eran del grueso de un
dedo pulgar a la cabeza: la punta salía detrás de la cruz. Habiendo
clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron que la mano
izquierda no llegaba al agujero que habían abierto; entonces ataron
una cuerda a su brazo izquierdo, y tiraron de él con toda su fuerza,
hasta que la mano llegó al agujero. Esta dislocación violenta de sus
brazos lo atormentó horriblemente, su pecho se levantaba y sus
rodillas se estiraban. Se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le
ataron el brazo para hundir el segundo clavo en la mano izquierda;
otra vez se oían los quejidos del Señor en medio de los martillazos.
Los brazos de Jesús quedaban extendidos horizontalmente, de modo que
no cubrían los brazos de la cruz. La Virgen Santísima sentía todos
los dolores de su Hijo: Estaba cubierta de una palidez mortal y
exhalaba gemidos de su pecho. Los fariseos la llenaban de insultos y
de burlas. Habían clavado a la cruz un pedazo de madera para sostener
los pies de Jesús, a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera
de las manos, y para que los huesos de los pies no se rompieran cuando
los clavaran. Ya se había hecho el clavo que debía traspasar los
pies y una excavación para los talones. El cuerpo de Jesús se
hallaba contraído a causa de la violenta extensión de los brazos.
Los verdugos extendieron también sus rodillas atándolas con cuerdas;
pero como los pies no llegaban al pedazo de madera, puesto para
sostenerlos, unos querían taladrar nuevos agujeros para los clavos de
las manos; otros vomitando imprecaciones contra el Hijo de Dios, decían:
"No quiere estirarse, pero vamos a ayudarle". En seguida
ataron cuerdas a su pierna derecha, y lo tendieron violentamente,
hasta que el pie llegó al pedazo de madera. Fue una dislocación tan
horrible, que se oyó crujir el pecho de Jesús, quien, sumergido en
un mar de dolores, exclamó: "¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!".
Después ataron el pie izquierdo sobre el derecho, y habiéndolo
abierto con una especie de taladro, tomaron un clavo de mayor dimensión
para atravesar sus sagrados pies. Esta operación fue la más dolorosa
de todas. Conté hasta treinta martillazos. Los gemidos de Jesús eran
una continua oración, que contenía ciertos pasajes de los salmos que
se estaban cumpliendo en aquellos momentos. Durante toda su larga Pasión
el divino Redentor no ha cesado de orar. He oído y repetido con Él
estos pasajes, y los recuerdo algunas veces al rezar los salmos; pero
actualmente estoy tan abatida de dolor, que no puedo coordinarlos. El
jefe de la tropa romana había hecho clavar encima de la cruz la
inscripción de Pilatos. Como los romanos se burlaban del título de
Rey de los judíos, algunos fariseos volvieron a la ciudad para pedir
a Pilatos otra inscripción. Eran las doce y cuarto cuando Jesús fue
crucificado, y en el mismo momento en que elevaban la cruz, el templo
resonaba con el ruido de las trompetas que celebraban la inmolación
del cordero pascual.
XXVIII
Exaltación de la Cruz
44. Los verdugos, habiendo
crucificado a Nuestro Señor, alzaron la cruz dejándola caer con todo
su peso en el hueco de una peña con un estremecimiento espantoso. Jesús
dio un grito doloroso, sus heridas se abrieron, su sangre corrió
abundantemente. Los verdugos, para asegurar la cruz, la alzaron
nuevamente, clavando cinco cuñas a su alrededor. Fue un espectáculo
horrible y doloroso el ver, en medio de los gritos e insultos de los
verdugos, la cruz vacilar un instante sobre su base y hundirse
temblando en la tierra; mas también se elevaron hacia ella voces
piadosas y compasivas. Las voces más santas del mundo, las de las
santas mujeres y de todos aquellos que tenían el corazón puro,
saludaron con acento doloroso al Verbo humanado elevado sobre la cruz.
Sus manos vacilantes se elevaron para socorrerlo; pero cuando la cruz
se hundió en el hoyo de la roca con grande estruendo, hubo un momento
de silencio solemne; todo el mundo parecía penetrado de una sensación
nueva y desconocida hasta entonces. El infierno mismo se estremeció
de terror al sentir el golpe de la cruz que se hundió, y redobló sus
esfuerzos contra ella. Las almas encerradas en el limbo lo oyeron con
una alegría llena de esperanza: para ellas era el anuncio del
Triunfador que se acercaba a las puertas de la Redención. La sagrada
cruz se elevaba por primera vez en medio de la tierra, cual otro árbol
de vida en el Paraíso, y de las llagas de Jesús salían cuatro
arroyos sagrados para fertilizar la tierra, y hacer de ella el nuevo
Paraíso. El sitio donde estaba clavada la cruz era más elevado que
el terreno circunvecino; los pies del Salvador bastante bajos para que
sus amigos pudieran besarlos. El rostro del Señor miraba al noroeste.
