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ORACIÓN DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA VIRGEN DE FÁTIMA

Capilla de las Apariciones, Fátima
Viernes 12 de mayo de 2017

Salve Reina,
Bienaventurada Virgen de Fátima,
Señora del Corazón Inmaculado,
refugio y camino que conduce a Dios.
Peregrino de la Luz que procede de tus manos,
doy gracias a Dios Padre que, siempre y en todo lugar, interviene en la historia del hombre;
peregrino de la Paz que tú anuncias en este lugar,
alabo a Cristo, nuestra paz, y le imploro para el mundo la concordia entre todos los pueblos;
peregrino de la Esperanza que el Espíritu anima,
vengo como profeta y mensajero para lavar los pies a todos, entorno a la misma mesa que nos une.

Estribillo cantado por la asamblea

Ave o clemens, ave o pia!
Salve Regina Rosarii Fatimæ.
Ave o clemens, ave o pia!
Ave o dulcis Virgo Maria.

El Santo Padre:

¡Salve, Madre de Misericordia,
Señora de la blanca túnica!
En este lugar, desde el que hace cien años 
manifestaste a todo el mundo los designios de la misericordia de nuestro Dios,
miro tu túnica de luz
y, como obispo vestido de blanco,
tengo presente a todos aquellos que, 
vestidos con la blancura bautismal,
quieren vivir en Dios
y recitan los misterios de Cristo para obtener la paz.

Estribillo…

El Santo Padre:

¡Salve, vida y dulzura,
salve, esperanza nuestra,
Oh Virgen Peregrina, oh Reina Universal!
Desde lo más profundo de tu ser,
desde tu Inmaculado Corazón,
mira los gozos del ser humano
cuando peregrina hacia la Patria Celeste.
Desde lo más profundo de tu ser,
desde tu Inmaculado Corazón,
mira los dolores de la familia humana
que gime y llora en este valle de lágrimas.
Desde lo más íntimo de tu ser,
desde tu Inmaculado Corazón,
adórnanos con el fulgor de las joyas de tu corona
y haznos peregrinos como tú fuiste peregrina.
Con tu sonrisa virginal,
acrecienta la alegría de la Iglesia de Cristo.
Con tu mirada de dulzura,
fortalece la esperanza de los hijos de Dios.
Con tus manos orantes que elevas al Señor,
une a todos en una única familia humana.

Estribillo ...

El Santo Padre:

¡Oh clemente, oh piadosa,
Oh dulce Virgen María,
Reina del Rosario de Fátima!
Haz que sigamos el ejemplo de los beatos Francisco y Jacinta,
y de todos los que se entregan al anuncio del Evangelio.
Recorreremos, así, todas las rutas,
seremos peregrinos de todos los caminos,
derribaremos todos los muros
y superaremos todas las fronteras,
yendo a todas las periferias,
para revelar allí la justicia y la paz de Dios.
Seremos, con la alegría del Evangelio, la Iglesia vestida de blanco,
de un candor blanqueado en la Sangre del Cordero
derramada también hoy en todas las guerras que destruyen el mundo.
Y así seremos, como Tú, imagen de la columna refulgente
que ilumina los caminos del mundo,
manifestando a todos que Dios existe,
que Dios está,
que Dios habita en medio de su pueblo,
ayer, hoy y por toda la eternidad.

Estribillo...

El Santo Padre junto con todos los fieles:

¡Salve, Madre del Señor,
Virgen María, Reina del Rosario de Fátima!
Bendita entre todas las mujeres,
eres la imagen de la Iglesia vestida de luz pascual,
eres el orgullo de nuestro pueblo,
eres el triunfo frente a los ataques del mal.

Profecía del Amor misericordioso del Padre,
Maestra del Anuncio de la Buena Noticia del Hijo,
Signo del Fuego ardiente del Espíritu Santo,
enséñanos, en este valle de alegrías y de dolores,
las verdades eternas que el Padre revela a los pequeños.

