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ÍNDICE GENERAL
INTRODUCCIÓN
LIBRO I
: SOBRE LAS TRES PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA CRUZ
CAPÍTULO I
Explicación literal de la primera Palabra: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen”
CAPÍTULO II El
primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
primera Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULOIII El
segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
primera Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO IV
Explicación literal de la segunda Palabra: “Amén, yo te aseguro:
hoy estarás conmigo en el Paraíso”
CAPÍTULO V El
primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
segunda Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO VI El
segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
segunda Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO VII El
tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
segunda Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO VIII
Explicación literal de la tercera Palabra: “Ahí tienes a tu hijo;
Ahí tienes a tu madre”
CAPÍTULO IX El
primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
tercera Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO X El
segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
tercera Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO XI El
tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
tercera Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO XII El
cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
tercera Palabra dicha por Cristo.
LIBRO
II : SOBRE LAS CUATRO ÚLTIMAS PALABRAS DICHAS EN LA CRUZ
CAPÍTULO I
Explicación literal de la cuarta Palabra: “Dios mío, Dios mío, por
qué me has abandonado”
CAPÍTULO II El
primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
cuarta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO III El
segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
cuarta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO IV El
tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
cuarta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO V El
cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
cuarta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO VI El
quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
cuarta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO VII
Explicación literal de la quinta Palabra: “Tengo sed”
CAPÍTULO VIII
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
quinta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO IX El
segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
quinta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO X El
tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
quinta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO XI El
cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
quinta Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO XII
Explicación literal de la sexta Palabra: “Todo está cumplido”
CAPÍTULO XIII
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
CAPÍTULO XIV El
segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
sexta palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO XV El
tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
CAPÍTULO XVI El
cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
CAPÍTULO XVII
El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
CAPÍTULO XVIII
El sexto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
CAPÍTULO XIX
Explicación literal de la séptima Palabra: “Padre, en tus manos
encomiendo mi Espíritu”
CAPÍTULO XX El
primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz
CAPÍTULO XXI El
segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
séptima Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO XXII
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
séptima Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO XXIII
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
séptima Palabra dicha por Cristo.
CAPÍTULO XXIV
El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la
séptima Palabra dicha por Cristo.
INTRODUCCIÓN:
Obsérvenme, ahora, por cuarto año, preparándome para la muerte. Habiéndome retirado de los negocios del mundo a un lugar de reposo, me entrego a la meditación de las Sagradas Escrituras, y a escribir los pensamientos que se me ocurren en mis meditaciones, para que si ya no puedo ser de uso por la palabra de boca, o la composición de voluminosas obras, pueda por lo menos ser útil a mis hermanos por medio de estos piadosos librillos. Mientras reflexionaba entonces sobre cuál sería el tema más elegible tanto para prepararme para la muerte como para asistir a otros a vivir bien, se me ocurrió la Muerte de Nuestro Señor, junto con el último sermón que el Redentor del mundo predicó desde la Cruz, como desde un elevado púlpito, a la raza humana. Este sermón consiste de siete cortas pero profundas sentencias, y en estas siete palabras está contenido todo lo que Nuestro Señor manifestó cuando dijo: «Mirad que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los Profetas escribieron sobre el Hijo del Hombre» (1). Todo lo que los Profetas predijeron sobre Cristo puede ser reducido a cuatro títulos: sus sermones a la gente; su oración al Padre; los grandes tormentos que soportó; y las sublimes y admirables obras que realizó. Todo esto fue verificado de manera admirable en la Vida de Cristo, pues Nuestro Señor no podía ser más diligente al predicar al pueblo. Predicaba en el Templo, en las sinagogas, en los campos, en los desiertos, en las casas, más aún, predicaba incluso desde una embarcación a la gente que estaba en la orilla. Era su costumbre pasar noches en oración a Dios, pues así dice el Evangelista: «Y se pasó la noche en la oración de Dios» (2). Sus admirables obras al expulsar demonios, curar enfermos, multiplicar panes, calmar tormentas, han de ser leídas en cada página de los Evangelios (3). Aún así, fueron muchas las injurias que fueron acumuladas sobre Él, como respuesta al bien que había hecho. Consistían éstas no sólo en palabras insolentes, sino también en apedrearlo (4) y despeñarlo (5). En una palabra, todas estas cosas verdaderamente se consumaron en la Cruz. Su prédica desde la Cruz fue tan poderosa que «toda la multitud se volvió golpeándose el pecho» (6), y no sólo los corazones de los hombres, sino incluso las rocas fueron quebrantadas en pedazos. Él oró en la Cruz, como dice el Apóstol, «con poderoso clamor y lágrimas», siendo así «escuchado por su actitud reverente» (7). Sufrió tanto en la Cruz, en comparación con lo que había sufrido el resto de su vida, que el sufrimiento parece pertenecer sólo a su Pasión. Finalmente, nunca obró mayores signos y prodigios que cuando estando en la Cruz parecía reducido a la más grande debilidad y flaqueza. Entonces no sólo manifestó signos del cielo, los cuales los judíos habían pedido hasta el fastidio, sino que un poco después manifestó el más grande de todos los signos.
Pues luego de
estar muerto y enterrado, se levantó de entre los muertos por su
propia fuerza, llamando a su Cuerpo a la vida, incluso a una vida
inmortal. Verdaderamente entonces podremos decir que en la Cruz se
consumó todo lo que estaba escrito por los Profetas en relación al
Hijo del Hombre.
Pero antes de
empezar a escribir sobre las palabras que Nuestro Señor manifestó
desde la Cruz, parece apropiado que deba decir algo de la Cruz
misma, que fue el Púlpito del Predicador, altar del Sacerdote
Víctima, campo del Combatiente, el taller del que obra maravillas.
Los antiguos estaban de acuerdo al decir que la Cruz estaba hecha
de tres trozos de madera: uno vertical, a lo largo del cual era
puesto el cuerpo del crucificado; uno horizontal, al que estaban
sujetas las manos; y el tercero estaba unido a la parte baja de la
cruz, sobre el cual descansaban los pies del acusado, pero sujetos
por medio de clavos para impedir su movimiento. Los antiguos
Padres de la Iglesia concuerdan con esta opinión, como San Justino
(8) y San Ireneo (9). Estos autores, más aún, indican claramente
que cada pie descansaba en la tabla, y no que un pie estaba puesto
encima del otro. Por tanto, se sigue que Cristo fue clavado a la
Cruz con cuatro clavos, y no tres, como muchos imaginan, quienes
en las pinturas representan a Cristo, Nuestro Señor, clavado a la
Cruz con un pie sobre el otro. Gregorio de Tours (10), claramente
dice lo contrario, y confirma su opinión apelando a antiguos
grabados. Yo, por mi parte, he visto en la Librería Real en París
algunos manuscritos muy antiguos de los Evangelios, los cuales
contenían muchos grabados de Cristo Crucificado y todos lo
representaban con cuatro clavos.
San Agustín
(11) y San Gregorio de Niza (12) dicen que el madero vertical de
la Cruz se proyectaba un poco del madero vertical. Parecería que
el Apóstol insinúa lo mismo, pues en su Carta a los Efesios, San
Pablo escribe: «que podáis comprender con todos los santos cuál es
la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (13). Eso es
claramente una descripción de la figura de la Cruz, que tenía
cuatro extremos: anchura en la parte horizontal, longitud en la
parte vertical, altura en aquella parte de la Cruz que sobresalía
y se proyectaba de la parte horizontal, y profundidad en la parte
que estaba enterrada en la tierra. Nuestro Señor no soportó los
tormentos de la Cruz por casualidad, o contra su voluntad, pues Él
había escogido este tipo de muerte desde toda la eternidad, como
enseña San Agustín (14) por el testimonio del Apóstol: «Jesús de
Nazaret, que fue entregado según el determinado designio y previo
conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz
por manos de los impíos» (15). Y así Cristo, desde el principio de
su prédica, dijo a Nicodemo: «Como Moisés levantó la serpiente en
el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para
que todo el que crea tenga por Él vida eterna» (16). Muchas veces
habló a sus Apóstoles sobre su Cruz, alentándolos a imitarlo a Él:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame» (17).
Sólo Nuestro
Señor sabe la razón que lo indujo a escoger este tipo de muerte.
Los santos Padres, sin embargo, han pensado en algunas razones
místicas, y las han dejado para nosotros en sus escritos. San
Ireneo, en su trabajo al que nos hemos ya referido, dice que las
palabras «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» fueron escritas
sobre aquella parte de la Cruz donde ambos brazos se encuentran,
para darnos a entender que las dos naciones, Judíos y Gentiles,
que hasta aquel tiempo se habían rechazado una a la otra, fueron
luego unidas en un solo cuerpo bajo una sola Cabeza: Cristo. San
Gregorio de Niza, en su sermón sobre la Resurrección, dice que la
parte de la Cruz que miraba hacia el cielo manifiesta que el cielo
ha de ser abierto por la Cruz como por una llave; que la parte que
estaba enterrada en la tierra manifiesta que el infierno fue
despojado por Cristo cuando Él descendió ahí; y que los dos brazos
de la Cruz que se estiraban hacia el este y el oeste manifiestan
la regeneración del mundo entero por la Sangre de Cristo. San
Jerónimo, en la Epístola a los Efesios, San Agustín (18), en su
Epístola a Honorato, San Bernardo, en el quinto libro de su obra
«Sobre la Consideración», enseñan que el misterio principal de la
Cruz fue levemente tocado por el Apóstol en las palabras «cuál es
la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (19). El
significado primario de estas palabras apunta a los atributos de
Dios, la altura significa su poder, la profundidad su sabiduría,
la anchura su bondad, la longitud su eternidad. Hacen referencia
también a las virtudes de Cristo en su Pasión: la anchura su
caridad, la longitud su paciencia, la altura su obediencia, la
profundidad su humildad. Significan, más aún, las virtudes que son
necesarias para aquellos que son salvados a través de Cristo. La
profundidad de la Cruz significa la fe, la altura la esperanza, la
anchura la caridad, la longitud la perseverancia. De esto sacamos
que sólo la caridad, la reina de las virtudes, encuentra un sitio
en cualquier lugar, en Dios, en Cristo, y en nosotros. De las
otras virtudes, algunas son propias a Dios, otras a Cristo, y
otras a nosotros. En consecuencia, no es maravilloso que en sus
últimas palabras desde la Cruz, que ahora vamos a explicar, Cristo
diese el primer lugar a palabras de caridad.
Empezaremos por
tanto explicando las primeras tres palabras que fueron dichas por
Cristo a la hora sexta, antes que el sol fuera oscurecido y las
tinieblas cubrieran la tierra. Consideraremos luego este eclipse
del sol, y finalmente llegaremos a la explicación de todas las
demás palabras de Nuestro Señor, que fueron dichas alrededor de la
hora nona (20), cuando la oscuridad estaba desapareciendo y la
Muerte de Cristo estaba a la mano.
LIBRO I : SOBRE LAS TRES
PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA CRUZ
Capítulo I
Explicación literal de la primera
Palabra: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
Cristo Jesús, el Verbo del Padre Eterno, de quien el mismo Padre había dicho «Escuchadle» (21), quien había dicho de sí mismo «Porque uno solo es vuestro Maestro» (22), para realizar la tarea que había asumido, nunca dejó de instruirnos. No solamente durante su vida, sino incluso en los brazos de la muerte, desde el púlpito de la Cruz, nos predicó pocas palabras, pero ardientes de amor, de suma utilidad y eficacia, y en todo sentido dignas de ser grabadas en el corazón de todo cristiano, para ser ahí preservadas, meditadas, y realizadas literalmente y en obra. Su primera palabra es ésta: «Y dijo Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (23). Plegaria que, aun siendo nueva y nunca antes escuchada, quiso el Espíritu Santo que sea predicha por el Profeta Isaías en estas palabras: «e intercedió por los transgresores» (24). Y las peticiones de Nuestro Señor en la Cruz prueban cuán verdaderamente habló el Apóstol San Pablo cuando dijo: «la Caridad no busca su provecho» (25), pues de las siete palabras que habló nuestro Redentor, tres fueron por el bien de los demás, tres por su propio bien, y una fue común tanto para Él como para nosotros. Su atención, sin embargo, fue primero para los demás. Pensó en sí mismo al final.
De las tres primeras palabras que
Él habló, la primera fue para sus enemigos, la segunda para sus
amigos, y la tercera para sus parientes. Ahora bien, la razón por
la cual oró, entonces, es que la primera demanda de la caridad es
socorrer a aquellos que están necesitados, y aquellos que estaban
más necesitados de socorro espiritual eran sus enemigos, y lo que
nosotros, discípulos de tan gran Maestro, necesitamos más es amar
a nuestros enemigos, virtud que sabemos muy difícil de obtener y
que raramente encontramos, mientras que el amor a nuestros amigos
y parientes es fácil y natural, crece con los años y muchas veces
predomina más de lo que debería. Por lo cual escribió el
Evangelista «Y dijo Jesús» (26): donde la palabra «y» manifiesta
el tiempo y la ocasión de esta oración por sus enemigos, y pone en
contraste las palabras del Sufriente y las palabras de los
verdugos, sus obras y las obras de ellos, como si el Evangelista
quisiera explicarse mejor de esta manera: estaban crucificando al
Señor, y en su misma presencia estaban repartiendo su túnica entre
ellos, se burlaban y lo difamaban como embustero y mentiroso,
mientras que Él, viendo lo que estaban haciendo, escuchando lo que
estaban diciendo, y sufriendo los más agudos dolores en sus manos
y pies, devolvió bien por mal, y oró: «Padre, perdónalos».
Lo llama «Padre», no Dios o Señor,
porque quiso que Él ejerciese la benignidad del Padre y no la
severidad de un Juez, y como quiso Él evitar la cólera de Dios,
que sabía provocada por los enormes crímenes, usa el tierno nombre
de Padre. La palabra Padre parece contener en sí misma este
pedido: Yo, Tu Hijo, en medio de todos mis tormentos, los he
perdonado. Haz tú lo mismo, Padre Mío, extiende tu perdón a ellos.
Aunque no lo merecen, perdónalos por Mí, Tu Hijo. Acuérdate
también que eres su Padre, pues los has creado, haciéndolos a tu
imagen y semejanza. Muéstrales por tanto un amor de Padre, pues
aunque son malos, son sin embargo hijos tuyos.
«Perdona». Esta palabra contiene la
petición principal que el Hijo de Dios, como abogado de sus
enemigos, hace a su Padre. La palabra «perdona» puede referirse
tanto al castigo debido al crimen como al crimen mismo. Si está
referido al castigo debido al crimen, fue entonces la oración
escuchada: pues ya que este pecado de los judíos demandaba que su
perpetradores sientan instantánea y merecidamente la ira de Dios,
siendo consumidos por fuego del cielo o ahogados en un segundo
diluvio, o exterminados por el hambre y la espada, aun así, la
aplicación de este castigo fue pospuesta por cuarenta años,
período durante el cual, si el pueblo judío hubiese hecho
penitencia, hubiesen sido salvados y su ciudad preservada, pero
puesto que no hicieron penitencia, Dios mandó contra ellos al
ejército romano que, durante el reino de Vespasiano, destruyó sus
metrópolis, y parte de hambruna durante el sitio, y parte por la
espada durante el saqueo de la ciudad, mató a una gran multitud de
sus habitantes, mientras que los sobrevivientes eran vendidos como
esclavos y dispersados por el mundo.
Todas estas desgracias fueron
predichas por Nuestro Señor en las parábolas del viñador que
contrató obreros para su viña, del rey que hizo una boda para su
hijo, de la higuera estéril, y más claramente, cuando lloró por la
ciudad el Domingo de Ramos. La oración de Nuestro Señor fue
también escuchada si es que hacía referencia al crimen de los
judíos, pues obtuvo para muchos la gracia de la compunción y la
reforma de la vida. Hubieron algunos que «volvieron golpeándose el
pecho» (27). Estuvo el centurión que dijo «verdaderamente éste era
el Hijo de Dios» (28). Y hubo muchos que unas semanas después se
convirtieron por la prédica de los Apóstoles, y confesaron a Aquel
que habían negado, adoraron a Aquel que habían despreciado. Pero
la razón por la cual la gracia de la conversión no fue otorgada a
todos es que la voluntad de Cristo se conforma a la sabiduría y la
voluntad de Dios, que San Lucas manifiesta cuando nos dice en los
Hechos de los Apóstoles: «Y creyeron cuantos estaban destinados a
una vida eterna» (29).
«[Perdona]Los». Esta palabra es
aplicada a todos por cuyo perdón Cristo oró. En primer lugar es
aplicada a aquellos que realmente clavaron a Cristo en la Cruz, y
jugaron a la suerte sus vestiduras. Puede ser también extendida a
todos los que fueron causa de la Pasión de Nuestro Señor: a Pilato
que pronunció la sentencia; a las personas que gritaron
«crucifícalo, crucifícalo» (30); a los sumos sacerdotes y escribas
que falsamente lo acusaron, y, para ir más lejos, al primer hombre
y a toda su descendencia que por sus pecados ocasionaron la muerte
de Cristo. Y así, desde su Cruz, Nuestro Señor oró por el perdón
de todos sus enemigos. Cada uno, sin embargo, se reconocerá a sí
mismo entre los enemigos de Cristo, de acuerdo a las palabras del
Apóstol: «Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por
la muerte de su Hijo» (31). Por tanto, nuestro Sumo Sacerdote,
Cristo, hizo una conmemoración para todos nosotros, incluso antes
de nuestro nacimiento, en aquel sacratísimo «Memento», si puedo
así decirlo, que Él hizo en el primer Sacrificio de la Misa que
celebró en el altar de la Cruz. ¿Qué retribución, oh alma mía,
harás al Señor por todo lo que ha hecho por ti, aún antes de que
seas? Nuestro amado Señor vio que tú también algún día estarías en
las filas con sus enemigos, y aunque no lo pediste, ni lo
buscaste, Él oró por ti a su Padre, para que no cargue sobre ti la
falta cometida por ignorancia. ¿No te importa por tanto tener en
cuenta a tan dulce Patrón, y hacer todo esfuerzo por servirle
fielmente en todo? ¿No es justo que con tal ejemplo delante tuyo
aprendas no sólo a perdonar a tus enemigos con facilidad, y orar
por ellos, sino incluso a atraer a cuantos puedas para hacer lo
mismo? Es justo, y esto deseo y tengo el propósito de hacer, con
la condición de que Aquel que me ha dado tan brillante ejemplo me
dé también en su bondad la ayuda suficiente para realizar tan
grande obra.
Pues no saben lo que hacen. Para
que su oración sea razonable, Cristo se disminuye, o más aún da la
excusa que pueda por los pecados de sus enemigos. Él ciertamente
no podía excusar la injusticia de Pilato, o la crueldad de los
soldados, o la ingratitud de la gente, o el falso testimonio de
aquellos que perjuraron. Entonces no quedó para Él más que excusar
su falta alegando ignorancia. Pues con verdad el Apóstol observa:
«pues de haberla conocido, no hubieran crucificado al Señor de la
Gloria» (32). Ni Pilato, ni los sumos sacerdotes, ni el pueblo
sabían que Cristo era el Señor de la Gloria. Aun así, Pilato lo
sabía un hombre justo y santo, que había sido entregado por la
envidia de los sumos sacerdotes, y los sumos sacerdotes sabían que
Él era el Cristo prometido, como enseña Santo Tomás, porque no
podían -ni lo hicieron- negar que había obrado muchos de los
milagros que los profetas habían predicho que el Mesías obraría.
En fin, la gente sabía que Cristo había sido condenado
injustamente, pues Pilato públicamente les había dicho: «No
encuentro en este hombre culpa alguna» (33), e «Inocente soy de la
sangre de este hombre justo» (34).
Pero aunque los judíos, tanto el
pueblo como los sacerdotes, no sabían el hecho de que Cristo era
Señor de la Gloria, aun así, no habrían permanecido en este estado
de ignorancia si su malicia no los hubiera cegado. De acuerdo a
las palabras de San Juan: «Aunque había realizado tan grandes
señales delante de ellos, no creían en Él, porque había dicho
Isaías: Ha cegado sus ojos, ha endurecido su corazón, para que no
vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni se conviertan,
ni yo los sane» (35). La ceguera no es excusa para un hombre
ciego, porque es voluntaria, acompañando, no precediendo, el mal
que hace. De la misma manera, aquellos que pecan en la malicia de
sus corazones siempre pueden alegar ignorancia, lo que no es sin
embargo una excusa para su pecado pues no lo precede sino que lo
acompaña. Por lo que el Hombre Sabio dice: «Yerran los que obran
iniquidad» (36). El filósofo de igual modo proclama con verdad que
todo el que hace mal es ignorante de lo que hace, y por
consiguiente se puede decir de los pecadores en general: «No saben
lo que hacen». Pues nadie puede desear aquello que es malo en base
a su maldad, porque la voluntad del hombre no tiende hacia el mal
tanto como hacia el bien, sino sólo a lo que es bueno, y por esta
razón aquellos que eligen lo que es malo lo hacen porque el objeto
les es presentado bajo apariencia de bien, y así puede entonces
ser elegido. Esto es resultado del desasosiego de la parte
inferior del alma que ciega la razón y la hace incapaz de
distinguir nada sino lo que es bueno en el objeto que busca. Así,
el hombre que comete adulterio o es culpable de robo realiza estos
crímenes porque mira sólo el placer o la ganancia que puede
obtener, y no lo haría si sus pasiones no lo cegaran hasta lo la
vergonzosa infamia de lo primero y la injusticia de lo segundo.
Por tanto, un pecador es similar a un hombre que desea lanzarse a
un río desde un lugar elevado. Primero cierra sus ojos y luego se
lanza de cabeza, así aquel que hace un acto de maldad odia la luz,
y obra bajo una voluntaria ignorancia que no lo exculpa, porque es
voluntaria. Pero si una voluntaria ignorancia no exculpa al
pecador, ¿por qué entonces Nuestro Señor oró: «Perdónalos porque
no saben lo que hacen»? A esto respondo que la interpretación más
directa a ser hecha de las palabras de Nuestro Señor es que fueron
dichas para sus verdugos, que probablemente ignoraban
completamente no sólo la Divinidad del Señor, sino incluso su
inocencia, y simplemente realizaron la labor del verdugo. Para
aquellos, por tanto, dijo en verdad el Señor: «Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen».
Una vez más, si la oración de
Nuestro Señor ha de ser interpretada como aplicable a nosotros
mismos, que no habíamos aún nacido, o a aquella multitud de
pecadores que eran sus contemporáneos, pero que no tenían
conocimiento de lo que estaba sucediendo en Jerusalén, entonces
dijo con mucha verdad el Señor: «No saben lo que hacen».
Finalmente, si Él se dirigió al Padre en nombre de todos los que
estaban presentes, y sabían que Cristo era el Mesías y un hombre
inocente, entonces debemos confesar la caridad de Cristo que es
tal que desea paliar lo más posible el pecado de sus enemigos. Si
la ignorancia no puede justificar una falta, puede sin embargo
servir como excusa parcial, y el deicidio de los judíos habría
tenido un carácter más atroz de haber conocido la naturaleza de su
Víctima. Aunque Nuestro Señor era consciente de que esto no era
una excusa sino más bien una sombra de excusa, la presentó con
insistencia, en realidad, para mostrarnos cuánta bondad siente
hacia el pecador, y con cuánto deseo hubiese Él usado una mejor
defensa, incluso para Caifás y Pilato, si una mejor y más
razonable apología se hubiese presentado.
Capítulo II
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Habiendo dado el significado literal de la primera palabra dicha por Nuestro Señor en la Cruz, nuestra próxima tarea será esforzarnos por recoger algunos de sus frutos más preferibles y ventajosos. Lo que más nos impacta en la primera parte del sermón de Cristo en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más brillante que el que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió San Pablo a los Efesios: «Y conocer la caridad de Cristo que excede todo conocimiento» (37). Pues en este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz cómo la caridad de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más allá de la capacidad de nuestro limitado intelecto. Pues cuando sufrimos cualquier dolor fuerte, como por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de cabeza, o un dolor en los ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro cuerpo, nuestra mente está tan atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces no estamos de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar con el trabajo. Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, usó su diadema de espinas, como está claramente manifestado en las escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano entre los Padres Latinos, en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre los Padres griegos, en su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no podía ni mover su cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor adicional. Toscos clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que desgarraban su carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo estaba desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir, expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso las heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía. Todas estas cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente sobrepasando nuestro entendimiento, Él no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo, sino que solícito sólo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir la pena de sus crímenes, clamó fuertemente a su Padre: «Padre, perdónalos». ¿Qué hubiese hecho Él si estos infelices fuesen las víctimas de una persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y no sus enemigos, sus traidores y parricidas? Verdaderamente, ¡Oh benignísimo Jesús! Tu caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio de tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de tu paciencia, y aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos, como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo que Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al cuidado de Tu Padre Todopoderoso, para que Él los cure y los haga enteros. Este es el efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con todos los hombres, considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos que odian la paz.
Esto es lo que es cantado en el
Cántico del amor sobre la virtud de la perfecta caridad: «Grandes
aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo» (38). Las
grandes aguas son los muchos sufrimientos que nuestras miserias
espirituales, como tormentas del infierno, cargan sobre Cristo a
través de los Judíos y los Gentiles, quienes representaban las
pasiones oscuras de nuestro corazón. Aún así, esta inundación de
aguas, es decir de dolores, no puede extinguir el fuego de la
caridad que ardió en el pecho de Cristo. Por eso, la caridad de
Cristo fue más grande que este desborde de grandes aguas, y
resplandeció brillantemente en su oración: «Padre, perdónalos». Y
no sólo fueron estas grandes aguas incapaces de extinguir la
caridad de Cristo, sino que ni siquiera luego de años pudieron las
tormentas de la persecución sobrepasar la caridad de los miembros
de Cristo. Así, la caridad de Cristo, que poseyó el corazón de San
Esteban, no podía ser aplastada por las piedras con las cuales fue
martirizado. Estaba viva entonces, y él oró: «Señor, no les tengas
en cuenta este pecado» (39). En fin, la perfecta e invencible
caridad de Cristo que ha sido propagada en los corazones de
mártires y confesores, ha combatido tan tercamente los ataques de
perseguidores, visibles e invisibles, que puede decirse con verdad
incluso hasta el fin del mundo, que un mar de sufrimiento no podrá
extinguir la llama de la caridad.
Pero de la consideración de la
Humanidad de Cristo ascendamos a la consideración de Su Divinidad.
Grande fue la caridad de Cristo como hombre hacia sus verdugos,
pero mayor fue la caridad de Cristo como Dios, y del Padre, y del
Espíritu Santo, en el día último, hacia toda la humanidad, que
había sido culpable de actos de enemistad hacia su Creador, y, de
haber sido capaces, lo hubiesen expulsado del cielo, clavado a una
cruz, y asesinado. ¿Quién puede concebir la caridad que Dios tiene
hacia tan ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardó a los
ángeles cuando pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin
embargo con frecuencia soporta pacientemente al hombre pecador, a
blasfemos, y a aquellos que se enrolan bajo el estandarte del
demonio, Su enemigo, y no sólo los soporta, sino que también los
alimenta y cría, incluso hasta los alienta y sostiene, pues «en Él
vivimos, nos movemos y existimos» (40), como dice el Apóstol. Ni
tampoco preserva solo al justo y bueno, sino igualmente al hombre
ingrato y malvado, como Nuestro Señor nos dice en el Evangelio de
San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Señor meramente alimenta y
cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que frecuentemente
acumula sus favores sobre ellos, dándoles talentos, haciéndolos
honorables, y los eleva a tronos temporales, mientras que Él
aguarda pacientemente su regreso de la senda de la iniquidad y
perdición.
Y para sobrepasar varias de las
características de la caridad que Dios siente hacia los hombres
malvados, los enemigos de su Divina Majestad, cada uno de los
cuales requeriría un volumen si tratáramos singularmente con cada
uno, nos limitaremos ahora a aquella singular bondad de Cristo de
la que estamos tratando. ¿«Pues amó Dios tanto al mundo que dio su
único hijo»? (41). El mundo es el enemigo de Dios, pues «el mundo
entero yace en poder del maligno» (42), como nos dice San Juan. Y
«si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (43),
como vuelve a decir en otro lugar. Santiago escribe: «Cualquiera,
pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de
Dios» y «la amistad con el mundo es enemistad con Dios» (44).
Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo
con la intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha
enviado a su Hijo, «Príncipe de la Paz» (45), para que por medio
suyo el mundo pueda ser reconciliado con Dios. Por eso al nacer
Cristo los ángeles cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la
tierra paz» (46). Así ha amado Dios al mundo, su enemigo, y ha
tomado el primer paso hacia la paz, dando a su Hijo, quien puede
traer la reconciliación sufriendo la pena debida a su enemigo. El
mundo no recibió a Cristo, incrementó su culpa, se rebeló frente
al único Mediador, y Dios inspiró a este Mediador devolver bien
por mal orando por sus perseguidores. Oró y «fue escuchado por su
reverencia» (47). Dios esperó pacientemente qué progreso harían
los Apóstoles por su prédica en la conversión del mundo. Aquellos
que hicieron penitencia recibieron el perdón. Aquellos que no se
arrepintieron luego de tan paciente tolerancia fueron exterminados
por el juicio final de Dios. Por tanto, de esta primera palabra de
Cristo aprendemos en verdad que la caridad de Dios Padre, que
«tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que
crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna» (48), sobrepasa
todo conocimiento.
Capítulo III
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Si los hombres aprendiesen a perdonar las injurias que reciben sin murmurar, y así forzar a sus enemigos a convertirse en sus amigos, aprenderíamos una segunda y muy saludable lección al meditar la primera palabra. El ejemplo de Cristo y la Santísima Trinidad han de ser un poderoso argumento para persuadirnos en esto. Pues si Cristo perdonó y oró por sus verdugos, ¿qué razón puede ser alegada para que un cristiano no actúe de igual modo con sus enemigos? Si Dios, nuestro Creador, el Señor y Juez de todos los hombres, quien tiene en su poder el tomar venganza inmediata sobre el pecador, espera su regreso al arrepentimiento, y lo invita a la paz y la reconciliación con la promesa de perdonar sus traiciones a la Divina Majestad, ¿por qué una creatura no podría imitar esta conducta, especialmente si recordamos que el perdón de una ofensa obtiene una gran recompensa? Leemos en la historia de San Engelberto, Arzobispo de Colonia, asesinado por algunos enemigos que lo estaban esperando, que en el momento de su muerte oró por ellos con las palabras de Nuestro Señor, «Padre, perdónalos», y fue revelado que esta acción fue tan agradable a Dios, que su alma fue llevada al cielo por manos de los ángeles, y puesta en medio del coro de los mártires, donde recibió la corona y la palma del martirio, y su tumba fue hecha famosa por el obrar de muchos milagros.
Oh, si los cristianos aprendiesen
cuán fácilmente pueden, si quieren, adquirir tesoros inagotables,
y obtener notables grados de honor y gloria al ganar el señorío
sobre las varias agitaciones de sus almas, y despreciando
magnánimamente los pequeños y triviales insultos, ciertamente no
serían tan duros de corazón y obstinadamente en contra del indulto
y el perdón. Argumentan que actuarían en contra de la naturaleza
si se permitiesen ser injustamente rechazados con desprecio o
ultrajados de obra o palabra. Si los animales salvajes, que
meramente siguen el instinto natural, atacan salvajemente a sus
enemigos en el momento que los ven, matándolos con sus garras o
dientes, así nosotros, a la vista de nuestro enemigo, sentimos que
nuestra sangre empieza a hervir, y nuestro deseo de venganza
aflora. Tal razonamiento es falso. No hace la distinción entre la
defensa propia, que es válida, y el espíritu de venganza, que es
inválido.
Nadie puede hallar falta en un
hombre que se defiende por una causa justa, y la naturaleza nos
enseña rechazar la fuerza con la fuerza, pero no nos enseña a
tomar venganza nosotros mismos por una injuria que hayamos
recibido.
Nadie nos impide tomar las
precauciones necesarias para prepararnos para un ataque, pero la
ley de Dios nos prohibe ser vengativos. El castigar una injusticia
pertenece no al individuo privado, sino al magistrado público, y
porque Dios es el Rey de reyes, por eso Él clama y dice: «Mía es
la venganza, yo daré el pago merecido» (49).
En cuanto al argumento de que un
animal es arrastrado por su propia naturaleza para atacar al
animal que es enemigo de su especie, respondo que esto es el
resultado de ser animales irracionales, que no pueden distinguir
entre la naturaleza y lo que es vicioso en la naturaleza. Pero los
hombres, dotados de razón, han de trazar una línea entre la
naturaleza o la persona que ha sido creadas por Dios y es buena, y
el vicio o el pecado que es malo y no procede de Dios. De la misma
manera, cuando un hombre ha sido insultado, él ha de amar a la
persona de su enemigo y odiar el insulto, y debe más aún
compadecerse de él que molestarse con él, así como un doctor ama a
sus pacientes y prescribe para ellos con el necesario cuidado,
pero odia la enfermedad y lucha con todos los recursos a sus
disposición para alejarla, destruirla y hacerla inofensiva. Y esto
es lo que el Maestro y Doctor de nuestras almas, Cristo nuestro
Señor, enseña cuando dice: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a
aquellos que os odian, y rogad por los que os persiguen y
calumnian» (50). Cristo nuestro Maestro no es como los Escribas y
Fariseos que se sentaban en la silla de Moisés y enseñaban, pero
no llevaban su enseñanza a la práctica. Cuando ascendió al púlpito
de la Cruz, Él practicó lo que enseñó, al orar por los enemigos
que amaba: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Ahora, la razón por la que la vista de un enemigo hace que en
algunas personas la sangre hierva en las mismas venas es esta: que
son animales que no han aprendido a tener las mociones de la parte
inferior del alma, común tanto a la raza humana como a la creación
salvaje, bajo el dominio de la razón, mientras que los hombres
espirituales no son sujetos a estos movimientos de la carne, pero
saben como mantenerlas controlados, no se molestan con aquellos
que los han injuriado, sino que, por el contrario, se compadecen,
y al mostrarles actos de bondad se esfuerzan por llevarlos a la
paz y unidad.
Se objeta que esto es una prueba
demasiado difícil y severa para hombres de noble nacimiento, que
han de ser diligentes por su honor. No es así sin embargo. La
tarea es fácil, pues, como atestigua el Evangelista; «el yugo» de
Cristo, que ha dado esta ley para la guía de sus seguidores, «es
suave, y su carga ligera» (51); y sus «mandamientos no son
pesados» (52), como afirma San Juan. Y si parecen difíciles y
severos, parecen así por el poco o nada amor que tenemos por Dios,
pues nada es difícil para aquel que ama, de acuerdo a lo dicho por
el Apóstol: «la caridad es paciente, es servicial, todo lo excusa,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (53). Ni es Cristo
el único que ha amado a sus enemigos, aunque en la perfección con
la que practicó la virtud ha sobrepasado a todos los demás, pues
al Santo Patriarca José amó con amor especial a sus hermanos que
lo habían vendido a la esclavitud. Y en la Sagrada Escritura
leemos cómo David con mucha paciencia sobrellevó las persecuciones
de su enemigo Saúl, quien por largo tiempo buscó su muerte, y
cuando estuvo en las manos de David quitarle la vida a Saúl, no lo
mató. Y bajo la ley de la gracia el proto-mártir, San Esteban,
imitó el ejemplo de Cristo al hacer esta oración mientras era
apedreado a muerte: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado»
(54). Y Santiago Apóstol, Obispo de Jerusalén, que fue arrojado de
cabeza desde la cornisa del Templo, clamó al cielo en el momento
de su muerte: «Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y
San Pablo escribe de sí mismo y de sus compañeros apóstoles: «Nos
insultan y bendecimos, nos persiguen y lo soportamos, nos difaman
y respondemos con bondad» (55). En fin, muchos mártires e
innumerables otros, luego del ejemplo de Cristo, no han encontrado
ninguna dificultad en cumplir este mandamiento. Pero pueden haber
algunos que continuaran argumentando: no niego que debemos
perdonar a nuestros enemigos, pero escogeré el tiempo que desee
para hacerlo, cuando en realidad haya casi olvidado la injusticia
que me ha sido hecha, y me haya calmado luego de haber pasado el
primer arrebato de indignación. Pero cuáles serán los pensamientos
de estas personas si durante este tiempo fuesen llamado a dar su
cuenta final, y fuesen encontrados sin el traje de la caridad, y
fuesen preguntados: «¿Cómo has entrado aquí sin traje de boda?»
(56). No estarían acaso aturdidos de asombro mientras Nuestro
Señor pronuncia la sentencia sobre ellos: «Atadle de pies y manos,
y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el
rechinar de dientes» (57). Actúa mejor con prudencia ahora, e
imita la conducta de Cristo, quien oró a su Padre «Padre,
perdónalos» en el momento cuando era objeto de sus burlas, cuando
la sangre le chorreaba gota a gota de sus manos y pies, y su
cuerpo entero era presa de dolorosas torturas. El es el verdadero
y único Maestro, a cuya voz todos deben escuchar quienes no serán
guiados al error: a Él se refirió el Padre Eterno cuando una voz
fue escuchada del cielo diciendo: «Escuchadle» (58). En Él están
«todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» de Dios
(59). Si pudieras preguntar la opinión de Salomón en cualquier
punto, podrías con seguridad haber seguido su consejo, pero «aquí
hay algo más que Salomón» (60).
Aún sigo escuchando más objeciones.
Si decidimos devolver bien por mal, la bondad por el insulto, una
bendición por una maldición, los malvados se harán insolentes, los
canallas se harán más aplomados, los justo serán oprimidos, y la
virtud será pisoteada bajo sus pies. Este resultado no se dará,
pues a menudo, como dice el Hombre Sabio, «Una respuesta suave
calma el furor» (61). Además, la paciencia de un hombre justo no
pocas veces llena de admiración a su opresor, y lo persuade de
ofrecer la mano de la amistad. Más aún, olvidamos que el Estado
nombra magistrados, reyes y príncipes, cuyo deber es hacer que los
malvados sientan la severidad de la ley, y proveer medios para que
los hombres honestos vivan una vida tranquila y pacífica. Y si en
algunos casos la justicia humana es tardía, la Providencia de
Dios, que nunca permite que un acto malévolo pase sin castigo o un
acto bueno sin recompensa, está continuamente observándonos, y
está cuidando de una manera imprevista que las ocurrencias con las
cuales los malvados creen que los aplastarán, conducirá a la
exaltación y el honor de los virtuosos. Por lo menos así lo dice
San León: «Has estado furioso, oh perseguidor de la Iglesia de
Dios, has estado furioso con el mártir, y has aumentado su gloria
al incrementar su dolor. Pues ¿qué ha ideado tu ingenuidad que se
haya vuelto para su honor, cuando incluso los mismo instrumentos
de su tortura han sido tomados en triunfo?». Lo mismo debe ser
dicho de todos los mártires, así como los santos de la antigua
ley. ¿Pues qué trajo más renombre y gloria al patriarca José que
la persecución de sus hermanos? El haberlo vendido por envidia a
los ismaelitas fue la ocasión de que se convirtiera en señor de
todo Egipto y príncipe de todos sus hermanos.
Pero omitiendo estas
consideraciones, pasaremos revista a los muchos y grandes
inconveniencias que sufren aquellos hombres que, para escapar
meramente de una sombra de deshonra frente a los hombres, están
obstinadamente determinados a tomar su venganza sobre aquellos que
les han hecho cualquier mal. En primer lugar, hacen la parte de
tontos al preferir un mayor mal que uno menor. Pues es un
principio aceptado en todo lugar, y declarado a nosotros por el
Apóstol en estas palabras: «no hagamos el mal para que venga el
bien» (62). Se sigue que en consecuencia un mayor mal no ha de ser
cometido para poder obtener alguna compensación por uno menor.