XXIX
Crucifixión de los ladrones
45. Mientras crucificaban
a Jesús, los dos ladrones estaban tendidos de espaldas a poca
distancia de los guardas que lo vigilaban. Los acusaban de haber
asesinado a una mujer con sus hijos, en el camino de Jerusalén a Jopé.
Habían estado mucho tiempo en la cárcel antes de su condenación. El
ladrón de la izquierda tenía más edad, era un gran criminal, el
maestro y el corruptor del otro; los llamaban ordinariamente Dimas y
Gesmas. Formaban parte de una compañía de ladrones de la frontera de
Egipto, los cuales en años anteriores, habían hospedado una noche a
la Sagrada Familia, en la huida a Egipto. Dimas era aquel niño
leproso, que en aquella ocasión fue lavado en el agua que había
servido de baño al niño Jesús, curando milagrosamente de su
enfermedad. Los cuidados de su madre para con la Sagrada Familia
fueron recompensados con este milagro. Dimas no conocía a Jesús;
pero como su corazón no era malo, se conmovía al ver su paciencia más
que humana. Entretanto los verdugos ya habían plantado la cruz del
Salvador, y se daban prisa para crucificar a los dos ladrones; pues el
sol se oscurecía ya, y en toda la naturaleza había un movimiento
como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos
cruces ya plantadas y clavaron las piezas transversales. Sujetados los
brazos de los ladrones a los de las cruces, les ataron los puños, las
rodillas y los pies, apretando las cuerdas con tal vehemencia que se
dislocaron las coyunturas. Dieron gritos terribles, y el buen ladrón
dijo cuando lo subían: "Si nos hubieseis tratado como al pobre
Galileo, no tendríais el trabajo de levantarnos así en el
aire". Mientras tanto los ejecutores habían hecho partes de los
vestidos de Jesús para repartírselos. No pudiendo saber a quién le
tocaría su túnica inconsútil trajeron una mesa con números,
sacaron unos dados que tenían figura de habas, y la sortearon. Pero
un criado de Nicodemus y de José de Arimatea vino a decirles que
hallarían compradores de los vestidos de Jesús; consintieron en
venderlos y así conservaron los cristianos estos preciosos despojos.
XXX
Jesús crucificado y los dos ladrones
46. Los verdugos, habiendo
plantado las cruces de los ladrones, aplicaron escaleras a la cruz del
Salvador, para cortar las cuerdas que tenían atado su Sagrado Cuerpo.
La sangre, cuya circulación había sido interceptada por la posición
horizontal y compresión de los cordeles, corrió con ímpetu de las
heridas, y fue tal el padecimiento, que Jesús inclinó la cabeza
sobre su pecho y se quedó como muerto durante unos siete minutos.
Entonces hubo un rato de silencio: se oía otra vez el sonido de las
trompetas del templo de Jerusalén. Jesús tenía el pecho ancho, los
brazos robustos; sus manos bellas, y, sin ser delicadas, no se parecían
a las de un hombre que las emplea en penosos trabajos. Su cabeza era
de una hermosa proporción, su frente alta y ancha; su cara formaba un
lindo óvalo; sus cabellos, de un color de cobre oscuro, no eran muy
espesos. Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús había
bastante espacio para que un hombre a caballo pudiese pasar. Los dos
ladrones sobre sus cruces ofrecían un espectáculo muy repugnante y
terrible, especialmente el de la izquierda, que no cesaba de proferir
injurias y blasfemias contra el Hijo de Dios.
XXXI
Primera palabra de Jesús en la Cruz
47. Acabada la crucifixión
de los ladrones, los verdugos se retiraron, y los cien soldados
romanos fueron relevados por otros cincuenta, bajo el mando de
Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de
Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio, y recibió después el
nombre de Longinos. En estos momentos llegaron doce fariseos, doce
saduceos, doce escribas y algunos ancianos, que habían pedido inútilmente
a Pilatos que mudase la inscripción de la cruz, y cuya rabia se había
aumentado por la negativa del gobernador. pasando por delante de Jesús,
menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo: "¡Y bien,
embustero; destruye el templo y levántalo en tres días! - ¡Ha
salvado a otros, y no se puede salvar a sí mismo! - ¡Si eres el Hijo
de Dios, baja de la cruz! – Si es el Rey de Israel, que baje de la
cruz, y creeremos en Él". Los soldados se burlaban también de
Él. Cuando Jesús se desmayó, Gesmas, el ladrón de la izquierda,
dijo: "Su demonio lo ha abandonado". Entonces un soldado
puso en la punta de un palo una esponja con vinagre, y la arrimó a
los labios de Jesús, que pareció probarlo. El soldado le dijo:
"Si eres el Rey de los judíos, sálvate tú mismo". Todo
esto pasó mientras que la primera tropa dejaba el puesto a la de
Abenadar. Jesús levantó un poco la cabeza, y dijo: "¡Padre mío,
perdonadlos, pues no saben lo que hacen!". Gesmas gritó:
"Si tú eres Cristo, sálvate y sálvanos". Dimas, el buen
ladrón, estaba conmovido al ver que Jesús pedía por sus enemigos.
