GLORIA Y ALABANZA A TÍ, SANTÍSIMA TRINIDAD! 

 

 


 

 

 

 

 

 

Trisagio Angélico

 Esta oración de adoración y alabanza se acostubra rezar durante tres días, empezando en el viernes antes de la Solemnidad  para terminar el domingo.

 

V. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
R. Amén.

V. Señor ábreme los labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

V. ¡Dios mío, ven en mi auxilio!
R. Señor, date prisa en socorrerme.

 V. Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo.
R. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
 

Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten misericordia de nosotros.

 Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.

 V. A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima!
R. Santo, Santo, Santo Señor Dios de los ejércitos. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria.

 V. Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo.
R. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.

 Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten misericordia de nosotros.

A Ti Dios Padre no engendrado, a Ti Hijo unigénito, a Ti Espíritu Santo Paráclito, santa e indivisa Trinidad, con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestra voz, te reconocemos, alabamos y bendecimos; gloria a Ti por los siglos de los siglos.

 V. Bendigamos al Padre, y al Hijo, con el Espíritu Santo.
R. Alabémosle y ensalcémosle por todos los siglos.

V. Oh Dios todopoderoso y eterno, que con la luz de la verdadera fe diste a tus siervos conocer la gloria de la Trinidad eterna, y adorar la Unidad en el poder de tu majestad: haz, te suplicamos, que, por la firmeza de esa misma fe, seamos defendidos siempre de toda adversidad. Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos.
R. Amén.

 Líbranos, sálvanos, vivifícanos, ¡oh Trinidad Beatísima!

 

ORACIÓN PARA LA DEVOCIÓN PRIVADA A JUAN PABLO II

Oh Dios Padre Misericordioso, que por mediación de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Madre, la Bienaventurada Virgen María, y la acción del Espíritu Santo, concediste a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei,  la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio de la Iglesia peregrina, de los hijos e hijas de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir al Reino de Jesucristo. Te ruego que te dignes glorificar a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, y que me concedas por su intercesión el favor que te pido... (pídase).  A Tí, Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu Santo que santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
 

 

Santísima Trinidad. 1635. José Ribera
Museo del Prado, Madrid.
Devocionario.com

¡GLORIA Y ALABANZA A TÍ, SANTÍSIMA TRINIDAD,  ÚNICO Y ETERNO DIOS!

1. Bendito seas, Padre, que en tu infinito amor
nos has dado a tu Hijo unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.
Él se hizo nuestro compañero de viaje
y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú, vencida la muerte, serás todo en todos.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

2. Que por tu gracia, Padre, 
este año sea un tiempo de conversión profunda y de gozoso retorno a ti;
que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres
y de nueva concordia entre las naciones;
un tiempo en que las espadas se cambien por arados
y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.
Concédenos, Padre, poder vivir dóciles a la voz del Espíritu,
fieles en el seguimiento de Cristo,
asiduos en la escucha de la Palabra
y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

3. Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,
los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena hacia la Ciudad de la luz.
Que los discípulos de Jesús brillen por su amor hacia los pobres;
que sean solidarios con los necesitados
y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de ti ellos mismos indulgencia y perdón.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

4. Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo,
purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,
sean una sola cosa para que el mundo crea.
Se extienda el diálogo entre los seguidores de las grandes religiones
y todos los hombres descubran la alegría de ser hijos tuyos.
A la voz suplicante de María, Madre de todos los hombres,
se unan las voces orantes de los apóstoles y de los mártires cristianos,
de los justos de todos los pueblos y de todos los tiempos,
para que el Año santo sea para cada uno y para la Iglesia
causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

5. A ti, Padre omnipotente, origen del cosmos y del hombre,
por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia,
en el Espíritu que santifica el universo, alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

(ORACIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II PARA LA CELEBRACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000)

 

 

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA CREACIÓN

Audiencia General del miércoles 26  de enero  de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 9 de febrero  de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 12  de abril de 2000
 
LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN EL BAUTISMO

Audiencia General del miércoles 5  de abril de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA TRANSFIGURACIÓN 

Audiencia General del miércoles 26  de abril de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA PASIÓN 

Audiencia General del miércoles 3  de mayol de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA RESURRECCIÓN

Audiencia General del miércoles 10 de mayo  de 2000

 
Audiencia General del miércoles 24  de mayo de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 31  de mayo de 2000
 
 
Audiencia General del miércoles 7  de junio de 2000

LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y LA MADRE DEL REDENTOR

Audiencia General del miércoles 10 de enero de 1996

LETANÍAS A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

 LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA CREACIÓN

 
 
Amadísimos hermanos y hermanas: 

1. «¡Qué amables son todas sus obras! y eso que es sólo una chispa lo que de ellas podemos conocer. (...) Nada ha hecho incompleto. (...) ¿Quién se saciará de contemplar su gloria? Mucho más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: "Él lo es todo". ¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Él es mucho más grande que todas sus obras!» (Si 42, 22.24-25; 43, 27-28).