Aquel que recibe la injuria recibe lo que es llamado el mal de la
injuria: aquel que se venga de una injuria es culpable de lo que
es llamado el mal del crimen. Ahora bien, sin duda, la desgracia
de cometer un crimen es mayor que la desgracia de tener que
soportar la injuria, pues aunque la ofensa puede hacer a un hombre
miserable, no necesariamente lo hace malo. Un crimen, sin embargo,
lo hace tanto miserable y malvado. La injuria priva al hombre del
bien temporal, un crimen lo priva tanto del bien temporal y
eterno. Así, un hombre que remedia el mal de una injuria
cometiendo un crimen es como un hombre que se corta una parte de
sus pies para que le entren un par de zapatos más pequeños, lo
cual sería un completo acto de locura. Nadie es culpable de tal
insensatez en sus preocupaciones temporales, pero sin embargo hay
algunos hombres tan ciegos a sus intereses reales que no temen
ofender mortalmente a Dios para poder escapar aquello que tiene la
apariencia de desgracia, y mantienen un honorable semblante a los
ojos de los hombres. Pues ellos caen bajo el desagrado y la ira de
Dios, y a menos que se corrijan a tiempo y hagan penitencia,
tendrán que soportar la desgracia y el tormento eternos, y
perderán el interminable honor de ser ciudadanos del cielo.
Añádase a esto que realizan un acto de lo más agradable para el
diablo y sus ángeles, que urgen a este hombre a hacer una cosa
injusta a aquel hombre con el propósito de sembrar la discordia y
la enemistad en el mundo. Y cada uno debe reflexionar con calma
cuán desgraciado es agradar al enemigo más fiero de la raza
humana, y desagradar a Cristo. Además, ocasionalmente sucede que
el hombre injuriado que anhela venganza hiere mortalmente a su
enemigo y lo mata, por lo que es ignominiosamente ejecutado por
asesinato, y toda su propiedad es confiscada por el Estado, o por
lo menos es forzado al exilio, y tanto él como su familia viven
una miserable existencia. Así es como el diablo juega y se burla
de aquellos que escogen aprisionarse con las ataduras del falso
honor, más que hacerse siervos y amigos de Cristo, el mejor de los
Reyes, y ser reconocidos como herederos del reino más vasto y más
durable. Por lo tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del
mandamiento de Cristo, se niega a reconciliarse con sus enemigos,
se expone al desastre total, todos los que son sabios escucharán
la doctrina que Cristo, el Señor de todo, nos ha enseñado en el
Evangelio con sus palabras, y en la Cruz con sus obras.
Capítulo IV
Explicación literal de la segunda Palabra: «Amén, yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» La segunda palabra o la segunda frase pronunciada por Cristo en la Cruz fue, según el testimonio de San Lucas, la magnífica promesa que hizo al ladrón que pendía de una Cruz a su lado. La promesa fue hecha en las siguientes circunstancias. Dos ladrones habían sido crucificados junto con el Señor, uno a su mano derecha, el otro a su izquierda, y uno de ellos sumó a sus crímenes del pasado el pecado de blasfemar a Cristo y burlarse de Él por su carencia de poder para salvarlos, diciendo: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» (63). De hecho, San Mateo y San Marcos acusan a ambos ladrones de este pecado, pero es lo más probable que los dos Evangelistas usen el plural para referirse al número singular, según se hace frecuentemente en las Sagradas Escrituras, como observa San Agustín en su trabajo sobre la Armonía de los Evangelios. Así San Pablo, en su Epístola a los Hebreos, dice de los Profetas: «cerraron la boca a los leones ... apedreados ..., aserrados ...; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de cabras» (64). Sin embargo hubo un solo Profeta, Daniel, que cerró la boca a los leones; hubo un solo Profeta, Jeremías, que fue apedreado; hubo un sólo Profeta, Isaías, que fue aserrado. Más aún, ni San Mateo ni San Marcos son tan explícitos con respecto a este punto como San Lucas, que dice de manera muy clara, «Uno de los malhechores colgados le insultaba» (65). Ahora bien, incluso concediendo que los dos vituperaron al Señor, no hay razón para que el mismo hombre no lo haya maldecido en un momento, y en otro haya proclamado sus alabanzas.
Sin embargo, la opinión de los que
mantienen que uno de los ladrones blasfemadores se convirtió por
la oración del Señor, «Padre, perdónales, porque no saben lo que
hacen», contradice manifiestamente la narración evangélica. Pues
San Lucas dice que el ladrón recién empezó a blasfemar a Cristo
luego de que Él hiciera esta oración; por ello nos vemos
conducidos a adoptar la opinión de San Agustín y de San Ambrosio,
que dicen que sólo uno de los ladrones lo vituperó, mientras el
otro lo glorificó y defendió; y según esta narración el buen
ladrón increpó al blasfemador: «¿Es que no temes a Dios, tú que
sufres la misma condena?» (66). El ladrón fue feliz por su
solidaridad con Cristo en la Cruz. Los rayos de la luz Divina que
empezaban a penetrar la oscuridad de su alma, lo llevaron a
increpar al compañero de su maldad y a convertirlo a una vida
mejor; y este es el sentido pleno de su increpación: «Tú, pues,
quieres imitar la blasfemia de los judíos, que no han aprendido
aún a temer los juicios de Dios, sino que se ufanan de la victoria
que creen haber alcanzado al clavar a Cristo a una cruz. Se
consideran libres y seguros y no tienen aprensión alguna del
castigo. ¿Pero acaso tú, que estás siendo crucificado por tus
enormidades, no temes la justicia vengadora de Dios? ¿Por qué
añades tú pecado a pecado?». Luego, procediendo de virtud a
virtud, y ayudado por la creciente gracia de Dios, confiesa sus
pecados y proclama que Cristo es inocente. «Y nosotros» dice,
somos condenados «con razón» a la muerte de cruz, «porque nos lo
hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha
hecho» (67). Finalmente, creciendo aún la luz de la gracia en su
alma, añade: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»
(68). Fue admirable, pues, la gracia del Espíritu Santo que fue
derramada en el corazón del buen ladrón. El Apóstol Pedro negó a
su Maestro, el ladrón lo confesó, cuando Él estaba clavado en su
Cruz. Los discípulos yendo a Emaús dijeron, «Nosotros esperábamos
que sería él el que iba a librar a Israel» (69). El ladrón pide
con confianza, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». El
Apóstol Santo Tomás declara que no creerá en la Resurrección hasta
que haya visto a Cristo; el ladrón, contemplando a Cristo a quien
vio sujeto a un patíbulo, nunca duda de que Él será Rey después de
su muerte.
¿Quién ha instruido al ladrón en
misterios tan profundos? Llama Señor a ese hombre a quien percibe
desnudo, herido, en desgracia, insultado, despreciado, y pendiendo
en una Cruz a su lado: dice que después de su muerte Él vendrá a
su reino. De lo cual podemos aprender que el ladrón no se figuró
el reino de Cristo como temporal, como lo imaginaron ser los
judíos, sino que después de su muerte Él sería Rey para siempre en
el cielo. ¿Quién ha sido su instructor en secretos tan sagrados y
sublimes? Nadie, por cierto, a menos que sea el Espíritu de
Verdad, que lo esperaba con Sus más dulces bendiciones. Cristo,
luego de su Resurrección dijo a Sus Apóstoles: «¿No era necesario
que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (70).
Pero el ladrón milagrosamente previó esto, y confesó que Cristo
era Rey en el momento en que no lo rodeaba ninguna semblanza de
realeza. Los reyes reinan durante su vida, y cuando cesan de vivir
cesan de reinar; el ladrón, sin embargo, proclama en alta voz que
Cristo, por medio de su muerte heredaría un reino, que es lo que
el Señor significa en la parábola: «Un hombre noble marchó a un
país lejano, para recibir la investidura real y volverse» (71).
Nuestro Señor dijo estas palabras un tiempo corto antes de su
Pasión para mostrarnos que mediante su muerte Él iría a un país
lejano, es decir a otra vida; o en otras palabras, que Él iría al
cielo que está muy alejado de la tierra, para recibir un reino
grande y eterno, pero que Él volvería en el último día, y
recompensaría a cada hombre de acuerdo a su conducta en esta vida,
ya sea con premio o con castigo. Con respecto a este reino, por lo
tanto, que Cristo recibiría inmediatamente después de su muerte,
el ladrón dijo sabiamente: «Acuérdate de mí cuando vengas con tu
Reino». Pero puede preguntarse, ¿no era Cristo nuestro Señor Rey
antes de su muerte? Sin lugar a dudas lo era, y por eso los Magos
inquirían continuamente: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha
nacido?» (72). Y Cristo mismo dijo a Pilato: «Sí, como dices, soy
Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para
dar testimonio de la verdad» (73). Pero Él era Rey en este mundo
como un viajero entre extraños, por eso no fue reconocido como Rey
sino por unos cuantos, y fue despreciado y mal recibido por la
mayoría. Y así, en la parábola que acabamos de citar, dijo que Él
iría «a un país lejano, para recibir la investidura real». No dijo
que Él la adquiriría por parte de otro, sino que la recibiría como
Suya propia, y volvería, y el ladrón observó sabiamente, «cuando
vengas con tu Reino». El reino de Cristo no es sinónimo en este
pasaje de poder o soberanía real, porque lo ejerció desde el
comienzo de acuerdo a estos versículos de los salmos: «Ya tengo yo
consagrado a mi rey en Sión mi monte santo» (74). «Dominará de mar
a mar, desde el Río hasta los confines de la tierra» (75). E
Isaías dice, «Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado. Estará el señorío sobre su hombro» (76). Y Jeremías,
«Suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente,
practicará el derecho y la justicia en la tierra» (77). Y
Zacarías, «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija
de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y
victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de
asna» (78). Por eso en la parábola de la recepción del reino,
Cristo no se refería a un poder soberano, ni tampoco el buen
ladrón en su petición, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu
Reino», sino que ambos hablaron de esa dicha perfecta que libera
al hombre de la servidumbre y de la angustia de los asuntos
temporales, y lo somete solamente a Dios, Al cual servir es
reinar, y por el cual ha sido puesto por encima de todas Sus
obras. De este reino de dicha inefable del alma, Cristo gozó desde
el momento de su concepción, pero la dicha del cuerpo, que era
Suya por derecho, no la gozó actualmente hasta después de su
Resurrección. Pues mientras fue un forastero en este valle de
lágrimas, estaba sometido a fatigas, a hambre y sed, a lesiones, a
heridas, y a la muerte. Pero como su Cuerpo siempre debió ser
glorioso, por eso inmediatamente después de la muerte Él entró en
el gozo de la gloria que le pertenecía: y en estos términos se
refirió a ello después de su Resurrección: «¿No era necesario que
el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Esta gloria
que Él llama Suya propia, pues está en su poder hacer a otros
partícipes de ella, y por esta razón Él es llamado el «Rey de la
gloria» (79) y «Señor de la gloria» (80), y «Rey de Reyes» (81) y
Él mismo dice a Sus Apóstoles, «yo, por mi parte, dispongo un
Reino para vosotros» (82). Él, en verdad, puede recibir gloria y
un reino, pero nosotros no podemos conferir ni el uno ni el otro,
y estamos invitados a entrar «en el gozo de tu señor» (83) y no en
nuestro propio gozo. Este entonces es el reino del cual habló el
buen ladrón cuando dijo, «Cuando vengas con tu Reino».
Pero no debemos pasar por alto las
muchas excelentes virtudes que se manifiestan en la oración del
santo ladrón. Una breve revista de ellas nos preparará para la
respuesta de Cristo a la petición; «Señor, acuérdate de mí cuando
vengas con tu Reino». En primer lugar lo llama Señor, para mostrar
que se considera a sí mismo como un siervo, o más bien como un
esclavo redimido, y reconoce que Cristo es su Redentor. Luego
añade un pedido sencillo, pero lleno de fe, esperanza, amor,
devoción, y humildad: «Acuérdate de mí». No dice: Acuérdate de mí
si puedes, pues cree firmemente que Cristo puede hacer todo. No
dice: Por favor, Señor, acuérdate de mí, pues tiene plena
confianza en su caridad y compasión. No dice: Deseo, Señor, reinar
contigo en tu reino, pues su humildad se lo prohibía. En fin, no
pide ningún favor especial, sino que reza simplemente: «Acuérdate
de mí», como si dijera: Todo lo que deseo, Señor, es que Tú te
dignes recordarme, y vuelvas tus benignos ojos sobre mí, pues yo
sé que eres todopoderoso y que sabes todo, y pongo mi entera
confianza en tu bondad y amor. Es claro por las palabras
conclusivas de su oración, «Cuando vengas con tu Reino», que no
busca nada perecible y vano, sino que aspira a algo eterno y
sublime.
Daremos oído ahora a la respuesta
de Cristo: «Amén, yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el
Paraíso». La palabra «Amén» era usada por Cristo cada vez que
quería hacer un anuncio solemne y serio a Sus seguidores. San
Agustín no ha dudado en afirmar que esta palabra era, en boca de
nuestro Señor, una suerte de juramento. No podía por cierto ser un
juramento, de acuerdo a las palabras de Cristo: «Pues yo digo que
no juréis en modo alguno... Sea vuestro lenguaje: "Sí, sí"; "no,
no": que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (84). No podemos,
por lo tanto, concluir que nuestro Señor realizara un juramento
cada vez que usó la palabra Amén. Amén era un término frecuente en
sus labios, y algunas veces no sólo precedía sus afirmaciones con
Amén, sino con Amén, amén. Así pues la observación de San Agustín
de que la palabra Amén no es un juramento, sino una suerte de
juramento, es perfectamente justa, porque el sentido de la palabra
es verdaderamente: en verdad, y cuando Cristo dice: Verdaderamente
os digo, cree seriamente lo que dice, y en consecuencia la
expresión tiene casi la misma fuerza que un juramento. Con gran
razón, por ello, se dirigió al ladrón diciendo: «Amén, yo te
aseguro», esto es, yo te aseguro del modo más solemne que puedo
sin hacer un juramento; pues el ladrón podría haberse negado por
tres razones a dar crédito a la promesa de Cristo si Él no la
hubiera aseverado solemnemente. En primer lugar, pudiera haberse
negado a creer por razón de su indignidad de ser el receptor de un
premio tan grande, de un favor tan alto. ¿Pues quién habría podido
imaginar que el ladrón sería transferido de pronto de una cruz a
un reino? En segundo lugar podría haberse negado a creer por razón
de la persona que hizo la promesa, viendo que Él estaba en ese
momento reducido al extremo de la pobreza, debilidad e infortunio,
y el ladrón podría por ello haberse argumentado: Si este hombre no
puede durante su vida hacer un favor a Sus amigos, ¿cómo va a ser
capaz de asistirlos después de su muerte? Por último, podría
haberse negado a creer por razón de la promesa misma. Cristo
prometió el Paraíso. Ahora bien, los Judíos interpretaban la
palabra Paraíso en referencia al cuerpo y no al alma, pues siempre
la usaban en el sentido de un Paraíso terrestre. Si nuestro Señor
hubiera querido decir: Este día tú estarás conmigo en un lugar de
reposo con Abraham, Isaac, y Jacob, el ladrón podría haberle
creído con facilidad; pero como no quiso decir esto, por eso
precedió su promesa con esta garantía: «Amén, yo te aseguro».
«Hoy». No dice: Te pondré a Mi Mano
Derecha en medio de los justos en el Día del Juicio. Ni dice: Te
llevaré a un lugar de descanso luego de algunos años de sufrir en
el Purgatorio. Ni tampoco: Te consolaré dentro de algunos meses o
días, sino este mismo día, antes que el sol se ponga, pasarás
conmigo del patíbulo de la cruz a las delicias del Paraíso.
Maravillosa es la liberalidad de Cristo, maravillosa también es la
buena fortuna del pecador. San Agustín, en su trabajo sobre el
Origen del Alma, considera con San Cipriano que el ladrón puede
ser considerado un mártir, y que su alma fue directamente al cielo
sin pasar por el Purgatorio. El buen ladrón puede ser llamado
mártir porque confesó públicamente a Cristo cuando ni siquiera los
Apóstoles se atrevieron a decir una palabra a su favor, y por
razón de esta confesión espontánea, la muerte que sufrió en
compañía de Cristo mereció un premió tan grande ante Dios como si
la hubiera sufrido por el nombre de Cristo. Si nuestro Señor no
hubiera hecho otra promesa que: «Hoy estarás conmigo», esto sólo
hubiera sido una bendición inefable para el ladrón, pues San
Agustín escribe: «¿Dónde puede haber algo malo con Él, y sin Él
dónde puede haber algo bueno?». En verdad Cristo no hizo una
promesa trivial a los que lo siguen cuando dijo: «Si alguno me
sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi
servidor» (85). Al ladrón, sin embargo, le prometió no sólo su
compañía, sino también el Paraíso.
Aunque algunas personas han
discutido acerca del sentido de la palabra Paraíso en este texto,
no parece haber fundamento para la discusión. Pues es seguro,
porque es un artículo de fe, que en el mismo día de su muerte el
Cuerpo de Cristo fue colocado en el sepulcro, y su Alma descendió
al Limbo, y es igualmente cierto que la palabra Paraíso, ya sea
que hablemos del Paraíso celeste o terrestre, no se puede aplicar
ni al sepulcro ni al Limbo. No puede aplicarse al sepulcro, pues
era un lugar muy triste, la primera morada de los cadáveres, y
Cristo fue el único enterrado en el sepulcro: el ladrón fue
enterrado en otro lugar. Más aún, las palabras, «estarás conmigo»
no se hubieran cumplido, si Cristo hubiera hablado meramente del
sepulcro. Tampoco se puede aplicar la palabra Paraíso al Limbo.
Pues Paraíso es un jardín de delicias, e incluso en el paraíso
terrenal habían flores y frutas, aguas límpidas y una deliciosa
suavidad en el aire. En el Paraíso celestial habían delicias sin
fin, gloria interminable, y los lugares de los bienaventurados.
Pero en el Limbo, donde las almas de los justos estaban detenidas,
no había luz, ni alegría, ni placer; no por cierto que estas almas
estuviesen sufriendo, pues la esperanza de la redención y la
perspectiva de ver a Cristo era sujeto de consuelo y gozo para
ellos, pero se mantenían como cautivos en prisión. Y en este
sentido el Apóstol, explicando a los profetas, dice: «Subiendo a
la altura, llevó cautivos» (86). Y Zacarías dice: «En cuanto a ti,
por la sangre de tu alianza, yo soltaré a tus cautivos de la fosa
en la que no hay agua» (87), donde las palabras «tus cautivos» y
«la fosa en la que no hay agua» apuntan evidentemente no a lo
delicioso del Paraíso sino a la oscuridad de una prisión. Por eso,
en la promesa de Cristo, la palabra Paraíso no podía significar
otra cosa que la bienaventuranza del alma, que consiste en la
visión de Dios, y esta es verdaderamente un paraíso de delicias,
no un paraíso corpóreo o local, sino uno espiritual y celestial.
Por esta razón, al pedido del ladrón, «Acuérdate de mí cuando
vengas con tu Reino», el Señor no replicó «hoy estarás conmigo» en
Mi reino, sino «Estarás conmigo en el Paraíso», porque en ese día
Cristo no entró en su reino, y no entró en él hasta el día de su
Resurrección, cuando su Cuerpo se volvió inmortal, impasible,
glorioso, y ya no era pasible de servidumbre o sujeción alguna. Y
no tendrá al buen ladrón como compañero suyo en su reino hasta la
resurrección de todos los hombres en el último día. Sin embargo,
con gran verdad y propiedad, le dijo: «Hoy estarás conmigo en el
Paraíso», pues en este mismo día comunicaría tanto al alma del
buen ladrón como a las almas de los santos en el Limbo esa gloria
de la visión de Dios que Él había recibido en su concepción; pues
ésta es verdadera gloria y felicidad esencial; éste es el gozo
supremo del Paraíso celeste. Debe admirarse también mucho la
elección de las palabras utilizadas por Cristo en esta ocasión. No
dijo: Hoy estaremos en el Paraíso, sino: «hoy estarás conmigo en
el Paraíso», como si quisiera explicarse más extensamente, de la
siguiente manera: Este día tú estás conmigo en la Cruz, pero tú no
estás conmigo en el Paraíso en el cual estoy con respecto a la
parte superior de Mi Alma. Pero en poco tiempo, incluso hoy, tú
estarás conmigo, no sólo liberado de los brazos de la cruz, sino
abrazado en el seno del Paraíso.
Capítulo V
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Podemos recoger algunos frutos escogidos de la segunda palabra dicha desde la Cruz. El primer fruto es la consideración de la inmensa misericordia y liberalidad de Cristo, y qué cosa buena y útil es servirlo. Los muchos dolores que Él estaba sufriendo podrían haber sido alegados como excusa por nuestro Señor para no escuchar la petición del ladrón, pero en su caridad prefirió olvidar Sus propios graves dolores a no escuchar la oración de un pobre pecador penitente. Este mismo Señor no contestó una palabra a las maldiciones y reproches de los sacerdotes y soldados, pero ante el clamor de un pecador confesándose, su caridad le prohibió permanecer en silencio. Cuando es injuriado no abre su boca, porque Él es paciente; cuando un pecador confiesa su culpa, habla, porque Él es benigno. ¿Pero qué hemos de decir de su liberalidad? Aquellos que sirven a amos temporales obtienen con frecuencia una magra recompensa por muchas labores. Incluso en este día vemos a no pocos que han gastado los mejores años de su vida al servicio de príncipes, y se retiran a edad avanzada con un magro salario. Pero Cristo es un Príncipe verdaderamente liberal, un Amo verdaderamente magnánimo. No recibe servicio alguno de manos del buen ladrón, excepto algunas palabras bondadosas y el deseo cordial de asistirlo, y ¡contemplad con qué gran premio le devuelve! En este mismo día todos los pecados que había cometido durante su vida son perdonados; es puesto al mismo nivel con los príncipes de su pueblo, a saber, con los patriarcas y los profetas; y finalmente Cristo lo eleva a la solidaridad de su mesa, de su dignidad, de su gloria, y de todos Sus bienes. «Hoy», dice, «estarás conmigo en el Paraíso». Y lo que Dios dice, lo hace. Tampoco difiere esta recompensa a algún día distante, sino que en este mismo día derrama en su seno «una medida buena, apretada, remecida, rebosante» (88).
El ladrón no es el único que ha
experimentado la liberalidad de Cristo. Los apóstoles, que dejaron
o bien una barca, o bien un despacho de impuestos, o bien un hogar
para servir a Cristo, fueron hechos por Él «príncipes sobre toda
la tierra» (89) y los diablos, serpientes, y toda clase de
enfermedades les fueron sometidos. Si algún hombre ha dado
alimento o vestido a los pobres como limosna en el nombre de
Cristo, escuchará estas palabras consoladoras en el Día del
Juicio: «Tuve hambre, y me disteis de comer... estaba desnudo, y
me vestisteis» (90), recibid, por lo tanto, y poseed mi Reino
eterno. En fin, para no detenernos en muchas otras promesas de
recompensas, ¿podría hombre alguno creer la casi increíble
liberalidad de Cristo, si no hubiera sido Dios Mismo Quien
prometió que «todo aquel que haya dejado casas, hermanos,
hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá
el ciento por uno y heredará vida eterna» (91)? San Jerónimo y los
otros santos Doctores interpretan el texto arriba citado de esta
manera. Si un hombre, por el amor de Cristo, abandona cualquier
cosa en esta vida presente, recibirá una recompensa doble, junto
con una vida de valor incomparablemente mayor que la pequeñez que
ha dejado por Cristo. En primer lugar, recibirá un gozo espiritual
o un don espiritual en esta vida, cien veces más precioso que la
cosa temporal que despreció por Cristo; y un hombre espiritual
escogería más bien mantener este don que cambiarlo por cien casas
o campos, u otras cosas semejantes. En segundo lugar, como si Dios
Todopoderoso considerase esta recompensa como de pequeño o ningún
valor, el feliz mercader que negocia bienes terrenos por
celestiales recibirá en el próximo mundo la vida eterna, en la
cual palabra está contenido un océano de todo lo bueno.
Tal, pues, es la manera en que
Cristo, el gran Rey, muestra su liberalidad a aquellos que se dan
a su servicio sin reservas. ¿No son acaso necios aquellos hombres
que, dejando de lado la bandera de Monarca como este, desean
hacerse esclavos de Mamón, de la gula, de la lujuria? Pero
aquellos que no saben qué cosas Cristo considera ser verdaderas
riquezas, podrían decir que estas promesas son meras palabras,
pues muchas veces hallamos que Sus amigos queridos son pobres,
escuálidos, abyectos y sufridos, y por el otro lado, nunca vemos
esta recompensa centuplicada que se proclama como tan
verdaderamente magnífica. Así es: el hombre carnal nunca verá el
ciento por uno que Cristo ha prometido, porque no tiene ojos con
los cuales pueda verlo; ni participará jamás en ese gozo sólido
que engendra una pura conciencia y un verdadero amor de Dios.
Aduciré, sin embargo, un ejemplo para mostrar que incluso un
hombre carnal puede apreciar los deleites espirituales y las
riquezas espirituales. Leemos en un libro de ejemplos acerca de
los hombres ilustres de la Orden Cisterciense, que un cierto
hombre noble y rico, llamado Arnulfo, dejó toda su fortuna y se
convirtió en monje Cisterciense, bajo la autoridad de San
Bernardo. Dios probó la virtud de este hombre mediante los amargos
dolores de muchos tipos de sufrimientos, particularmente hacia el
final de su vida; y en una ocasión, cuando estaba sufriendo más
agudamente que de costumbre, clamó con voz fuerte: «Todo lo que
has dicho, Oh Señor Jesús, es verdad». Al preguntarle los que
estaban presentes, cuál era la razón de su exclamación, replicó:
«El Señor, en su Evangelio, dice
que aquellos que dejan sus riquezas y todas las cosas por Él,
recibirán el ciento por uno en esta vida, y después la vida
eterna. Yo entiendo largamente la fuerza y gravedad de esta
promesa, y yo reconozco que ahora estoy recibiendo el ciento por
uno por todo lo que dejé. Verdaderamente, la gran amargura de este
dolor me es tan placentera por la esperanza de la Divina
misericordia que se me extenderá a causa de mis sufrimientos, que
no consentiría ser liberado de mis dolores por cien veces el valor
de la materia mundana que dejé. Porque, verdaderamente, la alegría
espiritual que se centra en la esperanza de lo que vendrá,
sobrepasa cien veces toda la alegría mundana, que brota del
presente». El lector, al ponderar estas palabras, podrá juzgar qué
tan grande estima ha de tenerse por la virtud venida del cielo de
la esperanza cierta de la felicidad eterna.
Capítulo VI
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz El conocimiento del poder de la Divina gracia y de la debilidad de la voluntad humana, es el segundo fruto a ser recogido de la consideración de la segunda palabra, y este conocimiento equivale a decir que nuestra mejor política es poner toda nuestra confianza en la gracia de Dios, y desconfiar enteramente de nuestra propia fuerza. Si algún hombre quiere conocer el poder de la gracia de Dios, que ponga sus ojos en el buen ladrón. Era un pecador notorio, que había pecado en el perverso curso de su vida hasta el momento en que fue sujeto a la cruz, esto es, casi hasta el último momento de su vida; y en este momento crítico, cuando su salvación eterna estaba en juego, no había nadie presente para aconsejarlo o asistirlo. Pues aunque estaba en gran proximidad a su Salvador, sin embargo sólo escuchaba a los sumos sacerdotes y Fariseos declarando que Él era un seductor y un hombre ambicioso que buscaba tener poder soberano. También escuchaba a su compañero, burlándose perversamente en términos similares. No había nadie que dijera una palabra buena por Cristo, e incluso Cristo Mismo no refutaba estas blasfemias y maldiciones. Sin embargo, con la asistencia de la gracia de Dios, cuando las puertas del cielo parecían cerradas para él, y las fauces del infierno abiertas para recibirlo, y el pecador mismo tan alejado como parece posible de la vida eterna, fue iluminado repentinamente de lo alto, sus pensamientos se dirigieron hacia el canal apropiado, y confesó que Cristo era inocente y el Rey del mundo por venir, y, como ministro de Dios, reprobó al ladrón que lo acompañaba, lo persuadió de que se arrepintiera, y se encomendó humilde y devotamente a Cristo. En una palabra, sus disposiciones fueron tan perfectas que los dolores de su crucifixión compensaron por cuanto sufrimiento pudiera estar guardado para él en el Purgatorio, de tal modo que inmediatamente después de la muerte ingresó en el gozo de su Señor. Por esta circunstancia resulta evidente que nadie debe desesperar de la salvación, pues el ladrón que entró en la viña del Señor casi a la hora duodécima recibió su premio con aquellos que habían venido en la primera hora. Por otro lado, en orden a permitirnos ver la magnitud de la debilidad humana, el mal ladrón no se convierte ni por la inmensa caridad de Cristo, Quien oró tan amorosamente por Sus ejecutores, ni por la fuerza de sus propios sufrimientos, ni por la admonición y ejemplo de su compañero, ni por la inusual oscuridad, el partirse de las rocas, o la conducta de aquellos que, después de la muerte de Cristo, volvieron a la ciudad golpeándose el pecho. Y todas estas cosas sucedieron después de la conversión del buen ladrón, para mostrarnos que mientras uno pudo ser convertido sin estas ayudas, el otro, con todos estos auxilios, no pudo, o en realidad no quiso, ser convertido.
Pero puede preguntarse, ¿por qué
Dios ha dado la gracia de la conversión a uno y se la ha negado al
otro? Contestó que a ambos se le dio gracia suficiente para su
conversión, y que si uno pereció, pereció por su propia culpa, y
que si el otro se convirtió, fue convertido por la gracia de Dios,
pero no sin la cooperación de su propia libre voluntad. Todavía
podría argüirse, ¿por qué no dio Dios a ambos esa gracia eficaz
que capaz de sobreponerse al corazón más endurecido? La razón de
que no lo haya hecho así es uno de esos secretos que debemos
admirar pero no penetrar, pues debemos quedar satisfechos con el
pensamiento de que no puede haber injusticia en Dios (92), como
dice el Apóstol, pues, como lo expresa San Agustín, los juicios de
Dios pueden ser secretos, pero no pueden ser injustos. Aprender de
este ejemplo a no posponer nuestra conversión hasta la proximidad
de la muerte, es una lección que nos concierne de forma más
inmediata. Pues si uno de los ladrones cooperó con la gracia de
Dios en el último momento, el otro la rechazó, y encontró su
perdición definitiva. Y todo lector de historia, u observador de
lo que sucede alrededor, no puede sino saber que la regla es que
los hombres terminen una vida perversa con una muerte miserable,
mientras que es una excepción que el pecador muera de manera
feliz; y, por el otro lado, no sucede con frecuencia que aquellos
que viven bien y santamente lleguen a un fin triste y miserable,
sino que muchas personas buenas y piadosas entran, después de su
muerte, en posesión de los gozos eternos. Son demasiado
presuntuosas y necias aquellas personas que, en un asunto de tal
importancia como la felicidad eterna o el tormento eterno, osan
permanecer en un estado de pecado mortal incluso por un día,
viendo que pueden ser sorprendidas por la muerte en cualquier
momento, y que después de la muerte no hay lugar para el
arrepentimiento, y que una vez en el infierno ya no hay redención.
Capítulo VII
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Se puede extraer un tercer fruto de la segunda palabra de nuestro Señor, advirtiendo el hecho de que hubieron tres personas crucificadas al mismo tiempo, uno de los cuales, a saber, Cristo, fue inocente; otro, a saber, el buen ladrón, fue un penitente; y el tercero, a saber, el mal ladrón, permaneció obstinado en su pecado: o para expresar la misma idea en otras palabras, de los tres que fueron crucificados al mismo tiempo, Cristo fue siempre y trascendentemente santo, uno de los ladrones fue siempre y notablemente perverso, y el otro ladrón fue primero un pecador, pero ahora un santo. De esta circunstancia hemos de inferir que todo hombre en este mundo tiene su cruz y que aquellos que buscamos vivir sin tener una cruz que llevar, apuntamos a algo que es imposible, mientras que debemos tener por sabias a aquellas personas que reciben su cruz de la mano del Señor, y la cargan incluso hasta la muerte, no sólo pacientemente sino alegremente. Y el que toda alma piadosa tiene una cruz que cargar puede deducirse de estas palabras de nuestro Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (93), y de nuevo, «El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (94), que es precisamente la doctrina del Apóstol: «Todos los que quieran vivir piadosamente», dice, «en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones» (95). Los Padres Griegos y Latinos dan su entera adhesión a esta enseñanza, y para no ser polijo haré sólo dos citas. San Agustín en su comentario a los salmos escribe: «Esta vida corta es una tribulación: si no es una tribulación no es un viaje: pero si es un viaje o bien no amas el país hacia el cual estás viajando, o bien sin duda estarás en tribulación». Y en otro lugar: «Si dices que no has sufrido nada aún, entonces no has empezado a ser Cristiano». San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías al pueblo de Antioquía, dice: «La tribulación es una cadena que no puede ser desvinculada de la vida de un Cristiano». Y de nuevo: «No puedes decir que un hombre es santo si no ha pasado la prueba de la tribulación». En verdad esta doctrina puede ser demostrada por la razón. Las cosas de naturaleza contraria no pueden ser puestas en presencia de la otra sin una oposición mutua; así el fuego y el agua, mientras se mantengan aparte, permanecerán quietas; pero júntalas, y el agua empezará a sonar, a convertirse en glóbulos, y a transformarse en vapor hasta que o el agua se consuma, o el fuego se extinga. «Frente al mal está el bien», dice el Eclesiástico, «frente a la muerte, la vida. Así frente al piadoso, el pecador» (96). Los hombres justos se comparan al fuego. su luz brilla, su celo arde, siempre están ascendiendo de virtud en virtud, siempre trabajando, y todo lo que emprenden lo realizan eficazmente. Por el otro lado los pecadores son comparados al agua. Son fríos, moviéndose siempre en la tierra, y formando lodo por todos lados. ¿Es pues, por lo tanto, extraño que los hombres malos persigan a las almas justas? Pero porque, incluso hasta el fin del mundo, el trigo y la cizaña crecerán en el mismo campo, la chala y el maíz pueden estar en el mismo almacén, los peces buenos y malos pueden ser hallados en la misma red, esto es hombres derechos y perversos en el mismo mundo, e incluso en la misma Iglesia; de esto necesariamente se sigue que los buenos y los santos serán perseguidos por los malos y los impíos.
Los perversos también tienen sus
cruces en este mundo. Pues aunque no sean perseguidos por los
buenos, aún así serán atormentados por otros pecadores, por sus
propios vicios, e incluso por sus conciencias perversas. El sabio
Salomón, que ciertamente hubiera sido feliz en este mundo, si la
felicidad fuera posible aquí, reconoció que tenía una Cruz que
cargar cuando dijo:
«Consideré entonces todas las obras
de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es
vanidad y atrapar vientos» (97). Y el escritor del Libro del
Eclesiástico, que era también un hombre muy prudente, pronuncia
esta sentencia general: «Grandes trabajos han sido creados para
todo hombre, un yugo pesado hay sobre los hijos de Adán» (98). San
Agustín en su comentario a los Salmos dice que «la mayor de las
tribulaciones es una conciencia culpable». San Juan Crisóstomo en
su homilía sobre Lázaro muestra extensamente cómo los perversos
deben tener sus cruces. Si son pobres, su pobreza es su cruz; si
no son pobres, la avaricia es su cruz, que es una cruz más pesada
que la pobreza; si están postrados en un lecho de enfermedad, su
lecho es su cruz. San Cipriano nos dice que todo hombre desde el
momento de su nacimiento está destinado a cargar una cruz y a
sufrir tribulación, lo cual es preanunciado por las lágrimas que
derrama todo infante. «Cada uno de nosotros», escribe, «en su
nacimiento, en su misma entrada al mundo, derrama lágrimas. Y
aunque entonces somos inconscientes e ignorantes de todo, sin
embargo sabemos, incluso en nuestro nacimiento, qué es llorar: por
una previsión natural lamentamos las ansiedades y trabajos de la
vida que estamos comenzando, y el alma ineducada, por sus lamentos
y llanto, proclama las farragosas conmociones del mundo al que
está ingresando».
Siendo las cosas así no puede haber
duda de que hay una cruz guardada para el bueno así como para el
malo, y sólo me resta probar que la cruz de un santo dura poco
tiempo, es ligera y fecunda, mientras que la de un pecador es
eterna, pesada y estéril. En primer lugar no puede haber duda en
el hecho de que un santo sufre sólo por un breve periodo, pues no
puede tener que soportar nada cuando esta vida haya pasado. «Desde
ahora, sí -dice el Espíritu-» a las almas justas que parten, «que
descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (99). «Y
[Dios] enjugará toda lágrima de sus ojos» (100). Las sagradas
Escrituras dicen de forma muy positiva que nuestra vida presente
es corta, aunque a nosotros nos pueda parecer larga: «Están
contados ya sus días» (101) y «El hombre, nacido de mujer, corto
de días» (102) y «¿Qué será de vuestra vida? ... ¡Sois vapor que
aparece un momento y después desaparece!» (103). El Apóstol, sin
embargo, que llevó una cruz muy pesada desde su juventud hasta su
edad anciana, escribe en estos términos en su Epístola a los
Corintios: «En efecto, la leve tribulación de un momento nos
produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna»
(104), pasaje en el cual habla de sus sufrimientos como sin
medida, y los compara a un momento indivisible, aunque se hayan
extendido por un periodo de más de treinta años. Y sus
sufrimientos consistieron en estar hambriento, sediento, desnudo,
apaleado, en haber sido golpeado tres veces con varas por los
Romanos, cinco veces flagelado por los judíos, una vez apedreado,
y haber tres veces naufragado; en emprender muchos viajes, en ser
muchas veces prisionero, en recibir azotes sin medida, en ser
reducido muchas veces hasta el último extremo (105). ¿Qué
tribulaciones, pues, llamaría pesadas, si considera estas como
ligeras, como realmente son? ¿Y qué dirías tú, amable lector, si
insisto en que la cruz es no sólo ligera, sino incluso dulce y
agradable por razón de las superabundantes consolaciones del
Espíritu Santo? Cristo dice de su yugo que puede ser llamado cruz:
«Mi yugo es suave y mi carga ligera» (106); y en otro lugar dice:
«Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis
tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (107). Y el
Apóstol escribe: «Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en
todas nuestras tribulaciones» (108). En una palabra, no podemos
negar que la cruz del justo es no sólo ligera y temporal, sino
fecunda, útil, y portadora de todo buen regalo, cuando escuchamos
a nuestro Señor decir: «Bienaventurados los perseguidos por causa
de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (109),
a San Pablo exclamando que «Los sufrimientos del tiempo presente
no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en
nosotros» (110), y a San Pedro exhortándonos a regocijarnos si
«participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os
alegréis alborozados en la revelación de su gloria» (111).
Por otro lado no es necesaria una
demostración para mostrar que la cruz de los perversos es eterna
en su duración, muy pesada y carente de mérito. Con certeza que la
muerte del mal ladrón no fue un descenso de la Cruz, como lo fue
la muerte del buen ladrón, pues hasta ahora ese hombre desdichado
está morando en el infierno, y morará allí para siempre, porque el
«gusano» del perverso «no morirá, su fuego no se apagará» (112). Y
la cruz del glotón rico, que es la cruz de aquellos que almacenan
riquezas, que son muy aptamente comparadas por el Señor a espinas
que no pueden ser manipuladas o guardadas con impunidad, no cesa
con esta vida como cesó la cruz del pobre Lázaro, sino que lo
acompaña al infierno, donde incesantemente arde y lo atormenta, y
lo fuerza a implorar una gota de agua para refrescar su lengua
ardiente: «porque estoy atormentado en esta llama» (113). Por eso
la cruz de los perversos es eterna en su duración, y los lamentos
de aquellos de quienes leemos en el libro de la Sabiduría, dan
testimonio de que es pesada y ardua: «Nos hartamos de andar por
sendas de iniquidad y perdición, atravesamos desiertos
intransitables» (114). ¡Qué! ¿No son senderos difíciles de andar
la ambición, la avaricia, la lujuria? ¿No son senderos difíciles
de andar los acompañantes de estos vicios: ira, contiendas,
envidia? No son senderos difíciles de andar los pecados que brotan
de estos acompañantes: traición, disputas, afrentas, heridas y
asesinato? Lo son ciertamente y no es poco frecuente que obliguen
a los hombres a suicidarse en desesperación, y, buscando por medio
de ello evitar una cruz, preparar para sí mismos una mucho más
pesada.
