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EL CAMINO DE MARÍA

ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA AL CIELO

Edición 1124 - 15 de agosto de 2017


Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"

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En el corazón del mes de agosto, los cristianos de Oriente y de Occidente celebran la fiesta de la Asunción de María Santísima al Cielo.

En la Iglesia católica, el Dogma de la Asunción —como es sabido— fue proclamado durante el Año Santo de 1950 por el Papa Pío XII. Además es una memoria que hunde sus raíces en la fe de los primeros siglos de la Iglesia.

"...La Virgen gloriosa, al subir al Cielo, aumentó considerablemente la dicha de quienes la habitan. Ella es Aquella cuyo saludo es suficiente para estremecer a los niños, aun en el vientre de sus madres (Lc. I, 41). Si el alma de un niño no nacido fue sacudida de alegría en cuanto María habló, uno puede imaginarse lo que experimentarán los habitantes del Cielo que tuvieron el privilegio de oír su voz, de contemplar su rostro y sentir su presencia.

Para nosotros, queridos hermanos, ¿cuál será el gozo que su Asunción nos ofrecerá?

(...) Debemos participar en las celebraciones y, en particular, a ese torrente de alegría que, en este día, inunda la ciudad de Dios y del que sentimos caer sus gotas sobre nuestra tierra. Nuestra Reina se ha marchado antes que nosotros, y ha recibido una acogida tan maravillosa que con toda confianza, nosotros sus humildes servidores seguir los pasos de nuestra Soberana, exclamando con la Novia del Cantar de los Cantares: Te seguimos, corremos el olor de tus perfumes (Ct.1, 3)..."
(San Bernardo)

 

 

En Oriente se llama todavía hoy «Dormición de la Virgen». En un antiguo mosaico de la Basílica Papal de Santa María la Mayor en Roma, que se inspira precisamente en el icono oriental de la «Dormitio», están representados los Apóstoles que, advertidos por los ángeles del final terreno de la Madre de Jesús, se encuentran reunidos en torno al lecho de la Virgen. En el centro está Jesús, que tiene entre sus brazos una niña: es María, que se hizo «pequeña» por el Reino y fue llevada por el Señor al Cielo.

 

 

En el Cielo tenemos una Madre.

El Cielo tiene un Corazón.

 

"La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El Amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el Amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es Bondad y aAmor.

María fue elevada al Cielo en cuerpo y alma: en Dios también hay lugar para el cuerpo. El Cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el Cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros: "He aquí a tu madre". En el Cielo tenemos una madre. El Cielo está abierto; el Cielo tiene un Corazón.

En el Evangelio de hoy hemos escuchado el Magníficat, esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se refleja toda el alma, toda la personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es.

Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza con la palabra Magníficat: mi alma "engrandece" al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un "competidor" en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.

El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande, quitara algo a su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho: "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos lo que nos plazca".

Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que, en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.

Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía que, apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.

El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.

Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la Cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.

Una segunda reflexión. Esta poesía de María -el Magníficat- es totalmente original; sin embargo, al mismo tiempo, es un "tejido" hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de Palabra de Dios. Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como en su casa" en la Palabra de Dios, vivía de la Palabra de Dios, estaba penetrada de la Palabra de Dios. En efecto, hablaba con Palabras de Dios, pensaba con Palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus palabras eran las Palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad. María vivía con la Palabra de Dios en su Corazón; estaba impregnada de la Palabra de Dios. Al estar inmersa en la Palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la Palabra de Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría. Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien habla con Dios, habla bien, tiene criterios de juicio válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que resiste al mal y promueve el bien en el mundo.

Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la Palabra de Dios, a amar la Palabra de Dios, a vivir con la Palabra de Dios, a pensar con la Palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas maneras: leyendo la Sagrada Escritura, sobre todo participando en la liturgia, en la que a lo largo del año la  Iglesia nos abre todo el libro de la Sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra vida.

Pero pienso también en el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que hemos publicado recientemente, en el que la Palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a entrar en el gran "templo" de la Palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo tiempo.

María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del Cielo, y con Dios es Reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está "dentro" de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" -así lo dijo el Señor-, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.

En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día. Amén".


(Fragmentos de la homilía pronunciada por Benedicto XVI el 15 de agosto de 2005 en Castelgandolfo).

 

La Asunción de la Virgen (Tiziano)

 

HOMILÍA  DE FRANCISCO

LA MADRE DE CRISTO Y DE LA IGLESIA ESTÁ SIEMPRE CON NOSOTROS

Santa Misa. 15 de agosto de 2013

 

Queridos hermanos y hermanas

 

El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del Cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha, resurrección, esperanza.

El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener –todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha–, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario –pero escuchadme con atención: el Rosario. ¿Vosotros rezáis el Rosario todos los días? Pues bien, la oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos sostiene en la batalla.

