EL CAMINO DE MARÍA

Newsletter 198

Quinta Semana de Tiempo Ordinario

5 al 11 de febrero de 2006

Totus tuus ego sum et omnia mea Tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor Tuum, Maria.

Soy todo tuyo y todas mis cosas Te pertenecen. Te pongo al centro de mi vida. Dame tu Corazón, oh María.

Totus tuus sum, Maria,
Mater nostri Redemptoris.
Virgo Dei, Virgo pia,
Mater mundi Salvatoris.
 

Soy todo tuyo, María
Madre de nuestro Redentor
Virgen Madre de Dios, Virgen piadosa. Madre del Salvador del mundo. Amen.

Oh Dios Padre Misericordioso, que por mediación de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Madre, la Bienaventurada Virgen María, y la acción del Espíritu Santo, concediste a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei,  la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio de la Iglesia peregrina, de los hijos e hijas de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir al Reino de Jesucristo. Te ruego que te dignes glorificar a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, y que me concedas por su intercesión el favor que te pido... (pídase).  A Tí, Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu Santo que santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

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 LIBRO DE VISITAS

 

Coronación de la Virgen de la Caridad como  Reina y Patrona de Cuba el sábado 24 de Enero de 1998 durante la Santa Misa que celebró Juan Pablo II en su visita apostólica a Santiago de Cuba.

AMOR A DIOS Y AMOR AL PRÓJIMO

 

Después de haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado en la fe bíblica, queda aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la primera objeción cuando afirma: «Si alguno dice: ‘‘amo a Dios'', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Pero este texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor al prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.

17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este Amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues «Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él» (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la Cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.

En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del Amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la Suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por «concluido» y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la Voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).

18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo «piadoso» y cumplir con mis «deberes religiosos», se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación «correcta», pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la Beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor Eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del Amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un «mandamiento» externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para todos» (cf. 1 Co 15, 28). (Benedicto XVI, Dios es Amor, 16, 17 y 18)

 

Queridos Suscriptores de "El Camino de María"

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El Camino de María en su Edición 196 del 25 de enero de 2006 les ofreció una síntesis de la primera Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI, "Deus caritas est" (Dios es Amor).

La edición de hoy la dedicaremos a reflexionar sobre el Amor a Dios y amor al prójimo, con textos de la Encíclica (puntos 16, 17 y 18) y con un texto catequético del Siervo de Dios Juan Pablo II del miércoles 20 de octubre de 1999. Continuamos de esta forma con la publicación de textos  de la catequesis del Siervo de Dios Juan Pablo II sobre las virtudes teologales en general y sobre la virtud teologal de la caridad en particular que iniciamos con nuestra Edición 193. 

María Santísima, Esposa del Espíritu Santo, se presenta ante nuestra mirada como ejemplo perfecto de caridad tanto con Dios como con el prójimo. Pidámosle a Ella que interceda ante el Espíritu Santo para que aumente en nosotros nuestra caridad.

 

Dios te salve, María, llena de Gracia!

¡Dios te salve, María, llena de gracia!
Tú eres la Hija amada del Padre,
la Madre de Cristo, nuestro Dios y Señor,
el Templo vivo del Espíritu Santo.

Llevas en tu nombre, Virgen de la Caridad,
la memoria del Dios que es Amor

el recuerdo del mandamiento nuevo de Jesús,
la evocación del Espíritu Santo:
Amor derramado en nuestros corazones,
Fuego de caridad enviado en Pentecostés sobre la Iglesia,
Don de la plena libertad de los hijos de Dios.

¡Bendita Tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre, Jesús!

Has venido a visitar nuestro pueblo
y has querido quedarte con nosotros
como Madre y Señora de Cuba,
a lo largo de su peregrinar
por los caminos de la historia.
Tu nombre y tu imagen están esculpidos
en la mente y en el corazón de todos los cubanos,
como signo de esperanza y centro de comunión fraterna.

¡Santa María. Madre de Dios y Madre nuestra!
Ruega por nosotros ante tu Hijo Jesucristo,
intercede por nosotros con tu corazón maternal,
inundado de la caridad del Espíritu.
Acrecienta nuestra fe, aviva la esperanza,
aumenta y fortalece en nosotros el amor
Ampara nuestras familias,
protege a los jóvenes y a los niños,
consuela a los que sufren.

Sé Madre de los fieles y de los pastores de la Iglesia.
Modelo y Estrella de la nueva evangelización.
¡Madre de la reconciliación!