Muéstranos la fuerza de tu manto protector.
En tu Corazón Inmaculado,
sé el refugio de los pecadores
y el camino que conduce a Dios.

Unido a mis hermanos,
en la Fe, la Esperanza y el Amor,
me entrego a Ti.
Unido a mis hermanos, por Ti, me consagro a Dios,
Oh Virgen del Rosario de Fátima.

Y cuando al final me veré envuelto por la Luz que nos viene de tus manos, daré gloria al Señor por los siglos de los siglos.

Amén.

Estribillo

 


EL CAMINO DE MARÍA

Edición 1104 -  13 de de mayo de 2017

NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA


Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"

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Dedicamos esta edición especial de "El Camino de María" a NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA.

San Juan Pablo II peregrinó al Santuario de Fátima en tres oportunidades. La última visita peregrinación la realizó el 13 de mayo del año 2000, cuando beatificó a Francisco y Jacinta.
 
 
En la Solemnidad de la Bienaventurada Virgen María de Fátima y en el centenario de las Apariciones, el Santo Padre Francisco –en el segundo día de su peregrinación al Santuario de Fátima– presidió la celebración de la Santa Misa y procedió a canonizar a los hermanos Francisco y Jacinta, los pastorcitos testigos junto a Sor Lucía de los hechos acaecidos en 1917.

Tal como se lee en la promulgación del decreto correspondiente, se reconoce “el milagro atribuido a la intercesión del Beato Francisco Marto, nacido el 11 de junio de 1908 y muerto el 4 de abril de 1919, y de la Beata Jacinta Marto, nacida el 11 de marzo de 1910 y muerta el 20 de febrero de 1920”. Cabe destacar que el milagro que ha permitido esta canonización corresponde a la curación de un niño brasileño.
 

 
SANTA MISA DE BEATIFICACIÓN DE FRANCISCO Y JACINTA
 
 HOMILÍA DE SAN JUAN PABLO II
 
Atrio del Santuario de Fátima
13 de mayo de 2000
 
EL MENSAJE DE FÁTIMA
 ES UNA LLAMADA A LA CONVERSIÓN
 
 
1. "Yo te bendigo, Padre, (...) porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños" (Mt 11, 25).

Con estas palabras, amados hermanos y hermanas, Jesús alaba los designios del Padre Celestial; sabe que nadie puede ir a Él si el Padre no lo atrae (cf. Jn 6, 44), por eso alaba este designio y lo acepta filialmente:  "Sí, Padre, pues tal ha sido Tu beneplácito" (Mt 11, 26). Has querido abrir el Reino a los pequeños.

Por designio divino, "Una Mujer vestida del sol" (Ap 12, 1) vino del Cielo a esta tierra en búsqueda de los pequeños privilegiados del Padre. Les habla con voz y Corazón de Madre:  los invita a ofrecerse como víctimas de reparación, mostrándose dispuesta a guiarlos con seguridad hasta Dios. Entonces, de sus manos maternas salió una Luz que los penetró íntimamente, y se sintieron sumergidos en Dios, como cuando una persona -explican ellos- se contempla en un espejo.

Más tarde, Francisco, uno de los tres privilegiados, explicaba:  "Estábamos ardiendo en esa Luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? No se puede decir. Esto sí que la gente no puede decirlo". Dios: una Luz que arde, pero no quema. Moisés tuvo esa misma sensación cuando vio a Dios en la zarza ardiente; allí oyó a Dios hablar, preocupado por la esclavitud de su pueblo y decidido a liberarlo por medio de él:  "Yo estaré contigo" (cf. Ex 3, 2-12). Cuantos acogen esta presencia se convierten en morada y, por consiguiente, en "zarza ardiente" del Altísimo.

2. Lo que más impresionaba y absorbía al beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a conocer "muy triste", como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió:  "Pensaba en Jesús, que está  muy  triste a causa de los pecados  que  se  cometen contra  Él". Vive movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de "consolar y dar alegría a Jesús".

