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EL CAMINO DE MARÍA

Edición 936 - 8 de septiembre de 2015

¡Venid todos, todos los fieles hacia la Virgen! Ha nacido la Escogida, desde antes de su concepción para ser la Madre de nuestro Dios, joya de la virginidad, el cetro de Aarón florecido en la raíz de Jesé, del oráculo de los profetas, el tronco de los justos Joaquín y Ana.

Al nacer Ella el mundo es restaurado, al nacer Ella la Iglesia se llena de su esplendor. Ella es el templo santo, el habitáculo de la divinidad, el instrumento virginal, la verdadera alcoba nupcial donde se realiza el prodigio de la unión inefable de las naturalezas que se juntan en Cristo.

 ¡Adorémosle glorificando el nacimiento de la Virgen pura!.

Vísperas de la liturgia bizantina . Natividad de la Virgen Inmaculada


Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"

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El 8 de septiembre celebraremos la fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María. Su nacimiento constituye una especie de «prólogo» de la Encarnación: María Santísima, como aurora, precede al sol del «nuevo día», anunciando la alegría del Redentor. Contemplaremos a una niña como todas las demás y, al mismo tiempo, única, la "bendita entre las mujeres" (Lc 1, 42). María es la inmaculada "Hija de Sión", destinada a convertirse en la Madre del Mesías.

El 8 de septiembre cae precisamente nueve meses después de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, 8 de diciembre. Al determinar estos dos días, la Iglesia ha tenido en cuenta el tiempo natural de una gravidez humana. De este modo se veneran y santifican de modo particular estos nueve meses del desarrollo del hombre en el cuerpo de la madre.

"...Todo en el Antiguo Testamento converge hacia el tiempo de la Encarnación, y en este punto comienza el Nuevo Testamento. En ese momento de plenitud se inserta María. "La Natividad de María Santísima —comenta San Andrés de Creta en la homilía sobre la segunda lectura del oficio de la fiesta (cf Sermón 1: PG 97, 810)— representa el tránsito de un régimen al otro, en cuanto que convierte en realidad lo que no era más que símbolo y figura, sustituyendo lo antiguo por lo nuevo"..."

 
"...La liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su Madre. Y así como de Cristo celebra la Concepción el 25 de marzo y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8 de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San Andrés de Creta , refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: "Hoy, en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al Supremo Hacedor" (Sermón 1: PG 97,810)."..." (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger "La fiesta de la plenitud y el alivio" publicada en el libro "El Rostro de Dios" publicado por Editorial Sígueme")
 
 
 
 
 
 
Según costumbre de los judíos, ocho días después del nacimiento de la Virgen, sus padres le impusieron el Nombre de María. La liturgia, que ha fijado algunos días después de la Navidad la fiesta del Santísimo Nombre de Jesús, ha querido instituir también la fiesta del Santísimo Nombre de María cuatro días después de su Natividad, o sea el próximo 12 de septiembre.

El nombre hebreo de María, en latín Domina, significa Señora o Soberana; y eso es Ella en realidad por la autoridad misma de su Hijo, soberano Señor de todo el universo. Gocémonos en llamar a María Nuestra Señora, como llamamos a Jesús Nuestro Señor; pronunciar su Nombre es afirmar su poder, implorar su ayuda y ponernos bajo su maternal protección

En su libro "Las Glorias de María", San Alfonso María de Ligorio escribe:

"Aprovechemos siempre el hermoso consejo de San Bernardo: "En los peligros, en las angustias, en las dudas, invoca a María. Que no se te caiga de los labios, que no se te quite del corazón". En todos los peligros de perder la gracia divina, pensemos en María, invoquemos a María junto con el Nombre de Jesús, que siempre han de ir estos nombres inseparablemente unidos. No se aparten jamás de nuestro corazón y de nuestros labios estos Nombres tan dulces y poderosos, porque estos Nombres nos darán la fuerza para no ceder nunca jamás ante las tentaciones y para vencerlas todas. Son maravillosas las gracias prometidas por Jesucristo a los devotos del Nombre de María, como lo dio a entender a Santa Brígida hablando con su Madre Santísima, revelándole que "quien invoque el Nombre de María con confianza y propósito de la enmienda, recibirá estas gracias especiales: un perfecto dolor de sus pecados, expiarlos cual conviene, la fortaleza para alcanzar la perfección y al fin la gloria del paraíso". Porque, añadió el divino Salvador, "son para Mí tan dulces y queridas tus palabras, oh María, que no puedo negarte lo que me pides."