¿Y qué ventaja o fruto derivan los
perversos de su cruz? No es más capaz de traerles una ventaja que
los espinos lo son de producir uvas, o los cardos higos. El yugo
del Señor trae la paz, según Sus propias palabras: «Tomad sobre
vosotros mi yugo ... y hallaréis descanso para vuestras almas»
(115). ¿Puede el yugo del demonio, que es diametralmente opuesto
al de Cristo, traer otra cosa que preocupación y ansiedad? Y esto
es de mayor importancia aún: que mientras la Cruz de Cristo es el
paso a la felicidad eterna, «¿No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria?» (116), la cruz del
demonio es el paso a los tormentos eternos, de acuerdo a la
sentencia pronunciada sobre los perversos: «Apartaos de mí,
malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles»
(117). Si hubiera hombres sabios que están crucificados en Cristo,
no buscarían bajar de la Cruz, como el ladrón buscó tontamente,
sino que permanecerán más bien cerca a su lado, con el buen
ladrón, y pedirán perdón de Dios y no la liberación de la cruz, y
así sufriendo sólo con Él, reinarán también con Él, de acuerdo a
las palabras del Apóstol: «Sufrimos con Él, para ser también con
él glorificados» (118). Si, sin embargo, hubieran sabios entre
aquellos que son oprimidos por la cruz del demonio, se
preocuparían de sacársela de encima de una vez, y si tienen algún
sentido cambiarán las cinco yugadas (119) de bueyes por el único
yugo de Cristo. Por las cinco yugadas de bueyes se refiere a los
trabajos y cansancio de los pecadores que son esclavos de sus
cinco sentidos; y cuando un hombre trabaja en hacer penitencia en
lugar de pecar, trueca las cinco yugadas de bueyes por el único
yugo de Cristo. Feliz es el alma que sabe cómo crucificar la carne
con sus vicios y concupiscencias, y distribuye las limosnas que
pudieran haberse gastado en gratificar sus pasiones, y pasa en
oración y en lectura espiritual, en pedir la gracia de Dios y el
patrocinio de la Corte Celestial, las horas que podrían perderse
en banquetear y en satisfacer la ambición incansable de hacerse
amigo de los poderosos. De esta manera la cruz del mal ladrón, que
es pesada y baldía, puede ser con provecho intercambiada por la
Cruz de Cristo, que es ligera y fecunda.
Leemos en San Agustín cómo un
soldado distinguido discutía con uno de sus compañeros acerca de
tomar la cruz. «Díganme, les pido, a qué meta nos han de conducir
todos los trabajos que emprendemos? ¿Qué objeto nos presentamos a
nosotros mismos? ¿Por quién servimos como soldados? Nuestra mayor
ambición es hacernos amigos del Emperador; ¿y no está acaso el
camino que nos conduce a su honor, lleno de peligros, y cuando
hemos alcanzado nuestro punto, no estamos colocados entonces en la
posición más peligrosa de todas? ¿Y por cuántos años tendremos que
laborar para asegurar este honor? Pero si deseo volverme amigo de
Dios, me puedo hacer amigo Suyo en este momento». Así argumentaba
que como para asegurarse la amistad del Emperador tiene que
emprender muchas fatigas largas y estériles, actuaría más
sabiamente si emprendiera menores y más leves trabajos para
asegurarse la amistad de Dios. Ambos soldados tomaron su decisión
en el momento; ambos dejaron el ejército en orden a servir en
serio a su Creador, y lo que incrementó su alegría al tomar este
primer paso fue que las dos damas con las cuales estaban a punto
de casarse, ofrecieron espontáneamente su virginidad a Dios.
Capítulo VIII
Explicación literal de la tercera
Palabra: «Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre»
La última de las tres palabras, que tienen una referencia especial a la caridad por el prójimo, es: «Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre» (120). Pero antes que expliquemos el significado de esta palabra, debemos detenernos un poco en el pasaje precedente del Evangelio de San Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (121). Dos de las tres Marías que estaban de pie cerca a la Cruz son conocidas, a saber, María, la Madre de nuestro Señor, y María Magdalena. Acerca de María, la mujer de Clopás, hay alguna duda; algunos la suponen ser la hija de Santa Ana, que tuvo tres hijas, esto es, María, la Madre de Cristo, la mujer de Clopás, y María Salomé. Pero esta opinión está casi desacreditada. Pues, en primer lugar, no podemos suponer que tres hermanas se llamen por el mismo nombre. Más aún, sabemos que muchos hombres piadosos y eruditos sostienen que nuestra Bienaventurada Señora era la única hija de Santa Ana; y no se menciona otra María Salomé en los Evangelios. Puesto que donde San Marcos dice que «María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle» (122), la palabra Salomé no está en caso genitivo, como si quisiera decir María, la madre de Salomé, como justo antes había dicho María, la madre de Santiago, sino que está en caso nominativo y en género femenino, como resulta claro de la versión Griega, donde la palabra está escrita Salw¯mh. Más aún, esta María Salomé era la esposa de Zebedeo (123), y la madre de los Apóstoles Santiago y San Juan, como aprendemos de los dos Evangelistas, San Mateo y San Marcos (124), así como María, la madre de Santiago era la esposa de Clopás, y la madre de Santiago el menor y de San Judas. Por lo cual la verdadera interpretación es esta: que María, la mujer de Clopás, era llamada hermana de la Bienaventurada Virgen porque Clopás era el hermano de San José, el Esposo de la Bienaventurada Virgen, y las esposas de dos hermanos tienen el derecho de llamarse y ser llamadas hermanas. Por la misma razón Santiago el menor es llamado el hermano de nuestro Señor, aunque sólo era su primo, pues era el hijo de Clopás, quien, como hemos dicho, era el hermano de San José. Eusebio nos brinda este relato en su historia eclesiástica, y cita, como autoridad digna de fe, a Hegesipo, un contemporáneo de los Apóstoles. También tenemos a favor de la misma interpretación la autoridad de San Jerónimo, como podemos deducir de su trabajo contra Helvidio.
También hay un aparente desacuerdo
en las narrativas evangélicas, en el que será bueno detenernos
brevemente. San Juan dice que estas tres mujeres estaban de pie
cerca de la Cruz del Señor, mientras que tanto San Marcos (125)
como San Lucas (126) dicen que estaban distantes. San Agustín en
su tercer libro acerca de la Armonía de los Evangelios hace
armonizar estos tres textos de la siguiente manera. Estas santas
mujeres pueden haber dicho que estaban al mismo tiempo distantes
de la Cruz y cerca de la Cruz. Estaban distantes de la Cruz en
referencia a los soldados y ejecutores, que estaban en una
proximidad tal a la Cruz que podían tocarla, pero estaban
suficientemente cerca de la Cruz para escuchar las palabras del
Señor, que la multitud de espectadores, que estaban a mayor
distancia, no podían escuchar. También podemos explicar los textos
de la siguiente manera. Durante el momento mismo en que el Señor
fue clavado a la Cruz, la concurrencia de soldados y gente mantuvo
a las santas mujeres a la distancia, pero apenas la Cruz fue
fijada en tierra, muchos de los Judíos volvieron a la ciudad, y
entonces las tres mujeres y San Juan se acercaron más. Esta
explicación elimina la dificultad acerca de la razón por la cual
la Bienaventurada Virgen y San Juan se aplicaron a sí mismos las
palabras, «Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre», cuando
habían tantos otros presentes, y Cristo no se dirigió ni a su
Madre ni a su discípulo por su nombre. La verdadera respuesta a
esta objeción es que las tres mujeres y San Juan estaban parados
tan cerca de la Cruz como para permitir al Señor designar mediante
Sus miradas las personas a las que Se estaba dirigiendo. Además,
las palabras fueron dichas evidentemente a Sus amigos personales,
y no a extraños. Y entre Sus amigos personales que estaban allí no
había ningún otro hombre a quien pudiera decir, «Ahí tienes a tu
madre», a excepción de San Juan, y no había ninguna otra mujer que
quedara sin hijos por su muerte, a excepción de su Madre Virgen.
Por lo cual Él dijo a su Madre: «Ahí tienes a tu hijo», y a su
discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Este es pues el sentido
literal de estas palabras: Estoy por cierto a punto de pasar de
este mundo al seno de Mi Padre Celestial, y pues tengo plena
conciencia de que Tú, Mi Madre, no tienes ni parientes, ni marido,
ni hermanos, ni hermanas, en orden a no dejarte totalmente
desprovista de auxilio humano, Te encomiendo al cuidado de Mi muy
amado discípulo Juan: él actuará contigo como un hijo, y Tú
actuarás con él como una Madre. Y este consejo o mandato de
Cristo, que lo mostró tan preocupado por los otros, fue bienvenido
igualmente por ambas partes, y de ambos podemos creer que habrán
inclinado sus cabezas como muestra de su aquiescencia, pues San
Juan dice de sí mismo: «Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa», esto es, San Juan inmediatamente obedeció a
nuestro Señor, y consideró a la Bienaventurada Virgen, junto con
sus ya ancianos padres Zebedeo y Salomé, entre las personas a las
cuales era su deber cuidar y atender.
Todavía permanece una pregunta
adicional que puede hacerse. San Juan fue uno de aquellos que
había dicho: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos
seguido; ¿qué recibiremos, pues?» (127). Y entre las cosas que
habían abandonado, nuestro Señor enumera padre y madre, hermanos y
hermanas, casa y tierras; y San Mateo, hablando de San Juan y de
su hermano Santiago, dijo: «Y ellos al instante, dejando la barca
y a su padre, le siguieron» (128). ¿De dónde viene pues que a
quien había dejado una madre por Cristo, el Señor le diga que mire
a la Bienaventurada Virgen como Madre? No tenemos que ir muy lejos
para encontrar una respuesta. Cuando los Apóstoles siguieron a
Cristo dejaron a su padre y a su madre, en la medida en que podían
ser un impedimento para la vida evangélica, y en la medida en que
pudieran derivar una ventaja mundana o un placer carnal de su
presencia. Pero no dejaron esa solicitud que un hombre está en
justicia obligado a mostrar por sus padres o sus hijos, si
necesitan su dirección o su asistencia. Por lo cual algunos
escritores espirituales afirman que el hijo no puede entrar en una
orden religiosa si su padre está o tan abatido por la edad, u
oprimido por la pobreza, que no puede vivir sin su auxilio. Y así
como San Juan dejó a su padre y a su madre cuando no tenían
necesidad de él, así cuando Cristo le ordenó cuidar y atender a su
Madre Virgen, ella estaba desprovista de todo auxilio humano.
Dios, por cierto, sin ninguna asistencia del hombre, hubiera
podido atender a su Madre con todas las cosas necesarias por el
ministerio de los ángeles, así como sirvieron a Cristo Mismo en el
desierto, pero quiso que San Juan hiciera esto para que mientras
el Apóstol cuidaba de la Virgen, ella pudiera honrar y auxiliar al
Apóstol. Pues Dios envió a Elías a asistir a la pobre viuda, no
porque Él no pudiera haberla sostenido por medio de un cuervo,
como lo había hecho antes, sino, como observa San Agustín, para
que el profeta la pueda bendecir. Por lo cual complació a nuestro
Señor confiar su Madre al cuidado de San Juan por el doble
propósito de otorgarle a él una bendición, y de probar ante todos
que él por encima de los demás era su discípulo amado. Pues
verdaderamente en esta transferencia de su Madre se cumplió aquél
texto: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas,
padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento
por uno y heredará vida eterna» (129). Pues ciertamente recibió el
ciento por uno aquel que dejando a su madre, la esposa de un
pescador, recibió como madre a la Madre del Creador, la Reina del
mundo, llena de gracia, bendita entre las mujeres, y próxima a ser
elevada por encima de todos los coros de los ángeles en el reino
celestial.
Capítulo IX
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Si examinamos atentamente todas las circunstancias bajo las cuales esta tercera palabra fue dicha, podemos recoger muchos frutos de su consideración. En primer lugar, hemos puesto ante nosotros el intenso deseo que Cristo sintió de sufrir por nuestra salvación para que nuestra redención pudiera ser copiosa y abundante. Pues para no incrementar el dolor y la pena que sienten, algunos hombres toman medidas para evitar que sus parientes estén presentes en su muerte, particularmente si su muerte ha de ser violenta, acompañada de desgracia e infamia. Pero Cristo no se sació con su propia y amarguísima Pasión, tan llena de dolor y vergüenza, sino que quiso que su Madre y el discípulo a quien amaba estuvieran presentes e incluso estuvieran de pie cerca de la Cruz para que la visión de los sufrimientos de aquellos más queridos a Él aumentara su propio sufrimiento. Cuatro ríos de Sangre manaban del cuerpo herido del Señor en la Cruz, y el deseaba que cuatro ríos de lágrimas fluyeran de los ojos de su Madre, de su discípulo, de María la hermana de su Madre, y de Magdalena, la más querida de las santas mujeres, para que la causa de sus sufrimientos fuera no tanto el derramamiento de su propia Sangre, como la copiosa inundación de lágrimas que la visión de su agonía arrancaba de los corazones de los que estaban cerca. Me imagino que escucho a Cristo diciéndome: «Las olas de la muerte me envolvían» (130), pues la espada de Simeón atraviesa y hiere Mi Corazón, tan cruelmente como atraviesa el alma de Mi inocentísima Madre. ¡Es pues así que una muerte amarga separa no sólo el alma del cuerpo, sino también a la madre del hijo, y tal Madre de tal Hijo! Por esta razón dijo, «Mujer, ahí tienes a tu hijo», pues su amor por María no le permitía en un momento así dirigirse a Ella con el nombre tierno de Madre. Dios tanto amó al mundo que le dio su Hijo Unigénito para su Redención, y el Hijo Unigénito tanto amó al Padre que derramó profusamente su propia Sangre por su honor, y no satisfecho con los dolores de su Pasión, ha soportado las agonías de la compasión, para que hubiera una redención abundante por nuestros pecados. Y para que no perezcamos, sino que gocemos de la vida eterna, el Padre y el Hijo nos exhortan a imitar su caridad al representarla en su más exquisita belleza; y aún así el corazón del hombre todavía se resiste a esta caridad tan grande, y por lo tanto merece más bien sentir la ira de Dios, que saborear la dulzura de su misericordia, y caer en los brazos del Divino amor. Seríamos de verdad ingratos, y mereceríamos tormentos eternos, si por su amor no soportásemos lo poco que es necesario purgar para nuestra salvación, cuando contemplamos a nuestro Redentor amándonos en una medida tal, como para sufrir por nosotros más de lo necesario, soportar tormentos incontables y derramar cada gota de su Sangre, cuando una sola gota hubiera sido ampliamente suficiente para nuestra redención. La única razón que puede darse para nuestra desidia y locura es que ni meditamos en la Pasión de Cristo, ni consideramos su inmenso amor por nosotros con la seriedad y atención con que deberíamos. Nos contentamos con leer apuradamente la Pasión, o en escucharla leer, en lugar de asegurarnos oportunidades adecuadas para penetrar en nosotros mismos con el pensamiento de ella. Por eso el santo Profeta nos exhorta: «Mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que me atormenta» (131). Y el Apóstol dice: «Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo» (132). Pero vendrá el tiempo en que nuestra ingratitud hacia Dios y nuestro desinterés por el asunto de nuestra salvación será fuente de sincero dolor para nosotros. Pues hay muchos que en el Último Día gemirán «en la angustia de su espíritu» (133), y dirán: «Luego vagamos fuera del camino de la verdad; la luz de la justicia no nos alumbró, no salió el sol para nosotros» (134). Y no sentirán este dolor estéril por primera vez en el infierno, sino que en el Día del Juicio, cuando sus ojos mortales sean cerrados en la muerte, y los ojos de su alma se abran, contemplarán la verdad de estas cosas frente a las cuales durante su vida voluntariamente se cegaron.
Capítulo X
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Podemos extraer otro fruto de la consideración de la tercera palabra dicha por Cristo en la Cruz de esta circunstancia: que habían tres mujeres cerca de la Cruz de nuestro Señor. María Magdalena es la representante del pecador arrepentido, o de aquél que está haciendo su primer intento de avanzar en el camino de la perfección. María la mujer de Clopás es la representante de aquellos que ya han hecho algún avance hacia la perfección; y María la Madre Virgen de Cristo es la representante de aquellos que son perfectos. Podemos emparejar a San Juan con nuestra Señora, pues en poco tiempo sería, si es que no lo había sido ya, confirmado en gracia. Estas eran las únicas personas que se encontraban cerca de la Cruz, pues los pecadores abandonados, que nunca piensan en la penitencia están muy distantes de la escala de la salvación, la Cruz. Más aún, estas almas escogidas no estaban cerca de la Cruz sin un propósito, pues incluso ellos necesitaban de la asistencia de Aquél que estaba clavado sobre ella. Los penitentes, o principiantes en la virtud, para sostener la guerra contra sus vicios y concupiscencias, requieren ayuda de Cristo, su Guía, y reciben esta ayuda para luchar con la serpiente antigua por el aliento que les da su ejemplo, pues Él no descendería de la Cruz hasta haber obtenido una victoria total sobre el demonio, que es lo que somos enseñados por San Pablo en su Epístola a los Colosenses: «Canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz. Y, una vez despojados los Principados y las Postestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal» (135). María, la mujer de Clopás y madre de hijos que son llamados hermanos de nuestro Señor, es la representante de aquellos que ya han hecho algún progreso en el sendero de la perfección. Estos también necesitan asistencia de la Cruz, para que los cuidados y ansiedades de este mundo, con los cuales necesariamente están mezclados, no ahoguen en ellos la buena semilla, y una noche de trajín resulte en la captura de nada. Por eso las almas en este estado de perfección deben todavía trabajar y lanzar muchas miradas a Cristo clavado en su Cruz, el cual no se satisfizo con las grandes y múltiples obras que realizó durante su vida, sino que quiso por medio de su muerte avanzar hasta el grado más heroico de virtud, pues hasta que el enemigo de la humanidad hubiera sido totalmente derrotado y puesto en fuga, Él no descendería de su Cruz. Cansarse en la búsqueda de la virtud, y dejar de obrar actos de virtud, son los mayores impedimentos a nuestro avance espiritual, pues, como nota verazmente San Bernardo en su Epístola a Garino, «el que no avanza en la virtud, retrocede», y en la misma epístola se refiere a la escalera de Jacob, sobre la cual todos los ángeles o bien ascendían o bien descendían, pero ninguno estaba detenido. Más aún, incluso en los perfectos que viven una vida de celibato y son vírgenes, como eran nuestra Bienaventurada Señora y San Juan, el cual por esta razón era el Apóstol escogido de Cristo, incluso estos, digo, necesitan grandemente la asistencia del Él, que fue crucificado, pues su misma virtud los expone al peligro de caer por la soberbia espiritual, a menos que estén bien cimentados en la humildad. Durante el curso de su ministerio público, Cristo nos dio muchas lecciones de humildad, como cuando dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (136). Y de nuevo: «Vete a sentarte en el último puesto» (137); y «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (138). Aun así, todas Sus exhortaciones acerca de la necesidad de esta virtud no son tan persuasivas como el ejemplo que nos puso en la Cruz. ¿Pues qué mayor ejemplo de humildad podemos concebir que que el Omnipotente se deje atar con sogas y clavar a una Cruz? ¿Y que Él, «en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (139), permita que Herodes y su ejército lo traten como un loco y lo vistan con una túnica blanca, y que Aquél que «se sienta en querubines» (140) sufra Él mismo ser crucificado entre dos ladrones? Bien podemos decir después de esto, que el hombre que se arrodillase ante un crucifijo, y mirase en el interior de su alma, y llegase a la conclusión de que no es deficiente en la virtud de la humildad, sería incapaz de aprender lección alguna.
Capítulo XI
El tercer fruto que ha de ser
cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por
Cristo sobre la Cruz
En tercer lugar, de las palabras que Cristo dirigió a su Madre y a su discípulo desde el púlpito de la Cruz, aprendemos cuáles son los respectivos deberes de los padres hacia sus hijos, y de los hijos hacia sus padres. Trataremos en primer lugar de los deberes que los padres tienen para con sus hijos. Los padres cristianos deben amar a sus hijos, pero de tal manera que el amor a sus hijos no debe interferir con su amor a Dios. Esta es la doctrina que presenta nuestro Señor en el Evangelio: «El que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (141). Fue en obediencia a esta ley que nuestra Señora estuvo de pie junto a la Cruz viviendo ella misma una intensa agonía, aunque con gran firmeza de ánimo. Su dolor fue una prueba del gran amor que tenía para su Hijo, que moría en la Cruz junto a ella, y su firmeza fue una prueba de su entrega a Dios que reina en el cielo. Mirar a su inocente Hijo, a quien ella amó apasionadamente, muriendo en medio de tales tormentos, era suficiente como para destrozar su corazón; pero aunque hubiese estado en sus capacidades, no habría impedido la crucifixión, pues ella sabía que todos estos sufrimientos eran infligidos a su Hijo según «el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (142). El amor es la medida del dolor, y puesto que esta Madre Virgen amó mucho, por tanto era ella afligida mas allá de toda medida al contemplar a su Hijo tan cruelmente torturado. ¿Y cómo podría no haber amado esta Virgen Madre a su Hijo, sabiendo que sobrepasaba al resto de la humanidad en toda excelencia, y cuando Él estaba unido a ella con un lazo más cercano que los demás hijos estaban unidos a sus padres? Hay un doble motivo por que el que los padres aman a sus hijos; uno, porque los han engendrado, y el otro, porque las buenas cualidades de sus hijos redundan en sí mismos. Hay algunos padres, sin embargo, que sienten apenas una pequeña ligazón con sus hijos, y otros que realmente los odian si son minusválidos o perversos, o si tienen la mala fortuna de ser ilegítimos. Ahora bien, por las dos razones que acabamos de mencionar, la Virgen Madre de Dios amó a su Hijo más que lo que cualquier otra madre podría haber amado a sus hijos. En primer lugar, ninguna mujer ha engendrado jamás a un hijo sin la cooperación de su marido, pero la Bienaventurada Virgen tuvo a su Hijo sin contacto alguno con varón; como Virgen lo concibió, y como Virgen lo dio a luz, y como Cristo nuestro Señor según la generación divina tiene Padre y no Madre, según la generación humana tiene Madre y no Padre. Cuando decimos que Cristo nuestro Señor fue concebido del Espíritu Santo, no queremos decir que el Espíritu Santo sea el Padre de Cristo, sino que Él formó y moldeó el Cuerpo de Cristo, no a partir de su propia sustancia, sino de la pura carne de la Virgen. Verdaderamente entonces la Virgen lo ha engendrado sola, sólo ella puede clamar que es su propio Hijo, y por tanto lo ha amado con más amor que cualquier otra madre. En segundo lugar, el Hijo de la Virgen no sólo fue y es hermoso más que los hijos de los hombres sino que sobrepasa en todo también a todos los ángeles, y como consecuencia natural de su gran amor, la Bienaventurada Virgen lloró en la Pasión y Muerte de su Hijo más que otras, y San Bernardo no duda en afirmar en uno de sus sermones que el dolor que sintió nuestra Señora en la crucifixión fue un martirio del corazón, según la profecía de Simeón: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (143). Y puesto que el martirio del corazón es más amargo que el martirio del cuerpo, San Anselmo en su obra Sobre la excelencia de la Virgen dice que el dolor de la Virgen fue más amargo que cualquier sufrimiento corporal. Nuestro Señor, en su Agonía en el Huerto de Getsemaní, sufrió un martirio del corazón al pasar revista a todos los sufrimientos y tormentos que habría de soportar al día siguiente, y abriendo en su alma las compuertas al dolor y al miedo empezó a estar tan afligido que un Sudor de Sangre manó de su Cuerpo, algo que no sabemos que haya resultado jamás de sus sufrimientos corporales. Por tanto, mas allá de toda duda, nuestra Bienaventurada Señora cargó una pesadísima cruz, y soportó un dolor conmovedor, de la espada de dolor que atravesó su alma, pero se mantuvo de pie junto a la Cruz como verdadero modelo de paciencia, y contempló todos los sufrimientos de su Hijo sin manifestar signo alguno de impaciencia, porque buscó el honor y la gloria de Dios más que la gratificación de su amor materno. Ella no cayó el piso medio muerta de dolor, como algunos imaginan; tampoco se cortó los cabellos, ni sollozó o gritó fuertemente, sino que valientemente llevó la aflicción que era la voluntad de Dios que llevase. Ella amó a su Hijo vehementemente, pero amó más el honor de Dios Padre y la salvación de la humanidad, del mismo modo que su Divino Hijo prefirió estos dos objetos a la preservación de su vida. Más aún, su inconmovible fe en la resurrección de su Hijo acrecentó la confianza de su alma al punto que no tuvo necesidad de consolación alguna. Ella fue consciente de que la Muerte de su Hijo sería como una pequeña dormición, tal como dijo el Salmista Real: «Yo me acuesto y me duermo, y me despierto, pues Yahvé me sostiene» (144).
Todos los fieles deben imitar este
ejemplo de Cristo subordinando el amor a sus hijos al amor a Dios,
que es el Padre de todos, y ama a todos con un amor mayor y más
beneficioso que el que podemos experimentar. En primer lugar, los
padres cristianos deben amar a sus hijos con un amor viril y
prudente, no alentándolos si obran mal, sino educándolos en el
temor de Dios, y corrigiéndolos, e incluso amonestándolos y
castigándolos si han ofendido a Dios o son negligentes en su
educación. Pues esta es la voluntad de Dios, tal como nos es
revelada en las Sagradas Escrituras, en el libro del Eclesiástico:
«¿Tienes hijos? Instrúyelos e inclínalos desde su juventud» (145).
Y leemos de Tobías que «desde su infancia le enseñó a su hijo a
temer a Dios y abstenerse de todo pecado» (146). El Apóstol
advierte a los padres que no exasperen a sus hijo, no sea que se
vuelvan apocados, sino que los formen mediante la instrucción y la
corrección del Señor, esto es, no tratarlos como esclavos, sino
como hijos (147). Los padres que son muy severos con sus hijos, y
que los reprochan y castigan incluso por una pequeña falta, los
tratan como esclavos, y tal tratamiento los desalentará y les hará
odiar el techo paterno; y por el contrario, los padres que son muy
indulgentes criarán hijos inmorales, que serán luego víctimas del
fuego del infierno en vez de poseer una corona inmortal en el
cielo.
El método correcto que han de
adoptar los padres en la educación de sus hijos es enseñarles a
obedecer a sus superiores, y cuando sean desobedientes
corregirlos, pero de manera tal que se evidencia que la corrección
procede de un espíritu de amor y no de odio. Más aún, si Dios
llama a un hijo al sacerdocio o a la vida religiosa, ningún
impedimento debe ponerse a esta vocación, pues los padres no han
de oponerse a la voluntad de Dios, sino más bien decir con el
santo Job: «El Señor me lo dio, y el Señor me lo quitó: bendito
sea el nombre del Señor» (148). Finalmente, si los padres pierden
a sus hijos por una muerte intempestiva, como nuestra
Bienaventurada Madre perdió a su Divino Hijo, deben confiar en el
buen juicio de Dios, quien a veces toma un alma para sí si percibe
que podría perder su inocencia y así perecer por siempre.
Verdaderamente, si los padres pudiesen penetrar en los designios
de Dios en relación a la muerte de un hijo, se alegrarían en vez
de llorar: y si tuviésemos una fe viva en la Resurrección, como la
tuvo nuestra Señora, no nos lamentaríamos más porque una persona
muera en su juventud, que lo que habríamos de lamentarnos porque
una persona vaya a dormir antes de la noche, pues la muerte del
fiel es una clase de sueño, como nos dice el Apóstol en su
Epístola a los Tesalonicenses: «Hermanos, no queremos que estéis
en la ignorancia respecto de los que están dormidos, para que no
os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza» (149).
El Apóstol habla de la esperanza y no de la fe, porque no se
refiere a una resurrección incierta, sino a una resurrección feliz
y gloriosa, similar a la de Cristo, que fue un despertar a la vida
verdadera. Pues el hombre que tiene una fe firme en la
resurrección del cuerpo, y confía en que su hijo muerto se
despertará de nuevo a la gloria, no tiene motivo de pena, sino una
gran razón para alegrarse, pues la salvación de su hijo está
asegurada.
Nuestro siguiente punto es tratar
acerca del deber que los hijos tienen para su padres. Nuestro
Señor nos dio en su Muerte el más perfecto ejemplo de respeto
filial. Ahora, según las palabras del Apóstol, el deber de los
hijos es: «corresponder a sus progenitores» (150). Los hijos
corresponden a sus padres cuando les proveen todo lo necesario
para ellos en su edad avanzada, tal como sus padres les procuraron
alimento y vestido en su infancia. Cuando Cristo estuvo a punto de
morir confió su anciana Madre, que no tenía nadie que la cuidase,
a la protección de San Juan, y le dijo que en adelante lo mire
como a su hijo, y le mandó a San Juan que la reverenciara como a
su madre. Y así nuestro Señor cumplió perfectamente las
obligaciones que un hijo debe a su madre. En primer lugar, en la
persona de San Juan. Le dio a su Madre Virgen un hijo que era de
la misma edad que él, o tal vez un año menor, y por tanto era en
todo sentido capaz de proveer por el bienestar de la Madre de
nuestro Señor. En segundo lugar, le dio por hijo al discípulo a
quien amaba más que a los demás, y quien ardientemente le había
retribuido amor por amor, y en consecuencia nuestro Señor tuvo la
mayor confianza en la diligencia con la que su discípulo
sostendría a su Madre. Más aún, escogió al discípulo que sabía que
viviría más que los otros apóstoles, y que por lo tanto viviría
más que su Madre. Finalmente, nuestro Señor tuvo esta atención
para con su Madre en el momento más calamitoso de su vida, cuando
su Cuerpo entero fue presa de sufrimientos, cuando su Alma entera
fue atormentada por las insolentes mofas de sus enemigos, y tenía
que beber el cáliz amargo de la inminente muerte, de modo que
parecería que no podría pensar en nada sino en sus propios
dolores. Sin embargo, su amor por su Madre triunfó por encima de
todo, y olvidándose de sí mismo, su único pensamiento fue cómo
confortarla y ayudarla, y no fue en vano su esperanza en la
prontitud y fidelidad de su discípulo, pues «desde aquella hora la
acogió en su casa» (151).
Cada hijo tiene una mayor
obligación que la que nuestro Señor tuvo de proveer por las
necesidades de sus padres, pues cada ser humano le debe más a sus
padres que lo que Cristo le debía a su Madre. Cada niño recibe de
sus padres un mayor favor que el que pueden esperar devolver, pues
ha recibido de sus manos lo que para él es imposible darles, a
saber, el ser. «Recuerda -dice el Eclesiástico-, que no habrías
nacido si no fuese por ellos» (152). Sólo Cristo es una excepción
a esta regla. En efecto, Él recibió de su Madre su vida como
hombre, pero Él le dio a ella tres vidas; su vida humana, cuando
con la cooperación del Padre y del Espíritu Santo la creó; su vida
de gracia, cuando la previno en la dulzura de sus bendiciones
creándola Inmaculada, y su vida de gloria cuando fue asumida al
reino de la gloria y exaltada por encima de los coros de los
ángeles. En consecuencia, si Cristo, quien le dio a su
Bienaventurada Madre más de lo que Él había recibido de ella en su
nacimiento, deseó corresonderla, ciertamente el resto de la
humanidad está aún más obligada a corresponder a sus padres. Más
aún, al honrar a nuestros padres no hacemos sino lo que es nuestro
deber, y aún así la bondad de Dios es tal como para recompensarnos
por ello. En los Diez Mandamientos está grabada la ley: «Honra a
tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la
tierra» (153). Y el Espíritu Santo dice: «Aquél que honre a su
padre tendrá gozo en sus propios hijos, y en el día de su oración
será escuchado» (154). Y Dios no sólo recompensa a los que
reverencian a sus padres, sino que castiga a los que les son
irrespetuosos, pues éstas son las palabras de Cristo: «Dios ha
dicho que el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado
con la muerte» (155). «Y maldito es de Dios quien irrita a su
madre» (156). Por lo tanto, podemos concluir que la maldición de
un padre traerá consigo la ruina, pues Dios mismo lo ratificará.
Esto se prueba por muchos ejemplos; y narraremos brevemente uno
que refiere San Agustín en su Ciudad de Dios. En Cesarea, una
ciudad de Capadocia, habían diez niños, a saber siete varones y
tres mujeres, que fueron malditos por su madres, y fueron
inmediatamente golpeados por el cielo con tal castigo que todos
sus miembros temblaron, y, en su penosa situación, adonde fuera
que fuesen, no podían soportar la mirada de sus conciudadanos, y
así vagaron por todo el mundo Romano. Al final, dos de ellos
fueron curados por las reliquias de San Esteban Proto-mártir, en
presencia de San Agustín.
Capítulo XII
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz La carga y el yugo que puso nuestro Señor en San Juan, al confiar a su cuidado la protección de su Madre Virgen, fueron ciertamente un yugo dulce y una carga ligera. ¿Quién pues no estimaría una felicidad habitar bajo el mismo techo con quien había llevado por nueve meses en su vientre al Verbo Encarnado, y había disfrutado por treinta años la más dulce y feliz comunicación de sentimientos con Él? ¿Quién no enviaría al discípulo elegido de nuestro Señor, cuyo corazón fue alegrado en la ausencia del Hijo de Dios por la presencia constante de la Madre de Dios? Y aún así si no me equivoco está en nuestro poder obtener por medio de nuestras oraciones que nuestro amabilísimo Señor, que se hizo Hombre por nuestra salvación y fue crucificado por amor a nosotros, nos diga en relación a su Madre, «He ahí a tu Madre», y diga a su Madre por cada uno de nosotros «¡He ahí a tu hijo!». Nuestro buen Señor no escatima sus gracias, con tal que nos acerquemos al trono de gracia con fe y confianza, con corazones sinceros, abiertos y no hipócritas. Aquel que desea tenernos como coherederos del reino de su Padre, no desdeñará tenernos como coherederos en el amor de su Madre. Y tampoco nuestra benignísima Madre llevará a mal tener una innumerable multitud de hijos, pues ella tiene un corazón capaz de abrazarnos a todos, y desea ardientemente que no perezca ninguno de esos hijos que su Divino Hijo redimió con su preciosa Sangre y aún más preciosa Muerte. Aproximémonos por tanto con confianza al trono de la gracia de Cristo, y con lágrimas roguémosle humildemente que le diga a su Madre por cada uno de nosotros, «He ahí a tu hijo», y a nosotros en relación a su Madre, «He ahí a tu Madre». ¡Cuán seguros estaremos bajo la protección de tal Madre! ¿Quién se atreverá a apartarnos de debajo de su manto? ¿Qué tentaciones, qué tribulaciones podrían vencernos si nos confiamos a la protección de la Madre de Dios y Madre nuestra? Y no seremos los primeros que han obtenido tan poderosa protección. Muchos nos han precedido, muchos, digo, se han puesto bajo la singular y maternal protección de tan poderosa Virgen, y nadie ha sido abandonado de ella con su alma en un estado perplejo y abatido, sino que todos los que han confiado en el amor de tal Madre están felices y gozosos. De ella se ha escrito: «Ella te pisará la cabez» (157). Quienes confían en ella pueden con seguridad «pisar sobre el áspid y la víbora, y hollar al león y al dragón» (158). Escuchemos, sin embargo, las palabras de unos pocos hombres ilustres de los tanto que han reconocido haber encontrado la esperanza de su salvación el Virgen, y a quienes podemos creer que nuestro Señor les dijo «He ahí a tu Madre», y en relación a quienes le dijo a su Madre, «He ahí a tu hijo».
El primero será San Efrén de Siria,
un antiguo Padre de tanto renombre que San Jerónimo nos informa
que sus trabajos eran leídos públicamente en las iglesias antes
que las Sagradas Escrituras. En uno de sus sermones sobre las
alabanzas de la Madre de Dios, él dice: «La inmaculada y pura
Virgen Madre de Dios, la Reina de todo, y la esperanza de los que
desesperan». Y nuevamente: «Tú eres un puerto para los que son
atacados por tormentas, consuelo del mundo, liberadora de los que
están en prisión; tú eres madre de los huérfanos, redentora de los
cautivos, alegría del enfermo, y estrella para la seguridad de
todos». Y nuevamente: «Guárdame y protégeme bajo tu brazo, ten
piedad de mí que estoy manchado por el pecado. No confío en nadie
sino en ti, oh Virgen sincerísima. ¡Salve, paz, gozo y seguridad
del mundo!». Citaremos a continuación a San Juan Damasceno, quien
fue uno de los primeros en mostrar el más grande honor y poner la
mayor confianza en la protección de la santísima Virgen. Así dice
en un sermón sobre la Natividad de la Bienaventurada Virgen: «Oh
hija de Joaquín y Ana, oh Señora, recibe las oraciones de un
pecador que te ama y honra ardientemente, y mira a ti como su
única esperanza de alegría, como la sacerdotisa de la vida, y la
guía de los pecadores para retornar a la gracia y el favor de tu
Hijo, y la segura depositaria de la seguridad, aligera el peso de
mis pecados, vence mis tentaciones, haz mi vida pía y santa, y
concédeme que bajo tu guía pueda llegar a la felicidad celestial».
Ahora seleccionaremos unos pocos pasajes de dos Padres latinos.
San Anselmo, en su trabajo Sobre la Excelencia de la Virgen dice:
«Considero como un gran signo de predestinación para alguno que se
le haya concedido el favor de meditar frecuentemente en María». Y
nuevamente: «Recuerda que a veces obtenemos auxilio con más
prontitud invocando el nombre de la Virgen Madre que si hubiésemos
invocado el Nombre del Señor Jesús, su único Hijo, y es no porque
sea ella más grande o poderosa que Él, ni porque sea Él más grande
y poderoso por medio de ella, sino más bien ella por medio de Él.
¿Cómo es entonces que obtenemos auxilio más prontamente al
invocarla que al invocar a su Hijo? Digo que creo que es así, y mi
explicación es que su Hijo es el Señor y Juez de todo, y es capaz
de discernir los méritos de cada uno. En consecuencia, cuando su
Nombre es invocado por alguien, puede con justicia prestar oídos
sordos a la súplica, pero si el nombre de su Madre es invocado,
incluso suponiendo que los méritos del que suplica no le dan
derecho a ser escuchado, aún así los méritos de la Madre de Dios
son tales que su Hijo no puede negarse a escuchar su oración».