Con estas palabras, llenas de estupor, un sabio bíblico, el Sirácida, expresaba su admiración ante el esplendor de la creación, alabando a Dios. Es un pequeño retazo del hilo de contemplación y meditación que recorre todas las sagradas Escrituras, desde las primeras líneas del Génesis, cuando en el silencio de la nada surgen las criaturas, convocadas por la Palabra eficaz del Creador.

«Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz» (Gn 1, 3). Ya en esta parte del primer relato de la creación se ve en acción la Palabra de Dios, - de la que san Juan dirá: «En el principio existía la Palabra (...) y la Palabra era Dios. (...) Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe» (Jn 1, 1. 3). San Pablo reafirmará en el himno de la carta a los Colosenses que «en él (Cristo) fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles: los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades. Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia» (Col 1, 16-17). Pero en el instante inicial de la creación se vislumbra también al Espíritu: «el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1, 2). Podemos decir, con la tradición cristiana, que la gloria de la Trinidad resplandece en la creación.

2. En efecto, a la luz de la Revelación, es posible ver cómo el acto creativo es apropiado ante todo al «Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación» (St 1, 17). Él resplandece sobre todo el horizonte, como canta el Salmista: «¡Oh Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Tú ensalzaste tu majestad sobre los cielos» (Sal 8, 2). Dios «afianzó el orbe, y no se moverá» (Sal 96, 10) y frente a la nada, representada simbólicamente por las aguas caóticas que elevan su voz, el Creador se yergue dando consistencia y seguridad: «Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor; pero más que la voz de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor» (Sal 93, 3-4).

3. En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que irrumpe y actúa: «La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos (...). Él lo dijo, y existió; él lo mandó, y surgió» (Sal 33, 6. 9); «Él envía su mensaje a la tierra; su palabra corre veloz» (Sal 147, 15). En la literatura sapiencia] veterotestamentaria la Sabiduría divina, personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8, 22-31). Ya hemos dicho que san Juan y san Pablo verán en la Palabra y en la Sabiduría de Dios el anuncio de la acción de Cristo: «del cual proceden todas las cosas y para el cual somos» (1 Co 8, 6), porque «por él hizo (Dios) también el mundo» (Hb 1, 2).

4. Por último, otras veces, la Escritura subraya el papel del Espíritu de Dios en el acto creador: «Envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104, 30). El mismo Espíritu es representado simbólicamente por el soplo de la boca de Dios, que da vida y conciencia al hombre (cf. Gn 2, 7) y le devuelve la vida en la resurrección, como anuncia el profeta Ezequiel en una página sugestiva, donde el Espíritu actúa para hacer revivir huesos ya secos (cf. Ez 37, 1-14). Ese mismo soplo domina las aguas del mar en el éxodo de Israel de Egipto (cf. Ex 15, 8. 10). También el Espíritu regenera a la criatura humana, como dirá Jesús en el diálogo nocturno con Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino dé Dios. Lo nacido de la carne, es carne; la nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3, 5-6).

5. Pues bien, frente a la gloria de la Trinidad en la creación el hombre debe contemplar, cantar, volver a sentir asombro. En la sociedad contemporánea la gente se hace árida «no por falta de maravillas, sino por falta de maravilla» (G.K. Chesterton). Para el creyente contemplar lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa, como nos sugiere el «Salmo del sol»: «El cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los limites del orbe su lenguaje» (Sal 19, 2-5).

Por consiguiente, la naturaleza se transforma en un evangelio que nos habla de Dios: «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5). San Pablo nos enseña que «lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rm 1, 20). Pero esta capacidad de contemplación y conocimiento, este descubrimiento de una presencia trascendente en lo creado, nos debe llevar también a redescubrir nuestra fraternidad con la tierra, a la que estamos vinculados desde nuestra misma creación (cf. Gn 2, 7). Esta era precisamente la meta que el Antiguo Testamento recomendaba para el jubileo judío, cuando la tierra descansaba y el hombre cogía lo que de forma espontánea le ofrecía el campo (cf. Lv 25, 11-12). Si la naturaleza no es violentada y humillada, vuelve a ser hermana del hombre.