La Santísima Virgen, al oír la voz de su Hijo, se precipitó hacia
la cruz con Juan, Salomé y María Cleofás. El centurión no los
rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la oración
de Jesús, una iluminación interior: reconoció que Jesús y su Madre
le habían curado en su niñez, y dijo en vos distinta y fuerte:
"¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por vosotros? Se ha
callado, ha sufrido paciente todas vuestras afrentas, es un Profeta,
es nuestro Rey, es el Hijo de Dios". Al oír esta reprensión de
la boca de un miserable asesino sobre la cruz, se elevó un gran
tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para tirárselas;
mas el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto la Virgen
se sintió fortificada con la oración de su Hijo, y Dimas dijo a su
compañero, que continuaba injuriándolo: "¿No tienes temor de
Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosostros lo
merecemos justamente, recibimos el castigo de nuestros crímenes; pero
éste no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora, y conviértete".
Estaba iluminado y tocado: confesó sus culpas a Jesús, diciendo:
"Señor, si me condenáis, será con justicia; pero tened
misericordia de mí". Jesús le dijo: "Tú sentirás mi
misericordia". Dimas recibió en este momento la gracia de un
profundo arrepentimiento. Todo lo que acabo de contar sucedió entre
las doce y las doce y media, y pocos minutos después de la Exaltación
de la cruz; pero pronto hubo un gran cambio en el alma de los
espectadores, a causa de la mudanza de la naturaleza.
XXXII
Eclipse de sol – Segunda y tercera palabras de Jesús
48. Cuando Pilatos
pronunció la inicua sentencia, cayó un poco de granizo; después el
Cielo se aclaró hasta las doce, en que vino una niebla colorada que
oscureció el sol: a la sexta hora, según el modo de contar de los
judíos, que corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso
del sol. Yo vi cómo sucedió, mas no encuentro palabras para
expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra: veía
las divisiones del cielo y el camino de los astros, que se cruzaban de
un modo maravilloso; vi la luna a un lado de la tierra, huyendo con
rapidez, como un globo de fuego. En seguida me hallé en Jerusalén, y
vi otra vez la luna aparecer llena y pálida sobre el monte de los
Olivos; vino del Oriente con gran rapidez, y se puso delante del sol
oscurecido con la niebla. Al lado occidental del sol vi un cuerpo
oscuro que parecía una montaña y que lo cubrió enteramente. El
disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro, y estaba rodeado de un
círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho ascua. El
cielo se oscureció, y las estrellas aparecieron despidiendo una luz
ensangrentada. Un terror general se apoderó de los hombres y de los
animales: los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchos se daban
golpes de pecho, diciendo: "¡Que la sangre caiga sobre sus
verdugos!". Otros de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo
perdón, y Jesús, en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia
ellos. Las tinieblas se aumentaban, y la cruz fue abandonada de todos,
excepto de María y de los caros amigos del Salvador. Dimas levantó
la cabeza hacia Jesús, y con una humilde esperanza, le dijo: "¡Señor,
acordaos de mí cuando estéis en vuestro reino!". Jesús le
respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el
Paraíso". María pedía interiormente que Jesús la dejara morir
con Él. El Salvador la miró con una ternura inefable, y volviendo
los ojos hacia Juan, dijo a María: "Mujer, este es tu
hijo". Después dijo a Juan: "Esta es tu Madre". Juan
besó respetuosamente el pie de la cruz del Redentor. La Virgen Santísima
se sintió acabada de dolor, pensando que el momento se acercaba en
que su divino Hijo debía separarse de ella. No sé si Jesús pronunció
expresamente todas estas palabras; pero yo sentí interiormente que
daba a María por Madre a Juan, y a Juan por hijo a María. En tales
visiones se perciben muchas cosas, y con gran claridad que no se
hallan escritas en los Santos Evangelios. Entonces no parece extraño
que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la llame Madre mía, sino
Mujer; porque aparece como la mujer por excelencia, que debe pisar la
cabeza de la serpiente, sobre todo, en este momento en el que se
cumple esta promesa por la muerte de su Hijo. También se comprende
muy claramente que, dándola por Madre a Juan, la da por Madre a todos
los que creen en su nombre y se hacen hijos de Dios. Se comprende
también que la más pura, la más humilde, la más obediente de las
mujeres, que habiendo dicho al ángel: "Ved aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra", se hizo Madre del
Verbo hecho hombre: oyendo la voz de su Hijo moribundo obedece y
consiente en ser la Madre espiritual de otro hijo, repitiendo en su
corazón estas mismas palabras con una humilde obediencia, y adopta
por hijos suyos a todos los hijos de Dios, a todos los hermanos de
Jesucristo. Es más fácil sentir todo esto por la gracia de Dios, que
expresarlo con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me había
dicho una vez el Padre celestial: "Todo está revelado a los
hijos de la Iglesia que creen, que esperan y que aman".