Pero San Bernardo, en un lenguaje que es verdaderamente admirable,
describe por un lado el afecto santo y maternal con el que la
Bienaventurada Virgen acoge a los que le son devotos, y por otro
el amor filial de quienes la miran como Madre. En su segundo
sermón sobre el texto «El Ángel fue enviado», exclama: «Oh tú,
quienquiera que seas, que sabes que estás expuesto a los peligros
del tempestuoso mar de este mundo más que lo que gozas de la
seguridad de la tierra firme, no alejes tus ojos del esplendor de
esta Estrella, del María Estrella del Mar, a menos que desees ser
devorado por la tempestad. Si los vientos de las tentaciones
surgen,, si eres arrojado a las rocas de las tribulaciones, mira
esta Estrella, llama a María. Si eres arrojado aquí y allá en las
oleadas del orgullo, de la ambición, de las calumnias, de la
envidia, levanta la mirada hacia esta Estrella, llama a María. Si
tú, aterrorizado por la magnitud de tus crímenes, perplejo ante el
impuro estado de tu conciencia, y sacudido por el temor de tu
Juez, empiezas a ser engullido por el abismo de la tristeza o el
hoyo de la desesperanza, piensa en María; en todos tus peligros,
en todas tus dificultades, en todas tus dudas piensa en María,
llama a María. No serás confundido si la sigues, no desesperarás
si le rezas, no te equivocarás si piensas en ella». El mismo Santo
en este sermón sobre la Natividad de la Virgen dice los siguiente:
«Alza tus pensamientos y juzga con qué afecto quiere Él que
honremos a María que ha llenado su alma con la plenitud de su
bondad, de modo que toda esperanza, toda gracia, toda protección
del pecado que recibamos la reconozcamos como viniendo a través de
sus manos». «Veneremos a María con todo nuestro corazón y todas
nuestras oblaciones, pues esa es la voluntad de quien ha hecho que
recibamos todo por medio de María». «Hijos míos, ella es la
escalera para los pecadores, ella es my mayor confianza, ella es
todo el fundamento de mi esperanza». A estos extractos de los
escritos de dos santos Padres, añadiré algunas citas de dos santos
Teólogos. Santo Tomás, en su ensayo sobre la salutación angélica,
dice: «Ella es bendita entre todas las mujeres porque ella sola ha
quitado la maldición de Adán, ha traído bendiciones a la
humanidad, y ha abierto las puertas del Paraíso. Por eso es
llamada María, nombre que significa "Estrella del Mar", pues así
como marineros conducen sus naves a puerto mirando las estrellas,
así los Cristianos son llevados a la gloria por la intercesión de
María». San Buenaventura escribe en su Pharetra: «Oh Santísima
Virgen, así como todo el que te odia y es olvidado por ti
necesariamente perecerá, así todo el que te ama y es amado por ti
necesariamente será salvado». El mismo Santo en su Vida de San
Francisco habla así de la confianza de éste en la Bienaventurada
Virgen: «Amó a la Madre de nuestro Señor Jesucristo con un amor
inefable, por ella nuestro Señor Jesucristo llegó a ser nuestro
hermano, y por ella obtuvimos misericordia. Junto a Cristo colocó
toda su confianza en ella, la miró como abogada propia y de su
Ordena, y en su honor ayunó devotamente desde la fiesta de San
Pedro y San Pablo hasta la Asunción». Con estos santos juntaremos
el nombre del Papa Inocencio III, quien fue eminentemente
distinguido por su devoción a la Virgen, y no sólo celebró sus
grandezas en sus sermones, sino que construyó un monasterio en su
honor, y lo que es más admirable, en una exhortación que dirigió a
su grey para que confíen en ella, usó palabras cuya veracidad fue
luego ejemplificada en su propia persona. Así hablo en su segundo
sermón sobre la Asunción: «Que el hombre que está sentado en la
oscuridad del pecado mire la luna, que invoque a María para que
ella interceda ante su Hijo, y le obtenga la compunción de
corazón. Pues ¿quién que la haya alguna vez llamado en su
desgracia no ha sido escuchado?». El lector puede consultar el cap.
IX, libro 2, sobre «Las lágrimas de la paloma», y ver que allí
hemos escrito sobre el Papa Inocencio III. De estos extractos, y
de estos signos de predestinación, queda abundantemente evidente
que una devoción cordial a la Virgen Madre de Dios no es novedad
alguna. Pues parecería increíble que perezca alguien en cuyo favor
Cristo le ha dicho a su Madre: «He ahí a tu hijo», con tal que no
preste oídos sordos a las palabras que Cristo le dirigió a él
mismo: «He ahí a tu Madre».
LIBRO II : SOBRE LAS CUATRO
ÚLTIMAS PALABRAS DICHAS EN LA CRUZ
Capítulo I
Explicación literal de la cuarta Palabra: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» Hemos explicado en la parte anterior las tres primeras palabras que fueron pronunciadas por nuestro Señor desde el púlpito de la Cruz, alrededor de la hora sexta, poco después de su crucifixión. En esta parte explicaremos las cuatro restantes palabras, que, luego de la oscuridad y el silencio de tres horas, proclamó este mismo Señor desde este mismo púlpito con fuerte voz. Pero primero parece necesario explicar brevemente cuál, y de dónde, y para qué surgió la oscuridad que existió entre las tres primeras y las últimas cuatro palabras, pues así dice San Mateo: «Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: "¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?", esto es: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?"» (159). Y esta oscuridad surgió de un eclipse de sol, tal como nos lo narra San Lucas:
«Se eclipsó el sol» (160), dice.
Pero aquí se presentan tres
dificultades. En primer lugar, un eclipse de sol ocurre en luna
nueva, cuando la luna está entre la tierra y el sol, y esto no
puede haber sucedido en la muerte de Cristo, porque la luna no
estaba en conjunción con el sol, como ocurre cuando hay luna
nueva, sino que estaba opuesta al sol como en la luna nueva, pues
la Pasión ocurrió en la Pascua de los judíos, que, según San
Lucas, estaba en el día catorce del mes lunar. En segundo lugar,
incluso si la luna hubiese estado en conjunción con el sol en el
momento de la Pasión, la oscuridad no podría haber durado tres
horas, es decir, desde la sexta hasta la nona, pues un eclipse de
sol no dura tanto tiempo, especialmente si es un eclipse total,
cuando el sol está tan escondido que su oscuridad es llamada
tinieblas. Pues dado que la luna se mueve más rápido que el sol,
según su propio movimiento, oscurece la superficie entera del sol
por un periodo breve solamente, y, estando el sol constantemente
en movimiento, mientras la luna se aleja, empieza a dar su luz a
la tierra. Finalmente, no puede ocurrir jamás que por la
conjunción del sol y de la luna la tierra entera quede en
tinieblas, Pues la luna es más pequeña que el sol, incluso más
pequeña que la tierra, y por lo tanto por su interposición no
puede la luna oscurecer tanto al sol como para privar al universo
de su luz. Y si alguien sostiene que la opinión de los
Evangelistas se refiere solamente a la tierra de Palestina, y no
al mundo entero absolutamente, es refutado por el testimonio de
San Dionisio el Areopagita, quien, en su Epístola a San Policarpo,
declara que en la ciudad de Heliópolis, en Egipto, él mismo vio
este eclipse del sol, y sintió estas horrorosas tinieblas. Y Flego,
un historiador griego, gentil, relata este eclipse cuando dice:
«En el cuarto año de la bicentésimo segunda Olimpiada, tuvo lugar
el eclipse más grande y extraordinario que haya jamás ocurrido,
pues a la hora sexta la luz del día se trocó en tinieblas de
noche, de modo que las estrellas aparecieron en los cielos». Este
historiador no escribió en Judea, y es citado por Orígenes contra
Celso, y Eusebio en sus Crónicas sobre el trigésimo tercer año de
Cristo. Luciano mártir da así testimonio del acontecimiento: «Mira
en nuestros anales, y encontrarás que en el tiempo de Pilato
desapareció el sol, y el día fue invadido por tinieblas». Rufino
cita estas palabras de San Luciando en la Historia Eclesiástica de
Eusebio, que él mismo tradujo al latín. También Tertuliano, en su
Apologeticon, y Pablo Orosio, en su historia, todos ellos, en
efecto, hablan del globo entero, y no de solo Judea. Ahora bien en
cuanto a la solución de las dificultades. Lo que dijimos más
arribe, que un eclipse de sol ocurre en luna nueva, y no en luna
llegan, es cierto cuando tiene lugar un eclipse natural; pero el
eclipse en la muerte de Cristo fue extraordinario y no natural,
pues fue el efecto de Aquel que hizo el sol y la luna, el cielo y
la tierra. San Dionisio, en el pasaje que acabamos de referir,
afirma que al mediodía la luna fue vista por él y por Apolofanes
acercarse al sol con un movimiento rápido e inusual, y que la luna
se ubicó a sí misma ante el sol y permaneció en esa posición hasta
la hora nona, y de la misma manera regresó a su lugar en el Este.
A la objeción de que un eclipse del sol no podía durar tres horas,
de modo que por todo ese tiempo las tinieblas cubriesen la tierra,
podemos responder que en un eclipse natural y ordinario esto sería
cierto: este eclipse, sin embargo, no estuvo regido por las leyes
de la naturaleza, sino por la voluntad del Creador Todopoderosos,
quien pudo tan fácilmente detener a la luna, como ocurrió, quieta
ante el sol, sin moverse ni más rápido ni más lento que el sol,
como pudo traer la luna de modo extraordinario y con gran
velocidad desde su posición al Este del sol, y luego de tres horas
hacerla regresar a su lugar en los cielos. Finalmente, un eclipse
del son no podría haber sido percibido en el mismo momento en
todas partes del mundo, pues la luna es más pequeña que la tierra
y mucho más pequeña que el sol. Esto es ciertísimo en relación a
la simple interposición de la luna; pero lo que la luna no podía
hacer por sí misma, lo hizo el Creador del sol y de la luna, con
tan sólo dejar de cooperar con el sol en la iluminación del globo.
Y, nuevamente, no puede ser cierto, como algunos supones, que
estas tinieblas universales fueran causadas por nubes densas y
oscuras, pues es evidente, por la autoridad de los antiguos, que
durante este eclipse y tinieblas las estrellas brillaron en el
cielo y nubes densas habrían oscurecido no sólo al sol, sino
también la luna y las estrellas.
Son varias las razones dadas por
las que Dios deseó estas tinieblas universales durante la Pasión
de Cristo. Hay dos especiales entre ellas. Primero, para mostrar
la verdadera ceguera del pueblo judío, como nos lo cuenta San León
en su décimo sermón sobre la Pasión de nuestro Señor, y esta
ceguera de los judíos dura hasta este momento, y seguirá durando,
según la profecía de Isaías:
«¡Arriba, resplandece, oh
Jerusalén, que ha llegado tu luz, y la gloria del Señor ha
amanecido sobre ti! Pues mira cómo la oscuridad cubre la tierra, y
espesa nube a los pueblos» (161): la más densa oscuridad, sin
duda, cubrirá al pueblo de Israel, y una espesa nube más ligera y
fácilmente disipable cubrirá a los gentiles. La segunda razón, tal
como lo enseña San Jerónimo, fue para mostrar la inmensa magnitud
del pecado de los judíos. En efecto, antes, hombres perversos
solían hostigar, perseguir y matar a los buenos; ahora, hombres
impíos se atrevieron a perseguir y crucificar a Dios mismo, quien
había asumido nuestra naturaleza humana. Antes los hombres
discutían unos con otros; de las disputas pasaban a las
maldiciones; y de las maldiciones a la sangre y el asesinato;
ahora siervos y esclavos se han levantado contra el Rey de los
hombres y de los ángeles, y con una inaudita audacia lo han
clavado en una Cruz. Por tanto, el mundo entero se ha llenado de
horror, y para mostrar cuánto detesta semejante crimen, el sol ha
retirado sus rayos y ha cubierto el universo con una terrible
oscuridad.
Pasemos ahora a la interpretación
de las palabras del Señor: «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?». Estas
palabras están tomadas del Salmo 21: «Dios mío, Dios mío, mírame,
¿por qué me has abandonado?» (162). Las palabras «mírame», que
aparecen a la mitad del versículo, fueron añadidas por los Setenta
intérpretes, pero en el texto hebreo sólo se encuentran las
palabras que nuestro Señor pronunció. Debemos resaltar que los
Salmos fueron escritos en hebreo, y las palabras pronunciadas por
Cristo estaban en parte en siriaco, que era el lenguaje entonces
en uso entre los judíos. Estas palabras: «Talitá kum - Muchacha, a
ti te digo, levántante», y «Effatá - Ábrete», así como otras
palabras en el Evangelio son siriacas y no hebreas. Nuestro Señor
entonces se queja de haber sido abandonado por Dios, y se queja
gritando con fuerte voz. Estas dos circunstancias deben ser
brevemente explicadas. El abandono de Cristo por su Padre puede
ser interpretado de cinco maneras, pero hay una sola que es la
verdadera interpretación. Pues, en efecto, hubo cinco uniones
entre el Padre y el Hijo: una, la unión natural y eterna de la
Persona el Hijo en esencia; la segunda, el nuevo lazo de unión de
la Naturaleza Divina con la naturaleza humana en la Persona del
Hijo, o lo que es lo mismo, la unión de la Persona Divina del Hijo
con la naturaleza humana; la tercera era la unión de gracia y
voluntad, pues Cristo como hombre era un hombre «lleno de gracia y
de verdad» (163), como lo atestigua en San Juan: «yo hago siempre
lo que le agrada a él» (164), y de Él lo dijo el Padre: «Este es
mi Hijo amado, en quien me complazco» (165). La cuarta fue la
unión de gloria, pues el alma de Cristo gozó desde el momento de
la concepción de la visión beatífica; la quinta fue la unión de
protección a la que se refiere cuando dice: «y el que me ha
enviado está conmigo, no me ha dejado solo» (166). El primer tipo
de unión es inseparable y eterno, pues se funda en la Esencia
Divina, y así dice nuestro Señor: «Yo y el Padre somos uno» (167);
y por tanto no dijo Cristo: «Padre mío, ¿por qué me has
abandonado?», sino «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pues
el Padre es llamado el Dios del Hijo sólo después de la
Encarnación y por razón de la Encarnación. El segundo tipo de
unión no ha sido ni jamás puede ser disuelto, pues lo que Dios ha
asumido una vez no puede jamás dejarlo de lado y por eso dice el
Apóstol: «El que no se perdonó ni a su propio hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros» (168); y, San Pedro, «Cristo padeció
por nosotros», y «Ya que Cristo padeció en la carne» (169): todo
lo cual prueba que no quien fue crucificado no fue meramente un
hombre, sino el verdadero Hijo de Dios, y Cristo el Señor. El
tercer tipo de unión también existe aún y existirá siempre: «Pues
también Cristo murió una sola vez por nuestros pecados, el justo
por los injustos» (170), tal como lo expresa San Pedro; pues para
ningún provecho nos habría sido la muerte de Cristo si esta unión
de gracia se hubiese disuelto. La cuarta unión no pudo ser
interrumpida, pues la beatitud del alma no puede perderse, ya que
comprende el goce de todo bien, y la parte superior del alma de
Cristo estaba verdaderamente feliz (171).
Queda entonces solamente la unión
de protección, que fue quebrada por un breve periodo, para dar
tiempo a la oblación del sacrificio de sangre para la redención
del mundo. En efecto, Dios Padre pudo en varias maneras haber
protegido a Cristo, y haber impedido la Pasión, y por este motivo
dice Cristo en su Oración en el Huerto: «Padre, todo es posible
para ti; aparte de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero,
sino lo que quieras Tú» (172): y nuevamente a San Pedro: «¿O
piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a
mi disposición más de doce legiones de ángeles?» (173). Asimismo,
Cristo como Dios pudo haber salvado del sufrimiento su Cuerpo,
pues dice «Nadie me la quita [mi vida]; yo la doy voluntariamente»
(174) y esto es lo que había profetizado Isaías: «Fue ofrecido por
su propia voluntad» (175). Finalmente, el Alma bendita de Cristo
puedo haber transmitido al Cuerpo el don de la impasibilidad y de
la incorrupción; pero le plugo al Padre, y al Verbo, y al Espíritu
Santo, para que se cumpliese el decreto de la Santa Trinidad,
permitir que el poder del hombre prevalezca temporalmente contra
Cristo. Pues esta era la hora a la que se refería Cristo cuando
dijo a los que venían a aprehenderlo:
«Esta es vuestra hora y el poder de
las tinieblas» (176). Así entonces, Dios abandonó a su Hijo cuando
permitió que su Carne humana sufriese tan crueles tormentos sin
consuelo alguno, y Cristo manifestó este abandono gritando con voz
fuerte para que todos puedan conocer la inmensidad del precio de
nuestra redención, pues hasta esa hora había Él soportado todos
sus tormentos con tanta paciencia y ecuanimidad que apareciese
casi como libre de la capacidad de sentir. No se quejó Él de los
judíos que lo acusaron, ni de Pilato que lo condenó, ni de los
soldados que lo crucificaron. No gimió; no gritó; no dio ningún
signo exterior de su sufrimiento; y ahora, a punto de morir, para
que la humanidad pueda entender, y nosotros, sus siervos, podamos
recordar una gracia tan inmensa, y el valor del precio de nuestra
redención, quiso declarar públicamente el gran sufrimiento de su
Pasión. Por eso estas palabras «Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». no son palabras de alguien que acusa, o que
reprocha, o que se queja, sino, como he dicho, son palabras de
Alguien que declara la inmensidad de su sufrimiento por la mejor
de las causas, y en el más oportuno de los momentos.
Capítulo II
El primer fruto que ha de ser
cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por
Cristo sobre la Cruz
Hemos explicado brevemente lo relativo a la historia de la cuarta palabra: nos toca ahora recoger algunos frutos del árbol de la Cruz. El primer pensamiento que se presenta es que Cristo quiso apurar el cáliz de su Pasión hasta lo último. Permaneció en la Cruz por tres horas, desde la hora sexta hasta la nona. Permaneció por tres horas enteras y completas, incluso por más de tres horas, pues fue pegado a la Cruz antes de la hora sexta, y no quiso morir hasta la hora nona, como se prueba a continuación. El eclipse de sol comenzó a la hora sexta, como lo muestran los tres Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas; San Marcos dice expresamente: «Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona» (177). Ahora bien, nuestro Señor pronunció sus tres primeras palabras en la Cruz antes que se iniciase la oscuridad, y por lo tanto antes de la hora sexta. San Marcos explica esta circunstancia más claramente diciendo: «Era la hora tercia cuando le crucificaron»; y añadiendo poco después: «Llegada la hora sexta, hubo oscuridad» (178). Cuando dice que nuestro Señor fue crucificado en la hora tercia, quiere indicar que fue clavado en la Cruz antes del fin de esa hora, y por lo tanto antes del inicio de la hora sexta. Debemos notar aquí que San Marcos habla de las horas principales, cada una de las cuales contenía tres horas ordinarias, tal como el propietario llamó a sus viñadores en las horas primera, tercia, sexta, nona y undécima (179). Por tanto San Marcos dice que nuestro Señor fue crucificado en la hora tercia, pues la hora sexta no había llegado aún.
Nuestro Señor quiso entonces beber
el cáliz lleno y rebosante de su Pasión para enseñarnos a amar el
cáliz amargo del arrepentimiento y el esfuerzo, y a no amar la
copa de las consolaciones y los placeres mundanos. Según la ley de
la carne y el mundo, debemos escoger pequeñas mortificaciones,
pero grandes indulgencias; poco trabajo, pero mucha alegría; tomar
poco tiempo para nuestras oraciones, pero largo tiempo para
conversaciones ociosas. En verdad no sabemos lo que pedimos, pues
el Apóstol advierte a los Corintios: «cada cual recibirá el
salario según su propio trabajo» (180); y nuevamente: «no recibe
la corona si no ha competido según el reglamento» (181). La
felicidad eterna debe ser la recompensa del trabajo eterno, pero
puesto que no podríamos disfrutar jamás de la felicidad eterna su
nuestro trabajo aquí tuviese que ser eterno, nuestro Señor queda
satisfecho si durante la vida que pasa como una sombra nos
esforzamos por servirlo por el ejercicio de las buenas obras; por
otro lado, los que pasan su corta vida ociosamente o, lo que es
peor, pecando y provocando la ira de Dios, no son hijos sino niños
que no tienen corazón, ni entendimiento, ni juicio. Pues si era
necesario que Cristo padeciera y entrara así en su gloria (182),
cómo podremos entrar en una gloria que no es nuestra perdiendo el
tiempo detrás de los placeres y la gratificación de la carne? Si
el significado del Evangelio fuese oscuro, y pudiese ser entendido
solamente luego de arduo esfuerzo, tal vez habría alguna excusa;
pero su significado ha sido puesto de modo tan sencillo con el
ejemplo de la vida de Aquel que lo predicó primero, que ni el
ciego puede equivocarse en percibirlo. Y la enseñanza de Cristo no
ha sido ejemplificada sólo con su propia vida, sino que han habido
tantos comentarios a su doctrina al alcance de todos, como han
habido apóstoles, mártires, confesores, vírgenes y santos, cuyas
alabanzas y triunfos celebramos día a día. Y todos estos proclaman
fuertemente que no a través de muchos placeres, sino «a través de
muchas tribulaciones» nos es necesario «entrar en el Reino de
Dios» (183).
Capítulo III
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Otro fruto, y muy provechoso, puede ser obtenido por la consideración del silencio de Cristo durante esas tres horas que transcurrieron entre la hora sexta y la nona. Pues, oh alma mía, ¿qué fue lo que hizo tu Señor durante esas tres horas? El horror y la oscuridad universal habían cubierto el mundo, y tu Señor estaba reposando, no en una suave cama, sino en una Cruz, desnudo, sobrecargado de dolores, sin nadie que lo consuele. Tú, Señor, que eres el único que sabe lo que sufriste, enseña a tus siervos a entender cuánta gratitud te deben, para que participen contigo de tus lágrimas, y para que sufran por tu amor, si es tu parecer, la pérdida de todo tipo de consuelo en este su lugar de exilio.
«Oh hijo mío, durante el curso
entero de mi vida mortal, que no fue otra cosa que continuo
trabajo y dolor, no experimenté jamás tanta angustia como durante
esas tres horas, ni sufrí jamas con mayor buena voluntad que
entonces. Pues entonces, por la debilidad de mi Cuerpo, mis
Heridas se abrían cada vez más, y la amargura de mis dolores se
acrecentaba. También entonces, el frío, que aumentaba por la
ausencia del sol, hizo aún mayores los sufrimientos de mi desnudo
Cuerpo desde la cabeza hasta los pies. También entonces, la
oscuridad misma que impedía la vista del cielo, de la tierra y de
todo lo demás, como que forzó mis pensamientos a detenerse tan
sólo en los tormentos de mi Cuerpo, de modo que de así estas tres
horas parecieron ser tres años. Pero ya que mi Corazón estaba
inflamado con un anhelante deseo de honrar a mi Padre, de
mostrarle mi obediencia, y de procurar la salvación de vuestras
almas, y los dolores de mi cuerpo se acrecentaban tanto más cuanto
este deseo iba siendo saciado, así estas tres horas parecieron ser
tan sólo tres pequeños momentos, así de grande fue mi amor al
sufrir».
«Oh querido Señor, habiendo sido
ése el caso, somos muy ingratos si tratamos de pasar una hora
pensando en tus dolores, cuando tú no vacilaste en pender de una
Cruz por nuestra Salvación durante tres horas completas, en la
aterradora oscuridad, el frío y la desnudez, sufriendo una
incontenible sed y punzadas aún más amargas. Pero, Tú que amas a
los hombres, te pido me respondas esto. ¿Pudo la vehemencia de tus
sufrimientos apartar por un sólo momento tu Corazón de la oración
durante esas tres largas y silentes horas? Pues cuando nosotros
pasamos dificultad, especialmente si sufrimos un dolor corporal,
encontramos una gran dificultad para orar».
«No ocurrió eso conmigo, hijo mío,
pues en un Cuerpo débil tenía Yo un Alma lista para la oración.
Efectivamente, durante esas tres horas, cuando no salió una sola
palabra de mis labios, oré y supliqué al Padre por ti con mi
Corazón. Y oré no sólo con mi Corazón, sino también con mis
Heridas y con mi Sangre. Pues había tantas bocas clamando por ti
ante el Padre como Heridas había en mi Cuerpo, y mis Heridas eran
muchas; y había tantas lenguas pidiendo y rogando por ti ante el
mismo Padre, que es tu Padre y mi Padre, como había gotas de
Sangre cayendo al suelo».
«Ahora finalmente, Señor, has
abatido del todo la impaciencia de tu siervo, quien si
eventualmente busca rezar lleno de trabajos, o cargado con
aflicciones, apenas puede levantar su mente a Dios para rezar por
sí mismo; o si por tu gracia consigue levantar su mente, no puede
mantener fija su atención, sino que sus pensamientos se vuelven
errantes hacia su trabajo o su dolor. Por tanto, Señor, ten piedad
de este siervo tuyo por tu gran misericordia, para que imitando el
gran ejemplo de tu paciencia pueda caminar por tus huellas y
aprender a desdeñar sus leves aflicciones, al menos durante su
oración».
Capítulo IV
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Cuando nuestro Señor exclamó en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», Él no ignoraba la razón por la cual Dios lo había abandonado. ¿Qué podía ignorar quien conocía todas las cosas? Y así San Pedro, cuando nuestro Señor le preguntó «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?», respondió, «Señor, tu sabes todas las cosas: tu sabes que te amo» (184). Y el Apóstol San Pablo, hablando de Cristo, dice, «En quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento» (185). Cristo por lo tanto preguntó, no para aprender algo, sino para alentarnos a preguntar, de manera que buscando y encontrando podamos aprender muchas cosas que nos serán útiles e incluso quizás necesarias. ¿Por qué, entonces, Dios abandonó a su Hijo en medio de sus pruebas y de su amarga angustia? Cinco razones se me presentan, y éstas las mencionaré para que aquellos que son más sabios que yo puedan tener la oportunidad de investigar otras mejores y más útiles.
La primera razón que se me presenta
es la grandeza y la multitud de los pecados que la humanidad ha
cometido contra su Dios, y que el Hijo de Dios asumió para
expiarlos en su propia Carne: «El mismo», escribe Pedro, «que
llevó nuestros pecados en su Cuerpo sobre el árbol; a fin de que
nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos para la justicia;
por cuyas heridas vosotros fuisteis curados» (186). En efecto, la
grandeza de las ofensas que Cristo asumió para expiar es en cierto
sentido infinita, por razón de la Persona de infinita majestad y
excelencia que ha sido ofendida; pero, por otro lado, la Persona
de Aquel que expía, Persona que es el Hijo de Dios, es también de
infinita majestad y excelencia, y por consiguiente cada
sufrimiento voluntariamente tomado por el Hijo de Dios, incluso si
hubiese derramado tan sólo una gota de su Sangre, habría sido una
expiación suficiente. Con todo quiso Dios que su Hijo tuviera que
sufrir innumerables tormentos y los más duros dolores, porque
nosotros habíamos cometido no una sino numerosas ofensas, y el
Cordero de Dios, que quitó los pecados del mundo, tomó sobre sí no
sólo el pecado de Adán, sino todos los pecados de toda la
humanidad. Esto se ve en ese abandono del que el Hijo se queja al
Padre: «¿Por qué me has abandonado?». La segunda razón es la
grandeza y la multitud de las penas del infierno, y el Hijo de
Dios muestra cuán grandes son al querer apagarlos con los
torrentes de su Sangre. El profeta Isaías nos enseña qué tan
terribles son, que son completamente intolerables, cuando
pregunta: «¿Quién de ustedes puede habitar con el fuego devorador?
¿Quién de ustedes podrá habitar con llamas eternas?» (187). Demos,
entonces, gracias con todo nuestro corazón a Dios, quien consintió
abandonar por un momento a su Único Hijo a los más grandes
tormentos, para liberarnos de las llamas que serían eternas.
Démosle gracias, también, desde el fondo de nuestro corazón al
Cordero de Dios, que prefirió ser abandonado por Dios bajo su
espada castigadora que abandonarnos a nosotros a los dientes de
aquella bestia que siempre roerá y nunca estará satisfecha de
roernos.
La tercera razón es el alto valor
de la gracia de Dios, que es esa perla tan preciosa que obtuvo
Cristo, el mercader sabio, vendiendo todo lo que tenía, y nos la
devolvió a nosotros. La gracia de Dios, que nos fue dada en Adán,
y que perdimos a través del pecado de Adán, es una piedra tan
preciosa que mientras adorna nuestras almas y las hace agradables
a Dios, es también una prenda de la felicidad eterna. Nadie podía
devolvernos esa piedra preciosa, que era la joya de nuestras
riquezas y de la cual la astucia de la serpiente nos había
privado, sino el Hijo de Dios, quien venció por su sabiduría la
maldad del demonio, y quien nos la devolvió al gran costo de sí
mismo, ya que soportó tantas penas y dolores. Prevaleció la
obediencia del Hijo, que tomó sobre sí el más penoso peregrinaje
para recuperarnos esa joya preciosa. La cuarta causa fue la
inmensa grandeza del reino de los cielos, que el Hijo de Dios nos
abrió con su inmensa fatiga y sufrimiento, a quien la Iglesia
canta agradecida, «Cuando venciste el aguijón de la muerte,
abriste el reino de los cielos a los creyentes». Pero para
conquistar el aguijón de la muerte fue necesario sostener un duro
combate con la muerte, y para que el Hijo de Dios pudiera triunfar
lo más gloriosamente posible en este combate, fue abandonado por
su Padre. La quinta causa fue el inmenso amor que el Hijo de Dios
tenía por su Padre. Pues en la redención del mundo y en la
extirpación del pecado, Él se propuso hacer una satisfacción
abundante y superabundante en honor de su Padre. Y esto no podría
haber sido hecho si el Padre no hubiese abandonado al Hijo, esto
es, si no le hubiese permitido sufrir todos los tormentos que
pudieran ser ideados por la malicia del demonio, o pudieran ser
soportados por un hombre. Si, por lo tanto, alguien pregunta por
qué Dios abandonó a su Hijo en la Cruz cuando estaba sufriendo tan
extremados tormentos, nosotros podemos responder que Él fue
abandonado para enseñarnos la inmensidad del pecado, la inmensidad
del infierno, la inmensidad de la gracia Divina, la inmensidad de
la vida eterna, y la inmensidad del amor que el Hijo de Dios tuvo
por su Padre. De estas razones surge otra pregunta: ¿Por qué,
entonces, ha mezclado Dios el cáliz del sufrimiento de los
mártires con una consolación espiritual tal que prefieren beber su
cáliz endulzado con estas consolaciones a estar sin sufrimiento ni
consolación, y permitió a su querido y amado Hijo beber hasta el
final el cáliz amargo de su sufrimiento sin ninguna consolación?
La respuesta es que en el caso de los mártires no se verifica
ninguna de las razones que hemos dado arriba con respecto a
nuestro Señor.
Capítulo V
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Otro fruto debe ser recogido, no tanto de la cuarta palabra en sí misma como de las circunstancias del tiempo en el cual fue pronunciada: esto es, de la consideración de la terrible oscuridad que precedió inmediatamente a la enunciación de esta palabra. La consideración de esta oscuridad sería lo más apropiado, no sólo para ilustrar a la nación hebrea, sino para fortalecer a los cristianos mismos en la fe, si consideran seriamente la fuerza de las verdades que nos proponemos encontrar en ella.
La primera verdad es que mientras
Cristo estaba en la Cruz el sol estaba oscurecido de tal manera
que las estrellas eran tan visibles como lo son de noche. Este
hecho es garantizado por cinco testigos, dignos de toda
credibilidad, quienes eran de distintas naciones y escribieron sus
libros en tiempos distintos y en lugares distintos, de tal manera
que sus escritos no pudieron ser el resultado de comparación o
conspiración alguna. El primero es San Mateo, un judío, quien
escribió en Judea, y fue uno de aquellos que vio el sol
oscurecerse. Ahora bien, ciertamente un hombre de este cuidado y
prudencia no hubiera escrito lo que escribió, y en la ciudad de
Jerusalén como es probable, a menos que el hecho que describió
hubiese sido verdadero. De otra manera hubiese sido ridiculizado y
objeto de burla para los habitantes de la ciudad y del país por
haber escrito algo que todos sabían era falso. Otro testigo es San
Marcos, quien escribió en Roma; también él vio el eclipse, pues se
encontraba en Judea en ese tiempo con los demás discípulos de
nuestro Señor. El tercero es San Lucas, quien era griego y
escribió en griego: también él vio el eclipse en Antioquía. Como
Dionisio Areopagita lo vio en Heliópolis, en Egipto, San Lucas
pudo verlo más fácilmente en Antioquía, que está más cerca de
Jerusalén que Heliópolis. Los testigos cuarto y quinto son
Dionisio y Apolófanes, ambos griegos y en ese tiempo gentiles,
quienes claramente afirman que vieron el eclipse y se llenaron de
asombro ante él. Estos son los cinco testigos que dan testimonio
del hecho porque lo vieron. A su autoridad debemos añadir la de
los Anales de los Romanos y la de Flegon, el cronista del
emperador Adriano, como hemos mostrado arriba en el primer
capítulo. Por consiguiente esta primera verdad no puede ser negada
por Judíos o Paganos sin gran temeridad. En medio de los
cristianos es considerada parte de la fe católica.
La segunda verdad es que este
eclipse sólo pudo ser ocasionado por el grandísimo poder de Dios:
que por lo tanto no pudo ser el trabajo del demonio, o de los
hombres a través de la mediación del demonio, sino que procedió de
la especial Providencia y voluntad de Dios, el Creador y Soberano
del mundo. La prueba es ésta. El sol sólo pudo ser eclipsado por
uno de estos tres métodos: ya sea por la interposición de la luna
entre el sol y la tierra; o por alguna nube grande y densa; o a
través de la absorción o extinción de los rayos del sol. La
interposición de la luna no pudo haber ocurrido por las leyes de
la naturaleza, ya que era la Pascua de los judíos y la luna estaba
llena. El eclipse entonces debió haber ocurrido o sin la
interposición de la luna, o la luna, por algún milagro grande y
extraordinario, debió haber pasado en unas pocas horas sobre un
espacio que naturalmente le tomaría catorce días completar, y
luego por la repetición del milagro habría retornado a su lugar
natural. Ahora bien, es admitido por todos que sólo Dios puede
influenciar los movimientos de las esferas celestes, porque el
demonio tiene sólo poder en este globo, y así el Apóstol llama a
Satanás «el príncipe de los poderes de este aire» (188).
El eclipse del sol no pudo haber
ocurrido por el segundo método, pues una densa y gruesa nube no
podría esconder los rayos del sol sin al mismo tiempo ocultar las
estrellas. Y tenemos la autoridad de Flegon para decir que durante
este eclipse las estrellas eran tan visibles en el cielo como lo
son durante la noche. Y respecto al tercer método, debemos
recordar que los rayos del son no pudieron ser absorbidos o
extinguidos sino sólo por el poder de Dios quien creó el sol. Por
lo tanto esta segunda verdad es tan cierta como la primera, y no
puede ser negada sin un grado igual de temeridad.
La tercera verdad es que la Pasión
de Cristo fue la causa del eclipse que fue realizado por la
especial Providencia de Dios, y es probada por el hecho de que la
oscuridad ensombreció la tierra justo el tiempo que nuestro Señor
permaneció vivo en la Cruz, esto es, desde la hora sexta hasta la
nona. Atestiguan esto todos los que hablan del eclipse; y no
podría haber ocurrido que un eclipse en sí mismo milagroso
coincidiese por casualidad con la Pasión de Cristo. Pues los
milagros no son producto de la casualidad, sino del poder de Dios.
Y no conozco de ningún autor que haya asignado otra causa a este
eclipse tan maravilloso. Así pues, quienes conocen a Cristo
reconocen que fue realizado en atención a Él, y quienes no lo
conocen confiesan su ignorancia de su causa, pero permanecen en
admiración ante el hecho.
La cuarta verdad es que una
oscuridad tan terrible sólo podría haber mostrado que la sentencia
de Caifás y Pilato era injustísima, y que Jesús era el Hijo único
y verdadero de Dios, el Mesías prometido a los judíos. Esta fue la
razón por la que los judíos pedían su muerte. Pues cuando en el
consejo de los Sacerdotes, los Escribas y los Fariseos el Sumo
Sacerdote vio que la evidencia presentada contra Él no probaba
nada, se levantó y dijo: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos
digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».
Y cuando nuestro Señor reconoció y
confesó que sí lo era, aquél «rasgó sus vestidos y dijo: "¡Ha
blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír
la blasfemia. ¿Qué os parece?" Respondieron ellos diciendo: "Es
reo de muerte"» (189). Nuevamente cuando estaba ante Pilato, quien
deseaba liberarlo, los Sumos Sacerdotes y el pueblo gritaban:
«Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se
tiene por Hijo de Dios» (190). Este fue el principal motivo por el
que Cristo nuestro Señor fue condenado a la muerte de la Cruz, y
esto había sido profetizado por el profeta Daniel cuando dijo: «el
Cristo será suprimido, y el pueblo que lo niegue no será suyo»
(191). Por esta causa, entonces, Dios permitió que durante la
Pasión de Cristo una horrible oscuridad se esparza sobre el mundo
entero, para mostrar con total claridad que el Sumo Sacerdote
estuvo equivocado, que el pueblo judío estuvo equivocado, que
Herodes estuvo equivocado, y que el que estuvo colgado de la Cruz
era su único Hijo, el Mesías. Y cuando el centurión vio estas
manifestaciones celestiales exclamó: «Verdaderamente éste era Hijo
de Dios» (192); y nuevamente, «Ciertamente este Hombre era justo»
(193). Pues el centurión reconoció en tales signos celestiales la
voz de Dios anulando la sentencia de Caifás y de Pilato, y
declarando que este Hombre era condenado a muerte en contra de la
ley, pues era el Autor de la vida, el Hijo de Dios, el Cristo
prometido. Pues qué otra cosa podría haber significado Dios con
esta oscuridad, con la secreta separación de las rocas y el
rasgarse el velo del Templo, sino que se estaba apartando de un
pueblo que una vez fue el suyo, y estaba airado con gran ira pues
no habían conocido el tiempo de su visita.
Ciertamente si los judíos
considerasen estas cosas, y al mismo tiempo volviesen su atención
al hecho de que desde ese día fueron dispersados por todas las
naciones, no tuvieron ya ni reyes ni pontífices, ni altares, ni
sacrificios, ni profetas, deberían concluir que han sido
abandonados por Dios y, lo que es peor, que se han sido entregados
a un sentido corrupto, y que se cumple en ellos ahora lo que
Isaías profetizó cuando presentó al Señor diciendo: «Escuchad
bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Enceguece
el corazón de ese pueblo y hazlo duro de oídos, y pégale los ojos,
no sea que vea con sus ojos y oiga con sus oídos, y entienda con
su corazón, y se convierta y lo cure» (194).
Capítulo VI
El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz En las tres primeras palabras Cristo nuestro Maestro nos ha recomendado tres grandes virtudes: caridad para con nuestros enemigos, amabilidad para los que sufren, y afecto por nuestros padres. En las cuatro últimas palabras nos recomienda cuatro virtudes, ciertamente no más excelentes, pero aún así no menos necesarias para nosotros: humildad, paciencia, perseverancia y obediencia. En efecto, de la humildad, que puede ser llamada la virtud característica de Cristo, pues no se ha hecho mención de ella en los escritos de los sabios de este mundo, nos dio Él ejemplo por medio de sus acciones durante el transcurso completo de su vida y con selectas palabras se mostró como el Maestro de la virtud cuando dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón» (195). Pero en ningún momento nos alentó más claramente a la práctica de esta virtud, y junto con ella a la de la paciencia, que no puede ser separada de la humildad, que cuando exclamó «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pues Cristo nos muestra con estas palabras que con el consentimiento de Dios, tal como lo atestiguaron las tinieblas, se había oscurecido toda su gloria y su excelencia, y nuestro Señor no podría haber soportado esto si no hubiese poseído la virtud de la humildad en el grado más heroico.
