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EL CAMINO DE MARÍA

«Mi Carne es verdadera comida, y Mi Sangre verdadera bebida; el que come Mi Carne, y bebe Mi Sangre, en Mí mora, y Yo en él.» (Jn 6, 56-57)

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"Oh, Sangre y Agua que brotaste del Sagrado Corazón de Jesús como una Fuente de Misericordia para nosotros: En Ti confío." (Diario, 187)

JESUS, CONFIO EN TI

"Ofrezco a los hombres un Recipiente con el que han de venir a la Fuente de la Misericordia para recoger gracias. Ese Recipiente es esta Imagen con la firma: JESÚS, EN TI CONFÍO" (Diario, 327).

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Newsletter 522

LA EUCARISTÍA, DON DE DIOS PARA LA VIDA DEL MUNDO

Domingo 11 de julio de 2010

Soy todo tuyo y todas mis cosas Te pertenecen. Te pongo al centro de mi vida. Dame tu Corazón, oh María.

  Soy todo tuyo, María
Madre de nuestro Redentor
Virgen Madre de Dios, Virgen piadosa. Madre del Salvador del mundo. Amen.

Oh Dios Padre Misericordioso, que por mediación de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Madre, la Bienaventurada Virgen María, y la acción del Espíritu Santo, concediste a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei,  la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio de la Iglesia peregrina, de los hijos e hijas de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir al Reino de Jesucristo. Te ruego que te dignes glorificar a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, y que me concedas por su intercesión el favor que te pido... (pídase).  A Tí, Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu Santo que santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

 

 

“Mane nobiscum, Domine!”

Como los dos discípulos del Evangelio, te imploramos.

Señor Jesús, ¡quédate con nosotros! 

Tú, divino Caminante, experto de nuestras calzadas y conocedor de nuestro corazón, no nos dejes prisioneros de las sombras de la noche. 

Ampáranos en el cansancio, perdona nuestros pecados, orienta nuestros pasos por la vía del bien. 

Bendice a los niños, a los jóvenes, a los ancianos, a las familias y particularmente a los enfermos. Bendice a los sacerdotes y a las personas consagradas. Bendice a toda la humanidad. 

En la Eucaristía te has hecho “remedio de inmortalidad”: danos el gusto de una vida plena, que nos ayude a caminar sobre esta tierra como peregrinos seguros y alegres, mirando siempre hacia la meta de la vida sin fin. 

Quédate con nosotros, Señor!

Quédate con nosotros! Amén.

ORACIÓN AL FINALIZAR LA HOMILÍA DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA, ADORACIÓN Y BENDICIÓN EUCARÍSTICA CON OCASIÓN DEL COMIENZO DEL AÑO DE LA EUCARISTÍA .17 DE OCTUBRE DE 2004

 

Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"

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Desde esta edición de El Camino de María, meditaremos sobre la Sagrada Eucaristía con textos extraídos del Magisterio de la Iglesia en general, y meditaciones escritas por el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II y el Santo Padre Benedicto XVI en particular . Esta serie de meditaciones tiene por título: LA EUCARISTÍA, DON DE DIOS PARA LA VIDA DEL MUNDO.

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«El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En Ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la Pasión y Muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el Sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos. Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del «misterio de la fe» que hace el sacerdote: «Anunciamos tu muerte, Señor».

La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un Don entre otros muchos, sino como el Don por excelencia, porque es Don de Sí mismo, de su Persona en su Santa Humanidad y, además, de su Obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos... ».

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la Muerte y Resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y «se realiza la obra de nuestra redención». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de Él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en Él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de Misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un Amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), un Amor que no conoce medida. (Ecclesia de Eucharistia, 11)

Este aspecto de caridad universal del Sacramento Eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «Éste es mi Cuerpo»,  «Esta copa es la Nueva Alianza en mi Sangre », sino que añadió «entregado por vosotros... derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su Cuerpo y su Sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la Cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. «La Santa Misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el Sacrificio de la Cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor».

