GLORIA Y ALABANZA A TÍ, SANTÍSIMA TRINIDAD!

 

 


 

Trisagio Angélico

 Esta oración de adoración y alabanza se acostubra rezar durante tres días, empezando en el viernes antes de la Solemnidad  para terminar el domingo.

 

V. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
R. Amén.

V. Señor ábreme los labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

V. ¡Dios mío, ven en mi auxilio!
R. Señor, date prisa en socorrerme.

 V. Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo.
R. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
 

Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten misericordia de nosotros.

 Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.

 V. A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima!
R. Santo, Santo, Santo Señor Dios de los ejércitos. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria.

 V. Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo.
R. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.

 Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten misericordia de nosotros.

A Ti Dios Padre no engendrado, a Ti Hijo unigénito, a Ti Espíritu Santo Paráclito, santa e indivisa Trinidad, con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestra voz, te reconocemos, alabamos y bendecimos; gloria a Ti por los siglos de los siglos.

 V. Bendigamos al Padre, y al Hijo, con el Espíritu Santo.
R. Alabémosle y ensalcémosle por todos los siglos.

V. Oh Dios todopoderoso y eterno, que con la luz de la verdadera fe diste a tus siervos conocer la gloria de la Trinidad eterna, y adorar la Unidad en el poder de tu majestad: haz, te suplicamos, que, por la firmeza de esa misma fe, seamos defendidos siempre de toda adversidad. Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos.
R. Amén.

 Líbranos, sálvanos, vivifícanos, ¡oh Trinidad Beatísima!

 

Oh Dios Padre Misericordioso, que por mediación de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Madre, la Bienaventurada Virgen María, y la acción del Espíritu Santo, concediste a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei,  la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio de la Iglesia peregrina, de los hijos e hijas de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir al Reino de Jesucristo. Te ruego que te dignes glorificar a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, y que me concedas por su intercesión el favor que te pido... (pídase).  A Tí, Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu Santo que santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
 

 

¡GLORIA Y ALABANZA A TÍ, SANTÍSIMA TRINIDAD,  ÚNICO Y ETERNO DIOS!

1. Bendito seas, Padre, que en tu infinito amor
nos has dado a tu Hijo unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.
Él se hizo nuestro compañero de viaje
y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú, vencida la muerte, serás todo en todos.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

2. Que por tu gracia, Padre, 
este año sea un tiempo de conversión profunda y de gozoso retorno a ti;
que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres
y de nueva concordia entre las naciones;
un tiempo en que las espadas se cambien por arados
y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.
Concédenos, Padre, poder vivir dóciles a la voz del Espíritu,
fieles en el seguimiento de Cristo,
asiduos en la escucha de la Palabra
y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

3. Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,
los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena hacia la Ciudad de la luz.
Que los discípulos de Jesús brillen por su amor hacia los pobres;
que sean solidarios con los necesitados
y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de ti ellos mismos indulgencia y perdón.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

4. Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo,
purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,
sean una sola cosa para que el mundo crea.
Se extienda el diálogo entre los seguidores de las grandes religiones
y todos los hombres descubran la alegría de ser hijos tuyos.
A la voz suplicante de María, Madre de todos los hombres,
se unan las voces orantes de los apóstoles y de los mártires cristianos,
de los justos de todos los pueblos y de todos los tiempos,
para que el Año santo sea para cada uno y para la Iglesia
causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

5. A ti, Padre omnipotente, origen del cosmos y del hombre,
por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia,
en el Espíritu que santifica el universo, alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

(ORACIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II PARA LA CELEBRACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000)

 

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA CREACIÓN

Audiencia General del miércoles 26  de enero  de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 9 de febrero  de 2000
 
Audiencia General del miércoles 12  de abril de 2000
 
LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN EL BAUTISMO

Audiencia General del miércoles 5  de abril de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA TRANSFIGURACIÓN 

Audiencia General del miércoles 26  de abril de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA PASIÓN 

Audiencia General del miércoles 3  de mayol de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA RESURRECCIÓN

Audiencia General del miércoles 10 de mayo  de 2000

 
Audiencia General del miércoles 24  de mayo de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 31  de mayo de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 7  de junio de 2000

LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y LA MADRE DEL REDENTOR

Audiencia General del miércoles 10 de enero de 1996

LETANÍAS A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

 LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN PENTECOSTÉS

 
 
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. El Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del Espíritu Santo, presenta diferentes perfiles en los escritos del Nuevo Testamento. Comenzaremos con el que acabamos de escuchar en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles. Es el que se presenta de manera más inmediata para todos, en la historia del arte y en la misma liturgia.