XXXIII
Estado de la ciudad y del templo - Cuarta palabra de Jesús
49. Era poco más o menos
la una y media; fue transportada la ciudad para ver lo que pasaba. La
hallé llena de agitación y de inquietud; las calles estaban
oscurecidas por una niebla espesa; los hombres, tendidos por el suelo
con la cabeza cubierta; unos se daban golpes de pecho, y otros subían
a los tejados, mirando al cielo y se lamentaban. Los animales aullaban
y se escondían; las aves volaban bajo y se caían. Pilatos mandó
venir a su palacio a los judíos más ancianos, y les preguntó qué
significaban aquellas tinieblas; les dijo que él las miraba como un
signo espantoso, que su Dios estaba irritado contra ellos, porque habían
perseguido de muerte al Galileo, que era ciertamente su Profeta y su
Rey; que él se había lavado las manos; que era inocente de esa
muerte; mas ellos persistieron en su endurecimiento, atribuyendo todo
lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural. Sin
embargo, mucha gente se convirtió, y todos aquellos soldados que
presenciaron la prisión de Jesús en el monte de los Olivos, que
entonces cayeron y se levantaron. La multitud se reunía delante de la
casa de Pilatos, y en el mismo sitio en que por la mañana habían
gritado: "¡Que muera! ¡que sea crucificado!", ahora
gritaba: "¡Muera el juez inicuo! ¡que su sangre recaiga sobre
sus verdugos!". El terror y la angustia llegaban a su como en el
templo. Se ocupaban en la inmolación del cordero pascual, cuando de
pronto anocheció. Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en
mantener el orden y la tranquilidad, encendieron todas las lámparas;
pero el desorden aumentaba cada vez más. Yo vi a Anás, aterrorizado,
correr de un rincón a otro para esconderse. Cuando me encaminé para
salir de la ciudad, los enrejados de las ventanas temblaban, y sin
embargo no había tormenta. Entretanto la tranquilidad reinaba
alrededor de la cruz. El Salvador estaba absorto en el sentimiento de
un profundo abandono; se dirigió a su Padre celestial, pidiéndole
con amor por sus enemigos. Sufría todo lo que sufre un hombre
afligido, lleno de angustias, abandonado de toda consolación divina y
humana, cuando la fe, la esperanza y la caridad se hallan privadas de
toda luz y de toda asistencia sensible en el desierto de la tentación,
y solas en medio de un padecimiento infinito. Este dolor no se puede
expresar. Entonces fue cuando Jesús nos alcanzó la fuerza de
resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todas las
afecciones que nos unen a este mundo y a esta vida terrestre se
rompen, y que al mismo tiempo el sentimiento de la otra vida se
oscurece y se apaga: nosotros no podemos salir victoriosos de esta
prueba sino uniendo nuestro abandono a los méritos del suyo sobre la
cruz. Jesús ofreció por nosotros su misericordia, su pobreza, sus
padecimientos y su abandono: por eso el hombre, unido a Él en el seno
de la Iglesia, no debe desesperar en la hora suprema, cuando todo se
oscurece, cuando toda luz y toda consolación desaparecen. Jesús hizo
su testamento delante de Dios, y dio todos sus méritos a la Iglesia y
a los pecadores. No olvidó a nadie; pidió aún por esos herejes que
dicen que Jesús, siendo Dios, no sintió los dolores de su Pasión; y
que no sufrió lo que hubiera padecido un hombre en el mismo caso. En
su dolor nos mostró su abandono con un grito, y permitió a todos los
afligidos que reconocen a Dios por su Padre un quejido filial y de
confianza. A las tres, Jesús gritó en alta voz: "¡Eli, Eli,
lamma sabactani!". Lo que significa: "¡Dios mío! ¡Dios mío!