En su vida se produce una transformación que podríamos llamar radical; una transformación ciertamente no común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual intensa, que se traduce en una oración asidua y ferviente y llega a una verdadera forma de unión mística con el Señor. Esto mismo lo lleva a una progresiva purificación del espíritu, a través de la renuncia a los propios gustos e incluso a los juegos inocentes de los niños.

Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos sentimientos.

3. "Y apareció otra señal en el Cielo: un gran Dragón" (Ap 12, 3).

Estas palabras de la primera lectura de la Misa nos hacen pensar en la gran lucha que se libra entre el Bien y el mal, pudiendo constatar cómo el hombre, al alejarse de Dios, no puede hallar la felicidad, sino que acaba por destruirse a sí mismo.

¡Cuántas víctimas durante el último siglo del segundo milenio! Vienen a la memoria los horrores de las dos guerras mundiales y de otras muchas en diversas partes del mundo, los campos de concentración y exterminio, los gulag, las limpiezas étnicas y las persecuciones, el terrorismo, los secuestros de personas, la droga y los atentados contra los hijos por nacer y contra la familia.

El mensaje de Fátima es una llamada a la conversión, alertando a la humanidad para que no siga el juego del "dragón", que, con su "cola", arrastró un tercio de las estrellas del Cielo y las precipitó sobre la tierra (cf. Ap 12, 4). La meta última del hombre es el Cielo, su verdadera Casa, donde el Padre Celestial, con su Amor Misericordioso, espera a todos.

Dios quiere que nadie se pierda; por eso, hace dos mil años, envió a la tierra a su Hijo, "a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10). Él nos ha salvado con su Muerte en la Cruz; ¡que nadie haga vana esa Cruz! Jesús murió y resucitó para ser "el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29).

Con su solicitud materna, la Santísima Virgen vino aquí, a Fátima, a pedir a los hombres que "no ofendieran más a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido". Su Dolor de Madre la impulsa a hablar; está en juego el destino de sus hijos. Por eso pedía a los pastorcitos:  "Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas".

4. La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña:  "Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo al Cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí". Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda:  "Da muchos saludos de mi parte a nuestro Señor y a nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de convertir a los pecadores". Jacinta se había quedado tan impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores.

Jacinta bien podía exclamar con San Pablo: "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). El Domingo pasado, en el Coliseo de Roma, conmemoramos a numerosos testigos de la fe del siglo XX, recordando las tribulaciones que sufrieron, mediante algunos significativos testimonios que nos han dejado. Una multitud incalculable de valientes testigos de la fe nos ha legado una herencia valiosa, que debe permanecer viva en el tercer milenio. Aquí, en Fátima, donde se anunciaron estos tiempos de tribulación y nuestra Señora pidió oración y penitencia para abreviarlos, quiero hoy dar gracias al cielo por la fuerza del testimonio que se manifestó en todas esas vidas. Y deseo, una vez más, celebrar la bondad que el Señor tuvo conmigo, cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo de 1981, fui salvado de la muerte. Expreso mi gratitud también a la beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento.

5. "Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas verdades a los pequeños". La alabanza de Jesús reviste hoy la forma solemne de la beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta. Con este rito, la Iglesia quiere poner en el candelero estas dos velas que Dios encendió para iluminar a la humanidad en sus horas sombrías e inquietas. Quiera Dios que brillen sobre el camino de esta multitud inmensa de peregrinos y de cuantos nos acompañan a través de la radio y la televisión. Que sean una luz amiga para iluminar a todo Portugal y, de modo especial, a esta diócesis de Leiría-Fátima.