En suma, llega a decir San Efrén, que el Nombre de María es la llave que abre la Puerta del Cielo a quien lo invoca con devoción. Por eso tiene razón San Buenaventura al llamar a María "salvación de todos los que la invocan", como si fuera lo mismo invocar el Nombre de María que obtener la salvación eterna. Por tanto, concluye Tomás de Kempis: "Si buscáis, hermanos míos, ser consolados en todos vuestros trabajos, recurrid a María, invocad a María, obsequiad a María, encomendaos a María. Disfrutad con María, llorad con María, caminad con María, y con María buscad a Jesús. Finalmente desead vivir y morir con Jesús y María. Haciéndolo así siempre iréis adelante en los caminos del Señor, ya que María, gustosa rezará por vosotros, y el Hijo ciertamente atenderá a la Madre."

INVOCACIONES AL SANTÍSIMO
NOMBRE DE MARÍA


Madre mía amantísima, en todos los instantes de mi vida, acuérdate de mí, miserable pecador. Avemaría.
Acueducto de las divinas gracias, concédeme abundancia de lágrimas para llorar mis pecados. Avemaría.
Reina del Cielo y de la tierra, sé mi amparo y defensa en las tentaciones de mis enemigos. Avemaría.
Inmaculada hija de Joaquín y Ana, alcánzame de tu Santísimo Hijo las gracias que necesito para mi salvación. Avemaría.
Abogada y Refugio de los pecadores, asísteme en el trance de mi muerte y ábreme las puertas del Cielo. Avemaría.

 

EL NACIMIENTO DE MARÍA SANTÍSIMA

HOMILÍA  DE SAN JUAN PABLO II

8 de septiembre de 1980

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

Celebramos hoy "con alegría el nacimiento de María, la Virgen: de Ella salió el Sol de Justicia, Cristo, nuestro Dios".

Esta festividad mariana es toda ella una invitación a la alegría, precisamente porque con el nacimiento de María Santísima, Dios daba al mundo como la garantía concreta de que la salvación era ya inminente: la humanidad que, desde milenios, en forma más o menos consciente, había esperado algo o alguien que la pudiese liberar del dolor, del mal, de la angustia, de la desesperación, y que dentro del Pueblo elegido había encontrado, especialmente en los Profetas, a los portavoces de la Palabra de Dios, confortante y consoladora, podía mirar finalmente, conmovida y emocionada, a María "Niña", que era el punto de convergencia y de llegada de un conjunto de promesas divinas, que resonaban misteriosamente en el corazón mismo de la historia.

Precisamente esta Niña, todavía pequeña y frágil, es la "Mujer" del primer anuncio de la redención futura, contrapuesta por Dios a la serpiente tentadora: "Pongo perpetua enemistad entre ti y la Mujer y entre tu linaje y el Suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le morderás a él el calcañal" (Gén3, 15).

Precisamente esta Niña es la "Virgen" que "concebirá y parirá un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir 'Dios con nosotros'" (cf. Is 7, 14; Mt 1, 23). Precisamente esta Niña es la "Madre" que parirá en Belén "a aquel que señoreará en Israel" (cf. Miq 5, 1 s.).

La liturgia de hoy aplica a María recién nacida el pasaje de la Carta a los Romanos, en el que San Pablo describe el designio misericordioso de Dios en relación con los elegidos: María es predestinada por la Trinidad a una misión altísima; es llamada; es santificada; es glorificada.

