GLORIA Y ALABANZA A TÍ, SANTÍSIMA TRINIDAD!

 

 


 

Jamás la majestad del Espíritu Santo ha estado separada de la omnipotencia del Padre y del Hijo; todo lo que hace el gobierno divino para administrar el universo, procede de la Providencia de toda la Trinidad. En ella no hay mas que una misma bondad de misericordia, una misma severidad en la justicia. Nada que este dividido en la acción o nada que difiera en la voluntad. Lo que el Padre ilumina, el Hijo lo ilumina y el Espíritu Santo lo ilumina también.

San León Magno
Sermón 75, sobre Pentecosté
s

 

Trisagio Angélico

 Esta oración de adoración y alabanza se acostubra rezar durante tres días, empezando en el viernes antes de la Solemnidad  para terminar el domingo.

 

V. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
R. Amén.

V. Señor ábreme los labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

V. ¡Dios mío, ven en mi auxilio!
R. Señor, date prisa en socorrerme.

 V. Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo.
R. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
 

Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten misericordia de nosotros.

 Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.

 V. A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima!
R. Santo, Santo, Santo Señor Dios de los ejércitos. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria.

 V. Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo.
R. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.

 Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten misericordia de nosotros.

A Ti Dios Padre no engendrado, a Ti Hijo unigénito, a Ti Espíritu Santo Paráclito, santa e indivisa Trinidad, con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestra voz, te reconocemos, alabamos y bendecimos; gloria a Ti por los siglos de los siglos.

 V. Bendigamos al Padre, y al Hijo, con el Espíritu Santo.
R. Alabémosle y ensalcémosle por todos los siglos.

V. Oh Dios todopoderoso y eterno, que con la luz de la verdadera fe diste a tus siervos conocer la gloria de la Trinidad eterna, y adorar la Unidad en el poder de tu majestad: haz, te suplicamos, que, por la firmeza de esa misma fe, seamos defendidos siempre de toda adversidad. Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos.
R. Amén.

 Líbranos, sálvanos, vivifícanos, ¡oh Trinidad Beatísima!

 

Oh Dios Padre Misericordioso, que por mediación de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Madre, la Bienaventurada Virgen María, y la acción del Espíritu Santo, concediste a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei,  la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio de la Iglesia peregrina, de los hijos e hijas de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir al Reino de Jesucristo. Te ruego que te dignes glorificar a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, y que me concedas por su intercesión el favor que te pido... (pídase).  A Tí, Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu Santo que santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
 

Santa Trinidad. Antonio de Pereda
Museo de Artes, Budapest
Devocionario.com

¡GLORIA Y ALABANZA A TÍ, SANTÍSIMA TRINIDAD,  ÚNICO Y ETERNO DIOS!

1. Bendito seas, Padre, que en tu infinito amor
nos has dado a tu Hijo unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.
Él se hizo nuestro compañero de viaje
y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú, vencida la muerte, serás todo en todos.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

2. Que por tu gracia, Padre, 
este año sea un tiempo de conversión profunda y de gozoso retorno a ti;
que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres
y de nueva concordia entre las naciones;
un tiempo en que las espadas se cambien por arados
y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.
Concédenos, Padre, poder vivir dóciles a la voz del Espíritu,
fieles en el seguimiento de Cristo,
asiduos en la escucha de la Palabra
y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

3. Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,
los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena hacia la Ciudad de la luz.
Que los discípulos de Jesús brillen por su amor hacia los pobres;
que sean solidarios con los necesitados
y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de ti ellos mismos indulgencia y perdón.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

4. Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo,
purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,
sean una sola cosa para que el mundo crea.
Se extienda el diálogo entre los seguidores de las grandes religiones
y todos los hombres descubran la alegría de ser hijos tuyos.
A la voz suplicante de María, Madre de todos los hombres,
se unan las voces orantes de los apóstoles y de los mártires cristianos,
de los justos de todos los pueblos y de todos los tiempos,
para que el Año santo sea para cada uno y para la Iglesia
causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

5. A ti, Padre omnipotente, origen del cosmos y del hombre,
por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia,
en el Espíritu que santifica el universo, alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

(ORACIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II PARA LA CELEBRACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000)

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA CREACIÓN

Audiencia General del miércoles 26  de enero  de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 9 de febrero  de 2000
 