La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así Ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con Él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.

María ha conocido también el martirio de la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del alma. Ha sufrido mucho en su corazón, mientras Jesús sufría en la Cruz. Ha vivido la Pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a Él en la muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son de Cristo». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra primera hermana, es la primera de los redimidos que ha llegado al Cielo.

El Evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza. Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la Resurrección de Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos, abuelas, estos han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», hoy la Iglesia también canta esto y lo canta en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión.

Donde está la Cruz, para nosotros los cristianos hay esperanza, siempre. Si no hay esperanza, no somos cristianos. Por esto me gusta decir: no os dejéis robar la esperanza. Que no os roben la esperanza, porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos hace avanzar mirando al Cielo. Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que une el Cielo y la tierra, que une nuestra historia con la eternidad, hacia la que caminamos. Amén.

 

 

HOMILÍA  DE BENEDICTO XVI

MARÍA ES LA NUEVA ARCA DE LA ALIANZA

Santa Misa. 15 de agosto de 2011

 

Queridos hermanos y hermanas:

Nos encontramos reunidos, una vez más, para celebrar una de las más antiguas y amadas fiestas dedicadas a María Santísima: la fiesta de su Asunción a la gloria del Cielo en Alma y Cuerpo, es decir, en todo su Ser humano, en la integridad de su Persona. Así se nos da la gracia de renovar nuestro amor a María, de admirarla y alabarla por las «maravillas» que el Todopoderoso hizo por Ella y obró en Ella.

Al contemplar a la Virgen María se nos da otra gracia: la de poder ver en profundidad también nuestra vida. Sí, porque también nuestra existencia diaria, con sus problemas y sus esperanzas recibe luz de la Madre de Dios, de su itinerario espiritual, de su destino de gloria: un camino y una meta que pueden y deben llegar a ser, de alguna manera, nuestro mismo camino y nuestra misma meta. Nos dejamos guiar por los pasajes de la Sagrada Escritura que la liturgia nos propone hoy. Quiero reflexionar, en particular, sobre una imagen que encontramos en la primera lectura, tomada del Apocalipsis y de la que se hace eco el Evangelio de San Lucas: la del arca.

En la primera lectura escuchamos: «Se abrió en el Cielo el Santuario de Dios, y apareció en su Santuario el Arca de su Alianza» (Ap 11, 19). ¿Cuál es el significado del Arca? ¿Qué aparece? Para el Antiguo Testamento, es el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Pero el símbolo ya ha cedido el puesto a la realidad. Así el Nuevo Testamento nos dice que la verdadera Arca de la Alianza es una persona viva y concreta: es la Virgen María. Dios no habita en un mueble, Dios habita en una Persona, en un Corazón: María, la que llevó en su seno al Hijo eterno de Dios hecho hombre, Jesús nuestro Señor y Salvador. En el Arca —como sabemos— se conservaban las dos tablas de la ley de Moisés, que manifestaban la Voluntad de Dios de mantener la alianza con su pueblo, indicando sus condiciones para ser fieles al pacto de Dios, para conformarse a la Voluntad de Dios y así también a nuestra verdad profunda. María es el Arca de la Alianza, porque acogió en Sí a Jesús; acogió en Sí la Palabra viva, todo el contenido de la Voluntad de Dios, de la Verdad de Dios; acogió en Sí a Aquel que es la Alianza nueva y eterna, que culminó con la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre: Cuerpo y Sangre recibidos de María. Con razón, por consiguiente, la piedad cristiana, en las letanías en honor de la Virgen, se dirige a Ella invocándola como «Arca de la alianza», arca de la presencia de Dios, arca de la Alianza de Amor que Dios quiso establecer de modo definitivo con toda la humanidad en Cristo.

El pasaje del Apocalipsis quiere indicar otro aspecto importante de la realidad de María. Ella, arca viviente de la alianza, tiene un extraordinario destino de gloria, porque está tan íntimamente unida a su Hijo, a quien acogió en la fe y engendró en la carne, que comparte plenamente su gloria del Cielo. Es lo que sugieren las palabras que hemos escuchado: «Un gran signo apareció en el Cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta (...). Y dio a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 1-2; 5). La grandeza de María, Madre de Dios, llena de gracia, plenamente dócil a la acción del Espíritu Santo, vive ya en el Cielo de Dios con todo su Ser, Alma y Cuerpo.

San Juan Damasceno refiriéndose a este misterio en una famosa homilía afirma: «Hoy la santa y única Virgen es llevada al templo celestial... Hoy el arca sagrada y animada por el Dios vivo, (el arca) que llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el Templo del Señor, no construido por mano de hombre» (Homilía II sobre la Dormición, 2: PG 96, 723); y prosigue: «Era preciso que Aquella que había acogido en su Seno al Logos divino, se trasladara a los Tabernáculos de su Hijo... Era preciso que la Esposa que el Padre se había elegido habitara en la estancia nupcial del Cielo» (ib., 14: PG 96, 742).