Reúne a tu pueblo disperso por el mundo.
Haz de la nación cubana un hogar de hermanos y hermanas
para que este pueblo abra de par en par
su mente, su corazón y su vida a Cristo, único Salvador y Redentor,
que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

ORACIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II AL CORONAR LA VIRGEN NUESTRA SEÑORA DE LA CARIDAD DEL COBRE .  24 de enero, de 1998

 

MEDITACIONES DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II 

   

AMOR A DIOS Y AMOR AL PRÓJIMO

 Audiencia General del miércoles 20 de octubre 1999

"...Sólo quien se interesa por el prójimo y sus necesidades muestra concretamente su amor a Jesús. Si se cierra o permanece indiferente al «otro», se cierra al Espíritu Santo, se olvida de Cristo y niega el amor universal del Padre."

 AMOR A DIOS Y AMOR AL PRÓJIMO

 

Queridos hermanos y hermanas:  

1. «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a•Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).

La virtud teologal de la caridad se expresa en dos direcciones: hacia Dios y hacia el prójimo. En ambos aspectos es fruto del dinamismo de la vida de la Trinidad en nuestro interior.

En efecto, la caridad tiene su fuente en el Padre, se revela plenamente en la Pascua del Hijo, Crucificado y Resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella Dios nos hace partícipes de su mismo amor.

Quien ama de verdad con el Amor de Dios, amará también al hermano como Él lo ama. Aquí radica la gran novedad del cristianismo: no puede amar a Dios quien no ama a sus hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor.

2. La enseñanza de la sagrada Escritura a este respecto es inequívoca. El amor a los semejantes es recomendado ya a los israelitas: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Aunque este mandamiento en un primer momento parece restringido únicamente a los israelitas, progresivamente se entiende en sentido cada vez más amplio, incluyendo a los extranjeros que habitan en medio de ellos, como recuerdo de que Israel también fue extranjero en tierra de Egipto (cf. Lv 19, 34; Dt 10, 19).

En el Nuevo Testamento este amor es ordenado en un sentido claramente universal: supone un concepto de prójimo que no tiene fronteras (cf. Lc 10, 29-37) y se extiende incluso a los enemigos (cf. Mt 5, 43-47). Es importante notar que el amor al prójimo se considera imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre celestial, que provee a las necesidades de todos y no hace distinción de personas (cf. Mt 5, 45). En cualquier caso, permanece vinculado al amor a Dios, pues los dos mandamientos del amor constituyen la síntesis y el culmen de la Ley y de los Profetas (cf. Mt 22, 40). Sólo quien practica ambos mandamientos, está cerca del Reino de Dios, como dice Jesús respondiendo al escriba que le había hecho la pregunta (cf. Mc 12, 28-34).

3. Siguiendo este itinerario, que vincula el amor al prójimo con el amor a Dios, y a ambos con la vida de Dios en nosotros, es fácil comprender por qué el Nuevo Testamento presenta el amor como fruto del Espíritu, es más, como el primero entre los muchos dones enumerados por San Pablo en la carta a los Gálatas: «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22-23).

La tradición teológica ha distinguido las virtudes teologales, los dones y los frutos del Espíritu Santo, aunque los ha puesto en correlación (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1830-1832). Mientras las virtudes son cualidades permanentes conferidas a la criatura con vistas a las obras sobrenaturales que debe realizar y los dones perfeccionan tanto las virtudes  teologales como las morales, los frutos del Espíritu son actos virtuosos que la persona realiza con facilidad, de modo habitual y con gusto (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 70, a.1, ad 2). Estas distinciones no se oponen a lo que San Pablo afirma cuando habla en singular de fruto del Espíritu. En efecto, el Apóstol quiere indicar que el fruto por excelencia es la caridad divina, el alma de todo acto virtuoso. De la misma forma que la luz del sol se expresa en una variada gama de colores, así la caridad se manifiesta en múltiples frutos del Espíritu.

4. En este sentido, la carta a los Colosenses dice: «Por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). El himno a la caridad, contenido en la primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 13) celebra este primado de la caridad sobre todos los demás dones (cf. 1 Co 13, 1-3), incluso sobre la fe y la esperanza (cf. 1 Co 13, 13). En efecto, el Apóstol afirma: «La caridad no acaba nunca» (1 Co 13, 8).

El amor al prójimo tiene una connotación Cristológica, dado que debe adecuarse al don que Cristo ha hecho de su vida: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Ese mandamiento, al tener como medida el amor de Cristo, puede llamarse «nuevo» y permite reconocer a los verdaderos discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como Yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35). El significado Cristológico del amor al prójimo resplandecerá en la segunda venida de Cristo. Precisamente entonces se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es precisamente el ejercicio diario y visible de la caridad hacia los hermanos más necesitados: «Tuve hambre y me disteis de comer...» (cf. Mt 25, 31-46).

Sólo quien se interesa por el prójimo y sus necesidades muestra concretamente su amor a Jesús. Si se cierra o permanece indiferente al «otro», se cierra al Espíritu Santo, se olvida de Cristo y niega el amor universal del Padre..

    

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