Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"
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El 8 de septiembre
celebraremos la fiesta de la Natividad
de la Santísima Virgen María. Su nacimiento constituye
una especie de «prólogo» de la Encarnación: María
Santísima,
como aurora, precede al sol del «nuevo día»,
anunciando la alegría del Redentor. Contemplaremos
a una niña como todas las demás y, al mismo tiempo,
única, la "bendita entre las mujeres" (Lc 1,
42). María es la inmaculada "Hija de Sión",
destinada a convertirse en la Madre del Mesías.
El 8 de septiembre cae
precisamente nueve meses después de la Solemnidad de
la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, 8 de
diciembre. Al determinar estos dos días,
la Iglesia ha tenido en cuenta el tiempo natural de
una gravidez humana. De este modo se veneran y
santifican de modo particular estos nueve meses del
desarrollo del hombre en el cuerpo de la madre.
"...Todo
en el Antiguo Testamento converge hacia el tiempo de
la Encarnación, y en este punto comienza el Nuevo
Testamento. En ese momento de plenitud se inserta
María. "La Natividad de María Santísima
—comenta San Andrés de Creta en la homilía sobre
la segunda lectura del oficio de la fiesta (cf Sermón
1: PG 97, 810)— representa el tránsito de un régimen
al otro, en cuanto que convierte en realidad lo que no
era más que símbolo y figura, sustituyendo lo
antiguo por lo nuevo"..."
"...La
liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento
terreno de los santos (la única excepción la
constituye San Juan Bautista). Celebra, en cambio,
el día de la muerte, al que llama dies natalis, día
del nacimiento para el Cielo. Por el contrario,
cuando se trata de la Virgen Santísima Madre del
Salvador, de aquella que más se asemeja a Él,
aparece claramente el paralelismo perfecto existente
entre Cristo y Su Madre. Y así como de Cristo
celebra la Concepción el 25 de marzo y el
Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen
celebra la Concepción el 8 de diciembre y su
Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la
Resurrección y la Ascensión de Jesús, también
celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San
Andrés de Creta , refiriéndose al día del
Nacimiento de la Virgen, exclama: "Hoy, en
efecto, ha sido construido el Santuario del Creador
de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo
y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí
al Supremo Hacedor" (Sermón 1: PG
97,810)."..." (De la Homilía del Cardenal
J. Ratzinger
"La
fiesta de la plenitud y el alivio"
publicada en el libro "El Rostro de Dios"
publicado por Editorial Sígueme")
Según costumbre de los judíos,
ocho días después del nacimiento de la Virgen, sus padres le
impusieron el Nombre de María. La liturgia, que ha fijado
algunos días después de la Navidad la fiesta del
Santísimo Nombre de
Jesús, ha querido instituir también la fiesta del
Santísimo Nombre de María cuatro días después de su Natividad,
o sea el próximo 12 de septiembre.
El nombre hebreo de María, en
latín Domina, significa Señora o Soberana;
y eso es Ella en realidad por la autoridad misma de su Hijo,
soberano Señor de todo el universo. Gocémonos en llamar a María
Nuestra Señora, como llamamos a Jesús Nuestro Señor; pronunciar
su Nombre es afirmar su poder, implorar su ayuda y ponernos bajo
su maternal protección
En su libro "Las Glorias de
María", San Alfonso María de Ligorio escribe:
"Aprovechemos
siempre el hermoso consejo de San Bernardo: "En los
peligros, en las angustias, en las dudas, invoca a María. Que no
se te caiga de los labios, que no se te quite del corazón".