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA HISTORIA

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Como habéis escuchado en la lectura, este encuentro ha tomado como punto de partida el «Gran Hallel»,, el salmo 136; que es una solemne letanía para solista y coro: es un himno al hesed de Dios, es decir, a su amor fiel, que se revela en los acontecimientos de la historia de la salvación, particularmente en la liberación de la esclavitud de Egipto y en el don de la tierra prometida. El Credo del Israel de Dios (cf. Dt 26, 5-9; Jos 24, 1-13) proclama las intervenciones divinas dentro de la historia humana: el Señor no es un emperador impasible, rodeado de una aureola de luz y relegado en los cielos dorados. Él observa la miseria de su pueblo en Egipto, escucha su grito y baja para liberarlo (cf. Ex 3, 7-8).

2. Pues bien, ahora trataremos de ilustrar esta presencia de Dios en la historia, a la luz de la revelación trinitaria, que, aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla anticipada y bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas características ya se pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la historia como padre tierno y solícito con respecto a los justos que acuden a él. Él es «padre de los huérfanos y defensor de las viudas» (Sal 68, 6); también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador.

Dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad presentan un delicado soliloquio de Dios con respecto a sus «hijos descarriados» (Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su presencia constante y amorosa en el entramado de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama: «Yo soy para Israel un padre (...) ¿No es mi hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una profunda ternura» (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios se halla en Oseas: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a rni hijo. (...) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por los brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer. (...) Mi corazón está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas» (Os 11, 1. 3-4. 8).

3. De estos pasajes de la Biblia debemos sacar como conclusión que Dios Padre de ninguna manera es indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún, llega incluso a enviar a su Hijo unigénito, precisamente en el centro de la historia, como lo atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17). El Hijo se inserta dentro del tiempo y del espacio como el centro vivo y vivificante que da sentido definitivo al flujo de la historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad. Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de salvación y de vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y sus lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Con una frase lapidaria la carta a los Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la historia: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8).

4. Para descubrir debajo del flujo de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el reino de Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más allá de la superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Aunque el Antiguo Testamento no presenta aún una revelación explícita de su persona, se le pueden «atribuir» ciertas iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Je 3; 10), a David (cf. 1 S 16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre todo es él quien se derrama sobre los profetas, los cuales tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que recogerá Cristo en su discurso programático en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad, y a promulgar el año de gracia de Yahveh» (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19).

5. El Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino que también da fuerza para colaborar en el proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu, la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el abismo de la muerte; se transforma en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a la meta sublime en la que «Dios será todo en todos» (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca «el año de gracia» anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria, para que todos esperen, sostenidos por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más auténticamente cristiano y humano.
Así pues, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra historia, debe hacer suyo el asombro adorante de san Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, cuando canta:

 «Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo.
Gloria al Espíritu, digno de alabanza y todo santo.
La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las cosas...,
vivificándolo todo con su Espíritu,
para que cada criatura rinda homenaje a su Creador,
causa única del vivir y del durar.
La criatura racional, más que cualquier otra,
lo debe celebrar siempre como gran Rey y Padre bueno»

(Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511).

 

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA ENCARNACIÓN 

 

¡Queridos Hermanos y Hermanas!