Audiencia General del miércoles 12  de abril de 2000
 
LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN EL BAUTISMO

Audiencia General del miércoles 5  de abril de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA TRANSFIGURACIÓN 

Audiencia General del miércoles 26  de abril de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA PASIÓN 

Audiencia General del miércoles 3  de mayol de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA RESURRECCIÓN

Audiencia General del miércoles 10 de mayo  de 2000

 
Audiencia General del miércoles 24  de mayo de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 31  de mayo de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 7  de junio de 2000

LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y LA MADRE DEL REDENTOR

Audiencia General del miércoles 10 de enero de 1996

LETANÍAS A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

 LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA TRANSFIGURACIÓN

 
 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1. En esta octava de Pascua, considerada como un único gran día, la liturgia repite sin cesar el anuncio de la resurrección: «¡Verdaderamente Jesús ha resucitado!». Este anuncio abre un horizonte nuevo a la humanidad entera. En la Resurrección se hace realidad lo que en la Transfiguración del monte Tabor se vislumbraba misteriosamente. Entonces el Salvador reveló a Pedro, Santiago y Juan el prodigio de gloria y de luz confirmado por la voz del Padre: Este es mi Hijo predilecto» (Mc 9, 7).
En la fiesta de Pascua estas palabras se nos presentan en su plenitud de verdad. El Hijo predilecto del Padre, Cristo crucificado y muerto, ha resucitado por nosotros. A su luz, los creyentes vemos la luz y, «exaltados por el Espíritu -como afirma la liturgia de la Iglesia de Oriente-, cantamos a la Trinidad consustancial a lo largo de todos los siglos» (Grandes Vísperas de la Transfiguración de Cristo). Con el corazón rebosante de alegría pascual subamos hoy espiritualmente al monte santo, que domina la llanura de Galilea, para contemplar el acontecimiento que allí se realiza, anticipando los sucesos pascuales.
2. Cristo es el centro de la Transfiguración. Hacia él convergen dos testigos de la primera Alianza: Moisés, mediador de la Ley, y Elías, profeta del Dios vivo. La divinidad de Cristo, proclamada por la voz del Padre, también se manifiesta mediante los símbolos que san Marcos traza con sus rasgos pintorescos. La luz y la blancura son símbolos que representan la eternidad y la trascendencia: «Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como no los puede blanquear lavandera sobre la tierra» (Mc 9, 3). Asimismo, la nube es signo de la presencia de Dios en el camino del Éxodo de Israel y en la tienda de la Alianza (cf. Ex 13, 21-22; 14, 19. 24; 40, 34. 38).
Canta también la liturgia oriental, en el Matutino de la Transfiguración: «Luz inmutable de la luz del Padre, oh Verbo, con tu brillante luz hoy hemos visto en el Tabor la luz que es el Padre y la luz que es el Espíritu, luz que ilumina a toda criatura».
3. Este texto litúrgico subraya la dimensión trinitaria de la transfiguración de Cristo en el monte, pues es explícita la presencia del Padre con su voz reveladora. La tradición cristiana vislumbra implícitamente también la presencia del Espíritu Santo, teniendo en cuenta el evento paralelo del bautismo en el Jordán, donde el Espíritu descendió sobre Cristo en forma de paloma (cf. Mc 1, 10). De hecho, el mandato del Padre: «Escuchadlo» (Mc 9, 7) presupone que Jesús está lleno de Espíritu Santo, de forma que sus palabras son «espíritu y vida» (Jn 6, 63; cf. 3, 34-35).
Por consiguiente, podemos subir al monte para detenernos a contemplar y sumergirnos en el misterio de luz de Dios. El Tabor representa a todos los montes que nos llevan a Dios, según una imagen muy frecuente en los místicos. Otro texto de la Iglesia de Oriente nos invita a esta ascensión hacia las alturas y hacia la luz: «Venid, pueblos, seguidme. Subamos a la montaña santa y celestial; detengámonos espiritualmente en la ciudad del Dios vivo y contemplemos en espíritu la divinidad del Padre y del Espíritu que resplandece en el Hijo unigénito» (tropario, conclusión del Canon de san Juan Damasceno).
4. En la Transfiguración no sólo contemplamos el misterio de Dios, pasando de luz a luz (cf. Sal 36, 10), sino que también se nos invita a escuchar la palabra divina que se nos dirige. Por encima de la palabra de la Ley en Moisés y de la profecía en Elías, resuena la palabra del Padre que remite a la del Hijo, como acabo de recordar. Al presentar al «Hijo predilecto», el Padre añade la invitación a escucharlo (cf. Mc 9, 7).
La segunda carta de san Pedro, cuando comenta la escena de la Transfiguración, pone fuertemente de relieve la voz divina. Jesucristo «recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: "Este es mi Hijo predilecto, en quien me complazco". Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana» (2 P I, 17-19).
5. Visión y escucha, contemplación y obediencia son, por consiguiente, los caminos que nos llevan al monte santo en el que la Trinidad se revela en la gloria del Hijo. «La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Hch 14, 22)» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 556).
La liturgia de la Transfiguración, como sugiere la espiritualidad de la Iglesia de Oriente, presenta en los apóstoles Pedro, Santiago y Juan una «tríada» humana que contempla la Trinidad divina. Como los tres jóvenes del horno de fuego ardiente del libro de Daniel (cf. Dn 3, 51-90), la liturgia «bendice a Dios Padre creador, canta al Verbo que bajó en su ayuda y cambia el fuego en rocío, y exalta al Espíritu que da a todos la vida por los siglos» (Matutino de la fiesta de la Transfiguración).
También nosotros oremos ahora al Cristo transfigurado con las palabras del Canon de san Juan Damasceno: «Me has seducido con el deseo de ti, oh Cristo, y me has transformado con tu divino amor. Quema mis pecados con el fuego inmaterial y dígnate colmarme de tu dulzura, para que, lleno de alegría, exalte tus manifestaciones».