La Iglesia vive continuamente del Sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este Sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la Reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, «el Sacrificio de Cristo y el Sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único Sacrificio».Ya lo decía elocuentemente San Juan Crisóstomo: «Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el Sacrificio es siempre uno sólo [...]. También nosotros ofrecemos ahora aquella Víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá »

La Misa hace presente el Sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo que se repite es su celebración memorial (memorialis demonstratio), por la cual el único y definitivo Sacrificio Redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio Eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al Sacrificio del Calvario. (Ecclesia de Eucharistia, 12)

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"...Hagamos nuestros los sentimientos de Santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz"  (Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II. Conclusión de la Encíclica Ecclesia de Eucharistia)

Buen pastor, pan verdadero,
o Jesús, ten Misericordia de nosotros:
nútrenos y defiéndenos,
llévanos a los bienes eternos
en la tierra de los vivos.

Tú que todo lo sabes y puedes,
que nos alimentas en la tierra,
conduce a tus hermanos
a la mesa del Cielo
a la alegría de tus santos.

DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 

LA EUCARISTÍA, DON DE DIOS

 PARA LA VIDA DEL MUNDO

          

LA EUCARISTÍA Y EL TESTIMONIO DE LA CARIDAD

Martes 15 de junio de 2010

LA EUCARISTÍA Y EL TESTIMONIO DE LA CARIDAD

 
Queridos hermanos y hermanas:

Dice el Salmo: "Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos" (Salmo 133, 1). Es exactamente así: para mí es un motivo de alegría profunda volver a encontrarme con vosotros y compartir todo el bien que las parroquias y las demás realidades eclesiales de Roma han realizado en este año pastoral. Dirijo un pensamiento cordial a todos los que están enfermos o afrontan particulares dificultades, asegurándoles mi oración.

Esta tarde reflexionamos en dos puntos de principal importancia: "Eucaristía dominical y testimonio de la caridad". Conozco el gran trabajo que las parroquias, asociaciones y movimientos realizan, a través de encuentros de formación y de diálogo para profundizar y vivir mejor estos dos elementos fundamentales de la vida y de la misión de la Iglesia y de cada creyente. Esto también ha favorecido esa corresponsabilidad pastoral que, en la diversidad de los ministerios y carismas, debe difundirse cada vez más, si queremos que el Evangelio llegue realmente al corazón de cada habitante. Se ha hecho mucho, y damos gracias al Señor, pero todavía falta mucho por hacer, siempre con Su ayuda.

La fe no puede darse nunca por descontada, pues cada generación tiene necesidad de recibir este don a través del anuncio del Evangelio y de conocer la verdad que Cristo nos ha revelado. La Iglesia, por tanto, siempre está comprometida en proponer a todos el depósito de la fe; en él queda contenida también la doctrina sobre la Eucaristía, misterio central que "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua" (Concilio Ecuménico Vaticano II, decreto Presbyterorum ordinis, 5); doctrina que hoy, por desgracia, no es suficientemente comprendida en su valor profundo y en su importancia para la existencia de los creyentes. Por este motivo, es importante que las comunidades de nuestras diócesis experimenten la exigencia de un conocimiento más profundo del misterio y del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Al mismo tiempo, con el espíritu misionero que queremos fomentar, es necesario que se difunda el compromiso de anunciar esta fe eucarística para que cada hombre pueda encontrarse con Jesucristo, que nos ha revelado al Dios "cercano", amigo de la humanidad, y testimoniarla con una elocuente vida de caridad.