La gloria de Cristo, de la que nos
escribe San Juan al inicio de su Evangelio -«Vimos su gloria,
gloria como de Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad» (196)-, consistía en su Poder, su Rectitud, su Justicia,
su real Majestad, la felicidad de su Alma, y la dignidad divina de
la que gozaba como el verdadero y real Hijo de Dios. Las palabras
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», muestran que su
Pasión echó un velo sobre todos estos dones. Su Pasión echó un
velo sobre su poder, pues cuando estuvo clavado en la Cruz
aparecía tan impotente que los Sumos Sacerdotes, los soldados y el
ladrón se burlaban de su debilidad diciendo: «Si eres el Hijo de
Dios, baja de la Cruz; Él que salvó a otros, a sí mismo no puede
salvarse» (197). ¡Cuánta paciencia, cuánta humildad le fue
necesaria a Él que era Todopoderoso, para no responder ni una
palabra a semejantes mofas! Su Pasión echó un velo sobre su
Sabiduría, pues ante el Sumo Sacerdote, ante Herodes, ante Pilato,
estuvo como privado de entendimiento y respondió sus preguntas con
el silencio, de modo tal que «Herodes, con su guardia, después de
despreciarle y burlarse de él, le puso un espléndido vestido»
(198). ¡Cuánta paciencia, cuánta humildad, le fue necesaria a
quien era no sólo más sabio que Salomón, sino que era la Sabiduría
misma de Dios, para tolerar tales ultrajes! Su Pasión echó un velo
sobre la rectitud de su vida, pues fue clavado a una Cruz entre
dos ladrones, como un embustero del pueblo, y un usurpador de un
reino ajeno. Y Cristo confesó que el haber sido abandonado por su
Padre parecía proyectar un mayor resplandor a la gloria de su vida
inocente. «¿Por qué me has abandonado?». Pues Dios no suele
abandonar a los hombres rectos sino a los perversos. En efecto,
todo hombre orgulloso tiene particular cuidado para evitar decir
algo que pueda llevar a sus oyentes a deducir que ha sido
menospreciado. Pero los hombres humildes y pacientes, cuyo Rey es
Cristo, aprovechan diligentemente toda ocasión de practicar su
humildad y su paciencia, con tal que al hacerlo no violen la
verdad. ¡Cuánta paciencia, cuánta humildad le fue necesaria para
soportar semejantes insultos, especialmente a Aquel de quien San
Pablo dice: «Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo,
inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por
encima de los cielos» (199). Esta Pasión proyecta tal velo sobre
su real Majestad que tenía una corona de espinas por diadema, una
caña como cetro, un patíbulo como cámara de audiencia, dos
ladrones como sus reales huéspedes. ¡Cuánta paciencia entonces,
cuánta humildad le fue necesaria a quien era el verdadero Rey de
reyes, Señor de señores, y Príncipe de los reyes de este mundo!
¿Qué diré de la alegría de corazón de la que Cristo gozó desde el
momento mismo de su concepción, y de la que, si hubiese querido,
podría haber hecho participar a su Cuerpo? ¿Qué velo echó su
Pasión sobre la gloria de su felicidad, pues lo hizo, como dice
Isaías, «Despreciable, y desecho de hombres, Varón de dolores, y
colmado de injurias» (200), de modo que en la grandeza de su
sufrimiento gritó: «Dios mío, Dios míos, ¿por qué me has
abandonado?»? En fin, su Pasión oscureció tanto la poderosa
dignidad de su Persona Divina que Aquel que se sienta no sólo por
encima de todos los hombres, sino por encima de los mismos
Ángeles, pudo decir «Pero soy un gusano y no hombre, la vergüenza
de los hombres, y el asco del pueblo» (201).
Cristo, entonces, descendió en su
Pasión al abismo mismo de la humildad, pero esta humildad tuvo su
recompensa y su gloria. Lo que nuestro Señor había prometido tan a
menudo de que «el que se humilla será ensalzado», nos dice el
Apóstol que fue ejemplificado en su propia Persona. «Se humilló a
sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de Cruz. Por lo
cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo
nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los
cielos, en la tierra y en los abismos» (202). Así, quien parecía
ser el menor de los hombres es declarado ser el primero, y una
pequeña y como pasajera humillación ha sido seguida por una gloria
que será eterna. Así ha ocurrido con los Apóstoles y los Santos.
San Pablo dice de los Apóstoles: «Hemos venido a ser, hasta ahora,
como la basura del mundo y el desecho de todos» (203), esto es,
los compara a las cosas más viles que son holladas bajo los pies.
Así fue su humildad. ¿Cuál es su gloria? San Juan Crisóstomo nos
dice que los apóstoles están sentados ahora en el cielo, cerca al
trono mismo de Dios, donde los querubines lo alaban y los
serafines lo obedecen. Ellos están asociados con los grandes
príncipes de la corte celestial. Y estarán allí por siempre. Si
los hombres considerasen cuán glorioso es imitar en esta vida la
humildad del Hijo de Dios, y viesen a cuánta gloria los conduciría
esta humildad, encontraríamos muy pocos hombres orgullosos. Pero
puesto que la mayoría de los hombres miden todo con sus sentidos y
con consideraciones humanas, no debemos sorprendernos si el número
de los humildes es pequeño, y el de los orgullosos infinito.
Capítulo VII
Explicación literal de la quinta
Palabra: Tengo sed»
La quinta palabra que encontramos
en San Juan es «tengo sed». Pero para entenderla tenemos que
añadir las palabras precedentes y subsiguientes del mismo
evangelista. «Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba
cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: "Tengo sed".
Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de
hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la
boca» (203). (204)El significado de estas palabras es que nuestro
Señor deseaba realizar todo lo que sus profetas, inspirados por el
Espíritu Santo, habían predicho sobre su vida y muerte. Ya todo se
había realizado, excepto el haber mezclado hiel con lo que iba a
beber, de acuerdo a lo que está en el salmo sesenta y nueve:
«Veneno me han dado por comida, en mi sed me han abrevado con
vinagre» (205). Por eso, para que la Escritura se realice, es que
gritó con fuerte voz: «Tengo sed». Pero ¿por qué para que fueran
cumplidas la Escrituras? ¿Por qué no más bien porque realmente
estaba sediento y quería calmar su sed? Un profeta no profetiza
con el propósito de que se cumpla aquello que predice, sino
profetiza porque ve que aquello que profetiza se va a cumplir, y
por eso lo predice. Consecuentemente el hecho de prever o de
predecir algo no es el motivo para que esto ocurra, más bien, el
evento que va ocurrir es la causa por la que puede ser prevista o
predicha.
Aquí tenemos abierto, ante nuestra
vista, un gran misterio. Nuestro Señor sufrió desde el comienzo de
la crucifixión una sed de lo más dolorosa, y esta sed siguió
creciendo, de tal forma que se convirtió en uno de los dolores más
intensos que tuvo que soportar en la Cruz, pues el derramamiento
de una gran cantidad de sangre seca a la persona, produciendo una
violenta sed. Yo mismo una vez conocí un hombre que tenía varias
heridas y consecuentemente había perdido mucha sangre, y que solo
pedía algo para beber, como si no le importaran sus heridas, sino
solo su terrible sed. Lo mismo es relatado de San Emeramo, mártir,
quien estaba atado a una estaca, cruelmente torturado, y de lo
único que se quejaba era de la sed. Pero Cristo había sido
arrastrado de un lado al otro por la ciudad, y desde la
flagelación en la columna, había sangrado copiosamente esa sangre
que durante la crucifixión fluía de su cuerpo, como de cuatro
fuentes, y este desangramiento continuó por varias horas. ¿No
habrá experimentado una sed violentísima? Sin embargo, soportó
esta agonía por tres horas en silencio, y lo pudo haber soportado
hasta la muerte, que estaba tan próxima. ¿Entonces, por qué se
mantuvo silente sobre este asunto durante tanto tiempo, y al
momento de la muerte, pronunció su sufrimiento clamando, «¡Tengo
sed!»? Porque era la voluntad de Dios que todos nosotros sepamos
que su Hijo único había sufrido esta agonía. Y así nuestro Padre
celestial quiso que sea predicho por sus profetas, y también quiso
que nuestro Señor Jesucristo, para dar un ejemplo de paciencia a
sus fieles seguidores, reconociera que sufrió esa intensa agonía
al exclamar «Tengo sed». Esto es, todos los poros de mi cuerpo
están cerrados, mis venas están resecas, mi paladar está reseco,
mi garganta esta reseca, todos mis miembros están resecos. Si
alguien desea aliviarme, deme algo de beber.
Consideremos ahora, qué bebida le
fue ofrecida por los que estaban cerca a la Cruz. «Había allí una
vasija llena de vinagre. Sujetaron una esponja a una rama de
hisopo empapada en vinagre y se la acercaron a la boca». ¡Oh, qué
consolación! ¡Qué alivio! Había allí una vasija llena de vinagre,
una bebida que tiende a hacer que las heridas duelan y que apura
la muerte. Por este motivo estaba ahí, para hacer que los que
estaban crucificados mueran más rápidamente. Al tratar ese punto
San Cirilo dice con razón, «En vez de algo refrescante y
aliviante, le ofrecieron algo que era doloroso y amargo». Y si
consideramos lo que San Lucas escribe en el Evangelio, todo esto
se vuelve todavía más probable: «También los soldados se burlaban
de él y, acercándose, le ofrecían vinagre» (206). A pesar de que
San Lucas dice esto de nuestro Señor justo después de que fue
clavado a la Cruz, no obstante podemos creer piadosamente que
cuando el soldado lo escuchó exclamar, «Tengo sed», le ofrecieron
el vinagre por medio de la misma esponja y rama que burlándolo ya
le habían ofrecido. Concluimos que al principio un poco antes de
su crucifixión le presentaron vino mezclado con hiel, y al poco
tiempo de la muerte le dieron vinagre, una bebida de lo más
desagradable para un hombre en agonía, para que la pasión de
Cristo sea de comienzo a fin una autentica y real pasión que no
admitía consolación.
Capítulo VIII
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz El Antiguo Testamento es comúnmente interpretado por el Nuevo Testamento, pero en relación a este misterio de la sed del Señor, las palabras del Salmo sesenta y nueve pueden ser consideradas como un comentario al Evangelio. Pues, de las palabras del Evangelio no podemos decidir con certeza si los que le ofrecieron vinagre al Señor sediento lo hicieron para aliviarlo, o para agravarle su agonía. Esto es, no sabemos si lo hicieron por un motivo de amor o de odio. Con San Cirilo, estamos inclinados a creer en el segundo motivo, pues las palabras del salmista son muy claras para requerir una explicación. Y de estas palabras podemos sacar una lección: aprender a tener sed con Cristo de aquellas cosas de las que podamos estar sedientos con provecho. Esto es lo que dice el salmista: «Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno. Veneno me han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre» (207). Y así, los que un poco antes de la crucifixión le dieron al Señor vino mezclado con hiel, de la misma manera que los que le ofrecieron a nuestro Señor crucificado vinagre, representan a los que reclama cuando dice: «Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno».
Pero tal vez alguien podría
preguntar: ¿No se afligieron con Él auténticamente y de corazón,
su Santísima Virgen Madre, y la hermana de su Madre, María de
Cleofás, y María Magdalena, y el apóstol San Juan, que estaban al
pie de la Cruz? ¿No se afligieron realmente con Él, lamentando su
suerte, aquellas santas mujeres que siguieron al Señor hasta el
monte Calvario? ¿No estaban los apóstoles en un estado de tristeza
durante todo el tiempo de su pasión, como predicó Cristo: «En
verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el
mundo se alegrará»? (208) Todos estos se afligieron y realmente se
afligieron, pero no se afligieron junto con Cristo, pues el motivo
y causa de su tristeza era bien distinta del motivo y causa de la
tristeza de Cristo. Nuestro Señor dijo: «Espero compasión, y no la
hay, consoladores, y no encuentro ninguno». Ellos se lamentaban
por el sufrimiento corporal y muerte de Cristo. Pero Él no se
lamentó de esto más que por un momento en el jardín, para probar
que realmente era un hombre. ¿No había dicho: «Con ansia he
deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (209); y
nuevamente: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al
Padre»? (210) Entonces, ¿cuál fue la causa de la tristeza de
nuestro Señor en la que no encontró nadie que lo acompañará en su
pesar? Era la perdida de las almas por las que estaba sufriendo. Y
¿cuál era la fuente de consuelo que no pudo encontrar en nadie,
sino la cooperación con él en la salvación de aquellos que tan
ardientemente esperaba? Esto era la único alivio que anhelaba,
esto deseaba, estaba hambriento, sediento de esto, pero le dieron
hiel por comida y le dieron vinagre por bebida. El pecado está
representado por la amargura de la hiel, que nada puede ser más
amargo para el gusto. La obstinación del pecado esta representado
por la acidez y el agresivo hedor del vinagre. Entonces, Cristo
tenía una auténtica causa para su tristeza cuando vio por ladrón
convertido, no sólo otro que permaneció en su obstinación, sino
aparte innumerables otros; cuando vio que todos sus apóstoles se
escandalizaron de su Pasión, que Pedro lo había negado, que Judas
lo había traicionado.
Si alguien desea confortar y
consolar a Cristo hambriento y sediento en la Cruz, lleno de pena
y pesar, que primero se manifieste verdaderamente penitente,
déjenlo detestar sus propios pecados, y entonces junto con Cristo,
déjenlo tener un hondo pesar en sus corazón, porque tan gran
número de almas mueren diariamente, a pesar de que todas podrían
ser fácilmente salvadas si sólo utilizaran la gracia que Él ha
comprado para ellos al redimirlos. San Pablo era uno de esos que
se afligía con el Señor, cuando en la Carta a los Romanos dice:
«Digo la verdad en Cristo, no miento, -mi conciencia me lo
atestigua en el Espíritu Santo-, siento una gran tristeza y un
dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema,
separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la
carne, los israelitas, de los cuales es la adopción filial» (211).
Con esta máxima, no pudo el apóstol mostrar con mayor intensidad
su ardiente deseo de la salvación las almas: «Pues desearía ser yo
mismo anatema, separado de Cristo». Quiere decir, según lo que
dice San Juan Crisóstomo, en su obra sobre la compunción del
corazón, que se sentía tan excesivamente afligido por la
maledicencia de los Judíos, que quería, si fuese posible, ser
separado de Cristo, por el bien de su gloria (212). No deseaba ser
separado del amor de Cristo, pues sería contradictorio con lo que
dice en otra parte de la misma epístola: «¿Quién nos separará del
amor de Cristo?» (213), sino de la gloria de Cristo, prefiriendo
ser privado de la participación en la gloria de su Salvador a que
su Señor sea privado del fruto adicional de su Pasión, que vendría
de la conversión de tantos miles de judíos. Él verdaderamente se
afligió junto con el Señor y consoló el pesar de su divino
Maestro. Pero ¿cuán escasos son los imitadores de este gran
apóstol hoy en día? Primeramente, muchos pastores de almas están
más afligidos si se reducen o pierden las rentas de la Iglesia que
si un gran número de almas se pierde por su ausencia o
negligencia. San Bernardo dice, refiriéndose a algunos:
«soportamos el detrimento que Cristo sufre con más ecuanimidad que
lo que deberíamos soportar nuestra propia pérdida. Balanceamos
nuestros gastos diarios con la entrada diaria de nuestras
ganancias, y no sabemos nada de la perdida que ocurre en el rebaño
de Cristo» (214). No es suficiente que un obispo viva santamente,
y se empeñe en su conducta privada a imitar las virtudes de
Cristo, a no ser que se empeñe para que los que estén en sus
manos, o mejor dicho sus hijos, sean santos, y trate de guiarlos,
haciendo que sigan los pasos de Cristo hacia el gozo eterno.
Entonces, que los que desean sufrir con Cristo, giman con Cristo,
y para compadecerse de Él, cuiden su rebaño, nunca desamparen sus
ovejas, más bien diríjanlas por la palabra y guíenlas con su
ejemplo.
Cristo también puede reclamar
razonablemente de los laicos, por no afligirse con el ni
aliviarlo. Y si cuando estaba colgado de la Cruz, expresó su pesar
por la perfidia y la obstinación de los Judíos, por quienes su
esfuerzo se perdió, por quienes su tormento fue ridiculizado, y
por quienes la preciosa medicina de su sangre fue desperdiciada
insanamente. ¡Cómo será esa expresión observando, no desde la
Cruz, sino desde el cielo, a aquellos que creen en Él, y no lucran
nada de su pasión, pisan su preciosa sangre y le ofrecen hiel y
vinagre al aumentar diariamente sus pecados, sin pensar en el
juicio final o temer el fuego del infierno! «Se produce alegría
entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte»
(215). Pero ¿no es acaso esta alegría transformada en tristeza,
leche en hiel, y vino en vinagre, que los que por la fe y el
bautismo han nacido en Cristo, y que por el sacramento de la
reconciliación han resucitado de la muerte a la vida, si en poco
tiempo vuelven a matar su alma al recaer en pecado mortal? «La
mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su
hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del
aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (216).
Pero ¿acaso no es doblemente afligida la madre si el hijo muere
inmediatamente después del nacimiento o nace ya muerto? Tantos
trabajan por su salvación confesando sus pecados, tal vez incluso
ayunando y dando limosna, pero su afán es en vano y nunca obtienen
el perdón de sus pecados, pues tienen una falsa conciencia o son
responsables de una ignorancia culpable. Estos trabajos, y el
trabajo inútil ¿no es a caso una aflicción doble para ellos mismos
y para sus confesores? Tales personas son como enfermos que
aceleran su muerte usando una medicina amarga que esperan que los
cure. O como un jardinero que soporta gran sufrimiento por sus
viñedos y tierras y que pierde todos los frutos de su cuidado por
una tormenta repentina. Estos son los males que debemos deplorar,
y cualquiera que gima y que es afligido con Cristo en la Cruz, y
cualquiera que se empeñe con toda su fuerza en aminorarlos, alivia
las penas y el pesar de nuestro Señor crucificado, y participará
con Él en el gozo del cielo, y reinará para siempre con Él en el
reino de su Padre celestial.
Capítulo IX
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Cuando medito atentamente sobre la sed que soportó Cristo en la Cruz, se me ocurre otra consideración muy útil. Me parece que nuestro Señor ha dicho, «Tengo sed», en el mismo sentido en que se dirigió a la Samaritana, «Dame de beber». Pues al desvelar el misterio que contienen estas palabras, también dijo: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (217). Pero, ¿cómo podía tener sed aquel que es la fuente del agua viva? ¿No se refiere a sí mismo cuando dice: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba?» (218). Y, ¿no es Él la roca a la cual el apóstol se refiere cuando dice: «y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo» (219). En fin, ¿no es Él que se dirige a los Judíos por la boca del profeta Jeremías: «a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen?» (220). Entonces, me parece que nuestro Señor desde la Cruz, como desde un trono elevado, mira a todo el mundo que está lleno de hombres que están sedientos y exhaustos, y por lo reseco que está, tiene piedad de la sequía que soporta la humanidad, y grita, «Tengo sed». Esto es, estoy sediento por la sequedad y aridez de mi Cuerpo, pero esta sed pronto se terminará. Sin embargo, la sed que sufro por el deseo de que los hombres empiecen a conocer por la fe que soy el auténtico manantial de agua viva y que se acerquen y beban es incomparablemente mayor.
¡Oh, qué felices seríamos si
escuchásemos con atención las palabras que nos está dirigiendo la
Palabra encarnada! ¿No tiene sed casi todo hombre, con la ardiente
e insaciable sed de la concupiscencia, que por las aguas turbias y
pasajeras de las cosas temporales y corruptibles, que son
considerados bienes, tales como el dinero, el honor, y los
placeres? Y, ¿quién ha escuchado las palabras de su maestro,
Cristo, y ha probado el agua viva de la sabiduría divina, que no
se haya sentido abominado por las cosas mundanas, y empezado a
aspirar las celestiales? ¿Quién ha puesto a un lado el deseo de
adquirir y acumular las cosas de este mundo y ha empezado a
aspirar y desear por las celestiales? Esta agua viva no brota del
mundo, más bien baja del cielo. Nuestro Señor, que es el manantial
de agua viva, nos lo va dar si es que le pedimos con oraciones
fervientes y copiosas lagrimas. No solo va eliminar toda ansiedad
por las cosas mundanas, sino que también va a ser nuestra fuente
infalible de comida y bebida en nuestro exilio. De este modo habla
Isaías: «todos los sedientos, id por agua,» y para que no pensemos
que esta agua es preciosa y querida, añade: «venid, comprad y
comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche» (221). Dice que es un
agua que tiene que ser comprada, pues no puede ser adquirida sin
esfuerzo, y sin tener la adecuada disposición para recibirla, pero
no es comprada con plata o por intercambio, pues es entregada
gratuitamente, pues es invalorable. Lo que el profeta en una línea
llama agua, en la próxima llama vino y leche, pues es tan eficaz
que contiene las cualidades del agua, vino y leche.
La verdadera sabiduría y caridad se
entienden como agua, pues refresca el corazón de la
concupiscencia, se entienden como vino pues calienta y embriaga la
mente con un ardor sobrio, se entienden como leche pues nutre al
joven en Cristo con un alimento fortalecedor, como lo dice Pedro:
«Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura»
(222). Esta misma sabiduría y caridad -lo opuesto a la
concupiscencia de la carne- es el yugo que es dulce, y la carga
ligera, que aquellos que lo toman dócil y humildemente lo
descubren como un descanso real y auténtico para sus almas. De tal
forma que ya no tienen sed, ni se afanan por retirar agua de
fuentes mundanas. Este deleitable descanso para el alma ha llenado
desiertos, habitados monasterios, reformado al clero, contenido
matrimonios. El palacio de Teodosio el Joven no era diferente de
un monasterio. La corte de Elzeario tenía poca diferencia con la
casa de religiosos pobres. En vez de las peleas y discusiones, se
escuchaban salmos y música sacra. Todas estas bendiciones se deben
a Cristo, que al precio de su propio sufrimiento, sació nuestra
sed y así regó los áridos corazones de hombres que no van a tener
sed nuevamente, a no ser que ante la instigación del enemigo
voluntariamente se retiren del manantial eterno.
Capítulo X
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz La imitación de la paciencia de Cristo es el tercer fruto en ser recogido de la consideración de la quinta palabra. En la cuarta palabra la humildad de Cristo, junto con su paciencia, era notable. En la quinta palabra, resplandece sola su paciencia. Ahora bien, la paciencia es no sólo una de la más grandes virtudes, sino es positivamente la más necesaria para nosotros. San Cipriano dice: «Entre todos los caminos de ejercicio celestial, no conozco uno más provechoso para esta vida o ventajoso para la próxima: que aquellos que se esfuerzan con temor y devoción por obedecer los mandamientos de Dios deban, sobre todas las cosas, practicar la virtud de la paciencia». Pero antes de que hablemos de la necesidad de la paciencia, debemos distinguir la virtud de su falsificación. La verdadera paciencia nos permite soportar el infortunio de sufrir sin caer en la desgracia de pecar. Tal fue la paciencia de los mártires, que prefirieron soportar las torturas del verdugo que negar la fe de Cristo, que prefirieron sufrir la pérdida de sus bienes mundanos antes que adorar dioses falsos. La falsificación de esta virtud nos lleva a soportar cualquier penalidad para obedecer a la ley de la concupiscencia, arriesgar la pérdida de la felicidad eterna por causa del placer momentáneo. Tal es la paciencia de los esclavos del demonio, que soportan hambre y sed, frío y calor, la pérdida de su reputación, la pérdida incluso del cielo, para incrementar sus riquezas, disfrutar los placeres de la carne, o ganar un puesto de honor.
La verdadera paciencia tiene la
propiedad de incrementar y preservar todas las otras virtudes.
Santiago es nuestra autoridad para este elogio de la paciencia. Él
dice: «Y la paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas, para
seáis perfectos e íntegros sin que dejéis nada que desear» (223).
Debido a las dificultades que nos encontramos en la práctica de la
virtud, ninguna puede florecer sin la paciencia, pero cuando las
otras virtudes son acompañadas por ésta, todas las dificultades
desaparecen, pues la paciencia hace derechos los caminos torcidos,
y suaves los caminos ásperos. Y esto es tan verdadero que San
Cipriano, hablando de la caridad, la reina de las virtudes, clama:
«La caridad, el lazo de la amistad, el fundamento de la paz, el
poder y la fuerza de la unión, es mayor que la fe o la esperanza.
Es la virtud de la cual los mártires obtienen su constancia, y es
la que practicaremos para siempre en el Reino de los Cielos. Pero
sepárala de la paciencia, y se hundirá; aleja de ella el poder del
sufrimiento y de la constancia, y se marchitará y morirá» (224).
El mismo santo manifiesta la necesidad de esta virtud también para
preservar nuestra castidad, firmeza, y paz con el prójimo. «Si la
virtud de la paciencia es fuerte y firmemente enraizada en sus
corazones, tu cuerpo, que es santo y templo del Dios vivo, no será
contaminado con adulterio, tu firmeza no será ensuciada por la
mancha de la injusticia, ni luego de haberse alimentado con el
Cuerpo de Cristo, estarán tus manos empapadas de sangre». Quiere
significar, por el contrario de estas palabras, que sin la
paciencia ni el hombre casto podrá ser capaz de preservar su
pureza, ni el hombre justo será equitativo, ni aquel que ha
recibido la Sagrada Eucaristía será libre del peligro de la ira y
el homicidio.
Lo que Santiago escribe de la
virtud de la paciencia es enseñado en otras palabras por el
Profeta David, por Nuestro Señor, y su Apóstol. En el salmo
noveno, David dice: «La paciencia de los pobres no será vana para
siempre» (225), porque tiene una obra perfecta, y en consecuencia
su fruto nunca se pudrirá. Así como estamos acostumbrados a decir
que las labores del granjero son provechosas cuando producen una
buena cosecha, y son inútiles cuando no producen nada, así de la
paciencia se dice que nunca perece porque sus efectos y
recompensas permanecerán para siempre. En el texto que acabamos de
citar, la palabra pobre es interpretada significando al hombre
humilde que confiesa que es pobre, y que no puede hacer ni sufrir
nada sin la ayuda de Dios. En su tratado sobre la paciencia (226),
San Agustín manifiesta que no sólo los pobres, sino incluso los
ricos, pueden poseer la verdadera paciencia, siempre y cuando
confíen no en sí mismos sino en Dios, a quien, realmente
necesitados de todos los dones divinos, puedan pedir y recibir
este favor. Nuestro Señor parece implicar lo mismo cuando dice en
el Evangelio «Con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas»
(227). Pues en realidad sólo poseen sus almas -esto es su vida,
como propias y de la cual nada los puede privar-, quienes soportan
con paciencia toda aflicción, incluso la muerte misma, para no
pecar en contra de Dios. Y aunque por la muerte parecen perder sus
almas, no las pierden, sino que las preservan para siempre. Pues
la muerte del justo no es muerte, sino un sueño, y puede ser
incluso tenida como un sueño de corta duración. Pero el
impaciente, que para preservar la vida del cuerpo no duda en pecar
negando a Cristo, adorando ídolos, cediendo a sus deseos
lujuriosos, o cometiendo algún otro crimen, parece ciertamente
preservar su vida por un tiempo, pero en realidad pierde la vida
tanto del cuerpo como del alma para siempre. Y en cuanto del
realmente paciente, puede con verdad ser dicho: «No perecerá ni un
cabello de vuestra cabeza» (228). Por lo que del impaciente con
igual verdad podemos exclamar: No hay un sólo miembro de tu cuerpo
que no arderá en el fuego del infierno.
Finalmente, el Apóstol confirma
nuestra opinión: «Necesitáis paciencia en el sufrimiento para
cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido» (229).
En este texto San Pablo explícitamente afirma a la paciencia no
sólo como útil, sino incluso como necesaria para realizar la
voluntad de Dios, y realizándola sentir en nosotros el efecto de
su promesa: «recibir la corona de la vida que ha prometido el
Señor a los que le aman» (230), y guardar sus mandamientos pues
«si alguno me ama, guardará mi Palabra», y «el que o me ama no
guarda mis palabras» (231). Así vemos pues que toda la Escritura
enseña a los fieles la necesidad de la virtud de la paciencia. Por
esta razón, Cristo deseó en los últimos momentos de su vida
declarar aquel interno, y durísimo, y largamente soportado
sufrimiento -su sed- para alentarnos por tal ejemplo a preservar
nuestra paciencia en todas las desgracias. Que la sed de Cristo
fue una tortura de las más impetuosas lo hemos mostrado en el
capítulo anterior. Que fue largamente soportado fácilmente lo
podemos probar.
Para empezar, los flagelos junto a
la columna. Cuando aquello tuvo lugar, Cristo estaba ya fatigado
por su prolongada plegaria y agonía y sudor de sangre en el
Huerto, por sus muchos viajes de un lado a otro durante la noche y
la sucesiva mañana, del jardín de la casa de Anás, de la casa de
Anás a la de Caifás, de la casa de Caifás a aquella de Pilato, de
la casa de Pilato a la de Herodes, y de la casa de Herodes
nuevamente a la de Pilato. Más aún, desde el momento de la última
cena, Nuestro Señor no había probado ni comida ni bebida, o
disfrutado de un momento de reposo, sino que había soportado
muchos y gravosos insultos en la casa de Caifás, fue luego
cruelmente azotado, lo que en sí mismo era suficiente para
provocar una terrible sed, y cuando la flagelación hubo terminado,
su sed, lejos de ser saciada, fue incrementada, pues luego siguió
la coronación de espinas y las burlas y el escarnio. Y cuando
había sido ya coronado, su sed, lejos de ser saciada, fue
incrementada, pues luego siguió el llevar la Cruz, y cargado con
el instrumento de su muerte, nuestro fatigado y exhausto Señor
subió esforzadamente el monte del Calvario. Cuando llegó le
ofrecieron vino mezclado con hiel, que probó pero no tomó. Y así
acabó finalmente el camino, pero la sed que durante todo el camino
había torturado a nuestro querido Señor fue sin duda incrementada.
Luego siguió la crucifixión, y mientras la Sangre corría de sus
cuatro Heridas como de cuatro fuentes, todos pueden concebir cuán
enorme su sed ha de haber sido. Finalmente, por tres horas
sucesivas, en medio de una gran oscuridad, debemos imaginar con
que ardiente sed el sagrado Cuerpo fue consumido. Y aunque los que
estaban ahí le ofrecieron vinagre, aún así, puesto que no era agua
o vino, sino un trago fuerte y amargo, e incluso un trago muy
corto, puesto que lo tuvo que tomar a gotas de una esponja,
podemos decir sin dudar que nuestro Redentor, desde el comienzo de
su Pasión hasta su muerte, soportó con la más heroica paciencia
esta terrible agonía. Pocos de nosotros pueden saber por
experiencia cuán grande es este sufrimiento, pues hallamos agua en
cualquier lugar para calmar nuestra sed. Pero aquellos que viajan
muchos días seguidos en el desierto algunas veces conocen lo que
es la tortura de la sed.
Curcio relata que Alejandro Magno
estuvo una vez marchando a través del desierto con su ejército, y
que luego de sufrir todas las privaciones de la falta de agua,
llegaron a un río, y los soldados empezaron a beber con tanta
ansiedad, que muchos murieron en el acto, y añade que «el número
de los que murieron en aquella ocasión fue mayor que el que había
perdido en cualquier batalla». Su ardiente sed era tan
insoportable que los soldados no pudieron refrenarse tanto como
para respirar mientras bebían, y en consecuencia Alejandro perdió
buena parte de su ejército. Hay otros que han sufrido mucho de sed
como para tener al lodo, al aceite, a la sangre y a otras cosas
impuras, que nadie tocaría a menos que sea urgido por terrible
necesidad, como deliciosas. De esto aprendemos cuán grande fue la
Pasión de Cristo, y cuan brillantemente su paciencia fue
desplegada en ella. Dios nos concedió poder conocer esto,
imitarlo, y sufriéndolo junto con Cristo aquí, reinar luego con
Él.
Pero me parece escuchar algunas
almas piadosas exclamar cuán deseosos y ansiosos están para saber
por qué medios pueden mejor imitar la paciencia de Cristo, y poder
decir con el Apóstol: «Con Cristo estoy crucificado» (232), y con
San Ignacio Mártir: «Mi amor es crucificado» (233). No es tan
difícil como muchos imaginan. No es necesario para todos acostarse
en el suelo, flagelarse hasta sangrar, ayunar diariamente a pan y
agua, usar sayales, una cadena de hierro o algún otro instrumento
de penitencia para conquistar la carne y crucificarla con sus
vicios y concupiscencias. Estas prácticas son laudables y útiles,
siempre y cuando no sean peligrosas para la salud, o hechas sin el
permiso del director. Pero deseo mostrar a mis piadosos lectores
un medio para practicar la virtud de la paciencia de nuestro manso
y gentil Redentor, que todos pueden abrazar, que no contiene nada
extraordinario, nada nuevo, y por cuyo uso nadie puede ser
sospechoso de buscar o ganar aplauso por su santidad.
En primer lugar entonces, quien ama
la virtud de la paciencia ha de alegremente someterse a aquellas
labores y penalidades en las que estamos seguros por fe que es
voluntad divina que debamos afligirnos, de acuerdo a aquellas
palabras del Apóstol: «Necesitas paciencia en el sufrimiento para
cumplir la voluntad de Dios, y conseguir así lo prometido» (234).
Ahora bien, lo que Dios quiere que abracemos no es ni difícil para
mí enseñar, ni difícil para mis lectores aprender. Todos los
mandamientos de nuestra Santa Madre Iglesia deben ser guardados
con obediencia amorosa y paciencia, no importa cuán difícil o
duros pueden parecer. ¿Qué son estos mandamientos de la Iglesia?
Los ayunos de Cuaresma, los días de ayuno y abstinencia, y ciertas
vigilias. Guardar religiosamente éstas, como han de ser guardadas,
requerirá una gran cantidad de paciencia. Ahora bien, supongamos
que una persona en un día de ayuno se sienta en una mesa muy bien
servida, o en su única comida permitida come tanto como lo hubiese
hecho en dos comidas en un día ordinario, o anticipa el momento
para comer, o come más de lo que es permitido, tal persona
ciertamente ni tendrá hambre ni sed, ni su paciencia producirá
fruto. Pero si resuelve firmemente no tomar alimento antes del
tiempo permitido, a menos que enfermedad o alguna otra necesidad
lo obligue, y come alimentos que son burdos y ordinarios y propios
para un tiempo de penitencia, y no se excede en lo que normalmente
come en una comida, y da a los pobres todo lo que hubiese comido
si no fuese un día de ayuno, como dice San León, «dejen a los
pobres alimentarse con aquello que los que ayunan se han
abstenido; y permitámonos sentir hambre por un corto tiempo,
caramente amado, y por corto tiempo disminuyamos lo que queremos
para nuestro propio placer, para poder ser de utilidad a los
pobres», y si en la tarde permite que la colación sea nada más que
una colación, en tal caso, sin duda la paciencia será necesaria
para soportar el hambre y la sed, y por tanto al ayunar imitaremos
lo más posible la paciencia de Cristo, y seremos clavados, por lo
menos en parte, a la Cruz con él. Pero alguno objetará que todas
estas cosas no son absolutamente necesarias. Lo concedo, pero son
necesarias si deseamos practicar la virtud de la paciencia, o ser
como nuestro sufriente Redentor. Nuevamente, nuestra Santa Madre
Iglesia ordena a los eclesiásticos y a los religiosos recitar o
cantar las horas canónicas. Aquí necesitaremos toda la asistencia
que la virtud de la paciencia nos pueda dar, si es que esta
lectura y oración sagrada ha de ser realizada en la manera que
debe ser, pues hay algunos que no tienen suficiente que hacer como
para mantenerse libres de distracciones durante la oración. Muchos
corren en sus oraciones tan rápidamente como pueden, como si
estuvieran realizando una tarea muy laboriosa, y quisiesen
librarse de la carga en el menor tiempo posible, y dicen su
Oficio, no parados o arrodillados, sino sentados o caminando, como
si la fatiga de la oración fuese disminuida al sentarse o
aligerada por caminar. Esto hablando de aquellos que rezan su
Oficio en privado, no de aquellos que lo cantan en el coro.
También, para no interrumpir su sueño, muchos recitan durante el
día aquella parte del Oficio que la Iglesia ha ordenado que sea
dicha en la noche. No digo nada de la atención y elevación de
mente que es requerida mientras que Dios es invocado en la
oración, porque muchos piensan acerca de lo que están cantando o
leyendo menos que cualquier otra cosa. Verdaderamente es
sorprendente que muchos más no ven cuán necesaria la virtud de la
paciencia es para erradicar la repugnancia que sentimos a pasar un
tiempo prolongado de oración, levantarse para decir las horas
canónicas en el tiempo adecuado, soportar la fatiga de estar
parado o arrodillado, prevenir nuestros pensamientos de divagar, y
mantenerlos fijos en lo único en lo que estamos realizando. Que
mis lectores escuchen ahora un relato de la devoción con la que
San Francisco de Asís recitaba su breviario, y aprenderán entonces
que el Oficio Divino no puede ser dicho sin el ejercicio de la más
grande paciencia. En su Vida de San Francisco, San Buenaventura
dice así: «Este santo hombre estaba tan habituado a recitar el
Oficio Divino con no menor miedo que devoción hacia Dios, y aunque
sufría grandes dolores en los ojos, estómago, columna, e hígado,
nunca se hubiera recostado en alguna pared o detenido mientras lo
cantaba, sino que de erguido de pie, sin su capucha, mantenía sus
ojos fijos, y tenía la apariencia de una persona en desmayo. Si
estaba de viaje, se mantenía a su horario regular, y recitaba el
Divino Oficio en la manera usual, sin importar si una lluvia
violenta estaba cayendo. Se pensaba a sí mismo culpable de una
seria falta si, mientras que recitaba permitía a su mente ocuparse
con pensamientos vanos, y cuantas veces esto le pasaba se
apresuraba a ir a confesión para expiar por ello. Recitaba los
salmos con tal atención de mente como si tuviese a Dios presente
delante de él, y cuando decía el nombre del Señor, gustaba sus
labios por la dulzura que la pronunciación de tal nombre le
dejaba». Tan pronto alguno se esfuerce por recitar el Oficio
Divino de esta manera, y levantarse en la noche para rezar
Maitines, Laudes y Prima, aprenderá por experiencia la labor y
paciencia que son necesarias para el debido cumplimiento de esta
tarea. Hay muchas otras cosas que la Iglesia, guiada por las
Sagradas Escrituras, nos pone como voluntad de Dios, y para el
debido cumplimiento de ellos requerimos también de la virtud de la
paciencia, como dar al pobre de nuestra propia superfluidad,
perdonar a aquellos que nos injurian, o satisfacer a aquellos que
hemos injuriado, confesar nuestros pecados por lo menos una vez al
año, y recibir la Sagrada Eucaristía, lo que requiere no poca
preparación. Todo esto demanda paciencia, pero a modo de ejemplo
explicaré algunas cosas más con mayor detenimiento.
Todo lo que, sean demonios o
hombres, hacen para afligirnos es otra indicación de la voluntad
Divina, y otro llamado al ejercicio de nuestra paciencia. Cuando
hombres y espíritus malos nos prueban, su objeto es injuriarnos,
no beneficiarnos. Aun así Dios, sin quien no pueden hacer nada, no
permitirá ninguna tormenta a nuestro alrededor, a menos que lo
juzgue útil. En consecuencia, toda aflicción puede ser tenida como
viniendo de la mano de Dios, y debe ser por tanto soportada con
paciencia y alegría. El santo y derecho Job sabía que las
desgracias con las que era golpeado, y que le privaron en un día
de todas sus riquezas, de todos sus hijos, y de toda su salud
corporal, procedían del odio del demonio. Aún así exclamó:
«El Señor me lo dio, el Señor me lo
quitó. Bendito sea el nombre del Señor» (235), porque sabía que
sus calamidades solo podían suceder por la voluntad de Dios. No
digo esto porque pienso que cuando uno es perseguido sea por otros
hombres o por el demonio, no deba, o debiera, hacer lo posible por
recuperar sus pérdidas, consultar un doctor si está mal, o
defenderse a sí y a su propiedad, sino que sencillamente doy este
aviso: no tomar venganza en contra de los hombres malvados, no
devolver el mal por mal, sino soportar la desgracia con paciencia
porque Dios desea que así lo hagamos, y al cumplir su voluntad
recibiremos la promesa.
La última cosa que deseo observar
es esta. Todos debemos luchar para estar íntimamente convencidos
de que todo lo que sucede por suerte o accidente, como una gran
sequía, excesiva lluvia, pestilencia, hambruna, y otras, no
suceden sin la especial providencia y voluntad de Dios, y en
consecuencia no debemos quejarnos de los elementos, o de Dios
mismo, sino considerar males de este tipo como un flagelo con el
que Dios nos castiga por nuestros pecados, e inclinándonos bajo su
mano todopoderosa, soportemos todo con humildad y paciencia. Dios
será entonces apaciguado. Derramará sus bendiciones sobre
nosotros. Nos corregirá a nosotros sus hijos con amor paternal, y
no nos privará del Reino de los Cielos. Podemos aprender cual es
la recompensa de la paciencia de un ejemplo que San Gregorio
aduce. En la trigésimo quinta homilía sobre los Evangelios, dice
que un cierto hombre Esteban era tan paciente como para considerar
a aquellos que lo oprimían como sus más grandes amigos. Devolvía
agradecimientos por los insultos, tenía a las desgracias como
ganancias, contaba a sus enemigos entre el número de los que le
deseaban el bien y eran sus benefactores. El mundo lo consideraba
como un insensato y un loco, pero no fue sordo a las palabras del
Apóstol de Cristo: «Si alguno entre vosotros se cree sabio según
este mundo, hágase necio para llegar a ser sabio» (236). Y San
Gregorio añade que cuando se estaba muriendo muchos ángeles fueron
vistos asistiéndolo alrededor de su cama, quienes llevaron su alma
derecho al cielo, y el santo Doctor no dudó en tener a Esteban
entre los mártires por virtud de su extraordinaria paciencia.
