EL CAMINO DE MARÍA
ASUNCIÓN DE LA
SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA AL CIELO
Edición 1124 - 15 de agosto de
2017
Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"
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En el
corazón del mes de agosto, los cristianos de Oriente y
de Occidente celebran la fiesta de la Asunción de María
Santísima al Cielo.
En la
Iglesia católica, el Dogma de la Asunción —como es
sabido— fue proclamado durante el Año Santo de 1950 por
el Papa Pío XII. Además es una memoria
que hunde sus raíces en la fe de los primeros siglos de
la Iglesia.
"...La
Virgen gloriosa, al subir al Cielo, aumentó
considerablemente la dicha de quienes la habitan. Ella
es Aquella cuyo saludo es suficiente para estremecer a
los niños, aun en el vientre de sus madres (Lc. I, 41).
Si el alma de un niño no nacido fue sacudida de alegría
en cuanto María habló, uno puede imaginarse lo que
experimentarán los habitantes del Cielo que tuvieron el
privilegio de oír su voz, de contemplar su rostro y
sentir su presencia.
Para nosotros, queridos hermanos, ¿cuál será el gozo que
su Asunción nos ofrecerá?
(...) Debemos participar en las celebraciones y, en
particular, a ese torrente de alegría que, en este día,
inunda la ciudad de Dios y del que sentimos caer sus
gotas sobre nuestra tierra. Nuestra Reina se ha marchado
antes que nosotros, y ha recibido una acogida tan
maravillosa que con toda confianza, nosotros sus
humildes servidores seguir los pasos de nuestra
Soberana, exclamando con la Novia del Cantar de los
Cantares: Te seguimos, corremos el olor de tus perfumes
(Ct.1, 3)..." (San Bernardo)
En Oriente
se llama todavía hoy «Dormición de la Virgen». En
un antiguo mosaico de la Basílica Papal de Santa María
la Mayor en Roma, que se inspira precisamente en el
icono oriental de la «Dormitio», están
representados los Apóstoles que, advertidos por los
ángeles del final terreno de la Madre de Jesús, se
encuentran reunidos en torno al lecho de la Virgen. En
el centro está Jesús, que tiene entre sus brazos una
niña: es María, que se hizo «pequeña» por el Reino y fue
llevada por el Señor al Cielo.
En el
Cielo tenemos una Madre.
El
Cielo tiene un Corazón.
"La
fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha
vencido. El Amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha
puesto de manifiesto que el Amor es más fuerte que la
muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza
es Bondad y aAmor.
María fue elevada al Cielo en cuerpo y alma: en Dios
también hay lugar para el cuerpo. El Cielo ya no es para
nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el
Cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre
del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La
hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos
nosotros: "He aquí a tu madre". En el
Cielo tenemos una
madre. El Cielo está abierto; el Cielo tiene un Corazón.
En el Evangelio de hoy hemos escuchado el Magníficat,
esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del
corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En
este canto maravilloso se refleja toda el alma, toda la
personalidad de María. Podemos decir que este canto es
un retrato, un verdadero icono de María, en el que
podemos verla tal cual es.
Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto.
Comienza con la palabra Magníficat: mi alma "engrandece"
al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande.
María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea
grande en su vida, que esté presente en todos nosotros.
No tiene miedo de que Dios sea un "competidor" en
nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos
algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella
sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos
grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la
hace grande: precisamente entonces se hace grande con el
esplendor de Dios.
El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo
contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que,
si Dios era demasiado grande, quitara algo a su vida.
Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener
espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran
tentación de la época moderna, de los últimos tres o
cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho: "Este
Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de
nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios
debe desaparecer; queremos ser autónomos,
independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y
haremos lo que nos plazca".
Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el
cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar
en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país
lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que,
en vez de ser libre, se había hecho esclavo,
precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió
que sólo volviendo a la casa de su padre podría ser
libre de verdad, con toda la belleza de la vida.
Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y
se creía que, apartando a Dios y siendo nosotros
autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad,
llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo
que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero
cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más
grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde
el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte
sólo en el producto de una evolución ciega, del que se
puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha
confirmado la experiencia de nuestra época.
El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María
debemos comenzar a comprender que es así. No debemos
alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente,
hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también
nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de
la dignidad divina.
Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios
sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la
vida privada. En la vida pública, es importante que Dios
esté presente, por ejemplo, mediante la Cruz en los
edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra
vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos
una orientación, un camino común; de lo contrario, los
contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se
reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la
vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer
espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando
desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a
Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro
tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en
nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más
amplio, más rico.
Una segunda reflexión. Esta poesía de María -el
Magníficat- es totalmente original; sin embargo, al
mismo tiempo, es un "tejido" hecho completamente con
"hilos" del Antiguo Testamento, hecho de Palabra de
Dios. Se puede ver que María, por decirlo así, "se
sentía como en su casa" en la Palabra de Dios, vivía de
la Palabra de Dios, estaba penetrada de la Palabra de
Dios. En efecto, hablaba con Palabras de Dios, pensaba
con Palabras de Dios; sus pensamientos eran los
pensamientos de Dios; sus palabras eran las Palabras de
Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan
espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad.
María vivía con la Palabra de Dios en su Corazón; estaba impregnada de
la Palabra de Dios. Al estar inmersa en la Palabra de
Dios, al tener tanta familiaridad con la Palabra de
Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría.
Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien habla con
Dios, habla bien, tiene criterios de juicio válidos para
todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al
mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente,
con la fuerza de Dios, que resiste al mal y promueve el
bien en el mundo.
Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos
invita a conocer la Palabra de Dios, a amar la Palabra
de Dios, a vivir con la Palabra de Dios, a pensar con la
Palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas
maneras: leyendo la Sagrada Escritura, sobre todo
participando en la liturgia, en la que a lo largo del
año la Iglesia nos abre todo el libro de la
Sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace
presente en nuestra vida.
Pero pienso también en el Compendio del Catecismo de la
Iglesia Católica, que hemos publicado recientemente, en
el que la Palabra de Dios se aplica a nuestra vida,
interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a
entrar en el gran "templo" de la Palabra de Dios, a
aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta
palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el
criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo
tiempo.
María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del
Cielo, y con Dios es Reina del cielo y de la tierra.
¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario.
Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca
de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra,
sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en
Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está
"dentro" de todos nosotros, María participa de esta
cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María
está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro
corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede
ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como
"madre" -así lo dijo el Señor-, a la que podemos
dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre,
siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del
Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad.
Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta
Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.
En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don
de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a
encontrar el buen camino cada día. Amén".
(Fragmentos de la homilía pronunciada por Benedicto XVI
el 15 de agosto de 2005 en Castelgandolfo).
La Asunción
de la Virgen (Tiziano)
HOMILÍA DE FRANCISCO
LA MADRE DE CRISTO Y DE LA
IGLESIA ESTÁ SIEMPRE CON NOSOTROS
Santa Misa. 15 de agosto de 2013
Queridos hermanos y hermanas
El Concilio Vaticano II, al final de la
Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una
bellísima meditación sobre María Santísima. Recuerdo
solamente las palabras que se refieren al misterio que
hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen
Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado
original, terminado el curso de su vida en la tierra,
fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del Cielo y
elevada al trono por el Señor como Reina del universo»
(n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre
de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma,
es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su
plenitud en el siglo futuro. También en este mundo,
hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo
de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de
consuelo» (n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de
nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que
contienen las lecturas bíblicas que hemos apenas
escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave:
lucha, resurrección, esperanza.
El pasaje del Apocalipsis presenta la
visión de la lucha entre
la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que
representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa,
triunfante, y por otra con dolores. Así es en efecto la
Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su
Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y
desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el
maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los
discípulos de Jesús han de sostener –todos nosotros,
todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta
lucha–, María no les deja solos;
la Madre de Cristo y
de la Iglesia está siempre con nosotros.
