EL CAMINO DE MARÍA

Edición nro. 83

   Oh Virgen fiel, que fuiste siempre solícita y dispuesta a recibir,
conservar y meditar la Palabra de Dios!:
Haz que también nosotros, en medio de las  dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana.

Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

Icono oriental antiguo de origen desconocido.
Fiesta: 27 de junio
.

El icono de la Virgen, pintado sobre madera, de 21 por 17 pulgadas, muestra a la Madre con el Niño Jesús. El Niño observa a dos Ángeles que le muestran los instrumentos de su futura pasión. Se agarra fuerte con las dos manos de su Madre Santísima quien lo sostiene en sus brazos. El cuadro nos recuerda la maternidad divina de la Virgen y su cuidado por Jesús desde su concepción hasta su muerte. Hoy la Virgen cuida de todos sus hijos que a Ella acuden con plena confianza.

 

 

 

 

 

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

1. Bendito seas, Padre, que en tu infinito amor
nos has dado a tu Hijo unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.
Él se hizo nuestro compañero de viaje
y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú, vencida la muerte, serás todo en todos.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

2. Que por tu gracia, Padre,  este año sea:
un tiempo de conversión profunda y de gozoso retorno a ti;
un tiempo de reconciliación entre los hombres
y de nueva concordia entre las naciones;
un tiempo en que las espadas se cambien por arados
y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.
Concédenos, Padre, poder vivir dóciles a la voz del Espíritu,
fieles en el seguimiento de Cristo,
asiduos en la escucha de la Palabra
y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

3. Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,
los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena hacia la Ciudad de la luz.
Que los discípulos de Jesús brillen por su amor hacia los pobres;
que sean solidarios con los necesitados
y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de ti ellos mismos indulgencia y perdón.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

4. Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo,
purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,
sean una sola cosa para que el mundo crea.
Se extienda el diálogo entre los seguidores de las grandes religiones
y todos los hombres descubran la alegría de ser hijos tuyos.
A la voz suplicante de María, Madre de todos los hombres,
se unan las voces orantes de los apóstoles y de los mártires cristianos,
de los justos de todos los pueblos y de todos los tiempos,
para que el Año santo sea para cada uno y para la Iglesia
causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

5. A ti, Padre omnipotente, origen del cosmos y del hombre,
por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia,
en el Espíritu que santifica el universo, alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

 

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA RESURRECCIÓN

Audiencia General del miércoles 10 de mayo  de 2000

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA ASCENSIÓN

Audiencia General del miércoles 24 de mayo  de 2000

 EN EL ROSARIO, LAS ESPERANZAS DEL HOMBRE

Ángelus, Domingo 6 de noviembre de 1983

 

  LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA RESURRECCIÓN

 
 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1. El itinerario de la vida de Cristo no culmina en la oscuridad de la tumba, sino en el cielo luminoso de la resurrección. En este misterio se funda la fe cristiana (cf. 1 Co 15; 1-20), como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: «La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz» (n. 638).

Afirmaba un escritor místico español del siglo XVI: «En Dios se descubren nuevos mares cuanto más se navega» (fray Luis de León). Queremos navegar ahora en la inmensidad del misterio hacia la luz de la presencia trinitaria en los acontecimientos pascuales. Es una presencia que se dilata durante los cincuenta días de Pascua.

2. A diferencia de los escritos apócrifos, los evangelios canónicos no presentan el acontecimiento de la resurrección en sí, sino más bien la presencia nueva y diferente de Cristo resucitado en medio de sus discípulos. Precisamente esta novedad es la que subraya la primera escena en la que queremos detenernos. Se trata de la aparición que tiene lugar en una Jerusalén aún sumergida en la luz tenue del alba: una mujer, María Magdalena, y un hombre se encuentran en una zona de sepulcros. En un primer momento, la mujer no reconoce al hombre que se le ha acercado; sin embargo, es el mismo Jesús de Nazaret a quien había escuchado y que había transformado su vida. Para reconocerlo es necesaria otra vía de conocimiento diversa de la razón y los sentidos. Es el camino de la fe, que se abre cuando ella oye que le llaman por su nombre. (cf. Jn 20, 11-18).

Fijemos nuestra atención, dentro de esta escena, en las palabras del Resucitado. Él declara: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Aparece, pues, el Padre celestial, con respecto al cual Cristo, con la expresión «mi Padre», subraya un vínculo especial y único, distinto del que existe entre el Padre y los discípulos: «vuestro Padre». Tan sólo en el evangelio de san Mateo, Jesús llama diecisiete veces a Dios «mi Padre». El cuarto evangelista usará dos vocablos griegos diversos: uno, hyiós, para indicar la plena y perfecta filiación divina de Cristo; el otro, tékna, referido a nuestro ser hijos de Dios de modo real, pero derivado.