En toda su vida pública, Jesús, a través de la predicación del Evangelio y de los signos milagrosos, anunció la Bondad y la Misericordia del Padre por el hombre. Esta misión alcanzó su cumbre en el Gólgota, donde Cristo crucificado reveló el Rostro de Dios para que el hombre, contemplando la Cruz, pueda reconocer la plenitud del amor (encíclica Deus caritas est, 12). El Sacrificio del Calvario es misteriosamente anticipado en la Última Cena, cuando Jesús, al compartir con los Doce el pan y el vino, los transforma en su Cuerpo y en su Sangre, que poco después ofrecería como Cordero inmolado. La Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo, de su Amor hasta el final por cada uno de nosotros, memorial que Él quiso encomendar a la Iglesia para que fuera celebrado a través de los siglos. Según el significado del verbo hebreo zakar, el "memorial" no es un simple recuerdo de algo que sucedió en el pasado, sino la celebración que actualiza ese acontecimiento, reproduciendo la fuerza y la eficacia salvífica. De este modo, "hace presente y actual el Sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre, una vez por todas, sobre la Cruz en favor de la humanidad" (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 280). Queridos hermanos y hermanas, en nuestro tiempo la palabra sacrificio no gusta, es más, parece que pertenece a otras épocas y a otra visión de la vida. Ahora bien, si se entiende bien, sigue siendo fundamental, pues nos revela con qué amor Dios nos ama en Cristo.

En el ofrecimiento que Jesús hace de Sí mismo, encontramos toda la novedad del culto cristiano. En la antigüedad, los hombres ofrecían como sacrificio a las divinidades los animales o las primicias de la tierra. Jesús, por el contrario, se ofrece a Sí mismo, su cuerpo y toda su existencia: Él mismo en persona se convierte en ese sacrificio que la liturgia ofrece en la Santa Misa. De hecho, con la Consagración, el pan y el vino se convierten en su verdadero Cuerpo y Sangre. San Agustín invitaba a sus fieles a no quedarse en lo que se les presentaba a la vista, sino a ir más allá: "Reconoced en el pan --decía-- ese mismo Cuerpo que fue colgado sobre la cruz, y en el cáliz esa misma Sangre que manó de su costado" (Disc. 228 B, 2). Para explicar esta transformación, la teología ha acuñado la palabra "transubstanciación", palabra que resonó por primera vez en esta basílica, durante el IV Concilio Lateranense, del que se celebrará el octavo centenario dentro de cinco años. En esa ocasión, se introdujeron en la profesión de fe las siguientes palabras: "Su Cuerpo y Sangre están contenidos verdaderamente en el sacramento del altar, bajo las especies del pan y del vino, pues el pan está transubstanciado en el Cuerpo, y la Sangre en el vino por poder de Dios" (DS, 802). Por tanto, es fundamental que en los itinerarios de educación en la fe de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes, así como en los "centros de escucha" de la Palabra de Dios, se subraye que en el sacramento de la Eucaristía Cristo está verdadera, real y substancialmente presente.

La Santa Misa, celebrada con respeto de las normas liturgias y con una valoración adecuada de la riqueza de los signos y de los gestos, favorece y promueve el crecimiento de la fe eucarística. En la celebración eucarística no nos inventamos algo, sino que entramos en una realidad que nos precede, es más, abarca al Cielo y la tierra y, por tanto, también el pasado, el futuro y el presente. Esta apertura universal, este encuentro con todos los hijos e hijas de Dios es la grandeza de la Eucaristía: salimos al encuentro de la realidad de Dios presente en el Cuerpo y la Sangre del Resucitado entre nosotros. Por tanto, las prescripciones litúrgicas dictadas por la Iglesia no son algo exterior, sino que expresan concretamente esta realidad de la revelación del Cuerpo y Sangre de Cristo y, de este modo, la oración revela la fe según el antiguo principio de lex orandi - lex credendi. Por esto, podemos decir que "la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la misma Eucaristía bien celebrada" (exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, 64). Es necesario que, en la liturgia, aparezca con claridad la dimensión trascendente, la dimensión del Misterio del encuentro con el Divino, que ilumina y eleva también la dimensión "horizontal", es decir, el lazo de comunión y de solidaridad que se da entre quienes pertenecen a la Iglesia. De hecho, cuando prevalece esta última, no se comprende plenamente la belleza, la profundidad y la importancia del misterio celebrado.