1. «Una sola fuente y una sola raíz, una sola forma luce con un triple esplendor. Donde brilla la profundidad del Padre, irrumpe el poder del Hijo, sabiduría artífice del universo entero, fruto engendrado por el corazón paterno. Y allí resplandece la luz unificante del Espíritu». Así cantaba a inicios del siglo V Sinesio de Cirene en el Himno II, celebrando al alba de un nuevo día la Trinidad divina, única en la fuente y triple en el esplendor. Esta verdad del único Dios en tres personas iguales y distintas no está relegada a los cielos; no puede interpretarse como una especie de «teorema aritmético celeste», del que no se sigue nada para la existencia del hombre, como suponía el filósofo Kant.
2. En realidad, como hemos escuchado en el relato del evangelista san Lucas, la gloria de la Trinidad se hace presente en el tiempo y en el espacio, y encuentra su epifanía más elevada en Jesús, en su encarnación y en su historia. San Lucas lee la concepción de Cristo precisamente a la luz de la Trinidad: lo atestiguan las palabras del Ángel, dirigidas a María y pronunciadas dentro de la modesta casa de la aldea de Nazaret, en Galilea, que la arqueología ha sacado a la luz. En el anuncio de Gabriel se manifiesta la trascendente presencia divina: el Señor Dios, a través de María y en la linea de la descendencia davídica, da al mundo a su Hijo: «Concebirás en el seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1, 31-32).
3. Aquí tiene valor doble el término «Hijo», porque en Cristo se unen íntimamente la relación filial con el Padre celestial y la relación filial con la madre terrena. Pero en la Encarnación participa también el Espíritu Santo, y es precisamente su intervención la que hace que esa generación sea única e irrepetible: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Las palabras que el ángel proclama son como un pequeño Credo, que ilumina la identidad de Cristo en relación con las demás Personas de la Trinidad. Es la fe común de la Iglesia, que san Lucas pone ya en los inicios del tiempo de la plenitud salvífica: Cristo es el Hijo del Dios Altísimo, el Grande, el Santo, el Rey, el Eterno, cuya generación en la carne se realiza por obra del Espíritu Santo. Por eso, como dirá san Juan en su primera carta, «Todo el que niega al Hijo, tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo, posee también al Padre» (1 Jn 2, 23).
4. En el centro de nuestra fe está la Encarnación, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su amor por nosotros: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Jn 1, 14). «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). Estas palabras de los escritos de san Juan nos ayudan a comprender que la revelación de la gloria trinitaria en la Encarnación no es una simple iluminación que disipa las tinieblas por un instante, sino una semilla de vida divina depositada para siempre en el mundo y en el corazón de los hombres.
En este sentido es emblemática una declaración del apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4, 4-7, cf. Rm 8, 15-17). Así pues, el Padre, el Hijo y el Espíritu están presentes y actúan en la Encarnación para hacernos participar en su misma vida. «Todos los hombres  están llamados a esta unión con Cristo, que es la luz del mundo. De él venimos, por él vivimos y hacia él caminamos» (Lumen gentium, 3). Y, como afirmaba san Cipriano, la comunidad de los hijos de Dios es «un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (De orat. Dom., 23).
5. «Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, 'del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo» (Evangelium vitae, 37-38).
Con este estupor y con esta acogida vital debemos adorar el misterio de la Santísima Trinidad, que «es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 234).
En la Encarnación contemplamos el amor trinitario que se manifiesta en Jesús; un amor que no queda encerrado en un círculo perfecto de luz y de gloria, sino que se irradia en la carne de los hombres, en su historia; penetra al hombre, regenerándolo y haciéndolo hijo en el Hijo. Por eso, como decía san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre vivo: «Gloria enim Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei»; no sólo lo es por su vida física, sino sobre todo porque «la vida del hombre consiste en la visión de Dios» (Adversus haereses IV, 20, 7). Y ver a Dios significa ser transfigurados en él: «Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN EL BAUTISMO DE JESÚS 