3. La segunda escena nos lleva de Jerusalén a la región septentrional de Galilea, a un monte. Allí tiene lugar una epifanía de Cristo, en la que el Resucitado se revela a los Apóstoles (cf. Mt 28, 16-20). Se trata de un solemne acontecimiento de revelación, reconocimiento y misión. En la plenitud de sus poderes salvíficos, él confiere a la Iglesia el mandato de anunciar el Evangelio, bautizar y enseñar a vivir según sus mandamientos. La Trinidad emerge en esas palabras esenciales que resuenan también en la fórmula del bautismo cristiano, tal como lo administrará la Iglesia: «Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

Un antiguo escritor cristiano, Teodoro de Mopsuestia (si glo IV-V), comenta: «La expresión en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo indica quién da los bienes del bautismo: el nuevo nacimiento, la renovación, la inmortalidad, la incorruptibilidad, la impasibilidad, la inmutabilidad, la liberación de la muerte, de la esclavitud y de todos los males, el gozo de la libertad y la participación en los bienes futuros y sublimes. ¡Por eso somos bautizados! Se invoca, por tanto, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que conozcas la fuente de los bienes del bautismo» (Homilía II sobre el bautismo, 17).

4. Llegamos, así, a la tercera escena que queremos evocar. Nos remonta al tiempo en que Jesús caminaba todavía por las calles de Tierra Santa, hablando y actuando. Durante la solemnidad judía otoñal de las Tiendas, proclama: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno manarán ríos de agua viva"» (Jn 7, 38). El evangelista san Juan interpreta estas palabras precisamente a la luz de la Pascua de gloria y del don del Espíritu Santo: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 39).

Vendrá la glorificación de la Pascua, y con ella también el don del Espíritu en Pentecostés, que Jesús anticipará a sus Apóstoles al atardecer del mismo día de su resurrección. Apareciéndose en el Cenáculo, soplará sobre ellos y les dirá: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22).

5. Así pues, el Padre y el Espíritu están unidos al Hijo en la hora suprema de la redención. Esto es lo que afirma san Pablo en una página muy luminosa de la carta a los Romanos, en la que evoca a la Trinidad precisamente en relación con la resurrección de Cristo y de todos nosotros: «Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).

El Apóstol indica en esta misma carta la condición para que se cumpla dicha promesa: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). A la naturaleza trinitaria del acontecimiento pascual, corresponde el aspecto trinitario de la profesión de fe. En efecto, «nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", si no es bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3), y quien lo dice, lo dice «para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11).

Acojamos, pues, la fe pascual y la alegría que deriva de ella recordando un canto de la Iglesia de Oriente para la Vigilia pascual: «Todas las cosas son iluminadas por tu resurrección, oh Señor, y el paraíso ha vuelto a abrirse. Toda la creación te bendice y diariamente te ofrece un himno. Glorifico el poder del Padre y del Hijo, alabo la autoridad del Espíritu Santo, Divinidad indivisa, increada, Trinidad consustancial que reina por los siglos de los siglos» (Canon pascual de san Juan Damasceno, Sábado santo, tercer tono).

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA ASCENSIÓN

 
 
Amadísimos hermanos y hermanas:
 
1.El misterio de la Pascua de Cristo envuelve la historia de la humanidad, pero al mismo tiempo la trasciende. Incluso el pensamiento y el lenguaje humano pueden, de alguna manera, aferrar y comunicar este misterio, pero no agotarlo. Por eso, el Nuevo Testamento, aunque habla de «resurrección», como lo atestigua el antiguo Credo que san Pablo mismo recibió y transmitió en la primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 15, 3-5), recurre también a otra formulación para delinear el significado de la Pascua. Sobre todo en san Juan y en san Pablo se presenta como exaltación o glorificación del Crucificado. Así, para el cuarto evangelista, la cruz de Cristo ya es el trono real, que se apoya en la tierra pero penetra en los cielos. Cristo está sentada en él como Salvador y Señor de la historia.

En. efecto, Jesús; en el evangelio de san Juan, exclama:. «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn I2 32; cf. 3, 14; 8.; 28). San Pablo, en el himno insertado en la carta a los Filipenses, después de describir la humillación profunda del Hijo de Dios en la muerte en cruz, celebra así la Pascua: «Por lo cual Dios lo exaltó, y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda roilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-II).

2. La Ascensión de Cristo al cielo, narrada por san Lucas como coronamiento de su evangelio y como inicio de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles se ha de entender bajo esta luz. Se trata de la última aparición de Jesús, que «termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 659). El cielo es, por excelencia, el signo de la trascendencia divina. Es la zona cósmica que está sobre el horizonte terrestre dentro del cual se desarrolla la existencia humana.

Cristo,- después de recorrer los caminos de la historia y de entrar también en la oscuridad de la muerte, frontera de nuestra finitud y salario del pecado (cf. Rm 6, 23), vuelve a la gloria, que desde la eternidad (cf. Jn 17, 5) comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Y lleva consigo a la humanidad redimida. En efecto, la carta a los Efesios afirma: «Dios, rico en misericordia; por el grande amor con que nos amó, (...)nos vivificó juntamente con Cristo (...) y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2 4-6): Esto vale, ante todo, para la Madre de Jesús, María, cuya Asunción es primicia de nuestra ascensión a la gloria.