Pentecostés según San Lucas . El Evangelista Lucas, en su segundo libro, presenta el don del Espíritu dentro de una teofanía, es decir, de una revelación divina solemne, que en sus símbolos recuerda la experiencia de Israel en el Sinaí (cf. Éxodo 19). El fragor, el viento impetuoso, el fuego que evoca el rayo, exaltando la trascendencia divina. En realidad, es el Padre quien dona el Espíritu a través de la intervención de Cristo glorificado. Lo dice Pedro en su discurso: Jesús «exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (Hechos de los Apóstoles, 2, 33). En Pentecostés, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, el Espíritu Santo «se ha manifestado, donado y comunicado como Persona divina... En este día se ha revelado plenamente la Santa Trinidad» (nn. 731-732).

2. En efecto, toda la Trinidad está involucrada en la irrupción del Espíritu Santo, difundido en la primera comunidad y en la Iglesia de todos los tiempos como sello de la Nueva Alianza anunciada por los profetas (cf. Jeremías 31, 31-34; Ezequiel 36, 24-27), en apoyo del testimonio y como manantial de unidad en la pluralidad. En virtud del Espíritu Santo, los apóstoles anuncian al Resucitado, y todos los creyentes, en la diferencia de sus idiomas, y por tanto de sus culturas y de sus vicisitudes históricas, profesan la única fe en el Señor, «anunciando la grandes obras de Dios» (Hechos de los Apóstoles 2, 11).

Es significativo constatar que en un comentario judío al Éxodo, al evocar el capítulo 10 del Génesis en el que se traza un mapa de las setenta naciones que, según se creía, constituían la humanidad en su plenitud, las reúne en el Sinaí para escuchar la Palabra de Dios: «En el Sinaí la voz del Señor se dividió e setenta idiomas, para que todas las naciones pudieran comprender» (Exodó Rabbá 5, 9). De este modo, en el Pentecostés de Lucas, la Palabra de Dios, a través de los apóstoles, es dirigida a la humanidad para anunciar a todos los pueblos, en su diversidad, «las grandes obras de Dios» (Hechos de los Apóstoles 2, 11).

Pentecostés según San Juan.  Sin embargo, en el Nuevo Testamento, hay otra narración que podríamos llamar como Pentecostés de Juan. En el cuarto evangelio, la efusión del Espíritu Santo se presenta en la misma noche de Pascua y está ligada íntimamente a la Resurrección. Se puede leer en Juan: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"» (Juan 20, 19-23).

En esta narración de Juan también resplandece la gloria de la Trinidad: la de Cristo Resucitado que se muestra en su cuerpo glorioso; la del Padre que es el manantial de la misión apostólica; y la del Espíritu, difundido como don de paz. Se cumple así la promesa hecha por Cristo, dentro de aquellos mismos muros, en los discursos del adiós a los discípulos: «el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Juan 14, 26). La presencia del Espíritu en la Iglesia está destinada a la remisión de los pecados, al recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, de la vivencia cada vez más profunda de la unidad en el amor.

El acto simbólico del soplo quiere evocar el acto del Creador que, después de haber plasmado el cuerpo del hombre con el polvo del suelo, «sopló en su nariz» para darle «un aliento de vida» (Génesis 2, 7). Cristo resucitado comunica otro aliento de vida, «el Espíritu Santo». La Redención es una nueva creación, obra divina con la que la Iglesia está llamada a colaborar, a través del ministerio de la reconciliación.

Pentecostés según San Pablo. El apóstol Pablo no nos ofrece una narración directa de la efusión del Espíritu, sino que habla de sus frutos con una intensidad tal que se podría hablar de un Pentecostés de Pablo, presentado también en la óptica de la Trinidad. Según los dos pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y a los Romanos, el Espíritu es el don del Padre, que nos hace hijos adoptivos, haciéndonos partícipes de la misma vida de la familia divina. Por tanto, Pablo afirma: «Pues no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Romanos 8, 15-17; cf. Gálatas 4, 6-7).

Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos a Dios con el apelativo familiar «Abbá» (papá), que Jesús mismo usaba en su relación con su Padre. (cf. Marcos 14, 36). Como Él podemos caminar según el Espíritu en la libertad interior profunda: «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gálatas 5, 22-23).