Siempre camina con nosotros, está con nosotros. También
María participa, en cierto sentido, de esta doble
condición. Ella, naturalmente, ha entrado
definitivamente en la gloria del Cielo. Pero esto no
significa que esté lejos, que se separe de nosotros;
María, por el contrario, nos acompaña, lucha con
nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra
las fuerzas del mal. La oración con María, en especial
el Rosario –pero escuchadme con atención: el Rosario.
¿Vosotros rezáis el Rosario todos los días?
Pues bien, la oración con María, en particular el
Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es
decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla
contra el maligno y sus cómplices.
También el Rosario nos sostiene en la batalla.
La segunda lectura nos habla de la resurrección. El
apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en
que ser cristianos significa creer que Cristo ha
resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda
nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es
una idea sino un acontecimiento. También el misterio de
la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe
completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad
de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a
través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la
vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado
de María; así Ella, la Madre, que lo ha seguido
fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el
corazón, ha entrado con Él en la vida eterna, que
llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.
María ha conocido también el martirio de
la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del
alma. Ha sufrido mucho en su corazón, mientras Jesús
sufría en la Cruz. Ha vivido la Pasión del Hijo hasta el
fondo del alma. Ha estado completamente unida a Él en la
muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección.
Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la
primicia de los redimidos, la primera de
«aquellos que son de Cristo».
Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es
nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra
primera hermana, es la primera de los redimidos que ha
llegado al Cielo.
El Evangelio nos sugiere la tercera
palabra: esperanza. Esperanza
es la virtud del que experimentando el conflicto, la
lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien
y el mal, cree en la Resurrección de Cristo, en la
victoria del amor. Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat es
el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de
Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos
santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos,
desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás,
catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas,
jóvenes, también niños, abuelos, abuelas, estos han
afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la
esperanza de los pequeños y humildes. María dice:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor», hoy la Iglesia
también canta esto y lo canta en todo el mundo. Este
cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de
Cristo sufre hoy la Pasión.
Donde está la Cruz, para
nosotros los cristianos hay esperanza, siempre. Si no
hay esperanza, no somos cristianos. Por esto me gusta
decir: no os dejéis robar la esperanza. Que no os roben
la esperanza, porque esta fuerza es una gracia, un don
de Dios que nos hace avanzar mirando al Cielo. Y María
está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos
hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y
canta con ellos el Magnificat de
la esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, unámonos
también nosotros, con el corazón, a este cántico de
paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la
Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que
une el Cielo y la tierra, que une nuestra historia con
la eternidad, hacia la que caminamos. Amén.
HOMILÍA DE
BENEDICTO XVI
MARÍA ES LA NUEVA ARCA DE LA
ALIANZA
Santa Misa. 15 de agosto de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Nos encontramos reunidos, una vez más,
para celebrar una de las más antiguas y amadas fiestas
dedicadas a María Santísima: la fiesta de su Asunción a
la gloria del Cielo en Alma y Cuerpo, es decir, en todo
su Ser humano, en la integridad de su Persona. Así se
nos da la gracia de renovar nuestro amor a María, de
admirarla y alabarla por las «maravillas» que el
Todopoderoso hizo por Ella y obró en Ella.
Al contemplar a la Virgen María se nos da
otra gracia: la de poder ver en profundidad también
nuestra vida. Sí, porque también nuestra existencia
diaria, con sus problemas y sus esperanzas recibe luz de
la Madre de Dios, de su itinerario espiritual, de su
destino de gloria: un camino y una meta que pueden y
deben llegar a ser, de alguna manera, nuestro mismo
camino y nuestra misma meta. Nos dejamos guiar por los
pasajes de la Sagrada Escritura que la liturgia nos
propone hoy. Quiero reflexionar, en particular, sobre
una imagen que encontramos en la primera lectura, tomada
del Apocalipsis y de la que se hace eco el Evangelio de
San Lucas: la del arca.
En la primera lectura escuchamos: «Se
abrió en el Cielo el Santuario de Dios, y apareció en su
Santuario el Arca de su Alianza» (Ap 11,
19). ¿Cuál es el significado del Arca? ¿Qué aparece?