Capítulo XI
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz Aún queda un fruto más, y el más dulce de todos, para ser recogido de la consideración de esta palabra. San Agustín, en su explicación de la palabra «Tengo sed», a ser hallada en su tratado sobre el Salmo 68, dice que manifiesta no sólo el deseo que Cristo tenía por beber, sino más aún el deseo con que estaba inflamado de que sus enemigos crean en Él y se salven. Podemos ir un poco más lejos, y decir que Cristo tuvo sed por la gloria de Dios y salvación de los hombres, y nosotros hemos de tener sed por la gloria de Dios, honor de Cristo, y por nuestra propia salvación y la salvación de nuestros hermanos. No podemos dudar de que Cristo tuvo sed por la gloria de su Padre y la salvación de las almas, pues todas sus obras, toda su predicación, todos sus sufrimientos, todos sus milagros, así lo proclaman. Debemos considerar lo que tenemos que hacer para no mostrarnos ingratos a tal Benefactor, y qué medios hemos de tomar para inflamarnos de tal manera que realmente estemos sedientos por la gloria de Dios, que «tanto amó al mundo que dio a su único Hijo» (237), y ferviente y ardientemente estar sedientos por el honor de Cristo, quien «nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (238), sintiendo tanta compasión por nuestros hermanos como un deseo celoso de su salvación. Aún lo más necesario para nosotros es anhelar cordial y ardorosamente nuestra propia salvación, que este deseo nos empuje, de acuerdo a nuestra fuerza, a pensar y hablar y hacer todo lo que nos pueda ayudar a salvar nuestras almas. Si no nos importa nada el honor de Dios, o la gloria de Cristo, y no sentimos ninguna ansiedad por nuestra propia salvación, o la de los otros, se sigue que Dios será privado del honor que le es debido, que Cristo perderá la gloria que es suya, que nuestro prójimo no llegará al cielo, y que nosotros mismos pereceremos miserablemente para la eternidad. Y por este relato estoy muchas veces lleno de asombro al reflexionar que todos sabemos cuán sinceramente estuvo sediento Cristo por nuestra salvación, y nosotros, que creemos a Cristo la Sabiduría del Dios viviente, no somos movidos a imitar su ejemplo en materia tan íntimamente conectada con nosotros. Ni estoy menos sorprendido de ver hombres correr tras bienes mundanos con tal avidez, como si no hubiera cielo, y preocupándose tan poco por su propia salvación que, lejos de andar sedientos de ella, con las justas piensan en ella de pasada, como material trivial de poca importancia. Más aún los bienes temporales, que no son placeres puros, sino que son acompañados de muchas desventuras, son buscados con vehemencia y ansiedad. Pero a la felicidad eterna, que es deleite absoluto, es dada tan poca importancia, querida con tan poca preocupación, como si no poseyese ventaja alguna. ¡Ilumina, Señor, los ojos de mi alma, para que pueda encontrar la causa de tan dolorosa indiferencia!
El amor produce deseo, y el deseo,
cuando es excesivo, es llamado sed. Ahora bien, ¿quién hay que no
puede amar su propia felicidad temporal, particularmente cuando
esa felicidad es libre de cualquier cosa que la puede dañar? Y si
premio tan grande no puede ser sino amado, ¿por qué no puede ser
ardientemente deseado, ansiosamente buscado, y con todas nuestras
fuerzas estar sedientos de él? Tal vez la razón es que nuestra
salvación no es materia que caiga bajo los sentidos, nunca hemos
tenido experiencia de cómo es, como sí la hemos tenido en materias
que se relacionan al cuerpo; y estamos tan solícitos para él, pero
tan fríamente indiferentes para la primera. Pero si tal es el
caso, por qué David, que era hombre mortal como nosotros, anhelaba
tan ansiosamente la visión de Dios, y la felicidad en el cielo que
consiste en la visión de Dios, como para clamar:
«Como el ciervo desea las fuentes
de agua, así te desea a ti, oh Dios, mi alma. Sedienta está mi
alma del Dios fuerte, vivo. ¿Cuándo vendré y apareceré ante la faz
de Dios?» (239). David no es el único en este valle de lágrimas
que ha deseado con tal ardiente deseo alcanzar la visión de Dios.
Han habido otros más, distinguidos por su santidad, por quienes
las cosas de este mundo fueron tenidas como despreciables e
insípidas, y para quienes nada más el pensamiento y el recuerdo de
Dios era agradable y delicioso. La razón entonces por la que no
estamos sedientos de nuestra felicidad eterna no es porque el
cielo es invisible, sino porque no pensamos con atención acerca de
lo que está ante nosotros, con asiduidad, con fe. Y la razón por
la cual no tomamos en cuenta las materias celestiales como
debiéramos es porque no somos hombres espirituales, sino
sensuales: «El hombre sensual no percibe aquellas cosas que son
del Espíritu de Dios» (240). Por lo que, alma mía, si deseas por
tu propia salvación, y la de tu prójimo, si mantienes en el
corazón el honor de Dios y la gloria de Cristo, escucha las
palabras del santo Apóstol Santiago: «Si alguno de ustedes está
falto de sabiduría, demándela a Dios que la da a todos
copiosamente y no da improperios, y le será concedida» (241). Esta
sublime sabiduría no ha de ser adquirida en las escuelas de este
mundo, sino en la escuela del Espíritu Santo de Dios, quien
convierte al hombre sensual en uno espiritual. Pero no es
suficiente pedir por esta sabiduría solo una vez y con frialdad,
sino demandarla con mucho insistencia de nuestro Padre celestial.
Pues si un padre en la carne no puede rehusarse a su hijo cuando
le pide pan, «¿Cuánto más su Padre celestial dará espíritu bueno a
los que se lo pidieron?» (242).
Capítulo XII
Explicación literal de la sexta Palabra: «Todo está cumplido» La sexta palabra dicha por Nuestro Señor en la Cruz es mencionada por San Juan como ligada de alguna manera a la quinta palabra. Pues tan pronto como Nuestro Señor había dicho «Tengo sed», y había probado el vinagre que le había sido ofrecido, San Juan añade: «Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido"» (243). Y en verdad nada puede ser añadido a estas sencillas palabras: «Todo está cumplido», excepto que la obra de la Pasión estaba ahora perfeccionada y completada. Dios Padre había impuesto dos tareas a su Hijo: la primera predicar el Evangelio, la otra sufrir por la humanidad. En cuanto a la primera ya había dicho Cristo: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (244). Nuestro Señor dijo estas palabras luego de que había concluido el largo discurso de despedida a sus discípulos en las Última Cena. Ahí había cumplido la primera obra que su Padre Celestial le había impuesto. La segunda tarea, beber la amarga copa de su cáliz, faltaba aún. Había aludido a esto cuando preguntó a los dos hijo de Zebedeo «¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?» (245); y también: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz» (246); y en otro lugar: «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (247). Sobre esta tarea, Cristo al momento de su muerte podía entonces exclamar: «Todo está cumplido, pues he apurado el cáliz del sufrimiento hasta lo último, nada nuevo me espera ahora sino morir». E inclinado la cabeza, expiró (248).
Pero como ni Nuestro Señor, ni San
Juan, quienes fueron concisos en lo que dijeron, han explicado qué
fue lo cumplido, tenemos la oportunidad de aplicar la palabra con
gran razón y ventaja a diversos misterios. San Agustín, en su
comentario sobre este pasaje, refiere la palabra al cumplimiento
de todas las profecías que se referían al Señor. «Luego de que
Jesús supiera que todas las cosas estaban ahora cumplidas, para
que sea cumplida la Escritura, dijo: tengo sed», y «Cuando había
tomado el vinagre, dijo: "Todo está cumplido"» (249), lo que
significa que lo que quedaba todavía por cumplir había sido
cumplido, y por tanto podemos concluir que Nuestro Señor quería
manifestar que todo lo que había sido predicho por los profetas en
relación a su Vida y Muerte había sido hecho y cumplido. En
verdad, todas las predicciones habían sido verificadas. Su
concepción: «He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz un
hijo» (250). Su nacimiento en Belén: «Más tu, Belén Efratá, aunque
eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir
aquel que ha de dominar Israel» (251). La aparición de una nueva
estrella: «De Jacob nacerá una estrella» (252). La adoración de
los Reyes: «Los reyes de Tarsis y las islas le ofrecerán dones,
los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes» (253). La
predicación del Evangelio: «El espíritu del Señor está sobre mí,
porque el Señor me ungió, me envió para evangelizar a los pobres,
para sanar a los contritos de corazón, anunciar la remisión de los
cautivos y la libertad a los encarcelados» (254). Sus milagros:
«El mismo Dios vendrá y les salvará. Entonces serán abiertos los
ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces
el cojo saltará como el ciervo y la lengua de los mudos será
desatada» (255). El cabalgar sobre un asno: «Mira que tu rey
vendrá a ti, justo y salvador, vendrá pobre y sentado sobre un
asno, sobre un pollino, hijo de asna» (256). Y toda la Pasión
había sido gráficamente predicha por David en los Salmos, por
Isaías, Jeremías, Zacarías, y otros. Este es el significado de lo
que Nuestro Señor decía cuando estaba a punto de comenzar su
Pasión: «Miren, subimos a Jerusalén y va a cumplirse todo lo que
escribieron los profetas sobre el Hijo del hombre» (257). De las
cosas que debían cumplirse, ahora dice: «Todo está cumplido», todo
está terminado, para que lo que los profetas predijeron sea ahora
encontrado como verdad.
En segundo lugar, San Juan
Crisóstomo dice que la palabra «Todo está cumplido» manifiesta que
el poder que había sido dado a los hombres y demonios sobre la
persona de Cristo les había sido quitado con la muerte de Cristo.
Cuando Nuestro Señor dijo a los Sumos Sacerdotes y maestros del
Templo «esta es su hora y el poder de las tinieblas» (258), aludía
a este poder. Todo el periodo de tiempo durante el cual, con el
permiso de Dios, los malvados tuvieron poder sobre Cristo, fue
concluido cuando exclamó «Todo está cumplido», pues la
peregrinación del Hijo de Dios entre los hombres, que había
predicho Baruc, vino a su fin: «Este es nuestro Dios y ningún otro
será tenido en cuenta ante él. Él penetró los caminos de la
sabiduría y la dio a Jacob, su siervo, y a Israel, su amado.
Después fue vista en la tierra y conversó con los hombres» (259).
Y junto con su peregrinaje, aquella condición de su vida mortal
fue terminada, aquella por la que sentía hambre y sed, dormía y se
fatigaba, fue sujeto de afrentas y flagelos, heridas y a la
muerte. Y así cuando Cristo en la Cruz exclamó «Todo está
cumplido, e inclinando la cabeza, expiró», concluyó el camino del
que había dicho: «Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el
mundo y voy al Padre» (260). Esa laboriosa peregrinación fue
terminada, sobre lo que había dicho Jeremías: «Esperanza de
Israel, salvador en tiempo de la tribulación, ¿por qué estás en
esta tierra como un extraño o como un viajero que pasa?» (261). La
sujeción de su naturaleza humana a la muerte fue terminada, el
poder de sus enemigos sobre Él fue acabado.
En tercer lugar concluyó el mayor
de todos los sacrificios. En comparación al real y verdadero
Sacrificio todos los sacrificios de la Antigua Ley son tenidos
como meras sombras y figuras. San León dice: «Has atraído todas
las cosas hacia ti, Señor, pues cuando el velo del Templo fue
rasgado, el Santo de los Santos se apartó de los sacerdotes
indignos: las figuras se convirtieron en verdades, las profecías
se manifestaron, la Ley se convirtió en el Evangelio». Y un poco
más adelante, dice: «Al cesar la variedad de sacrificios en los
que las víctimas era ofrecidas, la única oblación de tu Cuerpo y
Sangre cubre por las diferencias de las víctimas» (262). Pues en
este único Sacrificio de Cristo, el sacerdote es el Dios-Hombre,
el altar es la Cruz, la víctima es el cordero de Dios, el fuego
para el holocausto es la caridad, el fruto del sacrificio es la
redención del mundo. El sacerdote, digo, era el Hombre-Dios. No
hay nadie mayor: «Tu eres sacerdote para siempre, de acuerdo al
rito de Melquisedec» (263), y con justicia de acuerdo al rito de
Melquisedec, porque leemos en la Escritura que Melquisedec no
tenía padre o madre o genealogía, y Cristo no tenía Padre en la
tierra, o madre en el cielo, y no tenía genealogía, pues «¿Quien
contará su generación?» (264); «De mi seno, antes del lucero, te
engendré» (265); «y su salida desde el principio, desde los días
de la eternidad» (266). El altar fue la Cruz. Y así como
previamente al tiempo en que Cristo sufrió sobre ella era el signo
de la más grande ignominia, así ahora se ha dignificado y
ennoblecido, y en el último día aparecerá en el cielo más
brillante que el sol. La Iglesia aplica a la Cruz las palabras del
Evangelista: «Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en
el cielo» (267), pues ella canta: «Esta señal de la Cruz aparecerá
en el cielo cuando el Señor venga a juzgar». San Juan Crisóstomo
confirma esta opinión, y observa que cuando «el sol sea
oscurecido, y la luna no de su luz» (268), la Cruz se verá más
brillante que el sol en su esplendor al medio día. La víctima fue
el cordero de Dios, todo inocente e inmaculado, de quien Isaías
dice: «Como oveja será llevado al matadero, como cordero, delante
del que lo trasquila, enmudecerá y no abrirá su boca» (269), y de
quien su Precursor había dicho: «He aquí el Cordero de Dios, he
aquí el que quita el pecado del mundo» (270); y San Pedro:
«Sabiendo que han sido redimidos, no con oro, ni con plata, sino
con la preciosa sangre de Cristo, como cordero inmaculado y sin
mancilla» (271). Es llamado también en el Apocalipsis «el cordero
que fue muerto desde el principio del mundo» (272), porque el
mérito de su sacrificio fue previsto por Dios y fue en beneficio
de aquellos que vivieron antes de la venida de Cristo. El fuego
que consume el holocausto y completa el sacrifico es el inmenso
amor que, como en hoguera ardiente, ardió en el Corazón del Hijo
de Dios, y el cual las muchas aguas de su Pasión no pudieron
extinguir. Finalmente, el fruto del Sacrificio fue la expiación de
los pecados para todos los hijo de Adán, o en otras palabras, la
reconciliación del mundo entero con Dios. San Juan en su primera
Carta, dice: «Él es propiciación por nuestros pecados, y no tan
solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo»
(273) y esta es sólo otra manera de expresar la idea de San Juan
Bautista: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo» (274). ¿Una dificultad surge aquí. Como pudo Cristo ser al
mismo tiempo sacerdote y víctima, puesto que era deber del
sacerdote matar a la víctima? Ahora bien, Cristo no se mató a sí
mismo, ni podía hacerlo, pues si lo hubiese hecho habría cometido
un sacrilegio y no ofrecido un sacrificio. Es verdad que Cristo no
se mató a sí mismo, aún así ofreció un sacrificio real, porque
pronta y alegremente se ofreció a sí mismo a la muerte por la
gloria de Dios y la salvación de los hombres. Pues ni los soldados
hubiesen podido aprehenderlo, ni los clavos traspasado sus manos y
pies, ni la muerte, aunque estuviese clavado a la Cruz, hubiese
tenido ningún poder sobre Él si el mismo no lo hubiese querido
así. En consecuencia, con gran verdad dijo Isaías: «Él se ofreció
porque él mismo lo quiso» (275); y Nuestro Señor: «Yo doy mi vida;
no me la quita ninguno, yo la doy por mí mismo» (276). Y aún más
claramente San Pablo: «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por
nosotros como ofrenda y sacrificio de suave aroma» (277). Por
tanto, de manera maravillosa fue dispuesto que todo el mal, todo
el pecado, todo el crimen cometido al poner a muerte a Cristo
fuese cometido por Judas y los judíos, por Pilato y los soldados.
Ellos no ofrecieron ningún sacrificio, sino que fueron culpables
del sacrilegio, y merecían ser llamados no sacerdotes sino
miserables sacrílegos. Y toda la virtud, toda la santidad, toda la
obediencia de Cristo, que se ofreció a sí mismo como víctima a
Dios al soportar pacientemente la muerte, incluso muerte de Cruz,
para poder apaciguar la ira de su Padre, reconciliar a la
humanidad con Dios, satisfacer la justicia Divina, y salvar la
raza caída de Adán. San León expresa de manera hermosa este
pensamiento en pocas palabras: «Permitió que las manos impuras de
los miserables se vuelvan contra Él, y se convirtieran en
cooperadores con el Redentor en el momento en que cometían un
abominable pecado».
En cuarto lugar, por la muerte de
Cristo la gran lucha entre Él mismo y el príncipe del mundo llegó
a su fin. Al aludir a esta lucha, el Señor hizo uso de estas
palabras: «El juicio del mundo comienza ahora; ahora será
expulsado fuera el príncipe de este mundo. cuando sea alzado de la
tierra, todo lo atraeré a mí mismo» (278). La lucha fue judicial,
no militar. La lucha fue entre dos demandantes, no dos ejércitos
rivales. Satanás disputó con Cristo la posesión del mundo, el
dominio sobre la humanidad. Por largo tiempo el demonio se había
lanzado ilegítimamente a poseerlo, porque había vencido al primer
hombre, y había hecho a él y a todos sus descendientes esclavos
suyos. Por esta razón, San Pablo llama a los demonios «principados
y potestades, gobernadores de estas tinieblas del mundo» (279). Y
como dijimos antes, incluso Cristo llama al demonio «príncipe de
este mundo». Ahora el demonio no solamente quiso ser príncipe,
sino incluso el dios de este mundo, y así exclama el Salmo:
«Porque todos los dioses de las naciones son demonios, pero el
Señor hizo los cielos» (280). Satanás era adorado en los ídolos de
los gentiles, y era rendido culto en sus sacrificios de corderos y
terneros. Por otro lado, el Hijo de Dios, como verdadero y
legítimo heredero del universo, demandó el principado de este
mundo para Él. Esta fue la disputa decidida en la Cruz, y el
juicio fue pronunciado en favor del Señor Jesús, porque en la Cruz
expió plenamente los pecados del primer hombre y de todos sus
hijos. Pues la obediencia mostrada al Padre Eterno por su Hijo fue
mayor que la desobediencia de un siervo a su Señor, y la humildad
con la que murió el Hijo de Dios en la Cruz redundó más para el
honor del Padre que el orgullo de un siervo sirvió para su
injuria. Así Dios, por los méritos de su Hijo, fue reconciliado
con la humanidad, y la humanidad fue arrancada del poder del
demonio, y «nos trasladó al reino de su Hijo muy amado» (281).
Hay otra razón que San León aduce,
y la daremos en sus propias palabras. «Si nuestro orgulloso y
cruel enemigo hubiese podido conocer el plan que la misericordia
de Dios había adoptado, habría reprimido las pasiones de los
judíos, y no los habría incitado con odio injusto, por lo que
pudiese perder su poder sobre los cautivos al atacar
infructuosamente la libertad de Aquel que nada le debía». Esta es
una razón de muchísimo peso. Puesto que es justo que el demonio
perdiera toda su autoridad sobre todos aquellos que por el pecado
se habían hecho esclavos suyos, porque se había atrevido a poner
sus manos sobre Cristo, quien no era su esclavo, quien nunca había
pecado, y a quien sin embargo había perseguido a muerte. Ahora, si
tal es el estado del caso, si la batalla ha terminado, si el Hijo
de Dios ha ganado la victoria, y si «quiere que todos los hombres
se salven» (282), ¿cómo es que tantos en esta vida están bajo el
poder del demonio, y sufren los tormentos del infierno en la
próxima? Lo respondo en una palabra: lo quieren. Cristo salió
victorioso de la contienda, luego de otorgar dos indecibles
favores a la raza humana. Primero el abrir a los justos las
puertas del cielo, que habían estado cerradas desde la caída de
Adán hasta aquel día, y en el día de su victoria, dijo al ladrón
que había sido justificado por los méritos de su sangre, a través
de la fe, la esperanza, y la caridad: «Este día estarás conmigo en
el Paraíso» (283), y la Iglesia en su exultación, clama: «Tu,
habiendo vencido al aguijón de la muerte, abriste a los creyentes
el Reino de los Cielos». El segundo, la institución de los
Sacramentos, que tienen el poder de perdonar los pecados y
conferir la gracia. Envía a los predicadores de su Palabra a todas
las partes del mundo a proclamar: «Aquel que cree, y sea
bautizado, será salvado» (284). Y así nuestro victorioso Señor ha
abierto el camino a todos para adquirir la gloriosa libertad de
los hijos de Dios, y si hay algunos que no quieren entrar en este
camino, mueren por su propia culpa, y no por la falta de poder o
la falta de querer de su Redentor.
En quinto lugar, la palabra «Todo
está cumplido» puede ser con justicia aplicada a la conclusión del
edificio, esto es, la Iglesia. Cristo nuestro Señor usa esta misma
palabra en referencia a un edificio: «Hic homo coepit aedificare
et non potuit consummare», «Este hombre empezó a edificar y no ha
podido acabar» (285). Los Padres enseñan que la fundación de la
Iglesia fue hecha cuando Cristo fue bautizado, y el edificio
completado cuando murió. Epifanio, en su tercer libro contra los
herejes, y San Agustín en el último libro de la Ciudad de Dios,
muestran que Eva, que fue hecha a partir de una costilla de Adán
mientras dormía, tipifica a la Iglesia, que fue hecha del costado
de Cristo mientras dormía en la muerte. Y resaltan que no sin
razón el libro del Génesis usa la palabra "construyó", y no
"formó". San Agustín (286) prueba que el edificio de la Iglesia
comenzó con el bautismo de Cristo, con las palabras del Salmista:
«Dominará de mar a mar y desde el río hasta los confines de la
redondez de la tierra» (287). El reino de Cristo, que es la
Iglesia, comenzó con el bautismo que recibió de manos de San Juan,
por la que consagró las aguas e instituyó ese sacramento que es la
puerta de la Iglesia, y cuando la voz de su Padre fue claramente
escuchada en los cielos: «Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco» (288). Desde ese momento nuestro Señor empezó a
predicar y a reunir discípulos, quienes fueron los primeros hijos
de la Iglesia. Y todos los sacramentos derivan su eficacia de la
Pasión de Cristo, aunque el costado de Nuestro Señor fue abierto
después de su muerte, y sangre y agua, que tipifican los dos
sacramentos principales de la Iglesia, fluyeron. El fluir de la
sangre y el agua del costado de Cristo luego de su muerte fue una
señal de los sacramentos, no de su institución. Podemos concluir
entonces que la edificación de la Iglesia fue completada cuando
Cristo dijo: «Todo está cumplido», porque nada quedó luego más que
la muerte, que sucedió inmediatamente, y cumplió el precio de
nuestra redención.
Capítulo XIII
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz Cualquiera que con atención reflexione sobre la sexta palabra ha de obtener muchas ventajas de sus reflexiones. San Agustín saca una lección muy útil del hecho de que la palabra «Todo está cumplido» muestra el cumplimiento de todas las profecías que hacen referencia a Nuestro Señor. Puesto que estamos seguros por lo que pasó que las profecías relacionadas a Nuestro Señor fueron verdaderas, así nosotros deberíamos tener la misma certeza de que otras cosas que los mismos Profetas han profetizado y que aún no han sucedido son igualmente ciertas. Los Profetas hablaron no de lo que quisieron, sino bajo inspiración del Espíritu Santo, y como el Espíritu Santo es Dios, quien no puede engañar o extraviar, nosotros deberíamos estar muy confiados de que todo lo que predijeron sucederá, si es que no ha sucedido ya. «Pues hasta ahora, decía San Agustín, todo ha sido realizado, por lo que ha de cumplirse con certeza sucederá. Tengamos un temor reverente en el Día del Juicio, pues el Señor vendrá. Él, que vino como un humilde bebé, vendrá de nuevo como un Dios poderoso». Nosotros tenemos más razones que los santos del Antiguo Testamento para nunca flaquear en nuestra fe, o en lo que creemos que vendrá. Aquellos que vivieron antes de la venida de Cristo estaban obligados a creer, sin prueba alguna, muchas cosas de las que nosotros ya tenemos abundantes testimonios, y por todo aquello que ya ha sido cumplido podemos deducir fácilmente que las otras profecías también se cumplirán. Los contemporáneos de Noé habían escuchado acerca del Diluvio Universal, no solo a través de los labios del profeta de Dios, sino también al mirarlo trabajando tan diligentemente en la construcción del Arca; y aún así, como nunca antes había habido un diluvio o algo similar a ello, no se convencieron, y en consecuencia la ira Divina los tomó desprevenidos. Así como nosotros sabemos que la profecía de Noé se cumplió, no deberíamos tener ninguna dificultad en creer que el mundo y todo lo que ahora estimamos tanto será un día destruido por el fuego. Sin embargo, aún hay algunos pocos que poseen una fe tan viva en todo esto como para desprenderse ellos mismos de las cosas perecibles, y fijar sus corazones en los gozos de arriba, que son reales y eternos.
Los terrores del Último Día han
sido profetizados por Cristo mismo, por lo que es totalmente
inexcusable que alguien no pueda convencerse de que, así como
algunas profecías han sido ya cumplidas, otras también lo serán.
Estas son las palabras de Cristo: «Como en los días de Noé, así
será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que
precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido,
hasta el día en que entró Noé en el Arca, y no se dieron cuenta
hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también
la venida del Hijo de hombre. Velad, pues, porque no sabéis qué
día vendrá vuestro Señor» (289). Y San Pedro dijo: «El Día del
Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido
ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se
disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá»
(290). Pero algunos argumentarán que todas éstas cosas están
sumamente lejanas. Concedamos que efectivamente están aún lejanas,
y si lo están, el día de la muerte ciertamente no está muy lejano:
su hora es incierta, lo que sí es cierto es que en el juicio
particular cada uno deberá rendir cuenta sobre cada palabra vana.
Y si esto por cada palabra vana ¿qué sobre las palabras
pecaminosas, y las blasfemias, que son tan comunes? Y si tenemos
que rendir cuenta sobre cada palabra vana ¿Qué de las acciones, de
los robos, adulterios, fraudes, asesinatos, injusticias, y otros
pecados mortales? Por lo tanto el cumplimiento de algunas
profecías nos harán aún más culpables si es que no creemos que las
otras profecías se cumplirán. Ni es suficiente solamente creer, a
menos que nuestra fe eficazmente mueva nuestra voluntad a hacer o
evitar aquello que nuestro entendimiento nos enseña que debe ser
hecho o evitado. Si un arquitecto opina que una casa está a punto
de desplomarse, y sus habitantes creen en las palabras del
arquitecto, pero aún así no abandonan la casa y terminan
sepultados en sus ruinas, ¿Qué dirá la gente de ésa fe? Ellos
dirán con el Apóstol: «Profesan conocer a Dios, mas con sus obras
le niegan» (291). O, ¿Qué se diría si un doctor le ordena a su
paciente no tomar vino, y el paciente lo asume como un buen
consejo, pero aún así continua tomando vino, y se molesta si es
que no se lo dan? ¿No deberíamos decir que ése paciente estaba
loco y que en realidad no confiaba en su doctor? ¡Quisiera que no
hubieran tantos cristianos que profesan creer en los juicios de
Dios y en otras cosas, y con su conducta contradicen sus palabras!
Capítulo XIV
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz Otra ventaja puede ser sacada de la segunda interpretación que dimos a la palabra «todo está cumplido». Junto con San Juan Crisóstomo dijimos que por su muerte Cristo concluyó su estadía laboriosa entre nosotros. Nadie puede negar que su vida mortal fue sumamente dura, pero su misma dureza fue compensada por su cortedad, su fruto, su gloria, y su honor. Duró treintitrés años. ¿Qué es una labor de treintitrés años comparado a un descanso eterno? Nuestro Señor trabajó con hambre y sed, en medio de muchas penalidades, de insultos innumerables, de golpes, heridas, de la muerte misma. Pero ahora bebe de la fuente de la alegría, y su alegría será eterna. Fue humillado, y por un corto tiempo fue «oprobio de los hombres y desecho del pueblo» (292), pero «Dios le exaltó, y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos» (293). Por otro lado, los pérfidos judíos se regocijaron durante una hora por Cristo y sus sufrimientos. Judas por una hora disfrutó el precio de su avaricia: unas pocas monedas de plata. Pilato por una hora se glorificó porque no había perdido la amistad de Tiberio, y había vuelto a ganar la de Herodes. Pero por casi dos mil años han estado sufriendo los tormentos del infierno, y sus gritos de desesperanza será escuchados por siempre y para siempre.
Desde su miseria, todos los siervos
de la Cruz pueden aprender cuán bueno y fructuoso es ser humildes,
dóciles, pacientes, cargar su Cruz en esta vida, seguir a Cristo
como su guía, y de ninguna manera envidiar a aquellos que parecen
estar alegres en este mundo. Las vidas de Cristo y de sus
apóstoles y mártires son una verdadero comentario a las palabras
del Señor de señores. «Bienaventurados los pobres, bienaventurados
los mansos, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los
perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino
de los Cielos» (294) Y por otro lado «ay de vosotros los ricos,
porque habéis recibido vuestro consuelo. Ay de vosotros, los que
ahora estáis hartos, porque tendréis hambre. Ay de los que reís
ahora, porque tendréis aflicción y llanto» (295).
Aunque ni las palabras, ni la vida
y muerte de Cristo son entendidas o seguidas por el mundo, aún
quien sea que desee dejar los afanes del mundo y entrar en su
corazón y meditar seriamente y decirse a sí mismo: «Escucharé lo
que Dios me va a hablar» (296), e importuna a su Divino Señor con
humilde plegaria y lamento de espíritu, entenderá sin dificultad
toda la verdad, y la verdad lo hará libre de todos sus errores, y
lo que antes parecía imposible será entonces fácil.
Capítulo XV
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz El tercer fruto a ser recogido por la consideración de la sexta palabra es que debemos aprender a ser sacerdotes espirituales, «para ofrecer a Dios sacrificios espirituales» (297), como nos dice San Pedro, o como advierte San Pablo, «ofrecer» nuestros «cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios», nuestro «culto racional» (298). Pues si esta palabra «todo está cumplido» nos muestra que el Sacrificio de nuestro Sumo Sacerdote ha sido cumplido en la Cruz, es justo y propio que los discípulos de un Dios crucificado, deseosos, hasta donde puedan, de imitar a su Señor, se ofrezcan ellos mismos como un sacrificio a Dios, de acuerdo a su debilidad y pobreza. Ciertamente, San Pedro dice que todos los cristianos son sacerdotes, no estrictamente como aquellos que son ordenados por obispos en la Santa Iglesia Católica para ofrecer el Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo, sino sacerdotes espirituales para ofrecer víctimas espirituales, no tales como leemos en el Antiguo Testamento, ovejas y bueyes, tórtolas y palomas, o la Víctima del Nuevo Testamento, el Cuerpo de Cristo en la Sagrada Eucaristía, sino víctimas místicas que pueden ser ofrecidas por todos, como la oración y la alabanza y las obras buenas y los ayunos y las obras de misericordia, como dice San Pablo: «ofrezcamos siempre un sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de los labios que confiesan su Nombre» (299). En su Carta a los Romanos, el mismo Apóstol nos dice, resaltándolo de manera especial, que ofrezcamos a Dios el sacrificio místico de nuestros cuerpos tras los sacrificios de la Antigua Ley, que eran regulados por cuatro decretos. El primero era que la víctima debía ser algo consagrado a Dios, por lo que era ilegítimo darle algún uso profano. El segundo era que la víctima debía ser una creatura viviente, como una oveja, una cabra o un ternero. El tercero, que debía ser sagrado, es decir, limpio, pues los judíos consideraban algunos animales limpios y otros no. Ovejas, bueyes, cabras, tórtolas, gorriones y palomas eran limpios, mientras que el caballo, el león, el zorro, el águila, el cuervo, entre otros, no eran limpios. El cuarto, que la víctima debía ser quemada, y despedir un olor de suavidad. Todas estas cosas enumera el Apóstol. «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, tal será vuestro culto espiritual» (300). Como entiendo al Apóstol, no nos está exhortando a ofrecer un sacrificio estrictamente hablando, como si quisiese que nuestros cuerpos fuesen muertos y quemados, como los cuerpos de las ovejas al ser ofrecidas en sacrificio, sino ofrecer un sacrificio místico y razonable, un sacrificio que es similar, pero no igual, espiritual y no corporal. El Apóstol por tanto nos exhorta a la imitación de Cristo ya que Él ofreció en la Cruz para beneficio nuestro el Sacrificio de su Cuerpo en una muerte real y verdadera, para que, por honor suyo, ofrezcamos nuestros cuerpos como víctimas vivas, santas y perfectas, una víctima que es agradable a Dios, y que es de manera espiritual muerta y quemada.
Daremos ahora algunas palabras de
explicación en relación a los cuatro decretos que regulan los
sacrificios judíos. En primer lugar, nuestros cuerpos deben ser
víctimas consagradas a Dios, que debemos usar para el honor de
Dios. Pues no debemos mirar a nuestros cuerpos como propiedad
nuestra, sino como propiedad de Dios, a quien estamos consagrados
por el Bautismo, y que nos ha comprado en gran precio, como dice
el Apóstol a los Corintios. Ni seamos tampoco meras víctimas, sino
víctimas vivas por la vida de la gracia y el Espíritu Santo. Pues
aquellos muertos por el pecado no son víctimas de Dios, sino del
demonio, que mata nuestras almas y se regocija en su destrucción.
Nuestro Dios, que siempre fue y es la fuente de la vida, no le
habría ofrecido a Él fétidos despojos que no son aptos para nada
sino para ser arrojados a las bestias. En segundo lugar, debemos
tener mucho cuidado en preservar esta vida de nuestras almas para
que podamos ofrecer nuestro «culto espiritual». Ni es suficiente
para la víctima estar viva. Debe ser también santa. Un «sacrificio
viviente» y «santo», dice San Pablo. La oblación de víctimas
limpias fue un sacrificio santo. Como hemos dicho antes, algunos
cuadrúpedos eran limpios, como las ovejas, cabras y bueyes, y
algunas aves eran limpias, como las tórtolas, gorriones y palomas.
La primera clase de animales significan la vida activa, la última
la contemplativa. Consecuentemente, si aquellos que llevan una
vida activa entre los fieles desean ofrecerse a sí mismos como
víctimas santas a Dios, deben imitar la simplicidad y la
mansedumbre del cordero, que no conoce venganza, la laboriosidad y
la seriedad del buey, que no busca reposo, ni corre vanamente de
aquí para allá, sino soporta su carga y arrastra su arado y
trabaja asiduamente en el cultivo de la tierra, y finalmente, la
agilidad de la cabra al trepar las montañas y su rapidez en
detectar objetos desde lejos. No deben descansar satisfechos con
solo ser mansos, ni realizando ciertas tareas. Deben alzar sus
corazones por la oración frecuente y contemplar las cosas que
están arriba. Pues ¿cómo pueden realizar sus acciones por la
gloria de Dios y hacerlas ascender como incienso de sacrificio
ante Él, si raramente o nunca piensan en Dios, ni lo buscan, y no
están por medio de la meditación ardiendo con su Amor? La vida
activa del cristiano no debe estar completamente separada de la
contemplativa, así como la contemplativa no debe estar enteramente
separada de la activa. Aquellos que no siguen el ejemplo de los
bueyes y corderos y cabras en su trabajo continuo y útil por su
Señor, sino que desean y buscan su propia comodidad temporal, no
pueden ofrecer a Dios una víctima santa. Se parecen más a bestias
feroces y carnívoras, como lobos, perros, osos, y cuervos, que
hacen de su estómago un dios, y siguen las huellas del «león
rugiente» que «ronda buscando a quién devorar» (301). Aquellos
cristianos que siguen una vida contemplativa y buscan ofrecerse
como víctimas vivas y santas a Dios deben imitar la soledad de la
tórtola, la pureza de la paloma, la prudencia del gorrión. La
soledad de la tórtola es aplicable principalmente a los monjes y
ermitaños, que no tienen comunicación con el mundo y están
enteramente dedicados a la contemplación de Dios y cantando sus
alabanzas. La pureza y la fecundidad de la paloma es necesaria
para los obispos y sacerdotes, que se relacionan con los hombres y
han de engendrar y criar hijos espirituales, y será difícil para
ellos imitar tal pureza y fecundidad a menos que frecuentemente
vuelen hacia su país celestial por la contemplación, y por la
caridad condescender a socorrer las necesidades de los hombres.
Hay el peligro de que se abandonen enteramente a la contemplación
y no engendren hijos espirituales, o de volverse tan llenos de
trabajo que se contaminen con deseos mundanos, y mientras están
ansiosos por salvar las almas de los demás, se conviertan ellos
-que Dios lo impida- en náufragos. La prudencia del gorrión es
necesaria tanto para los contemplativos como para aquellos que se
entregan a las tareas activas del ministerio. Hay tanto gorriones
de cerca como gorriones de casa. Los gorriones de cerca muestran
mucho cuidado en evitar las redes y las trampas puestas para
ellos, y los gorriones de casa, que viven próximos al hombre,
nunca se convierten en amigos del hombre, y con dificultad son
capturados. Así los cristianos, y de manera especial los
sacerdotes y monjes, deben imitar la prudencia del gorrión para
evitar caer en las redes y trampas puestas para ellos por el
diablo, y cuando tratan con hombres, lo hacen solo para beneficio
del prójimo, evitando cualquier familiaridad con él, especialmente
con las mujeres, escapando de conversaciones vanas, declinando
invitaciones, y no estando presentes en actuaciones o teatros.
El último decreto en relación a los
sacrificios era que la víctima fuera no sólo viva y santa, sino
también agradable, esto es, dar un suavísimo olor, de acuerdo a lo
que dice la Escritura: «Y el Señor aspiró un suave aroma» (302), y
«Cristo se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave
aroma» (303). Era necesario que la víctima, para poder desprender
este aroma tan agradable a Dios, esté tanto muerta como quemada.
Esto tiene lugar en el sacrificio místico y razonable del cual
estamos hablando, cuando la concupiscencia de la carne es
completamente subyugada y abrasada por el fuego de la caridad.
Nada más eficaz, veloz y perfecto para mortificar la
concupiscencia de la carne que un sincero amor de Dios. Pues Él es
el Rey y Señor de todos los afectos de nuestro corazón, y todos
nuestros afectos son gobernados por Él y dependen de Él, sea
aquellos de temor o esperanza, de deseo u odio, o ira, o cualquier
otra inquietud de mente. Ahora bien, el amor rinde nada más que un
amor más fuerte, y consecuentemente, cuando el amor Divino posee
completamente el corazón del hombre y lo enciende en llamas, todos
los deseos carnales se rinden a él, y siendo completamente
subyugados, no nos ocasionan ninguna inquietud. Y por tanto,
ardientes aspiraciones y oraciones fervorosas ascienden de
nuestros corazones como incienso ante el trono de Dios. Este es el
sacrificio que Dios pide de nosotros, y al que el Apóstol nos
exhorta a estar los más prontamente preparados para ofrecer.