Queridos hermanos en el sacerdocio: a vosotros el obispo ha encomendado, en el día de la ordenación sacerdotal, la tarea de presidir la Eucaristía. Llevad siempre en vuestro corazón el ejercicio de esta misión: celebrad los divinos misterios con una participación interior intensa para que los hombres y las mujeres de nuestra ciudad puedan santificarse, entrar en contacto con Dios, verdad absoluta y amor eterno.

Y tengamos también presente que la Eucaristía, unida a la cruz, a la Resurrección del Señor, ha abierto una nueva estructura a nuestro tiempo. El Resucitado se había manifestado el día siguiente al sábado, el primer día de la semana, día del sol y de la creación. Desde el inicio los cristianos han celebrado su encuentro con el Resucitado, la Eucaristía, en este primer día, en este nuevo día del verdadero sol de la historia, el Cristo Resucitado. Y de este modo, el tiempo vuelve a comenzar cada vez con el encuentro con el Resucitado y este encuentro da sentido y fuerza a la vida de cada día. Por este motivo, es muy importante para nosotros los cristianos seguir este nuevo ritmo del tiempo, encontrarnos con el Resucitado en el Domingo y "albergar" su presencia, que nos transforme y transforme nuestro tiempo. Además, invito a todos a redescubrir la fecundidad de la adoración eucarística: ante el Santísimo Sacramento experimentamos de manera totalmente particular ese "permanecer" de Jesús, que Él mismo, en el Evangelio de Juan, pone como condición necesaria para dar mucho fruto (Cf. Juan 15, 5) y evitar que nuestra acción apostólica quede reducida a un estéril activismo, convirtiéndose más bien en testimonio del Amor de Dios.

La comunión con Cristo es siempre también comunión con su cuerpo, que es la Iglesia, como recuerda el apóstol Pablo diciendo: "El pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (1 Corintios 10, 16-17). La Eucaristía transforma un simple grupo de personas en comunidad eclesial: la Eucaristía hace Iglesia. Por tanto, es fundamental que la celebración de la Santa Misa sea efectivamente la cumbre, la "columna vertebral" de la vida de cada comunidad parroquial. Exhorto a todos a prestar más atención, entre otras cosas con grupos litúrgicos, a la preparación y celebración de la Eucaristía para que cuantos participen puedan encontrar al Señor. Cristo Resucitado se hace presente en nuestro hoy y nos reúne a su alrededor. Al alimentarnos con Él, nos liberamos de los vínculos del individualismo y, a través de la comunión con Él, nos convertimos nosotros mismos, juntos, en una sola cosa, en su Cuerpo místico. De este modo se superan las diferencias debidas a la profesión, a la clase social, a la nacionalidad, pues nos descubrimos como miembros de una gran familia, la familia de los hijos de Dios, en la que a cada uno se le da una gracia particular para el bien común. El mundo y los hombres no necesitan una nueva corporación social, sino que tienen necesidad de la Iglesia, que es en Cristo como un sacramento, "es decir, señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1), llamada a hacer resplandecer sobre todas las gentes la luz del Señor resucitado.

Jesús vino a revelarnos el Amor del Padre, pues "el hombre no puede vivir sin amor" (Juan Pablo II, encíclica Redemptor hominis10). El amor es, de hecho, la experiencia fundamental de todo ser humano, lo que da significado a la existencia humana. Alimentados por la Eucaristía, nosotros también, siguiendo el ejemplo de Cristo, vivimos por Él para ser testigos del amor. Al recibir el Sacramento, entramos en comunión de sangre con Jesucristo. En la concepción judía, la sangre indica la vida; de este modo, podemos decir que al alimentarnos con el Cuerpo de Cristo acogemos la vida de Dios y aprendemos a ver la realidad con sus ojos, abandonando la lógica del mundo para seguir la lógica divina del don y de la gratuidad. San Agustín recuerda que durante una visión tuvo la impresión de escuchar la voz del Señor, que le decía: "Yo soy el alimento de los adultos. Crece, y me comerás, sin que por ello me transforme en ti, como alimento de tu carne; pero tú te transformarás en Mí" (Cf. Confesiones VII, 10, 16).