3. Frente al Cristo glorioso de la Ascensión nos detenemos a contemplar la presencia de toda la Trinidad. Es sabido que el arte cristiano, en la así llamada Trinitas in cruce ha representado muchas veces a Cristo crucificado sobre el que se inclina el Padre en una especie de abrazo, mientras entre los dos vuela la paloma, símbolo del Espíritu Santo (así, por ejemplo, Masaccio en la iglesia de Santa María Novella, en Florencia). De ese modo, la cruz es un símbolo unitivo que enlaza la unidad y la divinidad, la muerte y la vida, el sufrimiento y la gloria.

De forma análoga, se puede vislumbrar la presencia de las tres personas divinas en la escena de la Ascensión. San Lucas, en la página final del Evangelio, antes de presentar al Resucitado que, como sacerdote de la nueva Alianza, bendice a sus discípulos y se aleja de la tierra para ser llevado a la gloria del cielo (cf. Lc 24, 50-52), recuerda el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles. En él aparece, ante todo, el designio de salvación del Padre, que en las Escrituras había anunciado la muerte y la resurrección del Hijo, fuente de perdón y de liberación (cf. Lc 24, 45-47).

4. Pero en esas mismas palabras del Resucitado se entrevé también el Espíritu Santo, cuya presencia será fuente de fuerza y de testimonio apostólico: «Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). En el evangelio de san Juan el Paráclito es prometido por Cristo, mientras que para san Lucas el don del Espíritu también forma parte de una promesa del Padre mismo.

Por eso, la Trinidad entera se halla presente en el momento en que comienza el tiempo de la Iglesia. Es lo que reafirma san Lucas también en el segundo relato de la Ascensión de Cristo, el de los Hechos de los Apóstoles. En efecto, Jesús exhorta a los discípulos a «aguardar la Promesa del Padre», es decir, «ser bautizados en el Espíritu Santo», en Pentecostés, ya inminente (cf. Hch 1, 4-5).

5. Así pues, la Ascensión es una epifanía trinitaria, que indica la meta hacia la que se dirige la flecha de la historia personal y universal. Aunque nuestro cuerpo mortal pasa por la disolución en el polvo de la tierra, todo nuestro yo redimido está orientado hacia las alturas y hacia Dios, siguiendo a Cristo como guía.

Sostenidos por esta gozosa certeza, nos dirigimos al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se revela en la cruz gloriosa del Resucitado, con la invocación, impregnada de adoración, de la beata Isabel de la Trinidad: «¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme completamente de mí para establecerme en ti, inmóvil y quieta, como si mi alma estuviese ya en la eternidad...! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada predilecta y el lugar de tu descanso... ¡Oh mis Tres, mi todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, yo me abandono a ti..., a la espera de poder contemplar a tu luz el abismo de tu grandeza!» (Elevación a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de 1904).

 

EN EL ROSARIO, LAS ESPERANZAS DEL HOMBRE

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

Los misterios gloriosos del Santo Rosario reviven las esperanzas del cristiano: las esperanzas de la vida eterna que comprometen la omnipotencia de Dios y las expectativas del tiempo presente que obligan a los hombres a colaborar con Dios.

En Cristo resucitado resurge el mundo entero y se inauguran los cielos nuevos y la tierra nueva que llegarán a cumplimiento a su vuelta gloriosa, cuando «la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado» (Ap 21, 4).

Al ascender Cristo al cielo, en El se exalta a la naturaleza humana que se sienta a la diestra de Dios, y se da a los discípulos la consigna de evangelizar al mundo; además, al subir Cristo al cielo, no se eclipsa de la tierra, sino que se oculta en el rostro de cada hombre, especialmente de los más desgraciados: los pobres, los enfermos, los marginados, los perseguidos...

Al infundir el Espíritu Santo en Pentecostés, dio a los discípulos la fuerza de amar y difundir la verdad, pidió comunión en la construcción de un mundo digno del hombre redimido y concedió capacidad de santificar todas las cosas con la obediencia a la voluntad del Padre celestial. De este modo encendió de nuevo el gozo de donar en el ánimo de quien da, y la certeza de ser amado en el corazón del desgraciado.

En la gloria de la Virgen elevada al cielo, contemplamos entre otras cosas la sublimación real de los vínculos de la sangre y los afectos familiares, pues Cristo glorificó a María no sólo por ser inmaculada y arca de la presencia divina, sino también por honrar a su Madre como Hijo. No se rompen en el cielo los vínculos santos de la tierra; por el contrario, en los cuidados de la Virgen Madre elevada para ser abogada y protectora nuestra y tipo de la Iglesia victoriosa, descubrimos también el modelo inspirador del amor solícito de nuestros queridos difuntos hacia nosotros, amor que la muerte no destruye, sino que acrecienta a la luz de Dios.

En la visión de María ensalzada por todas las criaturas, celebramos el misterio escatológico de una humanidad rehecha en Cristo en unidad perfecta, sin divisiones ya ni otra rivalidad que no sea la de aventajarse en amor uno a otro. Porque Dios es amor.

Así es que, en los misterios del Santo Rosario contemplamos y revivimos los gozos, dolores y gloria de Cristo y su Madre Santa, que pasan a ser gozos, dolores y esperanzas del hombre.

 

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