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA PASIÓN

 
 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1. Al final del relato de la muerte de Cristo, el Evangelio hace resonar la voz del centurión romano, que anticipa la profesión de fe de la Iglesia: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). En las últimas horas de la existencia terrena de Jesús se actúa en las tinieblas la suprema epifanía trinitaria. En efecto, el relato evangélico de la pasión y muerte de Cristo registra, aun en el abismo del dolor, la permanencia de su relación íntima con el Padre celestial.
Todo comienza durante la tarde de la última cena en la tranquilidad del Cenáculo, donde, sin embargo, ya se cernía la sombra de la traición. Juan nos ha conservado los discursos de despedida que subrayan estupendamente el vínculo profundo, y la recíproca inmanencia entre Jesús y el Padre: «Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. (...) Quién me ha visto a mí, ha visto al Padre. (...) Lo que yo os digo, no lo digo por cuenta propia. El Padre que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14, 7. 9-I1).
Al decir esto, Jesús citaba las palabras que había pronunciado poco antes, cuando declaró de modo lapidario: «Yo y el Padre somos uno. (...) El Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10, 30. 38). Y en la oración que corona los discursos del Cenáculo, dirigiéndose al Padre en la contemplación de su gloria, reafirma: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17, 11). Con esta confianza absoluta en el Padre, Jesús se dispone a cumplir su acto supremo de amor (cf. Jn 13, 1).
2. En la Pasión, el vínculo que lo une al Padre se manifiesta de modo particularmente intenso y, al mismo tiempo, dramático. El Hijo de Dios vive plenamente su humanidad, penetrando en la oscuridad del sufrimiento y de la muerte que pertenecen a nuestra condición humana. En Getsemaní, durante una oración semejante a una lucha, a una «agonía», Jesús se dirige al Padre con el apelativo arameo de la intimidad filial: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36).
Poco después, cuando se desencadena contra él la hostilidad de los hombres, recuerda a Pedro que esa hora de las tinieblas forma parte de un designio divino del Padre: «¿Piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas, ¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?» (Mt 26, 53-54).
3. También el diálogo procesal con el sumo sacerdote se transforma en una revelación de la gloria mesiánica y divina que envuelve al Hijo de Dios: «El sumo sacerdote le dijo: "Te conjuro por Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Díjole Jesús: "Tú lo has dicho. Y yo os digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo"» (Mt 26, 63-64).
Cuando fue crucificado, los espectadores le recordaron sarcásticamente esta proclamación: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy Hijo de Dios"» (Mt 27, 43). Pero para esa hora se le había reservado el silencio del Padre, a fin de que se solidarizara plenamente con los pecadores y los redimiera. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios» (n. 603).
4. En realidad, en la cruz Jesús sigue manteniendo su diálogo íntimo con el Padre, viviéndolo con toda su humanidad herida y sufriente, sin perder jamás la actitud confiada del Hijo que es «uno» con el Padre. En efecto, por un lado está el silencio misterioso del Padre, acompañado por la oscuridad cósmica y subrayado por el grito: «"¡Elí, Eli! ¿lemá sabactaní?". Que quiere decir: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?"» (Mt 27, 46).