Concluyamos esta contemplación de la Trinidad en Pentecostés con una invocación de la liturgia de Oriente:

 «Venid, pueblos, adoremos a la Divinidad en tres Prsonas: el Padre en el Hijo con el Espíritu Santo. Pues el Padre desde toda la eternidad genera un Hijo co-eterno y reinante con Él, y el Espíritu Santo está en el Padre, glorificado con el Hijo, potencia única, única sustancia, única divinidad... Trinidad Santa, ¡gloria a Tí!» (Vísperas de Pentecostés).

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN EL HOMBRE

 
 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1.1. En este año jubilar, nuestra catequesis se detiene con gusto en el tema de la glorificación de la Trinidad. Después de haber contemplado la gloria de las tres divinas personas en la creación, en la historia, en el misterio de Cristo, dirigimos la mirada al hombre para apreciar los rayos luminosos de la acción de Dios.

«En su mano, Dios tiene el alma de todo ser viviente y el espíritu del hombre de carne» (Job 12, 10). Esta sugerente declaración de Job revela la relación radical que une a los seres humanos con el «Señor que ama la vida» (Sabiduría 11, 26). La criatura racional lleva inscrita en sí una íntima relación con el Creador, un vínculo profundo constituido ante todo por el don de la vida. Don que es otorgado por la Trinidad misma y que comporta dos dimensiones principales, como ahora trataremos de ilustrar a la luz de la Palabra de Dios.

2. El alma física e histórica.  La primera dimensión fundamental que nos ha sido donada es la física e histórica, esa «alma» («nefesh») y ese «espíritu» («ruah») al que se refería Job. El Padre entra en escena como manantial de este don en los inicios mismos de la creación, cuando proclama con solemnidad: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza... Dios creó al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó» (Génesis 1, 26-27). Con el Catecismo de la Iglesia Católica podemos sacar esta consecuencia: «La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí» (n. 1702). En la misma comunión de amor y en la capacidad procreadora de la pareja humana se da un reflejo del Creador. El hombre y la mujer, en el matrimonio, continúan la obra creadora de Dios, participan de su paternidad suprema, en el misterio que Pablo nos invita a contemplar cuando exclama: «un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Efesios 4, 6).

La presencia eficaz de Dios, que el cristiano invoca como Padre, se revela ya desde los inicios de la vida de todo hombre, para dilatarse después a lo largo de todos sus días. Lo testimonia una estrofa de extraordinaria belleza del Salmo 139, que puede expresarse así, en la forma más cercana al original: «Porque tú mis vísceras has formado, me has tejido en el vientre de mi madre... mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos lo veían; en tu libro estaban inscritos todos los días que han sido señalados, sin que aún existiera uno solo de ellos» (13. 15-16).

3. El Hijo también está presente junto al Padre en el momento en que nos asomamos a la existencia, Él que ha asumido nuestra misma carne (cf. Juan 1,14) hasta el punto de ser tocado por nuestras manos y de ser escuchado por nuestros oídos, visto y contemplado por nuestros ojos (cf. 1Juan 1,1). Pablo, de hecho, nos recuerda que «no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Corintios 8, 6). Toda criatura viviente, además, es confiada también al soplo del Espíritu de Dios, como canta el salmista: «Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Salmo 104, 30). A la luz del Nuevo Testamento es posible leer en estas palabras un preanuncio de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. En el manantial de nuestra vida, por tanto, se da una intervención trinitaria de amor y de bendición.

4. La «vida divina» del hombre. Como he mencionado, a la criatura humana se le ofrece otra dimensión en la vida. La podemos expresar a través de tres categorías teológicas del Nuevo Testamento. Ante todo está la «zoê aiônios», es decir, la «vida eterna», celebrada por Juan (cf. 3,15-16; 17,2-3), que debe ser entendida como participación en la «vida divina». 
 
Además, está la «kainé ktisis», la «nueva criatura» de la que habla san Pablo (cf. 2 Corintios 5, 17; Gálatas 6, 15), producida por el Espíritu que irrumpe en la criatura humana transformándola y atribuyéndole una «nueva vida» (cf. Romanos 6, 4; Colosenses 3,9-10; Efesios 4, 22-24). Es la vida pascual «Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Corintios 15, 22). 
 
Por último, existe la vida de los hijos de Dios, la «hyiothesía» (cf. Romanos 8,15; Gálatas 4, 5), que expresa nuestra comunión de amor con el Padre, en el seguimiento de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gálatas 4, 6-7).

5. Esta vida trascendente infundida en nosotros por la gracia nos abre al futuro, más allá del límite de nuestra caducidad de criaturas. Es lo que afirma Pablo en la Carta a los Romanos, refiriéndose una vez más a la Trinidad como manantial de esa vida pascual: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (8, 11).

«Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios.»  Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo (cf. 1 Juan 3,1-2). Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: «el hombre que vive» es "gloria de Dios", pero "la vida del hombre consiste en la visión de Dios"»(«Evangelium vitae» n. 38; cf. Ireneo, «Adversus haereses» IV, 20,7).

Concluyamos nuestra reflexión con la oración de un sabio del Antiguo Testamento dirigida al Dios vivo que ama la vida:

 «Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida» (Sabiduría 11, 24-12,1).

LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y LA MADRE DEL REDENTOR

 
 

 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1. El capítulo VIII de la Constitución Lumen Gentium indica en el misterio de Cristo la referencia necesaria e imprescindible de la doctrina mariana. A este respecto, son significativas las primeras palabras de la introducción: «Dios, en su gran bondad y sabiduría, queriendo realizar la redención del mundo, "al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos la adopción de hijos" (Gál 4,4-5)»(35). Este Hijo es el Mesías, esperado por el pueblo de la antigua alianza y enviado por el Padre en un momento decisivo de la historia, «al llegar la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4), que coincide con su nacimiento de una Mujer en nuestro mundo. La Mujer que introdujo en la humanidad al Hijo eterno de Dios nunca podrá ser separada de Aquel que se encuentra en el centro del designio divino realizado en la historia.

El primado de Cristo se manifiesta en la Iglesia, su Cuerpo místico. En efecto, en ella «los fieles están unidos a Cristo, su cabeza, en comunión con todos los santos». Es Cristo quien atrae a sí a todos los hombres. Dado que, en su papel materno, María está íntimamente unida a su Hijo, contribuye a orientar hacia Él la mirada y el corazón de los creyentes.

Ella es el camino que lleva a Cristo. En efecto, María nos muestra cómo acoger en nuestra existencia al Hijo bajado del cielo, educándonos para hacer de Jesús el centro y la ley suprema de nuestra existencia.
 
2. Además, María nos ayuda a descubrir en el origen de toda la obra de la salvación la acción soberana del Padre, que invita a los hombres a hacerse hijos en el Hijo único. Evocando las hermosísimas expresiones de la carta a los Efesios: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ef 2,4-5), el Concilio atribuye a Dios el título de infinitamente misericordioso. Así, el Hijo «nacido de una mujer» se presenta como fruto de la misericordia del Padre, y nos hace comprender mejor cómo esta Mujer es Madre de misericordia.

En el mismo contexto, el Concilio llama también a Dios infinitamente sabio, sugiriendo una atención particular al estrecho vínculo que existe entre María y la sabiduría divina que, en su arcano designio, quiso la maternidad de la Virgen.
 
3. El texto conciliar nos recuerda, asimismo, el vínculo singular que une a María con el Espíritu Santo, con las palabras del Símbolo niceno-constantinopolitano, que recitamos en la liturgia eucarística: «El cual, [el Hijo] por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen»
.
Expresando la fe inmutable de la Iglesia, el Concilio nos recuerda que la Encarnación prodigiosa del Hijo se realizó en el seno de la Virgen María sin participación del hombre, por obra del Espíritu Santo.

Así pues, la introducción del capítulo VIII de la Lumen gentium indica, en la perspectiva trinitaria, una dimensión esencial de la doctrina mariana. En efecto, todo viene de la voluntad del Padre, que envió al Hijo al mundo, manifestándolo a los hombres y constituyéndolo cabeza de la Iglesia y centro de la historia. Se trata de un designio que se realizó con la Encarnación, obra del Espíritu Santo, pero con la colaboración esencial de una Mujer, la Virgen María, que, de ese modo, entró a formar parte de la economía de la comunicación de la Trinidad al género humano.
 
4. La triple relación de María con las Personas divinas se afirma con palabras precisas también en la ilustración de la relación típica que une a la Madre del Señor con la Iglesia: «Está enriquecida con este don y dignidad: es la Madre del Hijo de Dios. Por tanto, es la hija predilecta del Padre y el templo del Espíritu Santo».

La dignidad fundamental de María es la de ser Madre del Hijo, que se expresa en la doctrina y en el culto cristiano con el título de Madre de Dios.

Se trata de una calificación sorprendente, que manifiesta la humildad del Hijo unigénito de Dios en su Encarnación, y, en relación con ella, el máximo privilegio concedido a la criatura llamada a engendrarlo en la carne.

María, como Madre del Hijo, es hija predilecta del Padre de modo único. A ella se le concede una semejanza del todo especial entre su maternidad y la paternidad divina.