Para el Antiguo Testamento, es el símbolo de la
presencia de Dios en medio de su pueblo. Pero el símbolo
ya ha cedido el puesto a la realidad. Así el Nuevo
Testamento nos dice que la verdadera Arca de la Alianza
es una persona viva y concreta: es la Virgen María. Dios
no habita en un mueble, Dios habita en una Persona, en
un Corazón: María, la que llevó en su seno al Hijo
eterno de Dios hecho hombre, Jesús nuestro Señor y
Salvador. En el Arca —como sabemos— se conservaban las
dos tablas de la ley de Moisés, que manifestaban la
Voluntad de Dios de mantener la alianza con su pueblo,
indicando sus condiciones para ser fieles al pacto de
Dios, para conformarse a la Voluntad de Dios y así
también a nuestra verdad profunda. María es el Arca
de la Alianza, porque acogió en Sí a Jesús; acogió en Sí
la Palabra viva, todo el contenido de la Voluntad de
Dios, de la Verdad de Dios; acogió en Sí a Aquel que es
la Alianza nueva y eterna, que culminó con la ofrenda de
su Cuerpo y de su Sangre: Cuerpo y Sangre recibidos de
María. Con razón, por consiguiente, la piedad cristiana,
en las letanías en honor de la Virgen, se dirige a Ella
invocándola como «Arca de la alianza», arca de la
presencia de Dios, arca de la Alianza de Amor que Dios
quiso establecer de modo definitivo con toda la
humanidad en Cristo.
El pasaje del Apocalipsis quiere indicar
otro aspecto importante de la realidad de María. Ella,
arca viviente de la alianza, tiene un extraordinario
destino de gloria, porque está tan íntimamente unida a
su Hijo, a quien acogió en la fe y engendró en la carne,
que comparte plenamente su gloria del Cielo. Es lo que
sugieren las palabras que hemos escuchado: «Un
gran signo apareció en el Cielo: una mujer vestida del
sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza; y está encinta (...). Y dio a
luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las
naciones» (12, 1-2; 5). La grandeza de María,
Madre de Dios, llena de gracia, plenamente dócil
a la acción del Espíritu Santo, vive ya en el Cielo de
Dios con todo su Ser, Alma y Cuerpo.
San Juan Damasceno refiriéndose a este
misterio en una famosa homilía afirma: «Hoy la santa
y única Virgen es llevada al templo celestial... Hoy el
arca sagrada y animada por el Dios vivo, (el arca) que
llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el
Templo del Señor, no construido por mano de hombre»
(Homilía II sobre la Dormición, 2: PG 96,
723); y prosigue: «Era preciso que Aquella que había
acogido en su Seno al Logos divino,
se trasladara a los Tabernáculos de su Hijo... Era
preciso que la Esposa que el Padre se había elegido
habitara en la estancia nupcial del Cielo» (ib.,
14: PG 96,
742).
Hoy la Iglesia canta el inmenso Amor de
Dios por esta criatura suya: la eligió como verdadera
«Arca de la Alianza», como Aquella que sigue
engendrando y dando a Cristo Salvador a la humanidad,
como Aquella que en el Cielo comparte la plenitud de la
gloria y goza de la felicidad misma de Dios y, al mismo
tiempo, también nos invita a nosotros a ser, a nuestro
modo modesto, «arca» en la que está presente la
Palabra de Dios, que es transformada y vivificada por su
presencia, lugar de la presencia de Dios, para que los
hombres puedan encontrar en los demás la cercanía de
Dios y así vivir en comunión con Dios y conocer la
realidad del Cielo.
El Evangelio de San Lucas que acabamos de
escuchar (cf. Lc 1,
39-56) nos muestra esta arca viviente, que es María, en
movimiento: tras dejar su casa de Nazaret, María se pone
en camino hacia la montaña para llegar de prisa a una
ciudad de Judá y dirigirse a la casa de Zacarías e
Isabel. Me parece importante subrayar la expresión
«de prisa»: las cosas de Dios merecen prisa; más
aún, las únicas cosas del mundo que merecen prisa son
precisamente las de Dios, que tienen la verdadera
urgencia para nuestra vida. Entonces María entra en
esta casa de Zacarías e Isabel, pero no entra sola.