Por otro, el Salmo 22, aquí citado por Jesús, termina con un himno al Señor soberano del mundo y de la historia; y este aspecto se manifiesta en el relato de Lucas, según el cual las últimas palabras de Cristo moribundo son una luminosa cita del Salmo con la añadidura de la invocación al Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6).
5. También el Espíritu Santo participa en este diálogo constante entre el Padre y el Hijo. Nos lo dice la carta a los Hebreos, cuando describe con una fórmula en cierto modo trinitaria la ofrenda sacrificial de Cristo, declarando que «por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Hb 9, 14). En efecto, en su pasión, Cristo abrió plenamente su ser humano angustiado a la acción del Espíritu Santo, y este le dio el impulso necesario para hacer de su muerte una ofrenda perfecta al Padre.
Por su parte, el cuarto evangelio relaciona estrechamente el don del Paráclito con la «ida» de Jesús, es decir, con su pasión y su muerte, cuando cita estas palabras del Salvador: «Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Después de la muerte de Jesús en la cruz, en el agua que brota de su costado herido (cf. Jn 19, 34), es posible reconocer un símbolo del don del Espíritu (cf. Jn 7, 37-39). El Padre, entonces, glorificó a su Hijo, dándole la capacidad de comunicar el Espíritu a todos los hombres.
Elevemos nuestra contemplación a la Trinidad, que se revela también en el día del dolor y de las tinieblas, releyendo las palabras del «testamento» espiritual de santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein): «No nos puede ayudar únicamente la actividad humana, sino la pasión de Cristo: participar en ella es mi verdadero deseo. Acepto desde ahora la muerte que Dios me ha reservado, en perfecta unión con su santa voluntad. Acoge, Señor, para tu gloria y alabanza, mi vida y mi muerte por las intenciones de la Iglesia. Que el Señor sea acogido entre los suyos, y venga a nosotros su Reino con gloria» (La fuerza de la cruz).


LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA RESURRECCIÓN

 

¡Queridos Hermanos y Hermanas!

1. El itinerario de la vida de Cristo no culmina en la oscuridad de la tumba, sino en el cielo luminoso de la resurrección. En este misterio se funda la fe cristiana (cf. 1 Co 15; 1-20), como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: «La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz» (n. 638).

Afirmaba un escritor místico español del siglo XVI: «En Dios se descubren nuevos mares cuanto más se navega» (fray Luis de León). Queremos navegar ahora en la inmensidad del misterio hacia la luz de la presencia trinitaria en los acontecimientos pascuales. Es una presencia que se dilata durante los cincuenta días de Pascua.

2. A diferencia de los escritos apócrifos, los evangelios canónicos no presentan el acontecimiento de la resurrección en sí, sino más bien la presencia nueva y diferente de Cristo resucitado en medio de sus discípulos. Precisamente esta novedad es la que subraya la primera escena en la que queremos detenernos. Se trata de la aparición que tiene lugar en una Jerusalén aún sumergida en la luz tenue del alba: una mujer, María Magdalena, y un hombre se encuentran en una zona de sepulcros. En un primer momento, la mujer no reconoce al hombre que se le ha acercado; sin embargo, es el mismo Jesús de Nazaret a quien había escuchado y que había transformado su vida. Para reconocerlo es necesaria otra vía de conocimiento diversa de la razón y los sentidos. Es el camino de la fe, que se abre cuando ella oye que le llaman por su nombre. (cf. Jn 20, 11-18).

