SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS

"El Camino de María"

Edición Nro 54  

Marisa y Eduardo Vinante

Editores

SANTA MARIA

 MADRE DE DIOS

1 de enero

El culto a María, como "Madre de Dios", es el culto mariano más antiguo y universal. El Concilio de Efeso, en el año 431, al condenar los errores de Nestorio, declaró dogma de fe que la Virgen María es Madre de Dios, pues su hijo, Jesús, es Dios. En 1969, después de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, la Iglesia instituyó esta fiesta y le asignó el primer día del año para su celebración.

 

 

 

 

¡Oh clementísima Virgen María,
Madre de Dios,
Reina del Cielo,
Señora del mundo,
Júbilo de los santos,
Consuelo de los pecadores!
Atiende los gemidos de los arrepentidos;
calma los deseo de los devotos;
socorre las necesidades de los enfermos;
conforta los corazones de los atribulados;
asiste a los agonizantes;
protege contra los ataques de los demonios
a tus siervos que te imploran;
guía a los que te aman
al premio de la eterna bienaventuranza,
en donde con tu amantísimo hijo Jesucristo
reinas felizmente por toda la eternidad.
Amen.

Tomás de Kempis (*)

 

Beato Tomas de Kempis (+1471) La fama mundial de Tomás de Kempis se debe a que él escribió el libro que más ediciones ha tenido después de la Biblia, La "Imitación de Cristo". Este precioso librito, llamado "el consentido de los libros"  porque es el que se ha sacado en ediciones más hermosas y lujosas, (de bolsillo) ha tenido ya más de 3,100 ediciones en los más diversos idiomas del mundo. Su primera edición salió 20 años antes del descubrimiento de América (un año después de la muerte del autor) en 1472, y durante más de 500 años ha tenido unas 6 ediciones cada año. Caso raro y excepcional.

 

 

 

 

Entremos en el

Año Nuevo

con confianza en Dios imitando la Fe de María

 

 

 

 

 

Como Ella, también nosotros podemos mirar con atención y conservar en el corazón las maravillas que Dios lleva a cabo cada día en la historia. Así aprenderemos a reconocer en la trama de la vida diaria la intervención constante de la divina Providencia, que todo lo guía con sabiduría y amor.

 

 

 

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS

 Audiencia General del miércoles 4 de enero de 1984

SANTA MARÍA ES LA "TEOTOKOS"

 LA MADRE DE DIOS

Audiencia General del miércoles 27 de noviembre de 1996

MARÍA, MODELO Y GUÍA DE  FE 

Audiencia General del miércoles 6 de mayo de 1998

DIOS TE SALVE, MARÍA! 

Plegaria de S.S. Juan Pablo II de Consagración a la Virgen de Chiquinquirá . Santuario de Chiquinquirá, Colombia, 1986.

SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS

 
 
Queridos hermanos y hermanas:   
 
1. Después de haber centrado la mirada en Jesús durante la fiesta de Navidad, la Iglesia ha querido fijarla, en el primer día del año, en María, para celebrar su maternidad divina. Efectivamente, en la contemplación del misterio de la Encarnación, no se puede separar al Hijo de Dios de la Madre. Por esto, en la formulación de su fe, la Iglesia proclama que el Hijo "por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre".
 
Cuando en el Concilio de Efeso se aplicó a María el título de "Theotokos", Madre de Dios, la intención de los padres del Concilio era garantizar la verdad del misterio de la Encarnación. Querían afirmar la unidad personal de Cristo, Dios y hombre, unidad tal, que la maternidad de María en relación con Jesús, era, por eso mismo, maternidad en relación con el Hijo de Dios. María es "Madre de Dios" porque su Hijo es Dios; es madre sólo en el orden de la generación humana, pero, dado que el Niño que Ella concibió y dio al mundo, es Dios, debe ser llamada "Madre de Dios".