San Pablo usa un argumento muy
fuerte para persuadirnos de ello, así como es en sí mismo duro y
lleno de dificultad. Su argumento es expresado en estas palabras:
«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que
ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva» (304). En el
texto griego encontramos la palabra "misericordias" usada en vez
de "misericordia". ¿Qué y cuántas son las misericordias de Dios
por las que el Apóstol nos exhorta? En primer lugar está la
creación, por la que fuimos hechos algo mientras que antes éramos
nada. En segundo lugar, aunque Dios Todopoderoso no tenía
necesidad de nuestro servicio, nos ha hecho siervos suyos, porque
desea que hagamos algo por lo que pueda recompensarnos. En tercer
lugar, nos hizo a su imagen, y nos hizo capaces de conocerlo y
amarlo. En cuarto lugar, nos hizo, a través de Cristo, sus hijos
adoptivos y coherederos de su Hijo Unigénito. En quinto lugar, nos
hizo miembros de su Esposa, de aquella Iglesia de la cual Él es la
Cabeza. Por último, se ofreció a sí mismo en la Cruz, «como
oblación y víctima de suave aroma» (305), para redimirnos de la
esclavitud y lavarnos de nuestra iniquidad, «para que pueda
presentar a Él una Iglesia gloriosa, sin que tenga mancha ni
arruga» (306). Estas son las misericordias de Dios por las que el
Apóstol nos exhorta, como si dijera: «el Señor ha derramado tantas
gracias sobre ustedes, que ni las merecen, ni las han pedido, ¿y
aún tienen como cosa difícil el ofrecerse a sí mismos a Dios como
víctimas vivas, santas y razonables? En verdad, lejos de ser
difícil, debería parecer, para cualquiera que atentamente
considera todas las circunstancias, fácil y ligero y agradable y
placentero servir a tan buen Dios con nuestro corazón entero a
través de todo tiempo, y tras el ejemplo de Cristo, ofrecernos a
nosotros enteramente a Él como una víctima, una oblación, y un
holocausto en olor de suavidad.
Capítulo XVI
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz Un cuarto fruto puede ser cosechado de una cuarta explicación de la palabra «todo está cumplido». Pues si es verdad, como muy ciertamente es, que Dios por los méritos de Cristo nos ha librado de la servidumbre del diablo, y nos ha colocado en el reino de su amado Hijo, preguntemos, y no desistamos en nuestra indagación hasta que hayamos encontrado alguna razón, por qué tanta gente prefiere la esclavitud del enemigo de la humanidad, en vez del servicio a Cristo, nuestro amabilísimo Señor, y escoger el arder para siempre en las llamas del infierno con Satanás, en vez de reinar felicísimos en la gloria eterna con Nuestro Señor Jesucristo. La única razón que hallo es que el servicio a Cristo empieza con la Cruz. Es necesario crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias. Esta trago amargo, este cáliz de hiel, naturalmente produce nausea en el hombre frágil, y es muchas veces la única razón por la cual el preferiría ser esclavo de sus pasiones que ser Señor de ellas por tal remedio. Un hombre sin razón, ciertamente, o más aún no un hombre sino una bestia, pues un hombre despojado de su razón es tal, puede ser gobernado por sus deseos y apetitos. Pero como el hombre es dotado de razón, ciertamente sabe o debería saber que aquel que es mandado crucificar su carne con sus vicios y concupiscencias debe insistir en guardar este precepto, particularmente al ser asistido por la gracia de Dios para hacer tal, y que Nuestro Señor, como buen doctor, prepara de tal manera esta amarga poción en orden a que pueda ser bebida sin dificultad. Más aún, si alguno de nosotros individualmente fuera la primera persona a la que estas palabras fuesen dirigidas «Toma tu cruz y sígueme», tal vez tendríamos una excusa para dudar y desconfiar de nuestras fuerzas, y no atrevernos a poner nuestras manos sobre una cruz que consideramos incapaces de cargar. Pero como no solamente hombres, sino incluso niños de tierna edad han valientemente tomado la Cruz de Cristo, la han cargado pacientemente, y han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias, ¿por qué habremos de temer? ¿Por qué habremos de dudar? San Agustín fue vencido por este argumento, y de una vez dominó sus concupiscencias carnales que por años había considerado inconquistables. Puso delante de los ojos de su alma a tantos hombres y mujeres que habían llevado vidas castas, y se dijo a sí mismo: «¿Por qué no puedes hacer lo que tantos de ambos sexos han hecho confiando no en su propia fuerza, sino en el Señor su Dios?». Lo que ha sido dicho de la concupiscencia de la carne, puede ser dicho con igual fuerza de la concupiscencia de los ojos, que es la avaricia y el orgullo de la vida. No hay vicio que con la asistencia de Dios no pueda ser superado, y no hay razón para temer que Dios se rehusará a ayudarnos. San León dice: «Dios Todopoderoso insiste con justicia que guardemos sus mandamientos pues el nos previene con su gracia». Miserables y locas y necias son, pues, aquellas almas que prefieren llevar cinco yugos de bueyes bajo el mando de Satanás, y con trabajo y pena ser esclavos de sus sentidos, y finalmente ser torturados para siempre con su líder, el diablo, en las llamas del infierno, que someterse al yugo de Cristo, que es dulce y ligero, y hallar descanso para sus almas en esta vida, y en la próxima vida una corona eterna con su Rey en interminable gloria.
Capítulo XVII
El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz Un quinto fruto puede ser recogido de esta palabra, pues podemos aplicarla a la edificación de la Iglesia que fue perfeccionada en la Cruz, como otra Eva formada de la costilla de otro Adán. Y este misterio debería enseñarnos a amar la Cruz, honrar la Cruz, y estar estrechamente unidos a la Cruz. ¿Pues quién no ama el lugar de nacimiento de su madre? Todos los fieles tienen una extraordinaria veneración por el sagrado hogar de Loreto, porque es el lugar de nacimiento de la Virgen Madre de Dios, y ahí en su vientre virginal Ella concibió a Jesucristo Nuestro Señor, como el ángel anunció a San José: «Porque lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo» (307). Así la Santa Iglesia Católica Romana, consiente del lugar de su nacimiento, tiene a la Cruz plantada en todo lugar, y en todo lugar exhibida. Somos enseñados a hacerla sobre nosotros mismos, la vemos en las iglesias y casas. La Iglesia no confiere ningún sacramento sin la Cruz, no bendice nada sin el signo de la Cruz, y nosotros, los hijos de la Iglesia, manifestamos nuestro amor a la Cruz cuando pacientemente sobrellevamos las adversidades por amor a nuestro Dios crucificado. Esto es gloriarse en la Cruz. Esto es hacer lo que dijo el Apóstol: «Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre de Jesús» (308). San Pablo simplemente nos da a entender lo que el quiere decir por glorificarse en la Cruz cuando dice: «Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (309). Y nuevamente en su Carta a los Gálatas: «Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un crucificado para el mundo» (310). Esto es ciertamente el triunfo de la Cruz, cuando el mundo con sus pompas y placeres está muerto para el alma cristiana que ama a Cristo crucificado, y el alma está muerta para el mundo al amar las tribulaciones y el desprecio que el mundo odia, y odiando los placeres de la carne, y el aplauso vacío de hombres a los que ama el mundo. De esta manera el verdadero siervo de Dios rinde tan perfectamente que también puede decirse de él: «está concluido».
Capítulo XVIII
El sexto fruto que ha de ser
cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo
en la Cruz.
El último fruto en ser cosechado de la consideración de esta palabra ha de ser recogido de la perseverancia que Nuestro Señor exhibió en la Cruz. Somos enseñados por esta palabra «todo está cumplido» cómo Nuestro Señor perfeccionó tanto la obra de su Pasión desde el principio hasta el fin que nada le faltaba: «Las obras de Dios son perfectas» (311). Y como Dios Padre completó la obra de la creación en el sexto día y descansó el séptimo, así el Hijo de Dios completó la obra de nuestra redención en el sexto día y descansó en el sueño de la muerte el séptimo. En vano los judíos lo provocaban: «Si Él es el Rey de Israel que baje de la Cruz y creeremos en Él» (312). Con mayor verdad exclamaba San Bernardo: «Porque es el Rey de Israel, no abandonará el emblema de su realeza. No nos dará una excusa para fallar en nuestra perseverancia, que sola es coronada: no hará torpes las lenguas de los predicadores, ni mudos los labios de aquellos que consuelan a los débiles, ni vacías las palabras de aquellos cuyo deber es decir a todos: no abandonen su cruz, pues sin duda cada alma individual hubiera respondido si pudiese: He abandonado mi cruz, porque Cristo desertó primero de la suya». Cristo perseveró en su Cruz incluso hasta su muerte, para perfeccionar tanto su obra que nada le faltase, y dejarnos ejemplo de perseverancia en todo sentido digno de nuestra admiración. Es fácil ciertamente permanecer en lugares que nos acomodan, o perseverar en tareas que nos agradan, pero es muy difícil quedarse en el puesto de uno cuando hay tanto dolor a ser aliviado, o continuar en una ocupación en la que hay tanta ansiedad ligada a ella. Pero si pudiésemos entender la razón que indujo a Nuestro Señor a perseverar en la Cruz, deberíamos estar completamente convencidos que tenemos que cargar nuestra cruz con constancia, y de ser necesario, cargarla con coraje incluso hasta nuestra muerte. Si fijamos los ojos solamente en la Cruz no podemos sino llenarnos de horror a la vista de tal instrumento de muerte. Pero si fijamos nuestros ojos en Él que nos exhorta a cargar la Cruz, y en el lugar al que la Cruz nos llevará, y en el fruto que la Cruz produce en nosotros, entonces, en vez de aparecer llena de dificultades y obstáculos, será fácil y agradable perseverar en llevarla, e incluso permanecer con constancia clavada en ella.
¿Entonces por qué Cristo perseveró
tanto colgado de su Cruz incluso hasta la muerte sin un lamento o
una murmuración? La primera razón es el amor que tenía por su
Padre: «La copa que me ha dado el Padre, ¿no la he de beber?»
(313). Cristo amó a su Padre y el Padre amó a su Hijo Unigénito
con un amor igualmente inefable. Y cuando vio el cáliz del
sufrimiento ofrecido a Él por su todo-bueno y todo-amoroso Padre
en tal manera que Él no pudo concluir sino que era ofrecido a Él
por la mejor de las razones, no nos ha de maravillar que tomara
hasta los residuos con la mayor prontitud. El Padre había hecho
una fiesta de bodas para su Hijo, y le había dado por Esposa la
Iglesia, ciertamente desfigurada y deformada, pero que Él había de
limpiar amorosamente en el baño de su preciosa Sangre y hacerla
hermosa, «sin mancha ni arruga» (314). Cristo por su lado amó
cariñosamente a la Esposa dada a Él por su Padre, y no dudó en
derramar su Sangre para hacerla hermosa y atractiva. Si Jacob sudó
por siete años alimentando a los rebaños de Labán, sufrió el calor
y el frío y la falta de sueño para poder casarse con Raquel, y si
estos siete años de trabajos pasaron tan rápidamente que
«parecieron sino pocos días dada la grandeza de su amor» (315), y
otros siete años parecieron igualmente cortos, no debe
sorprendernos que el Hijo de Dios deseó ser colgado de la Cruz por
tres horas por su Esposa, la Iglesia, que había de ser madre de
tantos miles de santos y de tantos hijos de Dios. Más aún, al
beber al amargo cáliz de su Pasión, Cristo estaba llevado no sólo
por su Amor al Padre y a su Esposa, sino también por la exaltada
gloria y la ilimitada y eterna alegría que iba a asegurar por
medio de su Cruz. «Se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta
la muerte, y muerte de Cruz. Por lo cual Dios lo exaltó, y le dio
el Nombre que está sobre todo nombre: para que al Nombre de Jesús
toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, y en los
abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para
gloria de Dios Padre» (316).
Al ejemplo que Cristo nos ha
puesto, añadamos también el ejemplo que los Apóstoles manifiestan
para que imitemos. San Pablo en su Carta a los Romanos, luego de
enumerar sus propias cruces y las de sus compañeros, pregunta:
«¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La
angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿Los
peligros? ¿La espada? Como dice la Escritura: por Tu causa somos
muertos todo el día, tratados como ovejas destinadas al matadero».
Y contesta su propia pregunta: «Pero en todo esto vencemos gracias
a Aquel que nos amó» (317). No debemos preocuparnos del
sufrimiento que las cruces significan si deseamos permanecer
firmes en sobrellevarlas, sino alentarnos a nosotros mismos por el
amor de aquel Dios que tanto nos amó que entregó a su único Hijo
por nuestro rescate; o incluso manteniendo fijos nuestros ojos en
Aquel Hijo de Dios que nos amó y «se dio a sí mismo por nosotros»
(318). En su Carta a los Corintios, el mismo Apóstol dice: «Estoy
lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras
tribulaciones» (319). ¿Cuándo surgió esta consolación y este gozo
que lo hace, por así decirlo, impasible en toda aflicción? Él nos
da la respuesta: «la leve tribulación de un momento nos produce,
sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (320). Por
tanto la contemplación de la corona que lo aguardaba, y el
pensamiento que siempre guardó ante él, valía por todos las
pruebas de esta vida momentánea y trivial. «¿Qué persecución
-clama San Cipriano- puede prevalecer ante tales pensamientos?»
(321). Como segundo modelo tomaremos la conducta de San Andrés,
que no miró la cruz en la que iba a ser colgado por dos días como
una horca, sino que la abrazó como a un amigo, y cuando los
espectadores de su ejecución querían bajarlo, de ninguna manera lo
consentía, pues deseaba permanecer unido a la cruz incluso hasta
su muerte. Y ésta no es la acción de una persona loca o necia,
sino de un apóstol iluminado y de un hombre lleno del Espíritu
Santo.
Todos los cristianos pueden
aprender del ejemplo de Cristo y sus apóstoles cómo comportarse
cuando no pueden descender de su cruz, esto es, cuando no se
pueden liberar de alguna aflicción particular o no pueden sufrir
sin pecar. En primer lugar, la vida de cada religioso ligado por
los votos de pobreza, castidad y obediencia, es comparada al
martirio del cual no debe huir. Si un esposo está casado a una
esposa irascible, áspera y mal humorada, o una esposa está casada
a un hombre cuyo temperamento y carácter no es en lo más mínimo
menos difícil de tratar, como San Agustín, en sus «Confesiones»,
nos asegura era la disposición de su padre, el esposo de Santa
Mónica, entonces la cruz debe ser valientemente cargada, pues la
unión es indisoluble. Los esclavos que han perdido su libertad,
prisioneros condenados a servicio perpetuo, enfermos que sufren de
una enfermedad incurable, los pobres que son tentados a asegurar
el alivio momentáneo robando, todos y cada uno han de dirigir sus
pensamientos, no a la cruz que cargan, sino a Aquel que ha puesto
la cruz sobre ellos, si desean perseverar cargándola con paz
interior, y desean ganarse la inmensa recompensa que es prometida
a ellos en el cielo cuando sus sufrimientos acaben. Sin duda es
Dios quien nos aflige con las cruces, y Él es nuestro amadísimo
Padre, y sin su participación ni la tristeza ni la alegría pueden
tener lugar en nosotros. Sin duda, también, cualquier cosa que nos
pase por voluntad suya es lo mejor para nosotros, y ha de ser tan
agradable para nosotros como para llevarnos a decir con Cristo:
«El Cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (322); y
con el Apóstol: «Pero en todo eso vencemos gracias a Aquel que nos
amo» (323). En consecuencia, aquellos que no pueden dejar de lado
su cruz sin pecar deben considerar, no su presente sufrimiento,
sino la corona que les aguarda, y cuya posesión más que compensará
todas las aflicciones, todos los dolores de esta vida. «Porque
estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables
con lo gloria que se ha de manifestar en nosotros» (324), fue lo
que dijo San Pablo de sí mismo, y el juicio que hizo sobre Moisés
fue: «prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios, a
disfrutar el efímero goce del pecado, estimando como riqueza mayor
que los tesoros de Egipto, el oprobio de Cristo, porque tenía los
ojos puestos en la recompensa» (325).
Para consolación de aquellos que
son forzados a cargar la pesada carga de la cruz a lo largo de
muchos años, no estará fuera de lugar relatar brevemente la
historia de dos almas que no perseveraron, y encontraron
esperándolos una cruz más pesada y eterna. Cuando Judas el traidor
empezó a reflexionar sobre lo detestable y enorme de su traición,
se sintió incapaz de soportar la vergüenza y la confusión de
encontrarse nuevamente con alguno de los apóstoles o discípulos de
Cristo, y se colgó a sí mismo con una soga. Lejos de escapar de la
vergüenza que temía, solo cambió una cruz por otra más pesada.
Pues su confusión será aún mayor cuando, el día del Juicio Final,
tendrá que pararse delante de todos los ángeles y hombres, no sólo
como el traidor convicto de su Señor, sino como un asesino de sí
mismo. Que necedad fue de su parte evitar una breve vergüenza
delante del entonces pequeño rebaño de Cristo, quienes hubieran
sido mansos y buenos con él, como su Señor, y lo hubiesen confiado
a la misericordia de su Redentor, y no tener que sufrir la infamia
y la ignominia que ha de sufrir cuando esté delante a la vista de
todas las creaturas como un traidor a su Dios y un suicida. El
otro ejemplo es tomada del panegírico de San Basilio sobre los
cuarenta mártires. En la persecución del emperador Licinio,
cuarenta soldados fueron condenados a muerte por su firme creencia
en Cristo. Fueron ordenados ser expuestos desnudos durante la
noche en un lago congelado, y ganar su corona por la lenta agonía
de ser congelados a muerte. Al lado del lago congelado se tenía
preparado un baño caliente, al cual cualquiera que negara su fe
tenía la libertad de introducirse. Treintinueve de los mártires
dirigieron sus pensamientos a la felicidad eterna que los
esperaba, sin importarles su sufrimiento actual, que pronto
acabaría, perseverando con facilidad en su fe, mereciendo recibir
de las manos de Jesucristo su corona de gloria eterna. Pero uno
ponderó y consideró sus tormentos, no pudo perseverar, y se lanzó
al baño caliente. Mientras la sangre empezó correr nuevamente a
través de sus miembros congelados, expiró su alma, que, marcada
con la desgracia de ser un traidor a su Dios, descendió
directamente a los eternos tormentos del infierno. Buscando evadir
la muerte, este infeliz desdichado la halló, cambiando una
transitoria y comparativamente ligera cruz por una insoportable y
eterna. Los imitadores de estos dos hombres miserables pueden ser
hallados entre aquellos que abandonan su vida religiosa, que
alejan de sí el yugo que es suave y la carga que es ligera, y
cuando menos lo esperan, se encuentran atados como esclavos del
yugo más pesado de sus numerosos apetitos que nunca satisfacen, y
aplastados bajo la vejante carga de innumerables pecados. Aquellos
que se niegan a cargar la Cruz de Cristo están obligados a cargar
las ataduras y cadenas de Satanás.
Capítulo XIX
Explicación literal de la séptima Palabra: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu» Hemos llegado a la última palabra que Nuestro Señor pronunció. En el momento de la muerte de Jesús, «dando un fuerte grito, dijo, "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu"» (326). Explicaremos cada palabra separadamente. «Padre». Merecidamente llama a Dios su Padre, pues Él era un Hijo que había sido obediente a su Padre incluso hasta la muerte, y era propio que su último deseo, que con seguridad iba a ser escuchado, sea precedido por tan dulce nombre. «En tus manos». En las Sagradas Escrituras las manos de Dios significan la inteligencia y la voluntad de Dios, o en otras palabras, su sabiduría y poder, o también, la inteligencia de Dios que conoce todas las cosas, y la voluntad de Dios que puede hacer todas las cosas. Con estos dos atributos como manos, Dios hace todas las cosas, y no necesita ningún instrumento en el cumplimiento de su voluntad. San León dice: «La voluntad de Dios es su omnipotencia» (327). En consecuencia, con Dios querer es hacer. «Todo cuanto quiso lo ha hecho» (328). «Te encomiendo». Entrego a tu cuidado mi Vida, con la seguridad de que me será devuelta cuando venga el tiempo de mi resurrección. «Mi espíritu». Hay diversidad de opinión en cuanto al significado de esta palabra. Ordinariamente la palabra espíritu es sinónimo de alma, que es la forma substancial del cuerpo, pero puede significar también la vida misma, pues respirar es el signo de la vida. Aquellos que respiran viven, y mueren los que dejan de respirar. Si por la palabra Espíritu entendemos aquí el alma de Cristo, debemos guardarnos de pensar que su alma, en el momento de la separación del cuerpo, estaba en peligro. Estamos acostumbrados a encomendar con muchas oraciones y ansiedades las almas de los agonizantes, porque están a punto de aparecer delante del tribunal de un Juez estricto para recibir su recompensa o castigo por sus pensamientos, palabras y hechos. El alma de Cristo no estaba en tal necesidad, porque disfrutaba de la Visión Beatífica desde el tiempo de su creación, estaba unida hipostáticamente a la persona del Hijo de Dios, y podía incluso ser llamada el Alma de Dios, y también porque dejaba el cuerpo victoriosa y triunfante, objeto de terror para los demonios, y no un alma a ser asustada por ellos. Si la palabra "espíritu" es entonces tomada como sinónimo de alma, el sentido de estas palabras de Nuestro Señor «Te encomiendo mi Espíritu» es que el Alma de Dios que estaba en el cuerpo como en un tabernáculo estaba a punto de lanzarse a las manos del Padre como en un lugar de confianza, hasta que debiera regresar al cuerpo, de acuerdo a las palabras del Libro de la Sabiduría:
«Las almas de los justos están en
las manos de Dios» (329). Sin embargo, el sentido comúnmente
aceptado de la palabra en este pasaje es la vida del cuerpo. Con
esta interpretación la palabra puede ser entonces ampliada.
Entrego ahora mi aliento de vida, y mientras dejo de respirar,
dejo de vivir. Pero este aliento, esta vida, te la confío a Ti,
Padre mío, para que en breve puedas nuevamente restituirla a mi
cuerpo. Nada de lo que guardas perece. En Tí todas las cosas
viven. Con una palabra llamas a la existencias cosas que no eran,
y con una palabra das la vida a aquellos que no la tenían.
Podemos entender que esta es la
verdadera interpretación de la palabra del salmo 30, uno de los
versículos que Nuestro Señor cita: «Sácame de la red que me han
tendido, que tú eres mi refugio; en tus manos encomiendo mi
espíritu» (330). En este versículo, el profeta claramente
significa "vida" por la palabra "espíritu", pues pide a Dios
preservar su vida, y no sufrir muerte por sus enemigos. Si
consideramos el contexto en el Evangelio, está claro que éste es
el sentido que Nuestro Señor quería darle. Pues luego de haber
dicho «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu», el Evangelista
añade:
«Y diciendo esto expiró» (331).
Ahora bien, expirar es lo mismo que cesar de respirar,
característica sólo de los que viven. No puede ser dicho del alma,
que es la forma substancial del cuerpo, como puede ser dicho del
aire que inhalamos, que lo respiramos mientras vivimos, y que
dejamos de respirarlo tan pronto morimos. Finalmente, nuestra
interpretación es asegurada por las palabras de San Pablo: «El
cual habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y
súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de
la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (332). Algunos
autores refieren este pasaje a la oración de Nuestro Señor en el
huerto: «Abba, Padre, todo es posible para ti, aparta de mí este
cáliz» (333). Pero esto es incorrecto, pues Nuestro Señor en
aquella ocasión ni oró con un fuerte grito, ni fue escuchada su
oración, y Él mismo no quería ser escuchado para ser librado de la
muerte. Oró para que el cáliz de su Pasión fuera apartado de Él
para mostrar su natural rechazo a la muerte, y para aprobar que
realmente era hombre cuya naturaleza es temer su llegada. Y luego
de esta oración añadió: «Pero que no se haga mi voluntad, sino la
tuya» (334). En consecuencia, la oración en el Huerto no era la
oración a la que alude el Apóstol en su Carta a los Hebreos.
Otros, refieren este texto de San Pablo a la oración que Cristo
hizo en la Cruz por aquellos que lo estaban crucificando. «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (335). En aquella
ocasión, sin embargo, Nuestro Señor no oró con un fuerte grito, y
no oró por sí mismo, ni tampoco oró para ser librado de la muerte,
siendo ambas de estas cosas mencionadas claramente por el Apóstol
como el fin de la oración de Nuestro Señor. Queda entonces que las
palabras de San Pablo se deben referir a la oración hecha por
Cristo al morir: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu»
(336). Esta plegaria, dice San Lucas, la hizo con fuerte voz: «Y
Jesús, dando un fuerte grito, dijo». Las palabras tanto de San
Pablo como San Lucas concuerdan con esta interpretación. Más aún,
como dice San Pablo, Nuestro Señor oró para ser salvado de la
muerte, y esto no puede significar que oró para ser salvado de la
muerte en la Cruz, pues en ese caso su plegaria no fue escuchada,
y el Apóstol nos asegura que fue escuchada. El verdadero
significado es que Él oró para no ser devorado por la muerte, sino
solamente para probar la muerte y luego regresar a la vida. Esta
es la explicación evidente de estas palabras: «Habiendo ofrecido
ruegos y súplicas con poderoso clamor de lágrimas al que podía
salvarle de la muerte» (337). Nuestro Señor no podía sino saber
que Él iba a morir ya que estaba tan cerca de la muerte, y deseó
ser librado de la muerte sólo en el sentido de no ser cautivo de
la muerte. En otras palabras, oró por su pronta resurrección, y su
oración fue rápidamente concedida, pues se alzó triunfante el
tercer día. Esta interpretación del pasaje de San Pablo prueba más
allá de toda duda que cuando el Señor dijo: «En tus manos
encomiendo mi Espíritu», la palabra "espíritu" es sinónimo de vida
y no de alma. Nuestro Señor no estaba ansioso por su Alma, pues la
sabía segura, pues gozaba ya de la Visión Beatífica, y había visto
a su Dios cara a cara desde el momento de su creación, pero estaba
ansioso por su cuerpo, sabiendo con anticipación que pronto
estaría privado de vida, y oró para que su cuerpo no esté largo
tiempo en el sueño de la muerte. Esta oración fue tiernamente
escuchada y concedida abundantemente.
Capítulo XX
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz De acuerdo a la práctica que hasta ahora hemos seguido, recogeremos algunos frutos de la consideración de la última palabra dicha por Cristo en la Cruz, y de su muerte que sucedió inmediatamente. Y primero mostraremos la sabiduría, el poder, y la infinita caridad de Dios desde la misma circunstancia que parece acompañada de tanta debilidad e insensatez. Su fuerza es claramente manifestada en esto: que Nuestro Señor murió mientras gritaba con fuerte voz. De esto concluimos que si hubiese sido su voluntad no habría tenido que morir, pero murió porque así quiso. Como regla, las personas a punto de morir pierden gradualmente su fuerza y su voz, y en el último instante no son capaces de articular palabra. Y así, no fue sin razón que el Centurión, al escuchar grito tan fuerte proferido de los labios de Cristo, que había perdido casi hasta la última gota de su sangre, exclamó: «Verdaderamente éste era el Hijo de Dios» (338).
Cristo es un Señor poderoso, tanto
que mostró su fuerza incluso en su muerte, no solo al gritar
fuertemente con sus últimas fuerzas, sino también al hacer temblar
la tierra, quebrando las rocas en pedazos, abriendo tumbas, y
rasgando el velo del Templo. Sabemos, por autoridad de San Marcos,
que todas estas cosas ocurrieron en la muerte de Cristo, y todos y
cada uno de estos eventos tiene su significado oculto, en el que
es manifestada su Divina sabiduría. El terremoto y el quebrarse de
las rocas manifestó que su Muerte y Pasión moverían a muchos
hombres a arrepentirse, y suavizaría los corazones más duros. San
Lucas da esta interpretación a estos misteriosos presagios, pues
luego de mencionarlos, añade que lo judíos se volvieron tras haber
presenciado la Crucifixión «golpeándose el pecho» (339). El
abrirse de las tumbas prefiguró la gloriosa resurrección de los
muertos, que fue uno de los resultados de la muerte de Cristo. El
rasgado del velo del Templo, por lo cual el Santo de los Santos
podía ser visto, fue prenda de que el Cielo sería abierto por los
méritos de su Muerte y Pasión, y que todos los predestinados
verían entonces a Dios cara a cara. Ni tampoco fue su sabiduría
manifestada solamente en estos signos y maravillas. Fue
manifestada también produciendo vida de la muerte, como fue
prefigurado por Moisés al producir agua de la roca (340), y por el
símil en el que Cristo se compara a sí mismo como a un grano de
trigo (341). Pues así como es necesario para el grano morir para
dar fruto, así por su Muerte en la Cruz Cristo enriqueció por la
vida de gracia innumerables multitudes de todas las naciones. San
Pedro expresa la misma idea cuando habla de Jesucristo como
«devorando la muerte para que fuésemos herederos de la vida
eterna» (342). Como si dijera: el primer hombre probó el fruto
prohibido y sujetó su posteridad a la muerte; el Segundo Hombre
probó la amarga fruta de la muerte, y todos los que renacen en Él
reciben la vida eterna. Finalmente, su sabiduría fue manifestada
en el modo de su Muerte, pues desde ese momento la Cruz, a lo que
no había habido nada más ignominioso y desgraciado, se convirtió
en emblema tan digno y glorioso que incluso los reyes lo
consideran un honor usarlo como ornamento. En su adoración de la
Cruz, la Iglesia canta: «Suaves son los clavos, y suave la madera,
que soporta un peso tan suave y bueno».
San Andrés, al mirar la cruz en la
que iba a ser crucificado, exclamó: «Salve, preciosa cruz, que has
sido adornada por los preciosos miembros de mi Señor. Largo tiempo
te he deseado, ardientemente te he buscado, ininterrumpidamente te
he amado, y ahora te encuentro lista para recibir mi anhelante
alma. Seguro y lleno de alegría vengo a ti, recíbeme pues en tu
abrazo, ya que soy discípulo de Cristo mi Señor, que me redimió al
colgar de ti».
Qué decir ahora de la infinita
caridad de Dios. Previamente a su muerte Nuestro Señor dijo:
«Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos»
(343). Cristo literalmente dio su vida, pues nadie podía privarlo
de ella en contra de su voluntad. «Nadie me la quita, yo la doy
voluntariamente» (344). Un hombre no puede mostrar mayor amor por
su amigos que dando la vida por ellos, puesto que nada es más
precioso o querido que la vida, ya que es el fundamento de toda
felicidad. «Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo
entero, si pierde su alma?» (345), esto es, su vida. Cada uno
instintivamente rechaza con todas sus fuerzas un ataque en contra
de su vida. Leemos en Job: «Piel por piel, todo lo que el hombre
posee lo da por su vida» (346). Hasta ahora, sin embargo, hemos
visto este hecho en una manera general. Descenderemos ahora a lo
particular. De muchos modos, y de inefable manera, Cristo mostró
su amor hacia toda la raza humana, y hacia cada individuo, al
morir en la Cruz. En primer lugar, su vida era la más preciosa de
todas las vidas, puesto que era la vida del Hombre-Dios, la vida
del más poderoso de los reyes, la vida del más sabio de los
doctores, la vida del mejor de los hombres. En segundo lugar, Él
dio su vida por sus enemigos, por los pecadores, por los
desdichados ingratos. Más aún, dio su vida para que al precio de
su misma Sangre estos pecadores, estos desdichados ingratos,
puedan ser arrebatados de las llamas del infierno. Y finalmente,
dio su vida para hacer a estos enemigos, estos pecadores, estos
desdichados ingratos, sus hermanos y co-herederos y conjuntamente
poseedores con Él de la alegría eterna en el Reino de los Cielos.
¿Podrá haber una sola alma tan endurecida e ingrata para no amar a
Jesucristo con todo su corazón? Oh Dios, convierte a Ti nuestros
corazones de piedra, y no sólo nuestros corazones, sino los
corazones de todos los cristianos, los corazones de todos los
hombres, incluso los corazones de los infieles que nunca te han
conocido, y de los ateos que te han negado.
Capítulo XXI
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz Otro y muy provecho fruto sería cosechado de la consideración de esta palabra si pudiésemos hacernos el hábito de repetirnos continuamente la oración que Cristo nuestro Señor nos enseñó en la Cruz con su último aliento: «En tus manos encomiendo mi Espíritu» (347). Nuestro Señor no tenía necesidad como nosotros para hacer tal oración. Él era el Hijo de Dios. Nosotros somos siervos y pecadores, y en consecuencia nuestra Santa Madre y Señora, la Iglesia, nos enseña a hacer constante uso de esta plegaria, y repetir no sólo la parte que usó nuestro Señor, sino entera, como la hallamos en los Salmos de David: «En tus manos encomiendo mi espíritu, Tú me has redimido, Señor, Dios de la verdad» (348). Nuestro Señor omitió la última parte del versículo porque Él era el Redentor y no uno a ser redimido, pero aquel que ha sido redimido con su preciosa Sangre no debe omitirlo. Más aún, Cristo, como el Hijo Unigénito de Dios, oró a su Padre. Nosotros, por otro lado, oramos a Cristo como nuestro Redentor, y en consecuencia no decimos «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», sino «en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, Tú me has redimido, Señor, Dios de la verdad». El proto-mártir San Esteban fue el primero en usar esta oración cuando en el momento de su muerte exclamó: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (349).
Nuestra Santa Madre Iglesia nos
enseña a hacer uso de esta jaculatoria en tres distintas
ocasiones. Nos enseña a decirla diariamente al comienzo de las
completas, como aquellos que recitan el Oficio Divino pueden
confirmarlo. En segundo lugar, cuando nos acercamos a la Sagrada
Eucaristía, luego del «Domine non sum dignus», el sacerdote dice
primero para sí mismo y luego para los otros que comulgan: «En tus
manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Finalmente, al momento de
la muerte, recomienda a todos los fieles imitar a su Señor al
morir en el uso de esta plegaria. No hay duda de que somos
ordenados a usar este versículo en las Completas, porque esa parte
del Oficio Divino es rezada al final del día, y San Basilio en sus
reglas explica cuán fácil es al llegar la oscuridad, y empieza la
noche, encomendar nuestro espíritu a Dios, para que si súbitamente
nos coge la muerte, no seamos hallados desprevenidos. La razón por
la que debemos usar la misma jaculatoria en el momento en que
recibimos la Sagrada Eucaristía es clara, pues el recibir la
Sagrada Eucaristía es riesgoso y a la vez tan necesario, que no
podemos ni acercarnos con mucha frecuencia ni abstenernos sin
peligro: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente,
será reo del Cuerpo y de la Sangre de Cristo Nuestro Señor», y
«come y bebe su propio castigo» (350). Y aquel que no recibe el
Cuerpo de Cristo Nuestro Señor no recibe el pan de vida, incluso
la vida misma. Así que estamos rodeados de peligros como hombres
hambrientos, inseguros de si la comida que es ofrecida está
envenenada o no. Con miedo y temblor hemos entonces de exclamar:
Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, a menos que Tu en
Tu bondad me hagas digno, y por tanto di solo una palabra y mi
alma será sanada. Pero como no tengo razón para dudar si Tu te
dignarías curar mis heridas, encomiendo mi espíritu a tus manos,
para que llegado el momento, tu puedas estar cerca y asistir a mi
alma, a la que has redimido con tu preciosa Sangre.
Si algunos cristianos pensaran
seriamente en estas cosas, no estarían tan prontos a recibir el
sacerdocio con el objeto de ganarse la vida con los estipendios
que reciben de las misas. Tales sacerdotes no están tan ansiosos
de acercarse a este gran Sacrificio con una preparación adecuada,
como lo están para obtener el fin que se proponen, que es asegurar
la comida para sus cuerpos, y no para sus almas. Hay también otros
que, asistentes a los palacios de prelados y príncipes, se
aproximan a este gran misterio a través del respeto humano, por
miedo a que por accidente incurran en desagradar a sus señores al
no comulgar a las horas regularmente constituidas. ¿Qué ha de
hacerse entonces? ¿Es más ventajoso acercarse con poca frecuencia
a este Banquete Divino? Ciertamente no. Mucho mejor es acercarse
frecuentemente pero con la debida preparación, pues, como dice San
Cirilo, mientras menos nos aproximamos menos estamos preparados
para recibir el mana celestial.
La llegada de la muerte es un
tiempo cuando nos es necesario repetir con gran ardor una y otra
vez la plegaria: «en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, Tu
me has redimido, Señor, Dios de la verdad». Pues si nuestra alma
al dejar nuestro cuerpo cae en las manos de Satanás, no hay
esperanza de salvación. Si por el contrario, cae en las manos
paternales de Dios, no hay más causa alguna para temer el poder
del enemigo. Consecuentemente con intenso dolor, con verdadera y
perfecta contrición, con confianza ilimitada en la misericordia de
nuestro Dios, debemos en el momento temido clamar una y otra vez:
«En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Y en ese último
momento, aquellos que durante la vida pensaron poco en Dios son
más severamente tentados a la desesperanza, porque no tienen ahora
mayor tiempo para arrepentirse. Deben alzar ahora el escudo de la
fe, recordando que está escrito: «La maldad del malvado no le hará
sucumbir el día en que se aparte de su maldad» (351), y el yelmo
de la esperanza, confiando en la bondad y la compasión de Dios, y
repitiendo continuamente «En tus manos, Señor, encomiendo mi
espíritu», ni fallar en añadir aquella parte de la plegaria que es
el fundamento de nuestra esperanza: «pues Tu me has redimido,
Señor, Dios de verdad». ¿Quién puede devolver a Jesús la sangre
inocente que ha derramado por nosotros? ¿Quien puede pagar de
vuelta el rescate con el que nos ha comprado? San Agustín, en el
libro noveno de sus Confesiones, nos alienta a poner confianza
ilimitada en nuestro Redentor, porque la obra de nuestra
redención, una vez realizada, nunca será inútil o inválida, a
menos que le pongamos a su efecto una barrera impenetrable por
nuestra desesperanza y falta de penitencia.
Capítulo XXII
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz El tercer fruto en ser recogido es el siguiente. Al acercarse la muerte debemos confiar no tanto en las limosnas, ayunos, y oraciones de nuestros parientes y amigos. Muchos, durante la vida, se olvidan todo acerca de sus almas, y no piensan en nada más y no hacen nada más que amontonar dinero para que sus hijos y nietos puedan abundar en riquezas. Cuando se aproxima la muerte empiezan por primera vez a pensar en sus propias almas, y como han dejado toda su substancia mundana a sus parientes, les encomiendan también sus almas para que sean asistidas por sus limosnas, oraciones, el sacrificio de la Misa, y otras obras buenas. El ejemplo de Cristo no nos enseña a actuar de esta manera. Él encomendó su Espíritu no a sus parientes, sino a su Padre. San Pedro no dice que actuemos de esta manera, sino que «encomendemos» nuestras «almas al Creador haciendo el bien» (352).
No encuentro falta en aquellos que
ordenan o buscan o desean que se hagan caridades y que sea
ofrecido el Santo Sacrificio por el reposo de sus almas, pero
culpo a aquellos que ponen excesiva confianza en las oraciones de
sus hijos y parientes, pues la experiencia enseña que los muertos
son prontamente olvidados. Lamento también que en asunto de tal
importancia como es la salvación eterna los cristianos no obren
por sí mismos, no hagan ellos mismos sus limosnas, y se aseguren
amistades por quienes, de acuerdo al Evangelio, puedan ser
recibidos «en eternas moradas» (353). Finalmente, reprendo
severamente a aquellos que no obedecen al Príncipe de los
Apóstoles, que nos ordena encomendar nuestras almas al fiel
Creador, no solo por nuestras palabras, sino por nuestras buenas
obras. Las obras que nos serán ventajosas en presencia de Dios son
aquellas que nos hacen eficaz y verdaderamente cristianos
piadosos. Escuchemos las voces del Cielo que resonaban en los
oídos de San Juan: «Y oí una voz que decía desde el cielo:
escribe: dichosos los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora,
dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas, porque sus obras
los acompañan» (354). Por tanto, las buenas obras que son hechas
mientras vivimos, y no las que son hechas para nosotros por
nuestros hijos y parientes luego de nuestra muerte, son las buenas
obras que nos acompañarán. Particularmente si no son solamente
buenas en sí mismas, sino, como lo expresa San Pedro -no sin
cierto significado oculto-, cuando están bien hechas. Muchos
pueden enumerar cantidades de buenas obras que han hecho, muchos
sermones, Misas diarias, el rezo del Oficio Divino por años, el
ayuno anual de Cuaresma, frecuentes limosnas. Pero cuando todas
estas son pesadas en la escala Divina, y hay un escrutinio rígido
para determinar si han sido hechas bien, con intención justa, con
la debida devoción, en el lugar y tiempo adecuados, con un corazón
lleno de gratitud hacia Dios... Oh, ¿cuántas cosas que parecían
meritorias se volverán en detrimento nuestro? ¿Cuántas cosas que
al juicio de los hombres aparecían como oro y plata y piedras
preciosas, serán halladas de madera y paja y rastrojo, buenas solo
para la fogata? Esta consideración me alarma no poco, y mientras
más cercano me encuentro a la muerte, pues el Apóstol me advierte
«lo anticuado y viejo está a punto de cesar» (355), más claramente
veo la necesidad de seguir el consejo de San Juan Crisóstomo.