Dios la ha predestinado a estar íntimamente asociada a la vida y a la obra de su Hijo unigénito. Por esto la ha santificado, de manera admirable y singular, desde el primer momento de su concepción, haciéndola "llena de gracia" (cf. Lc 1, 28); la ha hecho conforme con la imagen de su Hijo: una conformidad que, podemos decir, fue única, porque María fue la primera y la más perfecta discípulo del Hijo.

El designio de Dios en María culminó después en esa glorificación, que hizo a su cuerpo mortal conforme con el cuerpo glorioso de Jesús resucitado; la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo representa como la última etapa de la trayectoria de esta Criatura, en la que el Padre celestial ha manifestado, de manera exaltante, su divina complacencia.

Por tanto, toda la Iglesia no puede menos de alegrarse hoy al celebrar la Natividad de María Santísima, que, como afirma con acentos conmovedores San Juan Damasceno:

 "...es esa puerta virginal y divina, por la cual y a través de la cual Dios, que está por encima de todas las cosas, hizo su entrada en la tierra corporalmente... Hoy brotó un vástago del tronco de Jesé, del que nacerá al mundo una Flor sustancialmente unida a la divinidad. Hoy, en la tierra, de la naturaleza terrena, Aquel que en un tiempo separó el firmamento de las aguas y lo elevó a lo alto, ha creado un cielo, y este cielo es con mucho divinamente más espléndido que el primero" (Homilía sobre la Natividad de María: PG 96, 661 s.).

3. Contemplar a María significa mirarnos en un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra elevación y para nuestra santificación.

Y María hoy nos enseña, ante todo, a conservar intacta la fe en Dios, esa fe que se nos dio en el Bautismo y que debe crecer y madurar continuamente en nosotros durante las diversas etapas de nuestra vida cristiana. Comentando las palabras de San Lucas (Lc 2, 19), San Ambrosio se expresa así: "Reconozcamos en todo el pudor de la Virgen Santa, que, inmaculada en el cuerpo no menos que en las palabras,  meditaba en su Corazón los temas de la fe" (Expos. Evang. sec. Lucam II, 54: CCL XIV, pág. 54). También nosotros, hermanos y hermanas queridísimos, debemos meditar continuamente en nuestro corazón "los temas de la fe", es decir, debemos estar abiertos y disponibles a la Palabra de Dios, para conseguir que nuestra vida cotidiana —a nivel personal, familiar, profesional— esté siempre en perfecta sintonía y en armoniosa coherencia con el mensaje de Jesús, con la enseñanza de la Iglesia, con los ejemplos de los Santos.

María, la Virgen-Madre, proclama hoy de nuevo ante todos nosotros el valor altísimo de la maternidad, gloria y alegría de la mujer, y además el de la virginidad cristiana, profesada y acogida "por amor del Reino de los cielos" (cf. Mt 19, 12), esto es, como un testimonio en este mundo caduco, de ese mundo final en el que los que se salvan serán "como los ángeles de Dios" (cf. Mt 22, 30).


¡Oh Virgen naciente,

esperanza y aurora de salvación para todo el mundo, vuelve benigna tu mirada materna hacia todos nosotros, reunidos aquí para celebrar y proclamar tus glorias!

¡Oh Virgen fiel,

que siempre estuviste dispuesta y fuiste solícita para acoger, conservar y meditar la Palabra de Dios, haz que también nosotros, en medio de las dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana, tesoro precioso que nos han transmitido nuestros padres!

¡Oh Virgen potente,

que con tu pie aplastaste la cabeza de la serpiente tentadora, haz que cumplamos, día tras día, nuestras promesas bautismales, con las cuales hemos renunciado a satanás, a sus obras y a sus seducciones, y que sepamos dar en el mundo un testimonio alegre de esperanza cristiana!

¡Oh Virgen clemente,

que abriste siempre tu Corazón materno a las invocaciones de la humanidad, a veces dividida por el desamor y también, desgraciadamente, por el odio y por la guerra, haz que sepamos siempre crecer todos, según la enseñanza de tu Hijo, en la unidad y en la paz, para ser dignos hijos del único Padre celestial! . Amén.

(San Juan Pablo II.  8 de septiembre de 1980)


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