La afirmación de la maternidad divina nos ilumina sobre el sentido de la Encarnación. Demuestra que el Verbo, persona divina, se ha hecho hombre: se ha hecho hombre gracias al concurso de una mujer en la obra del Espíritu Santo. Una mujer ha sido asociada de manera singular al misterio de la venida del Salvador al mundo. Por mediación de esta mujer, Jesús se une a las generaciones humanas que precedieron a su nacimiento. Gracias a María, Él tiene un verdadero nacimiento y su vida en la tierra comienza de manera semejante a la de todos los demás hombres. Con su maternidad, María permite al Hijo de Dios tener -después de la concepción extraordinaria por obra del Espíritu Santo- un desarrollo humano y una inserción normal en la sociedad de los hombres.  

2. El título de "Madre de Dios", a la vez que pone de relieve la humanidad de Jesús en la Encarnación, llama también la atención sobre la dignidad suprema otorgada a una criatura. Es comprensible que en la historia de tal doctrina haya habido un momento en que esta dignidad encontrara alguna contestación: efectivamente, podía parecer difícil admitirla, a causa de los abismos vertiginosos sobre los que se abría. Pero cuando se puso en discusión el título de "Theotokos", la Iglesia reaccionó inmediatamente confirmando que debía atribuírsele a María como verdad de fe. Los que creen en Jesús, que es Dios, no pueden menos de creer también que María es Madre de Dios.    

La dignidad conferida a María muestra desde dónde ha querido Dios impulsar la reconciliación. En efecto, se debe recordar que inmediatamente después del pecado original, Dios anunció su intención de hacer una alianza con la mujer, de manera que asegurara la victoria sobre el enemigo del género humano: "Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le acecharás el calcañal" (Gén 3, 15). Según este oráculo, la mujer estaba destinada a convertirse en la aliada de Dios para la lucha contra el demonio. Debía ser la madre del que aplastaría la cabeza del enemigo. Sin embargo, en la perspectiva profética del Antiguo Testamento, este descendiente de la mujer, que tenía que triunfar sobre el espíritu del mal, parecía que no era sino un hombre.

Aquí interviene la realidad maravillosa de la Encarnación. El descendiente de la mujer, que realiza el oráculo profético, no es en absoluto un simple hombre. Es plenamente hombre, gracias a la mujer de la que es hijo, pero es también, a la vez, verdadero Dios. La alianza hecha en los comienzos entre Dios y la mujer adquiere una nueva dimensión. María entra en esta alianza como la Madre del Hijo de Dios. Para responder a la imagen de la mujer que había cometido el pecado, Dios hace surgir una imagen perfecta de mujer, que recibe una maternidad divina. La nueva alianza supera con mucho las exigencias de una simple reconciliación; eleva a la mujer a una altura que nadie hubiera podido imaginar.    

3. Siempre sentimos el asombro de que una mujer haya podido dar al mundo al que es Dios, que haya recibido la misión de amamantarlo como cada madre amamanta a su hijo, que haya preparado al Salvador, con la educación materna, para su futura actividad. María ha sido plenamente madre y, por esto, ha sido también una admirable educadora. El hecho, confirmado por el Evangelio, de que Jesús, en su infancia, les estaba sujeto (cf. Lc 2, 51), indica que su presencia materna influyó profundamente en el desarrollo humano del Hijo de Dios. Es uno de los aspectos más impresionantes del misterio de la Encarnación.

En la dignidad conferida de modo singularísimo a María, se manifiesta la dignidad que el misterio del Verbo hecho carne quiere conferir a toda la humanidad. Cuando el Hijo de Dios se abajó para hacerse hombre, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, elevó la humanidad al nivel de Dios. En la reconciliación. realizada entre Dios y la humanidad, Él no quería restablecer simplemente la integridad y la pureza de la vida humana, herida por el pecado. Quería comunicar al hombre la vida divina y abrirle el pleno acceso a la familiaridad con Dios.
   