¿Por qué me has abandonado?". El grito de Nuestro Señor
interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz:
los fariseos se volvieron hacia Él y uno de ellos le dijo:
"Llama a Elías". Otro dijo: "Veremos si Elías vendrá
a socorrerlo". Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo
detenerla. Vino al pie de la cruz con Juan, María, hija de Cleofás,
Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de
treinta hombres de la Judea y de los contornos de Jopé pasaban por
allí para ir a la fiesta, y cuando vieron a Jesús crucificado, y los
signos amenazadores que presentaba la naturaleza, exclamaron llenos de
horror: "¡Mal haya esta ciudad! Si el templo de Dios no
estuviera en ella, merecería que la quemasen por haber tomado sobre sí
tal iniquidad". Estas palabras fueron como un punto de apoyo para
el pueblo, y todos los que tenían los mismos sentimiento se reunían.
Los circunstantes se dividieron en dos partidos: los unos lloraban y
murmuraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones. Sin
embargo, los fariseos ya no ostentaban la misma arrogancia que antes,
y más bien temiendo una insurrección popular, se entendieron con el
centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más
cercana de la ciudad y cortar toda comunicación. Al mismo tiempo
enviaron un expreso a Pilatos y Herodes, para pedir al primero
quinientos hombres, y al segundo sus guardias para impedir una
insurrección. Mientras tanto, el centurión Abenadar mantenía el
orden e impedía los insultos contra Jesús, para no irritar al
pueblo. Poco después de las tres, paulatinamente desaparecieron las
tinieblas. Los enemigos de Jesús recobraron su arrogancia conforma la
luz volvía. Entonces fue cuando dijeron: "¡Llama a Elías!".
XXXIV
Quinta, sexta y séptima palabras. Muerte de Jesús
50. Por la pérdida de
sangre el sagrado cuerpo de Jesús estaba pálido, y sintiendo una sed
abrasadora, dijo: "Tengo sed". Uno de los soldados mojó una
esponja en vinagre, y habiéndola rociado de hiel, la puso en la punta
de su lanza para presentarla a la boca del Señor. De estas palabras
que dijo recuerdo solamente las siguientes: "Cuando mi voz no se
oiga más, la boca de los muertos hablará". Entonces algunos
gritaron: "Blasfema todavía". Mas Abenadar les mandó
estarse quietos. La hora del Señor había llegado: un sudor frío
corrió sus miembros, Juan limpiaba los pies de Jesús con su sudario.
Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la cruz. La Virgen
Santísima de pie entre Jesús y el buen ladrón, miraba el rostro de
su Hijo moribundo. Entonces Jesús dijo: "¡Todo está
consumado!". Después alzó la cabeza y gritó en alta voz:
"Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu". Fue un
grito dulce y fuerte, que penetró el cielo y la tierra: en seguida
inclinó la cabeza, y rindió el espíritu.
Juan y las santas mujeres
cayeron de cara sobre el suelo. El centurión Abenadar tenía los ojos
fijos en la cara ensangrentada de Jesús, sintiendo una emoción muy
profunda. cuando el Señor murió, la tierra tembló, abriéndose el
peñasco entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último
grito del Redentor hizo temblar a todos los que le oyeron. Entonces
fue cuando la gracia iluminó a Abenadar. Su corazón, orgulloso y
duro, se partió como la roca del Calvario; tiró su lanza, se dio
golpes en el pecho gritando con el acento de un hombre nuevo: "¡Bendito
sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; éste
era justo; es verdaderamente el Hijo de Dios!". Muchos soldados,
pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron como él. Abenadar,
convertido del todo, habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no
quería estar más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su
lanza a Casio, el segundo oficial, quien tomó el mando, y habiendo
dirigido algunas palabras a los soldados, se fue en busca de los discípulos
del Señor, que se mantenían ocultos en las grutas de Hinnón. Les
anunció la muerte del Salvador, y se volvió a la ciudad a casa de
Pilatos. Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de Jesús,
muchos soldados hicieron como él: lo mismo hicieron algunos de los
que estaban presentes, y aún algunos fariseos de los que habían
venido últimamente. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes
de pecho y llorando. Otros rasgaron sus vestidos, y se cubrieron con
tierra la cabeza. Era poco más de las tres cuando Jesús rindió el
último suspiro. Los soldados romanos vinieron a guardar la puerta de
la ciudad y a ocupar algunas posiciones para evitar todo movimiento
tumultuoso. Casio y cincuenta soldados se quedaron en el Calvario.