Cuando recibimos a Cristo, el Amor de Dios se expande en nuestra intimidad, modifica radicalmente nuestro corazón y nos hace capaces de gestos que, por la fuerza difusiva del bien, pueden transformar la vida de aquellos que están a nuestro lado. La caridad es capaz de generar un cambio auténtico y permanente en la sociedad, actuando en los corazones y en las mentes de los hombres, y cuando se vive en la verdad "es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad" (encíclica Caritas in veritate, 1). El testimonio de la caridad para el discípulo de Jesús no es un sentimiento pasajero, sino por el contrario es lo que plasma la vida en cada circunstancia. 

Nuestra ciudad pide a los discípulos de Cristo, con un renovado anuncio del Evangelio, un testimonio más claro y límpido de la caridad. Con en lenguaje del amor, que busca el bien integral del hombre, la Iglesia habla a los habitantes de Roma. En estos años de mi ministerio como vuestro obispo he podido visitar varios lugares en los que la caridad se vive de manera intensa. Doy las gracias a quienes se comprometen en las diferentes instituciones caritativas por la decisión y la generosidad con las que sirven a los pobres y marginados. Las necesidades y la pobreza de tantos hombres y mujeres nos interpelan profundamente: es Cristo mismo quien día a día, en los pobres, nos pide que le quitemos el hambre y la sed, que le visitemos en los hospitales y en las cárceles, que le acojamos y vistamos. La Eucaristía celebrada nos impone y al mismo tiempo nos hace capaces de convertirnos en pan partido para los hermanos, saliendo al paso de sus exigencias y entregándonos a nosotros mismos. Por este motivo, una celebración eucarística que no lleve a encontrar a los hombres allí donde viven, trabajan y sufren para llevarles el amor de Dios, no manifiesta la verdad que encierra. Para ser fieles al misterio que se celebra en los altares, debemos, como nos exhorta el apóstol Pablo, ofrecer nuestros cuerpos, nosotros mismos, como sacrificio espiritual agradable a Dios (Cf. Romanos 12, 1), en esas circunstancias que exigen acabar con nuestro yo y que constituyen nuestro "altar" cotidiano. Los gestos de compartir crean comunión, renuevan el tejido de las relaciones interpersonales, caracterizándolas por la gratuidad y el don, y permiten la edificación de la civilización del amor. En un momento como el actual de crisis económica y social, seamos solidarios con quienes viven en la indigencia para ofrecer a todos la esperanza de un mañana mejor y digno del hombre. Si realmente vivimos como discípulos del Dios-Caridad, ayudaremos a los habitantes de Roma a descubrirse como hermanos e hijos del único Padre.

La misma naturaleza del amor exige opciones de vida definitivas e irrevocables. Me dirijo en particular a vosotros, queridos jóvenes: no tengáis miedo de escoger el amor como regla suprema de vida. No tengáis miedo de amar a Cristo en el sacerdocio y, si en el corazón experimentáis la llamada del Señor, seguidle en esta extraordinaria aventura de amor, poniéndoos en sus manos con confianza. ¡No tengáis miedo de formar familias cristianas que viven el amor fiel, indisoluble y abierto a la vida! Testimoniad que el amor, tal y como lo vivió Cristo y lo enseña el Magisterio de la Iglesia, no quita nada a nuestra felicidad, sino que por el contrario da esa alegría profunda que Cristo prometió a sus discípulos.

Que la Virgen María acompañe con su intercesión maternal el camino de nuestra Iglesia de Roma. María que, de manera totalmente singular vivió la comunión con Dios y el sacrificio del propio Hijo en el Calvario, nos alcance la gracia de vivir cada vez más intensa, plena y conscientemente el misterio de la Eucaristía para anunciar con la palabra y la vida el Amor que Dios experimenta por cada hombre. Queridos amigos, os aseguro mi oración y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica. Gracias.

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EL CAMINO DE MARIA . Edición número 522 para %EmailAddress%

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