De este modo María nos hace comprender la grandeza del amor divino, no sólo para con Ella, sino para con nosotros. Ella nos introduce en la obra grandiosa, con la que Dios no se ha limitado a curar a la humanidad de las llagas del pecado, sino que le ha asignado un destino superior de íntima unión con Él. Cuando veneramos a María como Madre de Dios, reconocemos además la maravillosa transformación que el Señor ha otorgado a su criatura. Por esto, cada vez que pronunciamos las palabras: "Santa María, Madre de Dios", debemos tener ante los ojos de la mente la perspectiva luminosa del rostro de la humanidad, cambiado en el rostro de Cristo

SANTA MARÍA ES LA "TEOTOKOS" 

 
Queridos hermanos y hermanas:
 
1. La contemplación del misterio del nacimiento del Salvador ha impulsado al pueblo cristiano no sólo a dirigirse a la Virgen Santísima como a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios. Esa verdad fue profundizada y percibida, ya desde los primeros siglos de la era cristiana, como parte integrante del patrimonio de la fe de la Iglesia, hasta el punto de que fue proclamada solemnemente en el año 431 por el Concilio de Éfeso.
En la primera comunidad cristiana, mientras crece entre los discípulos la conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios, resulta cada vez más claro que María es la Theotokos, la Madre de Dios. Se trata de un título que no aparece explícitamente en los textos evangélicos, aunque en ellos se habla de la «Madre de Jesús» y se afirma que él es Dios (Jn 20,28; ver 5,18; 10,30.33). Por lo demás, presentan a María como Madre del Emmanuel, que significa Dios con nosotros (ver Mt 1,22-23).

Ya en el siglo III, como se deduce de un antiguo testimonio escrito, los cristianos de Egipto se dirigían a María con esta oración: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita». En este antiguo testimonio aparece por primera vez de forma explícita la expresión Theotokos, «Madre de Dios».

En la mitología pagana a menudo alguna diosa era presentada como madre de algún dios. Por ejemplo, Zeus, dios supremo, tenía por madre a la diosa Rea. Ese contexto facilitó, tal vez, en los cristianos el uso del título Theotokos, «Madre de Dios», para la madre de Jesús. Con todo, conviene notar que este título no existía, sino que fue creado por los cristianos para expresar una fe que no tenía nada que ver con la mitología pagana, la fe en la concepción virginal, en el seno de María, de Aquel que era desde siempre el Verbo eterno de Dios.

2. En el siglo IV, el término Theotokos ya se usa con frecuencia tanto en Oriente como en Occidente. La piedad y la teología se refieren cada vez más a menudo a ese término, que ya había entrado a formar parte del patrimonio de fe de la Iglesia.
Por ello se comprende el gran movimiento de protesta que surgió en el siglo V cuando Nestorio puso en duda la legitimidad del título «Madre de Dios». En efecto, al pretender considerar a María sólo como madre del hombre Jesús, sostenía que sólo era correcta doctrinalmente la expresión «Madre de Cristo». Lo que indujo a Nestorio a ese error fue la dificultad que sentía para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea de la distinción entre las dos naturalezas -divina y humana- presentes en él.
El Concilio de Éfeso, en el año 431, condenó sus tesis y, al afirmar la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Hijo, proclamó a María Madre de Dios.

3. Las dificultades y las objeciones planteadas por Nestorio nos brindan la ocasión de hacer algunas reflexiones útiles para comprender e interpretar correctamente ese titulo. La expresión Theotokos, que literalmente significa «la que ha engendrado a Dios», a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere sólo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz.

Así pues, al proclamar a María «Madre de Dios», la Iglesia desea afirmar que ella es la «Madre del Verbo encarnado, que es Dios». Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana.
La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de Dios.