 
 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1. La lectura que acabamos de proclamar nos hace remontarnos a las riberas del Jordán. Hoy visitamos espiritualmente las orillas de ese río, que fluye a lo largo de los dos Testamentos bíblicos, para contemplar la gran epifanía de la Trinidad en el día en que Jesús se presenta en el escenario de la historia, precisamente en aquellas aguas, para comenzar su ministerio público.
El arte cristiano personificará ese río con los rasgos de un anciano que asiste asombrado a la visión que se realiza en sus aguas. En efecto, como afirma la liturgia bizantina, en él «se lava el Sol, Cristo». Esa misma liturgia, en la mañana del día de la teofanía o epifanía de Cristo, imagina un diálogo con el río: «Jordán, ¿qué has visto como para turbarte tanto? He visto al Invisible desnudo y me dio un escalofrío. Pues, ¿cómo no estremecerse y no ceder ante él? Los ángeles se estremecieron al verlo, el cielo enloqueció, la tierra tembló, el mar retrocedió con todos los seres visibles e invisibles. Cristo apareció en el Jordán para santificar todas las aguas».
2. La presencia de la Trinidad en ese acontecimiento está afirmada explícitamente en todas las redacciones evangélicas del episodio. Acabamos de escuchar la más amplia, la de san Mateo, que ofrece también un diálogo entre Jesús y el Bautista. En el centro de la escena destaca la figura de Cristo, el Mesías que realiza en plenitud toda justicia (cf. Mt 3, 15). El es quien lleva a cumplimiento el proyecto divino de salvación, haciéndose humildemente solidario con los pecadores.
Su humillación voluntaria le obtiene una exaltación admirable: sobre él resuena la voz del Padre que lo proclama: «Mi Hijo predilecto, en quien tengo mis complacencias» (Mt 3, 17). Es una frase que combina en sí misma dos aspectos del mesianismo de Jesús: el davídico, a través de la evocación de un poema real (cf. Sal 2, 7), y el profético, a través de la cita del primer canto del Siervo del Señor (cf. Is 42, 1). Por consiguiente, se tiene la revelación del íntimo vínculo de amor de Jesús con el Padre celestial así como su investidura mesiánica frente a la humanidad entera.
3. En la escena irrumpe también el Espíritu Santo bajo forma de «paloma» que «desciende y se posa» sobre Cristo. Se puede recurrir a varias referencias bíblicas para ilustrar esta imagen: a la paloma que indica el fin del diluvio y el inicio de una nueva era (cf. Gn 8, 8-12; 1 P 3, 20-21); a la paloma del Cantar de los cantares, símbolo de la mujer amada (cf. Ct 2, 14; 5, 2; 6, 9); a la paloma que es casi un símbolo de Israel en algunos pasajes del Antiguo Testamento (cf. Os 7, 11; Sal 68, 14).
Es significativo un antiguo comentario judío al pasaje del Génesis (cf. Gn 1, 2) que describe el aletear con ternura materna del Espíritu sobre las aguas iniciales: «El Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas como una paloma que aletea sobre sus polluelos sin tocarlos» (Talmud, Hagigah 15 a). Sobre Jesús desciende, como fuerza de amor sobreabundante, el Espíritu Santo. El Catecismo de la Iglesia católica, refiriéndose precisamente al bautismo de Jesús, enseña: «El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a "posarse" sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad» (n. 536).
4. Así pues, en el Jordán se halla presente toda la Trinidad para revelar su misterio, autenticar y sostener la misión de Cristo, y para indicar que con él la historia de la salvación entra en su fase central y definitiva. Esa historia involucra el tiempo y el espacio, las vicisitudes humanas y el orden cósmico, pero en primer lugar implica a las tres Personas divinas. El Padre encomienda al Hijo la misión de llevar a cumplimiento, en el Espíritu, la «justicia», es decir, la salvación divina.
Cromacio, obispo de Aquileya, en el siglo IV, en una de sus homilías sobre el bautismo y sobre el Espíritu Santo, afirma: «De la misma forma que nuestra primera creación fue obra de la Trinidad, así también nuestra segunda creación es obra de la Trinidad. El Padre no hace nada sin el Hijo y sin el Espíritu Santo, porque la obra del Padre es también del Hijo y la obra del Hijo es también del Espíritu Santo. Sólo existe una sola y la misma gracia de la Trinidad. Así pues, somos salvados por la Trinidad, pues originariamente hemos sido creados sólo por la Trinidad» (sermón 18 A).
5. Después del bautismo de Cristo, el Jordán se convirtió también en el río del bautismo cristiano: el agua de la fuente bautismal es, según una tradición de las Iglesias de Oriente, un Jordán en miniatura. Lo demuestra la siguiente oración litúrgica: «Así pues, te pedimos, Señor, que la acción purificadora de la Trinidad descienda sobre las aguas bautismales y se les comunique la gracia de la redención y la bendición del Jordán en la fuerza, en la acción y en la presencia del Espíritu Santo» (Grandes Vísperas de la Santa Teofanía de nuestro Señor Jesucristo, Bendición de las aguas).
En una idea semejante parece inspirarse también san Paulino de Nola en algunos versos preparados como inscripción para grabar en un baptisterio: «De esta fuente, generadora de las almas necesitadas de salvación, brota un río vivo de luz divina. El Espíritu Santo desciende del cielo a este río y une sus aguas sagradas con el manantial celeste; la fuente se impregna de Dios y engendra mediante una semilla eterna un linaje santo con sus aguas fecundas» (Carta 32, 5). Al salir del agua regeneradora de la fuente bautismal, el cristiano comienza su itinerario de vida y testimonio.

 

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