Entra llevando en su seno al Hijo, que es Dios mismo
hecho hombre. Ciertamente, en aquella casa la esperaban
a Ella y su ayuda, pero el evangelista nos guía a
comprender que esta espera remite a otra, más profunda.
Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista son, de
hecho, el símbolo de todos los justos de Israel, cuyo
corazón, lleno de esperanza, aguarda la venida del
Mesías salvador. Y es el Espíritu Santo quien abre los
ojos de Isabel para que reconozca en María la verdadera
Arca de la Alianza, la Madre de Dios, que va a
visitarla. Así, la pariente anciana la acoge diciéndole
«a voz en grito»: «¡Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que
me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,
42-43). Y es el Espíritu Santo quien, ante Aquella que
lleva al Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan
Bautista en el seno de Isabel. Isabel exclama: «En
cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de
alegría en mi vientre» (v. 44). Aquí el
evangelista San Lucas usa el término «skirtan»,
es decir, «saltar», el mismo término que encontramos en
una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo
Testamento para describir la danza del rey David ante el
arca santa que había vuelto finalmente a la patria (cf. 2
S 6, 16).
Juan Bautista en el seno de su madre danza ante el
Arca de la Alianza, como David; y así reconoce:
María es la nueva Arca de la Alianza, ante la
cual el corazón exulta de alegría, la Madre de Dios
presente en el mundo, que no guarda para Sí esta divina
presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de
Dios. Y así —como dice la oración— María es realmente «causa
nostrae laetitiae», el «Arca» en la que
verdaderamente el Salvador está presente entre nosotros.
Queridos hermanos, estamos hablando de
María pero, en cierto sentido, también estamos hablando
de nosotros, de cada uno de nosotros: también nosotros
somos destinatarios del inmenso Amor que Dios reservó
—ciertamente, de una manera absolutamente única e
irrepetible— a María. En esta Solemnidad de la Asunción
contemplamos a María: Ella nos abre a la esperanza, a un
futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para
alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca
la amistad con Él, sino dejarnos iluminar y guiar por su
Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en
que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas.
María, el Arca de la Alianza que está en el
Santuario del Cielo, nos indica con claridad luminosa
que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la
comunión de alegría y de paz con Dios. Amén.
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¡Ave María, Mujer humilde,
bendecida por el Altísimo! Virgen de la esperanza, profecía de tiempos
nuevos, nosotros nos unimos a tu cántico de alabanza para celebrar las
Misericordia del Señor, para anunciar la venida del Reino y la plena liberación del hombre.
¡Ave
María, humilde Sierva del Señor, gloriosa Madre de Cristo! Virgen fiel, morada santa del Verbo, enséñanos a perseverar en la escucha de la
Palabra, a ser dóciles a la voz del Espíritu Santo, atentos a sus llamados en la intimidad de la
conciencia y a sus manifestaciones en los acontecimientos
de la historia.
¡Ave
María, Mujer de dolor, Madre de los vivientes! Virgen Esposa ante la Cruz, Eva nueva, sed nuestra guía por los caminos del mundo, enséñanos a vivir y a difundir el Amor de
Cristo, a detenernos Contigo ante las
cruces en las que tu Hijo aún está crucificado.
¡Ave
María, Mujer de fe, primera entre los discípulos! Madre de la Iglesia, ayúdanos a dar
siempre razón de la esperanza que habita en nosotros, confiando en la bondad y en el Amor
del Padre. Enséñanos a construir el mundo desde adentro: en la profundidad del silencio y de la oración, en la alegría del amor fraterno, en la fecundidad insustituible de la Cruz.
Santa María, Madre de los
creyentes, Nuestra Señora de Lourdes, ruega por nosotros.
Oración de San Juan
Pablo II
14 de agosto de 2004
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