4. Cuando proclama a María «Madre de Dios», la Iglesia profesa con una única expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Esta unión aparece ya en el Concilio de Éfeso; con la definición de la maternidad divina de María los padres querían poner de relieve su fe en la divinidad de Cristo. A pesar de las objeciones, antiguas y recientes, sobre la oportunidad de reconocer a María ese título, los cristianos de todos los tiempos, interpretando correctamente el significado de esa maternidad, la han convertido en expresión privilegiada de su fe en la divinidad de Cristo y de su amor a la Virgen.

En la Theotokos la Iglesia, por una parte, encuentra la garantía de la realidad de la Encarnación, porque, como afirma San Agustín, «si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y serían ficticias también las cicatrices de la resurrección»(116). Y, por otra, contempla con asombro y celebra con veneración la inmensa grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo suyo. La expresión «Madre de Dios» nos dirige al Verbo de Dios, que en la Encarnación asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación divina. Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida a la Virgen de Nazaret, proclama también la nobleza de la mujer y su altísima vocación. En efecto, Dios trata a María como persona libre y responsable y no realiza la Encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su consentimiento.

Siguiendo el ejemplo de los antiguos cristianos de Egipto, los fieles se encomiendan a Aquella que, siendo Madre de Dios, puede obtener de su Hijo divino las gracias de la liberación de los peligros y de la salvación eterna.

MARÍA, MODELO Y GUÍA DE  FE 


Queridos hermanos y hermanas:  

1. La primera bienaventuranza que menciona el Evangelio es la de la fe, y se refiere a María: «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1, 45). Estas palabras, pronunciadas por Isabel, ponen de relieve el contraste entre la incredulidad de Zacarías y la fe de María. Al recibir el mensaje del futuro nacimiento de su hijo, Zacarías se había resistido a creer, juzgando que era algo imposible, porque tanto él como su mujer eran ancianos.

En la Anunciación, María está ante un mensaje más desconcertante aún, como es la propuesta de convertirse en la madre del Mesías. Frente a esta perspectiva, no reacciona con la duda; se limita a preguntar cómo puede conciliarse la virginidad, a la que se siente llamada, con la vocación materna. A la respuesta del ángel, que indica la omnipotencia divina que obra a través del Espíritu, María da su consentimiento humilde y generoso.

En ese momento único de la historia de la humanidad, la fe desempeña un papel decisivo. Con razón afirma san Agustín: «Cristo es creído y concebido mediante la fe. Primero se realiza la venida de la fe al corazón de la Virgen, y a continuación viene la fecundidad al seno de la madre» (Sermo 293: PL 38, 1.327).

2. Si queremos contemplar la profundidad de la fe de María, nos presta una gran ayuda el relato evangélico de las bodas de Caná. Ante la falta de vino, María podría buscar alguna solución humana para el problema que se había planteado pero no duda en dirigirse inmediatamente a Jesús: «No tienen vino» (Jn 2, 3). Sabe que Jesús no tiene vino a su disposición; por tanto, verosímilmente pide un milagro. Y la petición es mucho más audaz porque hasta ese momento Jesús ano no había hecho ningún milagro. Al actuar de ese modo, obedece sin duda alguna a una inspiración interior, ya que, según el plan divino, la fe de María debe preceder a la primera manifestación del poder mesiánico de Jesús, tal como precedió a su venida a la tierra. Encarna ya la actitud que Jesús alabará en los verdaderos creyentes de todos los tiempos: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29).

3. No es fácil la fe a la que María está llamada. Ya antes de Caná, meditando las palabras y los comportamientos de su Hijo, tuvo que mostrar una fe profunda. Es significativo el episodio de la pérdida de Jesús en el templo, a la edad de doce años, cuando ella y José, angustiados, escucharon su respuesta: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Pero ahora, en Caná, la respuesta de Jesús a la petición de su Madre parece más neta aún y muy poco alentadora: «Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). En la intención del cuarto evangelio no se trata de la hora de la manifestación pública de Cristo, sino más bien de la anticipación del significado de la hora suprema de Jesús (Jn 7, 30; 12, 23; 13, 1; 17, 1), cuyos frutos mesiánicos de la redención y del Espíritu están representados eficazmente por el vino, como símbolo de prosperidad y alegría. Pero el hecho de que esa hora no esté aún presente cronológicamente es un obstáculo que, viniendo de la voluntad soberana del Padre, parece insuperable.