6. Mis últimas palabras son para los niños:  queridos niños y niñas, veo que muchos de vosotros estáis vestidos como Francisco y Jacinta. ¡Estáis muy bien! Pero luego, o mañana, dejaréis esos vestidos y... los pastorcitos desaparecerán. ¿No os parece que no deberían desaparecer? La Virgen tiene mucha necesidad de todos vosotros para consolar a Jesús, triste por los pecados que se cometen; tiene necesidad de vuestras oraciones y sacrificios por los pecadores.

Pedid a vuestros padres y educadores que os inscriban a la "Escuela de Nuestra Señora", para que os enseñe a ser como los pastorcitos, que procuraban hacer todo lo que ella les pedía. Os digo que "se avanza más en poco tiempo de sumisión y dependencia de María, que en años enteros de iniciativas personales, apoyándose sólo en sí mismos" (San Luis María Grignion de Montfort, Tratado sobre la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 155). Fue así como los pastorcitos rápidamente alcanzaron la santidad. Una mujer que acogió a Jacinta en Lisboa, al oír algunos consejos muy buenos y acertados que daba la pequeña, le preguntó quién se los había enseñado:  "Fue Nuestra Señora", le respondió. Jacinta y Francisco, entregándose con total generosidad a la dirección de tan buena Maestra, alcanzaron en poco tiempo las cumbres de la perfección.

7. "Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños".

Yo te bendigo, Padre, por todos tus pequeños, comenzando por la Virgen María, tu humilde sierva, hasta los pastorcitos Francisco y Jacinta. Que el mensaje de su vida permanezca siempre vivo para iluminar el camino de la humanidad.
 
 
 
 

SANTA MISA CON EL RITO DE CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS FRANCISCO Y JACINTA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Atrio del Santuario de Fátima
13 de mayo de 2017

 

«Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol», dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12,1), señalando además que Ella estaba a punto de dar a luz a un hijo. Después, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús le dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Tenemos una Madre, una «Señora muy bella», comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen». Habían visto a la Madre del Cielo. En la estela de luz que seguían con sus ojos, se posaron los ojos de muchos, pero…estos no la vieron. La Virgen Madre no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la eternidad, a condición de que vayamos al Cielo, por supuesto.

Pero Ella, previendo y advirtiéndonos sobre el peligro del infierno al que nos lleva una vida ―a menudo propuesta e impuesta― sin Dios y que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos la Luz de Dios que mora en nosotros y nos cubre, porque, como hemos escuchado en la primera lectura, «fue arrebatado su hijo junto a Dios» (Ap 12,5). Y, según las palabras de Lucía, los tres privilegiados se encontraban dentro de la Luz de Dios que la Virgen irradiaba. Ella los rodeaba con el manto de Luz que Dios le había dado. Según el creer y el sentir de muchos peregrinos —por no decir de todos—, Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre para pedirle, como enseña la Salve Regina, «muéstranos a Jesús».

Queridos Peregrinos, tenemos una Madre, tenemos una Madre! Aferrándonos a Ella como hijos, vivamos de la esperanza que se apoya en Jesús, porque, como hemos escuchado en la segunda lectura, «los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Cuando Jesús subió al Cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad ―nuestra humanidad― que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que nunca dejará. Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el Cielo a la derecha del Padre (cf. Ef 2,6). Que esta esperanza sea el impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro.

Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias por las innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años, y que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde este Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de la tierra. Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a San Francisco Marto y a Santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a «Jesús oculto» en el Sagrario.

En sus Memorias (III, n.6), sor Lucía da la palabra a Jacinta, que había recibido una visión: «¿No ves muchas carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?».

Gracias por haberme acompañado. No podía dejar de venir aquí para venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para todos mis hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular para los enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los abandonados. Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos escuchen los hombres, y dirijámonos a los hombres, con la certeza de que Dios nos ayuda.

En efecto, Él nos ha creado como una esperanza para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el Cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, Él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido Él  quien que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz.

Que, con la protección de María, seamos en el mundo centinelas que sepan contemplar el verdadero Rostro de Jesús Salvador, que brilla en la Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios y rica de amor.

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