Más aún: todo cristiano es «templo del Espíritu Santo», según la expresión del Apóstol Pablo (1Cor 6,19). Pero esta afirmación tiene un significado excepcional en María. En efecto, en Ella la relación con el Espíritu Santo se enriquece con la dimensión esponsal. Lo he recordado en la encíclica Redemptoris Mater: «El Espíritu Santo ya ha descendido a Ella, que se ha convertido en su Esposa fiel en la Anunciación acogiendo al Verbo de Dios verdadero...».
 
5. La relación privilegiada de María con la Trinidad le confiere, por tanto, una dignidad que supera en gran medida a la de todas las demás criaturas. El Concilio lo recuerda expresamente: debido a esta «gracia tan extraordinaria», María «aventaja con mucho a todas las criaturas del cielo y de la tierra». Sin embargo, esta dignidad tan elevada no impide que María sea solidaria con cada uno de nosotros. En efecto, la constitución Lumen gentium prosigue: «Se encuentra unida, en la descendencia de Adán, a todos los hombres que necesitan ser salvados», y fue «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo».

Aquí se manifiesta el significado auténtico de los privilegios de María y de sus relaciones excepcionales con la Trinidad: tienen la finalidad de hacerla idónea para cooperar en la salvación del género humano. Por tanto, la grandeza inconmensurable de la Madre del Señor sigue siendo un don del amor de Dios a todos los hombres. Proclamándola «Bienaventurada» (Lc 1,48), las generaciones exaltan las «maravillas» (Lc 1,49) que el Todopoderoso hizo en ella en favor de la humanidad, «acordándose de su misericordia» (
Lc 1,54).

LETANÍAS A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

 

A las siguientes invocaciones se responde

Toda criatura te ame y glorifique 


-Padre Eterno, Omnipotente Dios,
-Verbo Divino, inmenso Dios, 
-Espíritu Santo, infinito Dios,
-Santísima Trinidad y un solo Dios verdadero,
-Rey de los cielos, inmortal e invisible,
-Creador, conservador y gobernador de todo lo creado,
-Vida nuestra, en quien, de quien y por quien vivimos,
-Vida divina y una en tres Personas,
-Cielo divino de celsitud majestuosa,
-Cielo supremo del Cielo, oculto a los hombres,
-Sol divino e increado,
-Círculo perfectísimo de capacidad infinita,
-Manjar divino de los Ángeles, Hermoso iris, Arco de clemencia, Luz primera y triduana, que al mundo ilustras, 
 

A las siguientes invocaciones se responde:

Santísima Trinidad, líbranos de todo mal de alma y cuerpo.


-De todos los pecados y ocasión de culpa,
-De vuestra ira y enojo,
-De repentina y de improvisa muerte,
-De las asechanzas y cercanías del demonio,
-Del espíritu de deshonestidad y de sugestión,
-De la concupiscencia de la carne,
-De toda ira, odio y mala voluntad,
-De plagas de peste, hambre, guerra y terremoto,
-De tempestades en el mar o en la tierra,
-De los enemigos de la fe católica,
-De nuestros enemigos y sus maquinaciones,
-De la muerte eterna,
-Por vuestra unidad en Trinidad y Trinidad en unidad,
-Por la igualdad esencial de vuestras Personas,
-Por la alteza del misterio de vuestra Trinidad,
-Por el inefable nombre de vuestra Trinidad,
-Por lo portentoso de vuestro nombre, Uno y Trino,
-Por lo mucho que os agradan las almas que son devotas de vuestra Santísima Trinidad,
-Por el gran amor con que libras de males a los pueblos donde hay algún devoto de vuestra Trinidad amable,
-Por la virtud divina que en los devotos de vuestra Trinidad Santísima reconocen los demonios contra sí. De todo mal de alma y cuerpo, líbranos, Trino Señor.
 

A las siguientes invocaciones se responde:

Santísima Trinidad, te rogamos, óyenos.


-Que acertemos a resistir al demonio con las armas de la devoción a vuestra Trinidad,
-Que hermoseéis cada día más con los coloridos de vuestra gracia vuestra imagen, que está en nuestras almas,
-Que todos los fieles se esmeren en ser muy devotos de vuestra Santísima Trinidad,
-Que todos consigamos las muchas felicidades que están vinculadas para los devotos de esa vuestra Trinidad inefable,
-Que al confesar nosotros el misterio de vuestra Trinidad se destruyan los errores de quienes no creen,
-Que todas las almas del purgatorio gocen mucho refrigerio en virtud del misterio de vuestra Trinidad,

Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos, Señor, de todo mal.
Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos, Señor, de todo mal.
Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos, Señor, de todo mal.

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