XXXV
Temblor de tierra – Aparición de los muertos en Jerusalén
51. Cuando Jesús expiró,
vi a su alma, rodeada de mucha luz, entrar en la tierra, al pie de la
cruz; muchos ángeles, entre ellos Gabriel, la acompañaron. Estos ángeles
arrojaron de la tierra al abismo una multitud de malos espíritus. Jesús
envió desde el limbo muchas almas a sus cuerpos para que atemorizaran
a los impenitentes y dieran testimonio de Él. En el templo, los príncipes
de los sacerdotes habían continuado el sacrificio, interrumpido por
el espanto que les causaron las tinieblas, y creían triunfar con la
vuelta de la luz; mas de pronto la tierra tembló, el ruido de las
paredes que se caían y del velo del templo que se rasgaba les infundió
un terror espantoso. Se vio de repente aparecer en el santuario al
sumo sacerdote Zacarías, muerto entre el templo y el altar,
pronunciar palabras amenazadoras; habló de la muerte del otro Zacarías,
padre de Juan Bautista, de la de Juan Bautista, y en general de la
muerte de los profetas. Dos hijos del piadoso sumo sacerdote Simón el
Justo se presentaron cerca del gran púlpito, y hablaron igualmente de
la muerte de los profetas y del sacrificio que iba a cesar. Jeremías
se apareció cerca del altar, y proclamó con voz amenazadora el fin
del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones,
habiendo tenido lugar en los sitios en donde sólo los sacerdotes podían
tener conocimiento de ellas, fueron negadas o calladas, y prohibieron
hablar de ellas bajo severísimas penas. Pero pronto se oyó un gran
ruido: las puertas del santuario se abrieron, y una voz gritó:
"Salgamos de aquí". Nicodemus, José de Arimatea y otros
muchos abandonaron el templo. Muertos resucitados se veían asimismo
que andaban por el pueblo. Anás que era uno de los enemigos más acérrimos
de Jesús, estaba así loco de terror: huía de un rincón a otro, en
las piezas más retiradas del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue
en vano: la aparición de los muertos lo había consternado. Dominado
Caifás por el orgullo y la obstinación, aunque sobrecogido por el
terror, no dejó traslucir nada de lo que sentía, oponiendo su férrea
frente a los signos amenazadores de la ira divina. No pudo, a pesar de
sus esfuerzos, hacer continuar la ceremonia. Dijo y mandó decir a los
otros sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido
ocasionados por los secuaces del Galileo, que muchas cosas provenían
de los sortilegios de ese hombre que en su muerte como en su vida había
agitado el reposo del templo. Mientras todo esto pasaba en el templo,
el mismo sobresalto reinaba en muchos sitios de Jerusalén. No sólo
en el Templo hubo apariciones de muertos: también ocurrieron en la
ciudad y sus alrededores. Entraron en las casas de sus descendientes,
y dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían
tomado parte en su muerte. Pálidos o amarillos, su voz dotada de un
sonido extraño e inaudito, iban amortajados según la usanza del
tiempo en que vivían: al llegar a los sitios en donde la sentencia de
muerte de Jesús fue proclamada, se detuvieron un momento, y gritaron:
"¡Gloria a Jesús, y maldición a sus verdugos!". El terror
y el pánico producidos por estas apariciones fue grande: el pueblo se
retiró por fin a sus moradas, siendo muy pocos los que comieron por
la noche el Cordero pascual.
XXXVI
José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús
52. Apenas se restableció
un poco la tranquilidad en la ciudad, el gran consejo de los judíos
pidió a Pilatos que mandara romper las piernas a los crucificados,
para que no estuvieran en la cruz el sábado. Pilatos dio las órdenes
necesarias. En seguida José de Arimatea vino a verle; pues con
Nicodemus habían formado el proyecto de enterrar a Jesús en un
sepulcro nuevo, que había hecho construir a poca distancia del
Calvario. Habló a Pilatos, pidiéndole el cuerpo de Jesús. Pilatos
se extrañó que un hombre tan honorable pidiese con tanta instancia
el permiso de rendir los últimos honores al que había hecho morir
tan ignominiosamente. Hizo llamar al centurión Abenadar, vuelto ya
después de haber conversado con los discípulos, y le preguntó si el
Rey de los judíos había expirado. Abenadar le contó la muerte del
Salvador, sus últimas palabras, el temblor de tierra y la roca
abierta por el terremoto. Pilatos pareció extrañar sólo que Jesús
hubiera muerto tan pronto, porque ordinariamente los crucificados vivían
más tiempo; pero interiormente estaba lleno de angustia y de terror,
por la coincidencia de esas señales con la muerte de Jesús. Quizá
quiso en algo reparar su crueldad dando a José de Arimatea el permiso
de tomar el cuerpo de Jesús. También tuvo la mira de dar un desaire
a los sacerdotes, que hubiesen visto gustosos a Jesús enterrado
ignominiosamente entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para
ejecutar sus órdenes, que fue Abenadar. Le vi asistir al
descendimiento de la cruz.
XXXVII
Abertura del costado de Jesús – Muerte de los ladrones
53. Mientras tanto el
silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo atemorizado
se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María hija de Cleofás,
y Salomé, estaban de pie o sentadas en frente de la cruz, la cabeza
cubierta y llorando. Se notaban algunos soldados recostados sobre el
terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a
otro. El cielo estaba oscuro, y la naturaleza parecía enlutada.
Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras
de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se
acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco, y la
Virgen Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su Hijo.
Aplicaron las escalas a la cruz para asegurarse de que Jesús estaba
muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba frío y rígido lo
dejaron, y subieron a las cruces de los ladrones. Dos alguaciles les
quebraron los brazos por encima y por debajo de los codos con sus
martillos. Gesmas daba gritos horribles, y le pegaron tres golpes
sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas lanzó un gemido, y expiró,
siendo el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. Los
verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús. El modo horrible
como habían fracturado los miembros de los ladrones hacía temblar a
las santas mujeres por el cuerpo del Salvador. Mas el subalterno
Casio, hombre de veinticinco años, cuyos ojos bizcos excitaban la
befa de sus compañeros, tuvo una inspiración súbita. La ferocidad bárbara
de los verdugos, la angustia de las santas mujeres, y el ardor grande
que excitó en él la Divina gracia, le hicieron cumplir una profecía.
Empuñó la lanza, y dirigiendo su caballo hacia la elevación donde
estaba la cruz, se puso entre la del buen ladrón y la de Jesús. Tomó
su lanza con las dos manos, y la clavó con tanta fuerza en el costado
derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco más
abajo del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la herida una
cantidad de sangre y agua que llenó su cara, que fue para él baño
de salvación y de gracia. Se apeó, y de rodillas, en tierra, se dio
golpes de pecho, confesando a Jesús en alta voz. La Virgen Santísima
y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos en Jesús, vieron con
inquietud la acción de ese hombre, y se precipitaron hacia la cruz
dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como
si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras Casio, de
rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se
habían curado y abierto a la luz. Todos estaban conmovidos
profundamente a la vista de la sangre del Salvador, que había caído
en un hoyo de la peña, al pie de la cruz. Casio, María, las santas
mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en frascos, y limpiaron
el suelo con paños. Casio, que había recobrado toda la plenitud de
su vista, estaba en una humilde contemplación. Los soldados,
sorprendidos del milagro que había obrado en él, se hincaron de
rodillas, dándose golpes de pecho, y confesaron a Jesús. Casio,
bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como diácono, y
llevó siempre sangre de Jesús sorbe sí. Esta se había secado, y se
halló en su sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca distancia del
sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una isla cerca de esta
ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido transportado a ella. Los
alguaciles, que mientras tanto habían recibido orden de Pilatos de no
tocar el cuerpo de Jesús, no volvieron.
XXXVIII
El descendimiento
54. El cielo estaba todavía
oscuro y nebuloso cuando José y Nicodemus se fueron al Calvario: allí
se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban
sentadas en frente de la cruz. Casio y muchos soldados, que se habían
convertido, estaban a cierta distancia, tímidos y respetuosos. José
y Nicodemus contaron a la Virgen y a Juan todo lo que habían hecho
para librar a Jesús de una muerte ignominiosa, y cómo habían
obtenido que no rompiesen los huesos al Señor. Entre tanto llegó el
centurión Abenadar, y luego comenzaron la piadosa obra del
descendimiento de la cruz, para embalsamar el sagrado cuerpo del Señor.
Casio se acercó también, y contó a Abenadar la milagrosa curación
de la vista. Todos se sentían muy conmovidos, llenos de tristeza y de
amor. Nicodemus y José pusieron las escaleras detrás de la cruz,
subieron y arrancaron los clavos. En seguida descendieron despacio el
santo Cuerpo, bajando escalón por escalón con las mayores
precauciones. Fue un espectáculo muy tierno; tenían el mismo
cuidado, las mismas precauciones como si hubiesen temido causar algún
dolor a Jesús. Todos los circunstantes tenían los ojos fijos en el
cuerpo del Señor y seguían sus movimientos, levantaban las manos al
cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más profundo dolor.
Todos estaban penetrados de un respeto profundo, hablando sólo en voz
baja para ayudarse unos a otros. Mientras los martillazos se oían,
María, Magdalena y todos los que estaban presentes a la crucifixión,
tenían el corazón partido. El ruido de esos golpes les recordaba los
padecimientos de Jesús; temían oír otra vez el grito penetrante de
sus sufrimientos. Habiendo descendido el santo Cuerpo, lo envolvieron
y lo pusieron en los brazos de su Madre, que se los tendía poseída
de dolor y de amor. Así la Virgen Santísima sostenía por última
vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había
podido dar ninguna prueba de su amor en todo su martirio; contempló
sus heridas, cubrió de ósculos su cara ensangrentada, mientras
Magdalena reposaba la suya sobre sus pies. Después de un rato, Juan,
acercándose a la Virgen, le suplicó que se separase de su Hijo para
que le pudieran embalsamar, porque se acercaba el sábado. María se
despidió de Él en los términos más tiernos. Entonces los hombres
lo tomaron de los brazos de su madre y lo llevaron a un sitio más
bajo que la cumbre del Gólgota, que ofrecía gran comodidad para
hacer el embalsamamiento. Lo hicieron en seguida y envolvieron después
el santo Cuerpo en un gran lienzo blanco. Cuando todos se arrodillaron
para despedirse de Él, se operó delante de sus ojos un gran milagro:
el sagrado cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció representado
sobre el lienzo que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su
celo y su amor, y dejarles un retrato a través de los velos que lo
cubrían. Era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad
creadora, que residía siempre en el cuerpo de Jesús.
