VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA
CELEBRACIÓN DE LA PALABRA Y ACTO MARIANO NACIONAL
HOMILÍA DE SAN JUAN PABLO II
Zaragoza, 6 de noviembre de
1982
Queridos hermanos en el
Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
1. Los caminos marianos me traen
esta tarde a Zaragoza. En su viaje apostólico por tierras
españolas, el Papa se hace hoy peregrino a las riberas del Ebro.
A la ciudad mariana de España. Al santuario de Nuestra Señora
del Pilar.
Veo así cumplirse un anhelo que,
ya antes deseaba poder realizar, de postrarme como hijo devoto
de María ante el Pilar sagrado. Para rendir a esta buena Madre
mi homenaje de filial devoción, y para rendírselo unido al
Pastor de esta diócesis, a los otros obispos y a vosotros,
queridos aragoneses, riojanos, sorianos y españoles todos, en
este acto mariano nacional.
Peregrino hasta este santuario,
como en mis precedentes viajes apostólicos que me llevaron a
Guadalupe, Jasna Góra, Knock, Nuestra Señora de África, Notre
Dame, Altötting, La Aparecida, Fátima, Luján y otros santuarios,
recintos de encuentro con Dios y de amor a la Madre del Señor y
nuestra.
Estamos en tierras de España, con
razón denominada tierra de María. Sé que, en muchos lugares de
este país, la devoción mariana de los fieles halla expresión
concreta en tantos y tan venerados santuarios. No podemos
mencionarlos todos. ¿Pero cómo no postrarnos espiritualmente,
con afecto reverente ante la Madre de Covadonga, de Begoña, de
Aránzazu, de Ujué, de Montserrat, de Valvanera, de la Almudena,
de Guadalupe, de los Desamparados, del Lluch, del Rocío, del
Pino?
De estos santuarios y de todos
los otros no menos venerables, donde os unís con frecuencia en
el amor a la única Madre de Jesús y nuestra, es hoy un símbolo
el Pilar. Un símbolo que nos congrega en Aquella a quien, desde
cualquier rincón de España, todos llamáis con el mismo nombre:
Madre y Señora nuestra.
2. Siguiendo a tantos millones de
fieles que me han precedido, vengo como primer Papa peregrino al
Pilar, como signo de la Iglesia peregrina de todo el mundo, a
ponerme bajo la protección de nuestra Madre, a alentaros en
vuestro arraigado amor mariano, a dar gracias a Dios por la
presencia singular de María en el misterio de Cristo y de la
Iglesia en tierras españolas y a depositar en sus manos y en su
corazón el presente y futuro de vuestra nación y de la Iglesia
en España. El Pilar y su tradición evocan para vosotros los
primeros pasos de la evangelización de España.
Aquel templo de Nuestra Señora,
que, al momento de la reconquista de Zaragoza, es indicado por
su obispo como muy estimado por su antigua fama de santidad y
dignidad; que ya varios siglos antes recibe muestras de
veneración, halla continuidad en la actual basílica mariana. Por
ella siguen pasando muchedumbres de hijos de la Virgen, que
llegan a orar ante su imagen y a venerar el Pilar bendito.
Esa herencia de fe mariana de
tantas generaciones, ha de convertirse no sólo en recuerdo de un
pasado, sino en punto de partida hacia Dios. Las oraciones y
sacrificios ofrecidos, el latir vital de un pueblo, que expresa
ante María sus seculares gozos, tristezas y esperanzas, son
piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe
mariana.
Porque en esa continuidad
religiosa la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae
gracia. Y la presencia secular de Santa María, va arraigándose a
través de los siglos, inspirando y alentando a las generaciones
sucesivas. Así se consolida el difícil ascenso de un pueblo
hacia lo alto.
3. Un aspecto característico de
la evangelización en España, es su profunda vinculación a la
figura de María. Por medio de Ella, a través de muy diversas
formas de piedad, ha llegado a muchos cristianos la luz de la fe
en Cristo, Hijo de Dios y de María. ¡Y cuántos cristianos viven
hoy también su comunión de fe eclesial sostenidos por la
devoción a María, hecha así columna de esa fe y guía segura
hacia la salvación!
Recordando esa presencia de
María, no puedo menos de mencionar la importante obra de San
Ildefonso de Toledo “Sobre la virginidad perpetua de Santa
María”, en la que expresa la fe de la Iglesia sobre este
misterio. Con fórmula precisa indica: “Virgen antes de la venida
del Hijo, virgen después de la generación del Hijo, virgen con
el nacimiento del Hijo, virgen después de nacido el Hijo”.
El hecho de que la primera gran
afirmación mariana española haya consistido en una defensa de la
virginidad de María, ha sido decisivo para la imagen que los
españoles tienen de Ella, a quien llaman “la Virgen”, es decir,
la Virgen por antonomasia.
Para iluminar la fe de los
católicos españoles de hoy, los obispos de esta nación y la
misma comisión episcopal para la Doctrina de la Fe recordaban el
sentido realista de esta verdad de fe. De modo virginal, “sin
intervención de varón y por obra del Espíritu Santo”, María ha
dado la naturaleza humana al Hijo eterno del Padre. De modo
virginal ha nacido de María un cuerpo santo animado de un alma
racional, al que el Verbo se ha unido hipostáticamente.