En todos los peligros de perder la gracia divina, pensemos en
María, invoquemos a María junto con el Nombre de Jesús, que
siempre han de ir estos nombres inseparablemente unidos. No se
aparten jamás de nuestro corazón y de nuestros labios estos
Nombres tan dulces y poderosos, porque estos Nombres nos darán
la fuerza para no ceder nunca jamás ante las tentaciones y para
vencerlas todas. Son maravillosas las gracias prometidas por
Jesucristo a los devotos del Nombre de María, como lo dio a
entender a Santa Brígida hablando con su Madre Santísima,
revelándole que "quien invoque el Nombre de María con
confianza y propósito de la enmienda, recibirá estas gracias
especiales: un perfecto dolor de sus pecados, expiarlos cual
conviene, la fortaleza para alcanzar la perfección y al fin la
gloria del paraíso". Porque, añadió el divino Salvador, "son para Mí tan dulces y queridas tus palabras, oh María,
que no puedo negarte lo que me pides."
En suma, llega a decir San Efrén, que el Nombre de María es la
llave que abre la Puerta del Cielo a quien lo invoca con
devoción. Por eso tiene razón San Buenaventura al llamar a María
"salvación de todos los que la invocan", como si fuera lo
mismo invocar el Nombre de María que obtener la salvación
eterna. Por tanto, concluye Tomás de Kempis: "Si buscáis,
hermanos míos, ser consolados en todos vuestros trabajos,
recurrid a María, invocad a María, obsequiad a María,
encomendaos a María. Disfrutad con María, llorad con María,
caminad con María, y con María buscad a Jesús. Finalmente desead
vivir y morir con Jesús y María. Haciéndolo así siempre iréis
adelante en los caminos del Señor, ya que María, gustosa rezará
por vosotros, y el Hijo ciertamente atenderá a la Madre."
INVOCACIONES AL SANTÍSIMO
NOMBRE DE MARÍA
Madre
mía amantísima, en todos los instantes de mi vida,
acuérdate de mí, miserable pecador. Avemaría.
Acueducto
de las divinas gracias, concédeme abundancia de lágrimas
para llorar mis pecados. Avemaría.
Reina
del Cielo y de la tierra, sé mi amparo y defensa en las
tentaciones de mis enemigos. Avemaría.
Inmaculada
hija de Joaquín y Ana, alcánzame de tu Santísimo Hijo las
gracias que necesito para mi salvación. Avemaría.
Abogada
y Refugio de los pecadores, asísteme en el trance de mi
muerte y ábreme las puertas del Cielo. Avemaría.
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EL NACIMIENTO DE MARÍA SANTÍSIMA
HOMILÍA DE SAN JUAN PABLO II
8 de septiembre de 1980
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos
hoy "con alegría el nacimiento de María, la Virgen: de
Ella salió el Sol de Justicia, Cristo, nuestro Dios".
Esta festividad mariana es toda ella una
invitación a la alegría, precisamente porque con el
nacimiento de María Santísima, Dios daba al mundo como la
garantía concreta de que la salvación era ya inminente: la
humanidad que, desde milenios, en forma más o menos
consciente, había esperado algo o alguien que la pudiese
liberar del dolor, del mal, de la angustia, de la
desesperación, y que dentro del Pueblo elegido había
encontrado, especialmente en los Profetas, a los portavoces
de la Palabra de Dios, confortante y consoladora, podía
mirar finalmente, conmovida y emocionada, a María "Niña",
que era el punto de convergencia y de llegada de un conjunto
de promesas divinas, que resonaban misteriosamente en el
corazón mismo de la historia.
Precisamente esta Niña, todavía pequeña y
frágil, es la "Mujer" del primer anuncio de la redención
futura, contrapuesta por Dios a la serpiente tentadora:
"Pongo perpetua enemistad entre ti y la Mujer y entre tu
linaje y el Suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le
morderás a él el calcañal" (Gén3, 15).
Precisamente esta Niña es la "Virgen" que
"concebirá y parirá un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel, que quiere decir 'Dios con nosotros'" (cf. Is 7,
14; Mt 1,
23).
Precisamente esta Niña es la "Madre" que parirá en
Belén "a aquel que señoreará en Israel" (cf. Miq 5,
1 s.).