XXXIX
Jesús metido en el sepulcro
55. Los hombres pusieron
el sagrado Cuerpo sobre unas parihuelas de cuero, tapadas con un
cobertor oscuro. Nicodemus y José llevaban sobre sus hombros los
palos de delante, y Abenadar y Juan los de atrás. En seguida venían
la Virgen, Magdalena y María Cleofás, después las mujeres que habían
estado sentadas a cierta distancia, Verónica, Juana Chusa, María,
madre de Marcos, Salomé, mujer de Zebedeo; María Salomé, Salomé de
Jerusalén, Susana y Ana, sobrina de San José; Casio y los soldados
cerraban la marcha. Se detuvieron a la entrada del jardín de José,
que abrieron arrancando algunos palos, que sirvieron después de
palancas para llevar a la gruta la piedra que debía tapar el
sepulcro. Cuando llegaron a la peña, levantaron el santo Cuerpo sobre
una tabla larga, cubierta de una sábana. Las santas mujeres se
sentaron en frente de la entrada. Los cuatro hombres introdujeron el
cuerpo del Señor, llenaron de aromas una parte del sepulcro,
extendieron una sábana sobre la cual pusieron el Cuerpo y salieron.
Entonces entró la Virgen, se sentó al lado de la cabeza, y se bajó,
llorando, sobre el cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta,
Magdalena entró y besó, llorando, los pies sagrados de Jesús; pero
habiéndole dicho los hombres que debían cerrar el sepulcro, se volvió
con las otras mujeres. Pusieron la tapa de color oscuro, y cerraron la
puerta. Todos volvieron a la ciudad; José y Nicodemus encontraron en
Jerusalén a Pedro, a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor. Vi
después a la Virgen Santísima y a sus compañeras entrar en el Cenáculo;
Abenadar fue también introducido, y poco a poco la mayor parte de los
Apóstoles y de los discípulos se reunieron en él. Tomaron algún
alimento, y pasaron todavía unos momentos reunidos llorando y
contando lo que habían visto. Los hombres cambiaron de vestido, y los
vi después, debajo de una lámpara, orar.
LX
Los judíos ponen guardia en el sepulcro
56. En la noche del
viernes al sábado vi a Caifás y a los principales judíos
consultarse respecto de las medidas que debían adoptarse, vistos los
prodigios que habían sucedido y la disposición del pueblo. Al salir
de esta deliberación, fueron por la noche a casa de Pilatos, y le
dijeron que como ese seductor había asegurado que resucitaría el
tercer día, era menester guardar el sepulcro tres días; porque si
no, sus discípulos podían llevarse su Cuerpo y esparcir la voz de su
Resurrección. Pilatos, no queriendo mezclarse en ese negocio, les
dijo: "Tenéis una guardia: mandad que guarde el sepulcro como
queráis". Sin embargo, les dio a Casio, que debía observarlo
todo, para hacer una relación exacta de lo que viera. Vi salir de la
ciudad a unos doce, antes de levantarse el sol; los soldados que los
acompañaban no estaban vestidos a la romana, eran soldados del
templo. Llevaban faroles puestos en palos para alumbrarse en la oscura
gruta donde se encontraba el sepulcro. Así que llegaron, se
aseguraron de la presencia del cuerpo de Jesús; después ataron una
cuerda atravesada delante de la puerta del sepulcro, y otra segunda
sobre la piedra gruesa que estaba delante, y lo sellaron todo con un
sello semicircular. Los fariseos volvieron a Jerusalén, y los guardas
se pusieron enfrente de la puerta exterior. Casio no se movió de su
puesto. Había recibido grandes gracias interiores y la inteligencia
de muchos misterios. No acostumbrado a ese estado sobrenatural, estuvo
todo el tiempo como fuera de sí, sin ver los objetos exteriores. Se
transformó en un nuevo hombre, y pasó todo el día haciendo
penitencia y oración. Después de la Resurrección del Señor, dejó
la milicia y se juntó con los discípulos. Fue uno de los primeros
que recibieron el bautismo, después de Pentecostés, junto con otros
soldados convertidos al pie de la Cruz.
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