Es la fe que el Credo amplio de
San Epifanio expresaba con el término “siempre Virgen” y que el
Papa Pablo IV articulaba en la fórmula ternaria de virgen “antes
del parto, en el parto y perpetuamente después del parto”. La
misma que enseña Pablo VI: “Creemos que María es la Madre,
siempre Virgen, del Verbo Encarnado”. La que habéis de mantener
siempre en toda su amplitud.
El amor mariano ha sido en
vuestra historia fermento de catolicidad. Impulsó a las gentes
de España a una devoción firme y a la defensa intrépida de las
grandezas de María, sobre todo en su Inmaculada Concepción. En
ello porfiaban el pueblo, los gremios, cofradías y claustros
universitarios, como los de esta ciudad, de Barcelona, Alcalá,
Salamanca, Granada, Baeza, Toledo, Santiago y otros. Y es lo que
impulsó además a trasplantar la devoción mariana al Nuevo Mundo
descubierto por España, que de ella sabe haberla recibido y que
tan viva la mantiene. Tal hecho suscita aquí, en el Pilar, ecos
de comunión profunda ante la Patrona de la Hispanidad.
Me complace recordarlo hoy, a
diez años de distancia del V centenario del descubrimiento y
evangelización de América. Una cita a la que la Iglesia no puede
faltar.
4. El Papa Pablo VI escribió que
“en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de
El”. Ello tiene una especial aplicación en el culto mariano.
Todos los motivos que encontramos en María para tributarle
culto, son don de Cristo, privilegios depositados en Ella por
Dios, para que fuera la Madre del Verbo. Y todo el culto que le
ofrecemos, redunda en gloria de Cristo, a la vez que el culto
mismo a María nos conduce a Cristo.
San Ildefonso de Toledo, el más
antiguo testigo de esa forma de devoción que se llama esclavitud
mariana, justifica nuestra actitud de esclavos de María por la
singular relación que Ella tiene con respecto a Cristo: “Por eso
soy yo tu esclavo, porque mi Señor es tu hijo. Por eso Tú eres
mi Señora, porque Tú eres la esclava de mi Señor. Por eso soy yo
el esclavo de la esclava de mi Señor, porque Tú has sido hecha
la madre de tu Señor. Por eso he sido yo hecho esclavo, porque
Tu has sido hecha la madre de mi Hacedor”.
Como es obvio, estas relaciones
reales existentes entre Cristo y María hacen que el culto
mariano tenga a Cristo como objeto último. Con toda claridad lo
vio el mismo San Ildefonso: “Pues así se refiere al Señor lo que
sirve a la esclava; así redunda al Hijo lo que se entrega a la
Madre; así pasa al rey el honor que se rinde en servicio de la
reina”. Se comprende entonces el doble destinatario del deseo
que el mismo Santo formula, hablando con la Santísima Virgen:
“Que me concedas entregarme a Dios y a Ti, ser esclavo de tu
Hijo y tuyo, servir a tu Señor y a Ti”.
No faltan investigadores que
creen poder sostener que la más popular de las oraciones a María
—después del “Ave María”— se compuso en España y que su autor
sería el obispo de Compostela, San Pedro de Mezonzo, a finales
del siglo X; me refiero a la “Salve”.
Esta oración culmina en la
petición “Muéstranos a Jesús”. Es lo que María realiza
constantemente, como queda plasmado en el gesto de tantas
imágenes de la Virgen, esparcidas por las ciudades y pueblos de
España. Ella, con su Hijo en brazos, como aquí en el Pilar, nos
lo muestra sin cesar como “el camino, la verdad y la vida”. A
veces, con el Hijo muerto sobre sus rodillas, nos recuerda el
valor infinito de la sangre del Cordero que ha sido derramada
por nuestra salvación. En otras ocasiones, su imagen, al
inclinarse hacia los hombres, acerca a su Hijo a nosotros y nos
hace sentir la cercanía de quien es revelación radical de la
misericordia, manifestándose así, Ella misma, como Madre de la
misericordia.
Las imágenes de María recogen así
una enseñanza evangélica de primordial importancia. En la escena
de las bodas de Caná, María dijo a los criados: “Haced lo que El
os diga”. La frase podría parecer limitada a una situación
transitoria. Sin embargo, como subraya Pablo VI, su alcance es
muy superior: es una exhortación permanente a que nos abramos a
la enseñanza de Jesús. Se da así una plena consonancia con la
voz del Padre en el Tabor: “Este es mi Hijo amado, en quien
tengo mi complacencia; escuchadle”.
Ello amplía nuestro horizonte
hacia unas perspectivas insondables. El Plan de Dios en Cristo
era hacernos conformes a la imagen de su Hijo, para que El fuera
“el primogénito entre muchos hermanos”. Cristo vino al mundo
“para que recibiéramos la adopción”, para otorgarnos el
“poder
de llegar a ser hijos de Dios”. Por la gracia somos hijos de
Dios y, apoyados en el testimonio del Espíritu, podemos clamar:
Abba, Padre. Jesús ha hecho, por su Muerte y Resurrección, que
su Padre sea nuestro Padre.