Hoy la Iglesia canta el inmenso Amor de Dios por esta criatura suya: la eligió como verdadera «Arca de la Alianza», como Aquella que sigue engendrando y dando a Cristo Salvador a la humanidad, como Aquella que en el Cielo comparte la plenitud de la gloria y goza de la felicidad misma de Dios y, al mismo tiempo, también nos invita a nosotros a ser, a nuestro modo modesto, «arca» en la que está presente la Palabra de Dios, que es transformada y vivificada por su presencia, lugar de la presencia de Dios, para que los hombres puedan encontrar en los demás la cercanía de Dios y así vivir en comunión con Dios y conocer la realidad del Cielo.

El Evangelio de San Lucas que acabamos de escuchar (cf. Lc 1, 39-56) nos muestra esta arca viviente, que es María, en movimiento: tras dejar su casa de Nazaret, María se pone en camino hacia la montaña para llegar de prisa a una ciudad de Judá y dirigirse a la casa de Zacarías e Isabel. Me parece importante subrayar la expresión «de prisa»: las cosas de Dios merecen prisa; más aún, las únicas cosas del mundo que merecen prisa son precisamente las de Dios, que tienen la verdadera urgencia para nuestra vida. Entonces María entra en esta casa de Zacarías e Isabel, pero no entra sola. Entra llevando en su seno al Hijo, que es Dios mismo hecho hombre. Ciertamente, en aquella casa la esperaban a Ella y su ayuda, pero el evangelista nos guía a comprender que esta espera remite a otra, más profunda. Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista son, de hecho, el símbolo de todos los justos de Israel, cuyo corazón, lleno de esperanza, aguarda la venida del Mesías salvador. Y es el Espíritu Santo quien abre los ojos de Isabel para que reconozca en María la verdadera Arca de la Alianza, la Madre de Dios, que va a visitarla. Así, la pariente anciana la acoge diciéndole «a voz en grito»: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). Y es el Espíritu Santo quien, ante Aquella que lleva al Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan Bautista en el seno de Isabel. Isabel exclama: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre» (v. 44). Aquí el evangelista San Lucas usa el término «skirtan», es decir, «saltar», el mismo término que encontramos en una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo Testamento para describir la danza del rey David ante el arca santa que había vuelto finalmente a la patria (cf. 2 S 6, 16). Juan Bautista en el seno de su madre danza ante el Arca de la Alianza, como David; y así reconoce: María es la nueva Arca de la Alianza, ante la cual el corazón exulta de alegría, la Madre de Dios presente en el mundo, que no guarda para Sí esta divina presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de Dios. Y así —como dice la oración— María es realmente «causa nostrae laetitiae», el «Arca» en la que verdaderamente el Salvador está presente entre nosotros.

Queridos hermanos, estamos hablando de María pero, en cierto sentido, también estamos hablando de nosotros, de cada uno de nosotros: también nosotros somos destinatarios del inmenso Amor que Dios reservó —ciertamente, de una manera absolutamente única e irrepetible— a María. En esta Solemnidad de la Asunción contemplamos a María: Ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con Él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el Arca de la Alianza que está en el Santuario del Cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios. Amén.

 

¡Ave María, Mujer humilde, bendecida por el Altísimo! Virgen de la esperanza, profecía de tiempos nuevos, nosotros nos unimos a tu cántico de alabanza para celebrar las Misericordia del Señor, para anunciar la venida del Reino
y la plena liberación del hombre.

¡Ave María, humilde Sierva del Señor,
gloriosa Madre de Cristo!
Virgen fiel, morada santa del Verbo, enséñanos a perseverar en la escucha de la Palabra,
a ser dóciles a la voz del Espíritu Santo, atentos a sus llamados en la intimidad de la conciencia
y a sus manifestaciones en los acontecimientos de la historia.

¡Ave María, Mujer de dolor,
Madre de los vivientes!
Virgen Esposa ante la Cruz, Eva nueva,
sed nuestra guía por los caminos del mundo,
enséñanos a vivir y a difundir el Amor de Cristo,
a detenernos Contigo ante las cruces
en las que tu Hijo aún está crucificado.

¡Ave María, Mujer de fe,
primera entre los discípulos!
Madre de la Iglesia, ayúdanos a dar siempre
razón de la esperanza que habita en nosotros,
confiando en la bondad y en el Amor del Padre.
Enséñanos a construir el mundo desde adentro:
en la profundidad del silencio y de la oración,
en la alegría del amor fraterno,
en la fecundidad insustituible de la Cruz.

Santa María, Madre de los creyentes,
Nuestra Señora de Lourdes, ruega por nosotros.

 
Oración de San Juan Pablo II
14 de agosto de 2004

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