Sin embargo, María no renuncia a su petición, hasta el punto de implicar a los sirvientes en la realización del milagro esperado: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Con la docilidad y la profundidad de su fe, lee las palabras de Cristo más allá de su sentido inmediato. Intuye el abismo insondable y los recursos infinitos de la misericordia divina, y no duda de la respuesta de amor de su Hijo. El milagro responde a la perseverancia de su fe.

María se presenta así como modelo de una fe en Jesús que supera todos los obstáculos.

4. También la vida pública de Jesús reserva pruebas para la fe de María. Por una parte, le da alegría saber que la predicación y los milagros de Jesús suscitaban admiración y consenso en muchas personas. Por otra, ve con amargura la oposición cada vez más enconada de los fariseos, de los doctores de la ley y de la jerarquía sacerdotal.

Se puede imaginar cuánto sufrió María ante esa incredulidad, que constataba incluso entre sus parientes: los llamados «hermanos de Jesús», es decir, sus parientes, no creían en él e interpretaban su comportamiento como inspirado por una voluntad ambiciosa (Jn 7, 2-5).

María, aun sintiendo dolorosamente la desaprobación familiar, no rompe las relaciones con esos parientes, que encontramos con ella en la primera comunidad en espera de Pentecostés (Hch 1, 14). Con su benevolencia y su caridad, María ayuda a los demás a compartir su fe.

5. En el drama del Calvario, la fe de María permanece intacta. Para la fe de los discípulos, ese drama fue desconcertante. Sólo gracias a la eficacia de la oración de Cristo, Pedro y los demás, aunque probados, pudieron reanudar el camino de la fe, para convertirse en testigos de la resurrección.

Al decir que María estaba de pie junto a la cruz, el evangelista san Juan ( Jn 19, 25) nos da a entender que María se mantuvo llena de valentía en ese momento dramático. Ciertamente, fue la fase más dura de su «peregrinación de fe» (Lumen Gentium, 58). Pero ella pudo estar de pie porque su fe se conservó firme. En la prueba, María siguió creyendo que Jesús era el Hijo de Dios y que, con su sacrificio, transformaría el destino de la humanidad.

La resurrección fue la confirmación definitiva de la fe de María. Más que en cualquier otro, la fe en Cristo resucitado transformó su corazón en el más auténtico y completo rostro de la fe, que es el rostro de la alegría.

DIOS TE SALVE, MARÍA!   

 

 

 

¡Dios te salve, María!
Te saludamos con el Ángel: Llena de gracia.
El Señor está contigo (Lc 1, 28).
Te saludamos con Isabel: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¡Feliz porque has creído a las promesas divinas! (Lc 12, 27).
 
¡Tú eres la llena de gracia!
 
Te alabamos, Hija predilecta del Padre.
Te bendecimos, Madre del Verbo divino.
Te veneramos, Sagrario del Espíritu Santo.
Te invocamos, Madre y Modelo de toda la Iglesia.
Te contemplamos, imagen realizada de la esperanza de toda la humanidad.
 
¡El Señor está contigo!
 
Tú eres la Virgen de la Anunciación, el Sí de la humanidad entera, el misterio de la salvación.
Tú eres la Hija de Sión y el Arca de la nueva Alianza en el misterio de la visitación.
Tú eres la Madre de Jesús, nacido en Belén, la que lo mostraste a los sencillos pastores y a los sabios de Oriente.
Tú eres la Madre que ofrece a su Hijo en el templo, lo acompaña hasta Egipto, lo conduce a Nazaret.
Tú eres la Virgen de los caminos de Jesús, de la vida oculta y del milagro de Caná.
Tú eres la Madre Dolorosa del Calvario y Virgen gozosa de la Resurrección.
Tú eres la Madre de los discípulos de Jesús en la espera y en el gozo de Pentecostés.
 