Y para que nuestra fraternidad
con El fuera completa, quiso ulteriormente que su Madre
Santísima fuera nuestra Madre espiritual. Esta Maternidad, para
que no quedara reducida a un mero título jurídico, se realizó,
por voluntad de Cristo, a través de una colaboración de María en
la obra salvadora de Jesús, es decir, “en la restauración de la
vida sobrenatural de las almas”.
5. Un padre y una madre acompañan
a sus hijos con solicitud. Se esfuerzan en una constante acción
educativa. A esta luz cobran su pleno sentido las voces
concordes del Padre y de María: Escuchad a Jesús, haced lo que
El os diga. Es el consejo que cada uno de nosotros debe tratar
de asimilar, y del que desde el comienzo de mi pontificado quise
hacerme eco: “No temáis; abrid de par en par las puertas a
Cristo”.
María, por su parte, es ejemplo
supremo de esta actitud. Al anuncio del ángel responde con un sí
incondicionado: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí
según tu palabra”. Ella se abre a la Palabra eterna y personal
de Dios, que en sus entrañas tomará carne humana. Precisamente
esta acogida la hace fecunda: Madre de Dios y Madre nuestra,
porque es entonces cuando comienza su cooperación a la obra
salvadora.
Esa fecundidad de María es signo
de la fecundidad de la Iglesia. Abriéndonos a la Palabra de
Cristo, acogiéndole a El y su Evangelio, cada miembro de la
Iglesia será también fecundo en su vida cristiana.
6. El Pilar de Zaragoza ha sido
siempre considerado como el símbolo de la firmeza de fe de los
españoles. No olvidemos que la fe sin obras está muerta.
Aspiremos a “la fe que actúa por la caridad”. Que la fe de los
españoles, a imagen de la fe de María, sea fecunda y operante.
Que se haga solicitud hacia todos, especialmente hacia los más
necesitados, marginados, minusválidos, enfermos y los que sufren
en el cuerpo y en el alma.
Como Sucesor de Pedro he querido
visitaros, amados hijos de España, para alentaros en vuestra fe
e infundiros esperanza. Mi deber pastoral me obliga a exhortaros
a una coherencia entre vuestra fe y vuestras vidas. María, que
en vísperas de Pentecostés intercedió para que el Espíritu Santo
descendiera sobre la Iglesia naciente, interceda también ahora.
Para que ese mismo Espíritu produzca un profundo
rejuvenecimiento cristiano en España. Para que ésta sepa recoger
los grandes valores de su herencia católica y afrontar
valientemente los retos del futuro.
7. Doy fervientes gracias a Dios
por la presencia singular de María en esta tierra española donde
tantos frutos ha producido. Y quiero finalmente encomendarte,
Virgen Santísima del Pilar, España entera, todos y cada uno de
sus hijos y pueblos, la Iglesia en España, así como también los
hijos de todas las naciones hispánicas.
¡Dios te
salve María,
Madre de Cristo y de la Iglesia!
¡Dios te salve,
vida, dulzura y esperanza nuestra!
A tus cuidados confío esta tarde
las necesidades de todas las familias de España y del mundo
entero,
las alegrías de los niños, la ilusión de los jóvenes,
los desvelos de los adultos, el dolor de los enfermos
y el sereno atardecer de los ancianos.
Te encomiendo la fidelidad
y abnegación de los ministros de tu Hijo,
la esperanza de quienes se preparan para ese ministerio,
la gozosa entrega de las vírgenes del claustro,
la oración y solicitud de los religiosos y religiosas,
la vida y empeño de cuantos trabajan por el reino de Cristo en
estas tierras.
En tus manos pongo la fatiga
y el sudor de quienes trabajan con las suyas;
la noble dedicación de los que transmiten su saber
y el esfuerzo de los que aprenden;
la hermosa vocación de quienes con su ciencia
y servicio alivian el dolor ajeno;
la tarea de quienes con su inteligencia buscan la verdad.
En tu corazón dejo los anhelos de
quienes,
mediante los quehaceres económicos,
procuran honradamente la prosperidad de sus hermanos;
de quienes, al servicio de la verdad,
informan y forman rectamente la opinión pública;
de cuantos, en la política, en la milicia,
en las labores sindicales o en el servicio del orden ciudadano,
prestan su colaboración honesta
en favor de una justa, pacífica y segura convivencia.
Virgen Santa del Pilar:
Aumenta nuestra fe,
consolida nuestra esperanza,
aviva nuestra caridad.
Socorre a los que padecen
desgracias,
a los que sufren soledad, ignorancia,
hambre o falta de trabajo.
Fortalece a los débiles en la fe.
Fomenta en los jóvenes la
disponibilidad
para una entrega plena a Dios.
Protege a España y al mundo
entero,
a sus hombres y mujeres.
Y asiste maternalmente, oh María,
a cuantos te invocan como Patrona de la Hispanidad.
Así sea.