Fijemos nuestra atención, dentro de esta escena, en las palabras del Resucitado. Él declara: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Aparece, pues, el Padre celestial, con respecto al cual Cristo, con la expresión «mi Padre», subraya un vínculo especial y único, distinto del que existe entre el Padre y los discípulos: «vuestro Padre». Tan sólo en el evangelio de san Mateo, Jesús llama diecisiete veces a Dios «mi Padre». El cuarto evangelista usará dos vocablos griegos diversos: uno, hyiós, para indicar la plena y perfecta filiación divina de Cristo; el otro, tékna, referido a nuestro ser hijos de Dios de modo real, pero derivado.

3. La segunda escena nos lleva de Jerusalén a la región septentrional de Galilea, a un monte. Allí tiene lugar una epifanía de Cristo, en la que el Resucitado se revela a los Apóstoles (cf. Mt 28, 16-20). Se trata de un solemne acontecimiento de revelación, reconocimiento y misión. En la plenitud de sus poderes salvíficos, él confiere a la Iglesia el mandato de anunciar el Evangelio, bautizar y enseñar a vivir según sus mandamientos. La Trinidad emerge en esas palabras esenciales que resuenan también en la fórmula del bautismo cristiano, tal como lo administrará la Iglesia: «Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

Un antiguo escritor cristiano, Teodoro de Mopsuestia (si glo IV-V), comenta: «La expresión en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo indica quién da los bienes del bautismo: el nuevo nacimiento, la renovación, la inmortalidad, la incorruptibilidad, la impasibilidad, la inmutabilidad, la liberación de la muerte, de la esclavitud y de todos los males, el gozo de la libertad y la participación en los bienes futuros y sublimes. ¡Por eso somos bautizados! Se invoca, por tanto, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que conozcas la fuente de los bienes del bautismo» (Homilía II sobre el bautismo, 17).

4. Llegamos, así, a la tercera escena que queremos evocar. Nos remonta al tiempo en que Jesús caminaba todavía por las calles de Tierra Santa, hablando y actuando. Durante la solemnidad judía otoñal de las Tiendas, proclama: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno manarán ríos de agua viva"» (Jn 7, 38). El evangelista san Juan interpreta estas palabras precisamente a la luz de la Pascua de gloria y del don del Espíritu Santo: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 39).

Vendrá la glorificación de la Pascua, y con ella también el don del Espíritu en Pentecostés, que Jesús anticipará a sus Apóstoles al atardecer del mismo día de su resurrección. Apareciéndose en el Cenáculo, soplará sobre ellos y les dirá: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22).

5. Así pues, el Padre y el Espíritu están unidos al Hijo en la hora suprema de la redención. Esto es lo que afirma san Pablo en una página muy luminosa de la carta a los Romanos, en la que evoca a la Trinidad precisamente en relación con la resurrección de Cristo y de todos nosotros: «Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).

El Apóstol indica en esta misma carta la condición para que se cumpla dicha promesa: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). A la naturaleza trinitaria del acontecimiento pascual, corresponde el aspecto trinitario de la profesión de fe. En efecto, «nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", si no es bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3), y quien lo dice, lo dice «para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11).

Acojamos, pues, la fe pascual y la alegría que deriva de ella recordando un canto de la Iglesia de Oriente para la Vigilia pascual: «Todas las cosas son iluminadas por tu resurrección, oh Señor, y el paraíso ha vuelto a abrirse. Toda la creación te bendice y diariamente te ofrece un himno. Glorifico el poder del Padre y del Hijo, alabo la autoridad del Espíritu Santo, Divinidad indivisa, increada, Trinidad consustancial que reina por los siglos de los siglos» (Canon pascual de san Juan Damasceno, Sábado santo, tercer tono).

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA ASCENSIÓN

 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1.El misterio de la Pascua de Cristo envuelve la historia de la humanidad, pero al mismo tiempo la trasciende. Incluso el pensamiento y el lenguaje humano pueden, de alguna manera, aferrar y comunicar este misterio, pero no agotarlo. Por eso, el Nuevo Testamento, aunque habla de «resurrección», como lo atestigua el antiguo Credo que san Pablo mismo recibió y transmitió en la primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 15, 3-5), recurre también a otra formulación para delinear el significado de la Pascua. Sobre todo en san Juan y en san Pablo se presenta como exaltación o glorificación del Crucificado. Así, para el cuarto evangelista, la cruz de Cristo ya es el trono real, que se apoya en la tierra pero penetra en los cielos. Cristo está sentada en él como Salvador y Señor de la historia.