Bendita Tú eres ...
 
Porque creíste en la palabra del Señor,
Porque esperaste en sus promesas,
Porque fuiste perfecta en el amor.
 
Bendita Tú eres ...
 
Por tu caridad premurosa con Isabel,
Por tu bondad materna en Belén,
Por tu fortaleza en la persecución,
Por tu perseverancia en la búsqueda de Jesús en el templo,
Por tu vida sencilla en Nazaret,
Por tu intercesión en Caná,
Por tu presencia maternal junto a la cruz,
Por tu fidelidad en la espera de la resurrección,
Por tu oración asidua en Pentecostés.
 
Bendita Tú eres ...
 
Por la gloria de tu Asunción a los cielos
Por tu materna protección sobre la Iglesia,
Por tu constante intercesión por toda la humanidad.
 
¡Santa María, Madre de Dios!
 
Queremos consagrarnos a Ti.
Porque eres Madre de Dios y Madre nuestra.
Porque tu Hijo Jesús nos confió a todos a Ti.
Porque has querido ser Madre de esta Iglesia de Colombia y has puesto aquí en Chiquinquirá tu santuario.
Nos consagramos a Ti todos los que hemos venido a visitarte en esta celebración solemne de los cuatrocientos años de la renovación de tu imagen.
Te consagro toda la Iglesia de Colombia, con sus Pastores y sus fieles:
Los obispos, que a imitación del Buen Pastor velan por el pueblo que les ha sido encomendado.
Los sacerdotes, que han sido ungidos con el Espíritu
Los religiosos y religiosas, que ofrendan su vida por el reino de Cristo.
Los seminaristas, que han acogido la llamada del Señor.
Los esposos cristianos en la unidad e indisolubilidad de su amor con sus familias.
Los seglares comprometidos en el apostolado.
Los jóvenes que anhelan una sociedad nueva.
Los niños que merecen un mundo más pacífico y humano.
Los enfermos, los pobres, los encarcelados, los perseguidos, los huérfanos, los desesperados, los moribundos.
Te consagro toda esta nación de Colombia de la que eres, Virgen de Chiquinquirá, Patrona y Reina.
Que resplandezcan en sus instituciones los valores del Evangelio.
 
¡Ruega por nosotros pecadores!
Madre de la iglesia, bajo tu patrocinio nos acogemos y a tu inspiración nos encomendamos.
Te pedimos por la Iglesia de Colombia, para que sea fiel en al pureza de la fe, en la firmeza de la esperanza, en el fuego de la caridad, en la disponibilidad apostólica y misionera, en el compromiso de promover la justicia y la paz entre los hijos de esta tierra bendita.
Te suplicamos que toda la Iglesia de Latinoamérica se mantenga siempre en perfecta comunión de fe y de amor, unida a la Sede de Pedro con estrechos vínculos de obediencia y de caridad.
Te encomendamos la fecundidad de la nueva evangelización, la fidelidad en el amor de preferencia por los pobres y la formación cristiana de los jóvenes, el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, la generosidad de los que se consagran a la misión, la unidad y la santidad de todas las familias.
 
"Ahora y en la hora de nuestra muerte"
 
¡Virgen del Rosario, Reina de Colombia, Madre nuestra! Ruega por nosotros ahora.
Concédenos el don inestimable de la paz, la superación de todos los odios y rencores, la reconciliación de todos los hermanos.
Que cese la violencia y la guerrilla.
Que progrese y se consolide el diálogo y se inaugure una convivencia pacífica.
Que se abran nuevos caminos de justicia y de prosperidad.
Te lo pedimos a Ti a quien invocamos como Reina de la Paz.
 