Aquel santo doctor nos dice que no pensemos mucho en nuestras
buenas obras, porque si son realmente buenas, estos es, bien
realizadas, están ya escritas en el Libro de la Vida, y no hay
peligro de que seamos defraudados de nuestros justos méritos; y
nos alienta a pensar más bien en nuestras acciones malas, y luchar
para expiarlas con corazón contrito y espíritu humilde, con muchas
lágrimas y un serio arrepentimiento (356). Aquellos que siguen
este consejo pueden exclamar con gran confianza en el momento de
su muerte: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, Tu me has
redimido, Señor, Dios de la verdad».
Capítulo XXIII
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz Sigue un cuarto fruto en ser recogido de la alegre manera en que la plegaria de Jesucristo fue escuchada, lo cual nos debería animar a un mayor fervor al encomendar nuestros espíritus a Dios. Con gran verdad nos dice el Apóstol que Nuestro Señor Jesucristo «fue escuchado por su reverencia» (357).
Nuestro Señor oró a su Padre, como
hemos mostrado antes, por la pronta resurrección de su Cuerpo. Su
plegaria fue concedida, pues la resurrección no fue prolongada más
allá de lo necesario para establecer el hecho de que el Cuerpo de
Nuestro Señor estuvo realmente separado de su alma. A menos que
pudiese ser probado que su Cuerpo había sido realmente privado de
vida, la resurrección y la estructura de la fe cristiana
construida sobre ese misterio caerían a tierra. Cristo hubiese
tenido que permanecer en la tumba por lo menos cuarenta horas para
realizar el signo del profeta Jonás, de quien Él mismo dijo que
prefiguraba su propia muerte. Para que la resurrección de Cristo
pudiese ser acelerada lo más posible, y que fuese evidente que su
plegaria había sido escuchada, los tres días y las tres noches que
Jonás pasó en el estómago de la ballena, fueron, en relación a la
resurrección de Cristo, reducidos a un día entero y partes de dos
días. Así que el tiempo que estuvo el cuerpo de Nuestro Señor en
el sepulcro no son propiamente, más que por una figura del
lenguaje, tres días y tres noches. Dios Padre no sólo oyó la
oración de Cristo acelerando el tiempo de su resurrección, sino al
dar a su cuerpo muerto una vida incomparablemente mejor que la que
tenía antes. Antes de su muerte, Cristo era mortal. La vida que le
fue restituida era inmortal. Antes de su muerte la vida de Cristo
era pasible, y sujeta al hambre y la sed, a la fatiga y a las
heridas. La vida que le fue restituida era impasible. Antes de su
muerte la vida de Cristo era corpórea, la vida que le fue
restituida era espiritual, y el cuerpo estaba tan sujeto al
espíritu que en un abrir y cerrar de ojos podía llevarse a donde
el alma quisiese. El Apóstol da la razón por la cual la oración de
Cristo fue tan prontamente concedida al decir que «fue escuchado
por su reverencia». La palabra griega conlleva la idea de un temor
reverencial que era una cualidad distintiva del respeto que sentía
Cristo por su Padre. Así, Isaías al enumerar los dones del
Espíritu Santo que adornarían el alma de Cristo dice: «Reposará
sobre él el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría e
inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia
y de piedad, y será lleno del espíritu del temor de Dios» (358).
Mientras el alma de Cristo se llenaba de temor reverencial por su
Padre, proporcionalmente el Padre se llenaba de complacencia en su
Hijo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (359). Y como
el Hijo reverenció al Padre, el Padre escuchó su oración y le
concedió lo que pedía.
Se sigue que si queremos ser
escuchados por nuestro Padre Celestial, y que sean concedidas
nuestras oraciones, debemos imitar a Cristo al aproximarnos a
nuestro Padre que está en el cielo con gran reverencia,
prefiriendo su honor a todo lo demás. Entonces sucederá que
nuestras peticiones serán escuchadas, y especialmente aquella de
la que depende nuestro lote en la eternidad; que al acercarse la
muerte Dios preserve nuestras almas, que han sido encomendadas a
su cuidado, del león rugiente que está rondando listo para recibir
su presa. Que nadie piense, sin embargo, que la reverencia a Dios
es mostrada meramente en genuflexiones, en descubrirnos la cabeza,
y tales señales externas de adoración y honor. En adición a esto,
el temor reverencial implica un gran temor de ofender la Divina
Majestad, un íntimo y continuo horror del pecado, no por miedo al
castigo, sino por amor a Dios. Fue provisto con este temor
reverencial que no se atrevía ni siquiera pensar de pecar en
contra de Dios: «Dichoso el hombre que teme a Yahveh, que en sus
mandamientos mucho se complace» (360). Tal hombre verdaderamente
teme a Dios, y puede por eso ser llamado dichoso, pues se esfuerza
por cumplir todos sus mandamientos. La santa viuda Judit «era muy
estimada de todos, porque temía mucho al Señor» (361). Ella era
tanto joven como rica, pero nunca cedió ni se entregó a una
situación de pecado. Se mantuvo con sus sirvientas apartada en su
habitación, y «llevaba ceñido un sayal, y ayunaba todos los días
de su vida a excepción de los sábados, novilunios y fiestas de la
casa de Israel» (362). Observen con cuanto celo, incluso bajo la
antigua ley, que permitía mayor libertad que el Evangelio, una
mujer joven y rica evitó los pecados de la carne, y por ninguna
razón más que «porque temía mucho al Señor». Las Sagrada Escritura
menciona lo mismo del santo Job, quien hizo un pacto con sus ojos
para no mirar virgen alguna, estos es, no miraría a una virgen por
miedo de que alguna sombra de pensamiento impuro cruzara su mente.
¿Por qué el Santo Job tomó tales precauciones? «Hice un pacto con
mis ojos para ni siquiera pensar en una virgen. Porque ¿qué parte
tendría Dios en mí desde arriba y qué herencia el Omnipotente
desde las alturas?» (363). Lo que significa que si algún
pensamiento impuro lo manchase, no tendría más la herencia de
Dios, ni Dios sería su parte. Si quisiera mencionar los ejemplos
de los santos del Nuevo Testamento, nunca acabaría. Este es, pues,
el temor reverencial de los santos. Si estuviésemos llenos del
mismo temor, no habría nada que no obtendríamos fácilmente de
nuestro Padre Celestial.
Capítulo XXIV El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz El último fruto es cosechado de la consideración de la obediencia mostrada por Cristo en sus últimas palabras y en su muerte en la Cruz. Las palabras del Apóstol: «Se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (364), reciben su completa realización cuando Nuestro Señor expiró con estas palabras en sus labios: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu». Para poder recoger el fruto más precioso del árbol de la Santa Cruz debemos esforzarnos por examinar todo lo que pueda ser dicho de la obediencia de Cristo. El, el Señor y Patrón de toda virtud, tuvo hacia su Padre Celestial una obediencia tan pronta y perfecta como para hacer imposible imaginar o concebir algo mayor.
En primer lugar, la obediencia de
Cristo a su Padre empezó con su concepción y continuó
ininterrumpidamente hasta su muerte. La vida de Nuestro Señor
Jesucristo fue un perpetuo acto de obediencia. El alma de Cristo
disfrutó desde el momento de su creación el ejercicio de su libre
voluntad, estando llena de gracia y sabiduría, y en consecuencia,
aun cuando estaba encerrado en el vientre de su Madre, era capaz
de practicar la virtud de la obediencia. El salmista, hablando en
la persona de Cristo, dice: «En el principio del libro está
escrito de mí que debo hacer tu voluntad. Dios mío, lo he deseado
y tu ley está arraigada en medio de mi corazón» (365). Estas
palabras pueden ser simplificadas así: «En el principio del
libro», esto es desde el principio hasta el fin de los textos
inspirados de la Escritura, está mostrado que fui elegido y
enviado al mundo «para hacer tu voluntad. Dios mío, lo he deseado»
y libremente aceptado. He puesto «la ley», tu mandamiento, tu
deseo, «en medio de mi corazón», para meditar sobre él
constantemente, para obedecerlo puntual y prontamente. Las
palabras mismas de Cristo significan igual: Mi alimento es hacer
la voluntad del que me ha enviado, y llevar a cabo su obra» (366).
Pues así como un hombre no come de vez en cuando, a intervalos
distantes uno del otro durante su vida, sino que diariamente come
y se goza en ello, así Cristo Nuestro Señor era firme en ser
obediente a su Padre todos los días de su vida. Era su alegría y
su placer. «He bajado del cielo no para hacer mi propia voluntad,
sino la voluntad del que me ha enviado» (367). Y nuevamente: «El
que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque hago
siempre lo que le agrada a Él» (368). Y puesto que la obediencia
es el más excelente de todos los sacrificios, como dijo Samuel a
Saúl (369), así cada acción que Cristo realizó durante su vida fue
un sacrificio agradabilísimo para la Divina Majestad. La primera
prerrogativa entonces de la obediencia de Nuestro Señor es que
duró desde el momento de su Concepción hasta su muerte en la Cruz.
En segundo lugar, la obediencia de
Cristo no estaba limitada a un tipo de tarea particular, como
parece ser a veces el caso de otros hombres, sino que se extendió
a todo lo que le plugo al Padre Eterno ordenar. De esto vinieron
muchas de las vicisitudes en la vida de Nuestro Señor. En un
momento lo vemos en el desierto sin comer ni beber, tal vez
privándose incluso del sueño, y viviendo con «con las fieras»
(370). En otro momento lo vemos mezclándose con los hombres,
comiendo y bebiendo con ellos. Luego viviendo en la oscuridad y el
silencio en Nazaret. Ahora aparece ante el mundo dotado de
elocuencia y sabiduría, y obrando milagros. En una ocasión ejerce
su autoridad y bota del Templo a aquellos que lo estaban
profanando al negociar dentro de él. En otra ocasión se esconde, y
como un hombre débil y sin fuerza se aleja de la muchedumbre.
Todas estas diferentes acciones requieren un alma desprendida de
sí, y devota a la voluntad de otra. A menos que previamente
hubiese dado el ejemplo de renunciar a todo lo que la naturaleza
humana alaba, no hubiera dicho a sus discípulos: «Si alguno quiere
venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo» (371), que renuncie
a su propia voluntad y a su propio juicio. A menos que estuviese
preparado para dar su vida con tanta prontitud que pareciese que
en verdad la odiaba, no habría alentado a sus discípulos con tales
palabras como «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre,
madre, mujer e hijos, hermanos y hermanas, e incluso su propia
vida, no puede ser mi discípulo» (372). Esta renuncia de uno
mismo, tan conspicua en la personalidad de Nuestro Señor, es la
verdadera raíz y, como tal, madre de la obediencia. Y aquellos que
no están preparados para el sacrificio personal nunca adquirirán
la perfección de la obediencia. ¿Cómo puede un hombre obedecer
prontamente la voluntad de otro si prefiere su propia voluntad y
juicio a la del otro? La vasta orbe del cielo obedece a las leyes
de la naturaleza tanto al amanecer como al ponerse. Los ángeles
son obedientes a la voluntad de Dios. No tienen voluntad propia
opuesta a la de Dios, sino que están felices unidos a Dios, y son
uno en espíritu con Él. Y así canta el salmista: «Bendigan al
Señor todos sus ángeles, poderosos en fortaleza, que son
ejecutores de su palabra, para obedecer la voz de sus órdenes»
(373).
En tercer lugar, la obediencia de
Cristo no fue solo infinita en su longitud y anchura, pero
proporcionalmente como por el sufrimiento fue humillada hasta lo
más bajo, así en cuanto a su recompensa será exaltada. La tercera
característica entonces de la obediencia de Cristo es que fue
probada por el sufrimiento y las humillaciones. Para cumplir la
voluntad de su Padre Celestial, el niño Cristo, en completo uso de
todas sus facultades, consintió en ser encerrado por nueve meses
en la oscura prisión del vientre de su Madre. Otros bebés no
sienten esta privación pues no tienen uso de razón, pero Cristo
tenía uso de razón, y debe haber temido el confinamiento en el
estrecho vientre, incluso del vientre de la que había escogido
como Madre. A través de la obediencia a su Padre, y por el amor
que le tenía, superó a la muerte, y la Iglesia dice: Cuando
asumiste sobre Ti el liberar al hombre, no aborreciste el vientre
de la Virgen». Nuevamente, nuestro querido Señor necesitó no poca
paciencia y humildad para asumir las maneras y debilidades de un
pequeño, cuando no solamente era más sabio que Salomón, sino que
era el Hombre «en quien están ocultos todos los tesoros de la
sabiduría y el conocimiento» (374).
Consideren, más aún, cuánto habrá
sido su auto-control y mansedumbre, su paciencia y humildad, para
haber permanecido dieciocho años, desde los doce hasta los
treinta, escondido en una oscura casa en Nazaret, haber sido
tenido como el hijo de un carpintero, haber sido llamado
carpintero, haber sido tomado como un hombre ignorante y sin
educación, cuando al mismo tiempo su sabiduría sobrepasaba la de
los ángeles y hombres juntos. Durante su vida pública, adquirió
gran renombre por su predicación y sus milagros, pero sufrió
grandes necesidades y soportó muchos reveses. «Las zorras tienen
guaridas, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no
tiene dónde descansar la cabeza» (375). Adolorido de pies y
fatigado, se sentaba al costado de un pozo. Y hubiese podido
rodearse con abundancia de todas las cosas, por el servicio de
hombres o ángeles, de no haber estado impedido por la obediencia
que le debía a su Padre. ¿Me detendré en las contradicciones que
sufrió, en los insultos que soportó, en las calumnias que fueron
habladas en contra de Él, en sus heridas y en la corona de espinas
de su Pasión, en la ignominia de la Cruz misma? Su humilde
obediencia ha tomado tan honda raíz que solo podemos maravillarnos
y admirarla. No podemos imitarla perfectamente.
Hay todavía una mayor
profundización a su obediencia. La obediencia de Cristo finalmente
llegó a este estado, en que con fuerte voz clamó: «Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu. Y diciendo esto, expiró» (376).
Parecería que el Hijo de Dios quisiese dirigirse a su Padre de
esta manera: «Este mandamiento he recibido de Ti, Padre mío»
(377), dar mi vida para poder recibirla nuevamente de tus manos.
El tiempo ha llegado ahora para cumplir este último mandamiento
tuyo. Y aunque la separación de mi alma y mi cuerpo será una
separación dura, porque desde el momento de su creación han
permanecido unidas en gran paz y amor, y aunque la muerte encontró
una entrada en este mundo a través de la maldad del demonio, y la
naturaleza humana se rebela contra la muerte, aún así tus
mandamientos están profundamente fijos en lo más íntimo de mi
corazón, y prevalecerán incluso sobre la muerte misma. Por tanto
estoy preparado para probar la amargura de la muerte, y tomar
hasta lo último el cáliz que has preparado para mí. Pero como es
tu deseo que entregue mi vida de tal manera que la reciba de nuevo
de Ti, así, «en tus manos encomiendo mi Espíritu», para que puedas
restaurármela como quieras. Y entonces, habiendo recibido el
permiso de su Padre para morir, inclinó la cabeza como
manifestación de su obediencia, y expiró. Su obediencia triunfó y
prevaleció. No sólo recibió su recompensa en la persona de Cristo,
quien, porque su humilló por debajo de todo, y obedeció todo por
amor a su Padre, ascendió al cielo, y desde su trono gobierna
todo, sino que tiene su recompensa también en esto: que todo el
que imita a Cristo ascenderá a los cielos, será puesto como Señor
sobre todos los bienes de su Señor, y será partícipe de su
dignidad real y poseedor de su Reino para siempre. Por otro lado,
la virtud de la obediencia ha ganado tan manifiesta victoria sobre
los espíritus rebeldes, desobedientes y orgullosos, como para
hacerlos temblar y huir a la vista de la Cruz de Cristo.
Quien sea que desee ganar la gloria
del cielo, y encontrar verdadera paz y descanso para su alma, debe
imitar el ejemplo de Cristo. No sólo los religiosos que se han
ligado a si mismos por el voto de obediencia a su superior, quien
representa a Dios, sino todos los hombres que desean ser
discípulos y hermanos de Cristo deben aspirar a ganar esta
victoria espiritual sobre sí mismos. De otro modo, estarán
miserablemente para siempre con los orgullosos demonios del
infierno. Puesto que la obediencia es un precepto divino, y ha
sido impuesto sobre todos, es necesario para todos. Para todos sin
excepción fueron dirigidas las palabras de Cristo: «Tomad sobre
vosotros mi yugo» (378). A todos los predicadores del Evangelio
dice: «Obedeced a vuestros prelados y someteos a ellos» (379). A
todos los reyes dice Samuel: «¿Pues que prefiere el Señor,
holocaustos y víctimas, o más bien que se obedezca la voz del
Señor? Mejor es obedecer que sacrificar» (380). Y para mostrar la
grandeza del pecado de la desobediencia añade: «Porque como pecado
de hechicería es la rebeldía» contra los mandamientos de Dios, o
los mandamientos de aquellos que ejercen el lugar de Dios.
En consideración a aquellos que
voluntariamente se entregan a la práctica de la obediencia, y
someten su voluntad a la de su superior, diré unas pocas palabras
de su feliz estado de vida. El profeta Jeremías, inspirado por el
Espíritu Santo, dice «Es bueno para el hombre haber llevado el
yugo desde su juventud. Se sentará solitario y mantendrá su paz,
porque aceptó llevar el yugo sobre sí» (381). Cuán grande es la
alegría contenida en estas palabras «¡Es bueno!». Por el resto de
la frase podemos concluir que ellos abrazan todo lo que es útil,
honorable, deseable, de hecho, todo en lo que debe consistir la
felicidad. El hombre que está acostumbrado desde su juventud al
yugo de la obediencia, será libre a lo largo de su vida del
aplastante yugo de los deseos carnales. San Agustín, en el libro
octavo de sus Confesiones, reconoce la dificultad que un alma, que
por años ha obedecido a la concupiscencia de la carne, debe
experimentar al sacudir tal yugo, y por otro lado habla de la
facilidad y de la gloria que experimentamos al cargar el yugo del
Señor si es que las trampas del vicio no han atrapado al alma. Más
aún, no es ganancia poco considerable obtener mérito por cada
acción en presencia de Dios. El hombre que no realiza ninguna
acción por su propio libre querer, sino que hace todo por
obediencia a su superior, ofrece a Dios en cada acción un
sacrificio agradabilísimo a Él, pues como dice Samuel: «Mejor es
obedecer que sacrificar» (382). San Gregorio da una razón para
esto: «Al ofrecer víctimas -dice- sacrificamos la carne de otro.
Por la obediencia nuestra propia voluntad es sacrificada» (383). Y
lo que es aún más admirable en esto es que, incluso si un Superior
peca al dar una orden, el sujeto no sólo no peca, sino que incluso
obtiene mérito por su obediencia siempre y cuando lo ordenado no
vaya en contra de la ley de Dios. El Profeta continua: «Se sentará
solitario y mantendrá su paz». Estas palabras significan que el
hombre obediente reposa porque ha hallado paz para su alma. Aquel
que ha renunciado a su propia voluntad, y se ha entregado a sí
mismo enteramente a realizar la voluntad Divina que es manifestada
a él a través de la voz de su superior, nada desea, nada busca, no
piensa de nada, nada anhela, sino que es libre de todo cuidado
ansioso, y «con María se sienta a los pies del Señor escuchando su
voz» (384). El solitario se sienta, tanto porque vive con aquellos
que «no tienen sino un solo corazón y una sola alma» (385), y
porque no ama nada con amor privado, individual, sino todo en
Cristo y por causa de Cristo. Es silente porque no pelea con
nadie, disputa con nadie, litiga con nadie. La razón de esta gran
tranquilidad es porque «aceptó llevar el yugo sobre sí», y es
trasladado de las filas de los hombres a las filas de los ángeles.
Hay muchos que se preocupan a si mismos por sí mismos, y actúan
como animales privados de razón. Buscan las cosas de este mundo,
estiman solo aquellas cosas que complacen los sentidos, alimentan
sus deseos carnales, y son avaros, impuros, glotones e
intemperados. Otros llevan una vida puramente humana, y se
mantienen encerrados en sí mismos, como aquellos que se esfuerzan
por escudriñar los secretos de la naturaleza, o descansan
satisfechos dando preceptos de moral. Otros, se alzan sobre sí
mismos, y con la especial ayuda y asistencia de Dios llevan una
vida que es más angelical que humana. Estos abandonan todo lo que
poseen en este mundo, y negando su propia voluntad, pueden decir
con el Apóstol: «Somos ciudadanos del cielo» (386). Emulando la
pureza, la contemplación, y la obediencia de los ángeles, llevan
una vida de ángeles en este mundo. Los ángeles nunca son
ensuciados con la mancha del pecado, «ven continuamente el rostro
de mi Padre que está en los cielos» (387), y liberados de todo lo
demás, son enteramente absortos en cumplir la voluntad de Dios.
«Bendigan al Señor todos sus ángeles, poderosos en fortaleza, que
son ejecutores de su palabra, para obedecer la voz de sus órdenes»
(388). Esta es la felicidad de la vida religiosa. Aquellos que en
la tierra imitan lo mas posible la pureza y la obediencia de los
ángeles, sin duda serán partícipes de su gloria en el cielo,
especialmente si siguen a Cristo, su Amo y Señor, quien «se
humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de
Cruz» (389), y «siendo Hijo de Dios, aprendió la obediencia por
las cosas que padeció» (390), esto es, aprendió por su propia
experiencia que la obediencia genuina es probada en el
sufrimiento, y en consecuencia su ejemplo nos enseña no sólo
obediencia, sino que el fundamento de una verdadera y perfecta
obediencia es la humildad y la paciencia. No es prueba de que
somos verdadera y perfectamente obedientes al obedecer en cosas
que son honorables y agradables. Tales órdenes no nos prueban si
es la virtud de la obediencia o algún otro motivo que nos mueve a
actuar. Pero un hombre que manifiesta prontitud y ardor en
obedecer todo lo que es humillante y laborioso, prueba que es un
verdadero discípulo de Cristo, y ha aprendido el significado de la
verdadera y perfecta obediencia.
San Gregorio hábilmente nos enseña
lo que es necesario para la perfección de la obediencia en las
diferentes circunstancias. Dice: «algunas veces recibiremos
ordenes agradables, y en otros momentos desagradables. Es de la
mayor importancia recordar que en algunas circunstancias, si algo
de amor propio se filtra en nuestra obediencia, nuestra obediencia
es nula. En otras circunstancias nuestra obediencia será en
proporción menos virtuosa en la medida que hay menor sacrificio
personal. Por ejemplo: un religioso es puesto en un puesto
honorable. Es nombrado superior de un monasterio. Ahora bien, si
asume este oficio a través del motivo meramente humano del gusto,
estará juntamente falto de obediencia. Ese hombre no es dirigido
por obediencia, asumiendo tareas agradables es esclavo de su
propia ambición. De la misma manera, un religioso recibe alguna
orden humillante si, por ejemplo, cuando su amor propio lo lleva a
aspirar a la superioridad, es ordenado realizar algunos oficios
que no conllevan ninguna distinción ni dignidad, entonces
disminuirá el mérito de su obediencia en proporción a lo que falta
en forzar su voluntad en desear el oficio, porque de mala gana y a
fuerza obedece en asunto que considera indigno de sus talentos o
de su experiencia. La obediencia invariablemente pierde algo de su
perfección si el deseo por ocupaciones bajas y humildes no
acompaña de alguna manera u otra la obligación forzada de
asumirlas. En las órdenes, por tanto, que son repugnantes a la
naturaleza, ha de haber algo de sacrificio personal, y en las
órdenes que son agradables a la naturaleza no debe haber amor
propio. En el primer caso la obediencia será más meritoria
mientras más cerca esté unida a la voluntad divina mediante el
deseo. En el segundo caso la obediencia será más perfecta mientras
más separada esté de cualquier anhelo de reconocimiento mundano.
Entenderemos mejor las diferentes señales de la verdadera
obediencia al considerar dos acciones de dos santos que están
ahora en el cielo (391). Cuando Moisés estaba pastando las ovejas
en el desierto, fue llamado por el Señor, quien le habló a través
de la boca de un ángel desde la zarza ardiendo, para llevar al
pueblo judío en su éxodo de la tierra de Egipto. En su humildad,
Moisés dudó en aceptar tan glorioso mando. «¡Por favor, Señor!
-dijo- Desde ayer y antes de ayer yo no soy elocuente, y después
que has hablado a tu siervo, me hallo aun tartamudo y pesado de
lengua» (392). Deseó declinar el oficio mismo, y rogó para que
pueda ser dado a otro. «Te ruego, Señor, que envíes al que has de
enviar» (393). ¡Mirad! Arguye su falta de elocuencia como una
excusa al Autor y Dador del habla, para ser exonerado de una labor
que era honorable y llena de autoridad. San Pablo, como dice a los
Gálatas (394), fue divinamente advertido de ir a Jerusalén. En el
camino se encuentra con el Profeta Ágabo, y se entera por él lo
que tendrá que sufrir en Jerusalén. «Ágabo, se acercó a nosotros,
tomó el cinturón de Pablo, se ató sus pies y sus manos y dijo:
"esto dice el Espíritu Santo: así atarán los judíos en Jerusalén
al hombre de quien es este cinturón. Y le entregarán en manos de
los gentiles"» (395). A lo que San Pablo inmediatamente respondió:
«Yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino a morir también en
Jerusalén por el nombre del Señor Jesús» (396). Sin amilanarse por
la revelación que recibió acerca de los sufrimientos que le
estaban reservados, se dirigió a Jerusalén. Realmente anhelaba
sufrir, aunque como hombre debe haber sentido algo de miedo, pero
este mismo miedo fue vencido, haciéndolo más valerosos. El amor
propio no encontró lugar en la honorable tarea que fue impuesta a
Moisés, pues tuvo que vencerse a sí mismo para asumir la guía del
pueblo judío. Voluntariamente se dirigió San Pablo hacia el
encuentro de la adversidad. Era consciente de las persecuciones
que lo aguardaban, y su fervor lo hacía anhelar aun cruces más
pesadas. Uno deseó declinar el renombre y la gloria de ser líder
de una nación, incluso cuando Dios visiblemente lo llamaba. El
otro estaba preparado y deseoso para abrazar las penalidades y
tribulaciones por amor a Dios. Con el ejemplo de estos dos santos
ante nosotros, debemos decidirnos, si deseamos obtener la perfecta
obediencia, a permitir que la voluntad de nuestro superior
solamente imponga sobre nosotros tareas honorables, y a forzar
nuestra propia voluntad a abrazar los oficios difíciles y
humillantes» (397). Hasta aquí San Gregorio. Cristo nuestro Señor,
Señor de todo, había previamente aprobado por su conducta la
doctrina aquí expuesta por San Gregorio. Cuando sabía que la gente
venía para llevarlo por la fuerza y hacerlo su rey, «huyó al
monte, solo» (398). Pero cuando sabía que los judíos y soldados,
con Judas a la cabeza, venían para hacerlo prisionero y
crucificarlo, de acuerdo al mandato que había recibido de su
Padre, de buena gana salió al encuentro de ellos, dejándose
capturar y atar. Cristo, por tanto, nuestro buen Señor, nos ha
dado un ejemplo de la perfección de la obediencia, no solamente
por su predicación y palabras, sino por sus obras y en la verdad.
Reverenció a su Padre con una obediencia fundada en el sufrimiento
y las humillaciones. La Pasión de Cristo exhibe el más brillante
ejemplo de la más exaltada y ennoblecida de las virtudes. Es un
modelo que siempre han de tener ante sus ojos aquellos que han
sido llamados por Dios para aspirar a la perfección de la
obediencia y la imitación de Cristo.
Notas
1. Lc 18,31.
2. Lc 6,12.
3. Mt 8; Mc 4; Lc 6; Jn 6.
4. Jn 8.
5. Lc 4.
6. Lc 23,48.
7. Hb 5,7.
8. En "Dial. cum Thyphon," lib.
v.
9. "Advers. haeres. Valent."
10. "Lib. de Gloria Martyr." c.
vi.
11. Epist i.
12. Serm. i "De Ressur."
13. Ef 3,18.
14. Epist. 120.
15. Hch 2,23.
16. Jn 3,14-15.
17. Mt 16,24.
18. Epist. 120.
19. Ef 3,18.
20. Mt 27.
21. Mt 17,5.
22. Mt 23,10.
23. Lc 23,34.
24. Is 53,12.
25. 1Cor 13,5.
26. Lc 23,34.
27. Lc 23,48.
28. Mt 27,54.
29. Hch 13,48.
30. Mt 27,22.
31. Rom 5,10.
32. 1Cor 2,8.
33. Lc 23,14.
34. Mt 27,24.
35. Jn 12,37-40.
36. Prov 4,22.
37. Ef 3,19.
38. Cant 8,7.
39. Hch 7,59.
40. Hch 17,28.
41. Jn 3,16.
42. 1Jn 5,19.
43. 1Jn 2,I[5].
44. Stgo 4,4.
45. Is 2,6.
46. Lc 2,14.
47. Hb 5,7.
48. Jn 3,16.
49. Rom 12,19.
50. Mt 5,44.
51. Mt 11,39.
52. 1Jn 5,3.
53. 1Cor 13,4-7.
54. Hch 7,59.
55. 1Cor 4,12.13.
56. Mt 12,12.
57. Mt 21,13.
58. Mt 17,5.
59. Col 2,3.
60. Mt 12,42.
61. Prov 15,1.
62. Rom 3,8.
63. Lc 23,39.
64. Hb 11,33.37.
65. Lc 23,39.
66. Lc 23,40.
67. Lc 23,41.
68. Lc 23,42.
69. Lc 24,21.
70. Lc 24,26.
71. Lc 19,12.
72. Mt 2,2.
73. Jn 18,37.
74. Sal 2,6.
75. Sal 72,8.
76. Is 9,5.
77. Jer 23,5.
78. Zac 9,9.
79. Sal 24,8.
80. 1Cor 2,8.
81. Ap 19,16.
82. Lc 22,29.
83. Mt 25,21.
84. Mt 5,34.37.
85. Jn 12,26.
86. Ef 4,8.
87. Zac 9,11.
88. Lc 6,38.
89. Sal 45,17.
90. Mt 25,35.36.
91. Mt 19,29.
92. Ver Rom 9,14.
93. Mt 16,24.
94. Lc 14,27.
95. 2Tim 3,12.
96. Eclo 33,14.
97. Ecl 2,11.
98. Eclo 40,1.
99. Ap 14,13.
100. Ap 21,4.
101. Job 14,5.
102. Job 14,1.
103. Stgo 4,14.
104. 2Cor 4,17.
105. Ver 2Cor 11,24.
106. Mt 11,30.
107. Jn 16,20.
108. 2Cor 7,4.
109. Mt 5,10.
110. Rom 8,18.
111. 1Pe 4,13.
112. Is 66,24.
113. Lc 16,24.
114. Sab 5,7.
115. Mt 11,29.
116. Lc 24,26.
117. Mt 25,41.
118. Rom 8,17.
119. Ver Lc 14,19.
120. Jn 19,26.27.
121. Jn 19,25-27.
122. Mc 16,1.
123. Ver Mt 27,56.
124. Ver Mc 15,40.
125. Ver Mc 15,40.
126. Ver Lc 23,49.
127. Mt 19,27.
128. Mt 4,22.
129. Mt 19,29.120. Jn
19,26.27.
130. Sal 18,5.
131. Lam 1,12.
132. Hb 12,3.
133. Sab 5,3.
134. Sab 5,6.
135. Col 2,14-15.
136. Mt 11,29.
137. Lc 14,10.
138. Lc 18,14.
139. Col 2,3.
140. Sal 99,1.
141. Mt 10,37.
142. Hch 2,23.
143. Lc 2,35.
144. Sal 3,6.
145. Eclo 7,24.
146. Tob 1,10.
147. Col 3,21; Ef
6,4.
148. Job 1,21.
149. 1Tes 4,12.
150. 1Tim 5,4.
151. Jn 19,27.
152. Eclo 7,30.
153. Ex 20,12.
154. Eclo 3,6.
155. Mt 15,4.
156. Eclo 3,18.
157. Gén 3,15.
158. Sal 90,13.
159. Mt 27,45.46.
160. Lc 23,44.
161. Is 60,1.2.
162. Sal 21,1.
163. Jn 1,14.
164. Jn 8,29.
165. Mt 3,17.
166. Jn 8,29.
167. Jn 10,30.
168. Rom 8,32.
169. 1Pe 2,21; 4,1.
170. 1Pe 3,18.
171. S.Th., III, q.
46, a. 8.
172. Mc 14,36.
173. Mt 26,53.
174. Jn 10,18.
175. Is 53,7.
176. Lc 22,53.
177. Mc 15,33.
178. Mc 15,25.
179. Mt 20.
180. 1Cor 3,8.
181. 2Tim 2,5.
182. Lc 24,26.
183. Hch 14,22.
184. Jn 21,17.
185. Col 2,3.
186. 1Pe 2,24.
187. Is 33,14
188. Ef 2,2.
189. Mt 26,63.65.66.
190. Jn 19,7.
191. Dan 9,26.
192. Mt 27,54.
193. Lc 23,47.
194. Is 6,9-10.
195. Mt 11,29.
196. Jn 1,14.
197. Mc 27,40-42.
198. Lc 23,11.
199. Hb 7,26.
200. Is 53,3.
201. Sal 21,7.
202. Flp 2,8-10.
203. 1Cor 4,13.
204. Jn 19,28-29.
205. Sal 69,22.
206. Lc 23,36.
207. Sal 68 ,21-22.
208. Jn 16,20.
209. Lc 22,15.
210. Jn 14,28.
211. Rom 9,1-4.
212. Libro I, homilía
18.
213. Rom 8,35.
214. "De Consider."
Libro IV, Capítulo 9.
215. Lc 15,10.
216. Jn 16,21.
217. Jn 4,7-10.
218. Jn 7,37.
219. 1Cor 10,4.
220. Jer 2,13.
221. Is 55,1.
222. 1Pe 2,2.
223. Stgo 1,4.
224. Serm. "De
Patientia."
225. Sal 9,19.
226. Cap. 15
227. Lc 21,19.
228. Lc 21,18.
229. Hb 10,36.
230. Stgo 1,12.
231. Jn 14,23-24.
232. Gál 2,19.
233. "Epist. ad Rom."
234. Hb 10,36.
235. Job 1,21.
236. 1Cor 3,18.
237. Jn 3,16.
238. Ef 5,2.
239. Sal 41,2-3.
240. 1Cor 2,14.
241. Stgo 1,5.
242. Lc 11,13.
243. Jn 19,30.
244. Jn 17,4.
245. Mt 20,22.
246. Lc 22,42.
247. Jn 18,11.
248. Jn 19,30.
249. Jn 19,28.30.
250. Is 7,14.
251. Miq 5,2.
252. Nm 24,17.
253. Sal 71,10.
254. Is 61,1.
255. Is 35,4.5.6.
256. Za 9,9.
257. Lc 18,31.
258. Lc 22,53.
259. Ba 3,36-38.
260. Jn 16,28.
261. Jer 14,8.
262. Serm. 8. De Pass. Dom.
263. Sal 109,4.
264. Is 53,8.
265. Sal 109,3.
266. Miq 5,2.
267. Mt 24,30.
268. Mt 24,29.
269. Is 53,7.
270. Jn 1,29.
271. 1Pe 1,18-19.
272. Ap 13,8.
273. 1Jn 2,2.
274. Jn 1,29.
275. Is 53,7.
276. Jn 10,17.18.
277. Ef 5,2.
278. Jn 12,31-32.
279. Ef 6,12.
280. Sal 95,5.
281. Col 1,13.
282. 1Tim 2,4.
283. Lc 23,43.
284. Mc 16,16.
285. Lc 14,30.
286. "De Civit." l. 27, c. 8.
287. Sal 71,8.
288. Mt 3,17.
289. Mt 24,37.38.39.42
290. 2Pe 3,10
291. Tit 1,16.
292. Sal 21,7.
293. Fil 2,9-10.
294. Mt 5,3.10.
295. Lc 6,24.25.
296. Sal 84,9
297. 1Pe 2,5.
298. Rom 12,1.
299. Hb 13,15.
300. Rom 12,1.
301. 1Pe 5,8.
302. Gén 8,21.
303. Ef 5,2.
304. Rom 12,1.
305. Ef 5,2.
306. Ef 5,27.
307. Mt 1,20.
308. Hch 5,41.
309. Rom. 5,3-5.
310. Gál 6,14.
311. Dt 32,24.
312. Mt 27,42.
313. Jn 18,11.
314. Ef 5,27.
315. Gén 29,20.
316. Flp 2,8-11.
317. Rom 8,35-37.
318. Tit 2,14.
319. 2Cor 7,4.
320. 2Cor 4,17.
321. Cyprian., Lib. de Exhort.
Martyr.
322. Jn 18,11.
323. Rom 8,37.
324. Rom 8,18.
325. Hb 11,25-26.
326. Lc 23,46.
327. Serm. ii. "De Nativ."
328. Sal 113,3.
329. Sab 3,1.
330. Sal 30,5-6.
331. Lc 23,46.
332. Hb 5,7.
333. Mc 14,36.
334. Mc 14,36.
335. Lc 23,34.
336. Lc 23,46.
337. Hb 5,7.
338. Mt 27,54.
339. Lc 23,48.
340. Núm 20,11.
341. Jn 12,24.
342. 1Pe 3,22.
343. Jn 15,13.
344. Jn 10,18.
345. Mt 16,26.
346. Job 2,4.
347. Lc 23,46.
348. Sal 30,6.
349. Hch 7,58.
350. 1Cor 11,27.29.
351. Ez 33,12.
352. 1Pe 4,19.
353. Lc 14,9.
354. Ap 14,13.
355. Hb 8,13.
356. Hom. xxxviii. "Ad Popul.
Antioch."
357. Hb 5,7
358. Is 11,2-3.
359. Mt 17,5.
360. Sal 111,1.
361. Jdt 8,8.
362. Jdt 8,6.
363. Job 31,1-2.
364. Flp 2,8.
365. Sal 39,8-9.
366. Jn 4,34.
367. Jn 6,38.
368. Jn 8,29.
369. 1Sam 15,22.
370. Mc 1,13.
371. Mt 16,24.
372. Lc 14,26.
373. Sal 102,20.
374. Col 2,3.
375. Lc 9,58.
376. Lc 23,46.
377. Jn 10,18.
378. Mt 11,29.
379. Hb 13,17.
380. 1Sam 15,22-23.
381. Lam 3,27-28.
382. 1Sam 15,23.
383. "Lib. Mor." xxxv. c. x.
384. Lc 10,39.
385. Hch 4,32.
386. Flp 3,20.
387. Mt 18,10.
388. Sal 102,20.
389. Flp 2,8.
390. Hb 5,8.
391. Ex 3.
392. Ex 4,10.
393. Ex 4,13.
394. Gál 2,2.
395. Hch 21,11.
396. Hch 21,13.
397. "Lib. Mor." xxxv. c. x.
398. Jn 6,15.
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