En. efecto, Jesús; en el evangelio de san Juan, exclama:. «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn I2 32; cf. 3, 14; 8.; 28). San Pablo, en el himno insertado en la carta a los Filipenses, después de describir la humillación profunda del Hijo de Dios en la muerte en cruz, celebra así la Pascua: «Por lo cual Dios lo exaltó, y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda roilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-II).

2. La Ascensión de Cristo al cielo, narrada por san Lucas como coronamiento de su evangelio y como inicio de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles se ha de entender bajo esta luz. Se trata de la última aparición de Jesús, que «termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 659). El cielo es, por excelencia, el signo de la trascendencia divina. Es la zona cósmica que está sobre el horizonte terrestre dentro del cual se desarrolla la existencia humana.

Cristo,- después de recorrer los caminos de la historia y de entrar también en la oscuridad de la muerte, frontera de nuestra finitud y salario del pecado (cf. Rm 6, 23), vuelve a la gloria, que desde la eternidad (cf. Jn 17, 5) comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Y lleva consigo a la humanidad redimida. En efecto, la carta a los Efesios afirma: «Dios, rico en misericordia; por el grande amor con que nos amó, (...)nos vivificó juntamente con Cristo (...) y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2 4-6): Esto vale, ante todo, para la Madre de Jesús, María, cuya Asunción es primicia de nuestra ascensión a la gloria.

3. Frente al Cristo glorioso de la Ascensión nos detenemos a contemplar la presencia de toda la Trinidad. Es sabido que el arte cristiano, en la así llamada Trinitas in cruce ha representado muchas veces a Cristo crucificado sobre el que se inclina el Padre en una especie de abrazo, mientras entre los dos vuela la paloma, símbolo del Espíritu Santo (así, por ejemplo, Masaccio en la iglesia de Santa María Novella, en Florencia). De ese modo, la cruz es un símbolo unitivo que enlaza la unidad y la divinidad, la muerte y la vida, el sufrimiento y la gloria.

De forma análoga, se puede vislumbrar la presencia de las tres personas divinas en la escena de la Ascensión. San Lucas, en la página final del Evangelio, antes de presentar al Resucitado que, como sacerdote de la nueva Alianza, bendice a sus discípulos y se aleja de la tierra para ser llevado a la gloria del cielo (cf. Lc 24, 50-52), recuerda el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles. En él aparece, ante todo, el designio de salvación del Padre, que en las Escrituras había anunciado la muerte y la resurrección del Hijo, fuente de perdón y de liberación (cf. Lc 24, 45-47).

4. Pero en esas mismas palabras del Resucitado se entrevé también el Espíritu Santo, cuya presencia será fuente de fuerza y de testimonio apostólico: «Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). En el evangelio de san Juan el Paráclito es prometido por Cristo, mientras que para san Lucas el don del Espíritu también forma parte de una promesa del Padre mismo.

Por eso, la Trinidad entera se halla presente en el momento en que comienza el tiempo de la Iglesia. Es lo que reafirma san Lucas también en el segundo relato de la Ascensión de Cristo, el de los Hechos de los Apóstoles. En efecto, Jesús exhorta a los discípulos a «aguardar la Promesa del Padre», es decir, «ser bautizados en el Espíritu Santo», en Pentecostés, ya inminente (cf. Hch 1, 4-5).

5. Así pues, la Ascensión es una epifanía trinitaria, que indica la meta hacia la que se dirige la flecha de la historia personal y universal. Aunque nuestro cuerpo mortal pasa por la disolución en el polvo de la tierra, todo nuestro yo redimido está orientado hacia las alturas y hacia Dios, siguiendo a Cristo como guía.

Sostenidos por esta gozosa certeza, nos dirigimos al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se revela en la cruz gloriosa del Resucitado, con la invocación, impregnada de adoración, de la beata Isabel de la Trinidad: «¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme completamente de mí para establecerme en ti, inmóvil y quieta, como si mi alma estuviese ya en la eternidad...! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada predilecta y el lugar de tu descanso... ¡Oh mis Tres, mi todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, yo me abandono a ti..., a la espera de poder contemplar a tu luz el abismo de tu grandeza!» (Elevación a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de 1904).

 

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