¡Ahora y en la hora de nuestra muerte!
 
Te encomendamos a todas las víctimas de la injusticia y de la violencia, a todos los que han muerto en las catástrofes naturales, a todos los que en la hora de la muerte acuden a Ti como Madre y Patrona.

Sé para todos nosotros, Puerta del Cielo, vida, dulzura y esperanza, para que juntos podamos contigo glorificar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

¡Amen!

Plegaria de S.S. Juan Pablo II de Consagración a la Virgen de Chiquinquirá . Santuario de Chiquinquirá, Colombia, 1986.

TE DEUM

 
1.   A Ti, oh Dios, te alabamos; a Ti, Señor, te reconocemos.
2.   A Ti, Eterno Padre, te venera toda la creación.
3.   Los ángeles todos, los cielos y todas las potestades te honran.
4.   Los querubines y serafines te cantan sin cesar:
5.   Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios del Universo.
6.   Los cielos y la tierra están llenos de la majestad de tu gloria.
7.   A Ti te ensalza el glorioso coro de los Apóstoles,
8.   A Ti te ensalza la multitud admirable de los Profetas,
9.   A Ti te ensalza el blanco ejército de los Mártires.
10. A Ti la Iglesia Santa extendida por toda la tierra, te proclama:
11. Padre de inmensa majestad,
12. Hijo único y verdadero, digno de adoración,
13. Espíritu Santo Paráclito.
14. Tú eres el Rey de la gloria, Cristo.
15. Tú eres el Hijo único del Padre.
16. Tú, para liberar al hombre, aceptaste la condición humana,
sin desdeñar el seno de la Virgen.
17. Tú, rotas las cadenas de la muerte, abriste a los creyentes el Reino del Cielo.
18. Tú te sientas a la derecha de Dios en la gloria del Padre.
19. Creemos que un día has de venir como Juez.
20. Te rogamos, pues, que vengas en ayuda de tus siervos, a quienes redimiste con tu preciosa Sangre.
21. Haz que en la gloria eterna nos asociemos a tus Santos.
22. Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad.
23. Sé su Pastor y ensálzalo eternamente.
24. Día tras día te bendecimos.
25. Y alabamos tu Nombre para siempre, por eternidad de eternidades.
26. Dígnate, Señor, en este día guardarnos del pecado.
27. Ten piedad de nosotros, Señor, ten piedad de nosotros.
28. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de Ti.
29. En Ti, Señor, confié, no me vea defraudado para siempre.
V. Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres.
R. Y digno de alabanza, y glorioso por lo siglos.
V. Bendigamos al Padre, y al Hijo con el Espíritu Santo.
R. Alabémosle y ensalcémosle por todos los siglos.
V. Bendito eres Señor en lo mas alto del cielo.
R. Y digno de alabanza, y glorioso y ensalzado por todos los siglos.
V. Bendice, alma mía, al Señor.
R. Y nunca olvides sus muchos beneficios.
V. Señor, escucha mi oración.
R. Y llegue a Ti mi clamor.

Oremos.

Oh Dios, cuya misericordia no tiene número, y los tesoros de tu bondad son infinitos: damos gracias a tu piadosísima Majestad por los dones recibidos, rogando siempre a tu clemencia que, pues concedes lo pedido en la oración, no nos desampares, sino que nos hagas dignos de los premios futuros.
Oh Dios, que has instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concédenos según el mismo Espíritu conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos.
Oh Dios, que no permites sea afligido en demasía cualquiera que en Ti espera, sino que atiendes piadoso a nuestras súplicas: te damos gracias por haber aceptado nuestras peticiones y votos, suplicándote piadosísimamente que merezcamos vernos libres de toda adversidad. Por nuestro Señor Jesucristo.
R. Amén.
 
Himno de alabanza compuesto en Latín al principio del siglo V D.C. Se ha recitado o cantado desde el siglo VI como parte del Oficio Divino y como acción de gracias.

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