La liturgia de hoy aplica a María recién
nacida el pasaje de la Carta a los Romanos, en el que San
Pablo describe el designio misericordioso de Dios en
relación con los elegidos: María es predestinada por la
Trinidad a una misión altísima; es llamada; es santificada;
es glorificada.
Dios la ha predestinado a estar íntimamente
asociada a la vida y a la obra de su Hijo unigénito. Por
esto la ha santificado, de manera admirable y singular,
desde el primer momento de su concepción, haciéndola
"llena de gracia" (cf. Lc 1,
28); la ha hecho conforme con la imagen de su Hijo: una
conformidad que, podemos decir, fue única, porque María fue
la primera y la más perfecta discípulo del Hijo.
El designio de Dios en María culminó después
en esa glorificación, que hizo a su cuerpo mortal conforme
con el cuerpo glorioso de Jesús resucitado; la Asunción de
María en cuerpo y alma al Cielo representa como la última
etapa de la trayectoria de esta Criatura, en la que el Padre
celestial ha manifestado, de manera exaltante, su divina
complacencia.
Por tanto, toda la Iglesia no puede menos de
alegrarse hoy al celebrar la Natividad de María Santísima,
que, como afirma con acentos conmovedores San Juan
Damasceno:
"...es esa puerta virginal y divina, por la cual
y a través de la cual Dios, que está por encima de todas las
cosas, hizo su entrada en la tierra corporalmente... Hoy
brotó un vástago del tronco de Jesé, del que nacerá al mundo
una Flor sustancialmente unida a la divinidad. Hoy, en la
tierra, de la naturaleza terrena, Aquel que en un tiempo
separó el firmamento de las aguas y lo elevó a lo alto, ha
creado un cielo, y este cielo es con mucho divinamente más
espléndido que el primero" (Homilía sobre la
Natividad de María: PG
96, 661 s.).
3. Contemplar a María significa mirarnos en
un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra elevación
y para nuestra santificación.
Y María hoy nos enseña, ante todo, a
conservar intacta la
fe en Dios, esa
fe que se nos dio en el Bautismo y que debe crecer y madurar
continuamente en nosotros durante las diversas etapas de
nuestra vida cristiana. Comentando las palabras de San Lucas (Lc 2,
19), San Ambrosio se expresa así: "Reconozcamos en todo
el pudor de la Virgen Santa, que, inmaculada en el cuerpo no
menos que en las palabras, meditaba en su Corazón los temas
de la fe" (Expos.
Evang. sec. Lucam II,
54: CCL XIV,
pág. 54). También nosotros, hermanos y hermanas
queridísimos, debemos meditar continuamente en nuestro
corazón "los temas de la fe", es decir, debemos estar
abiertos y disponibles a la Palabra de Dios, para conseguir
que nuestra vida cotidiana —a nivel personal, familiar,
profesional— esté siempre en perfecta sintonía y en
armoniosa coherencia con el mensaje de Jesús, con la
enseñanza de la Iglesia, con los ejemplos de los Santos.
María, la Virgen-Madre, proclama hoy de nuevo
ante todos nosotros el valor altísimo de la maternidad, gloria
y alegría de la mujer, y además el de la virginidad
cristiana, profesada
y acogida "por amor del Reino de los cielos" (cf. Mt 19,
12), esto es, como un testimonio en este mundo caduco, de
ese mundo final en el que los que se salvan serán "como
los ángeles de Dios" (cf. Mt 22,
30).
¡Oh Virgen naciente,
esperanza y aurora
de salvación para
todo el mundo,
vuelve benigna tu
mirada materna hacia
todos nosotros,
reunidos aquí para
celebrar y proclamar
tus glorias!
¡Oh
Virgen fiel,
que siempre
estuviste
dispuesta y
fuiste solícita
para acoger,
conservar y
meditar la
Palabra de Dios,
haz que también
nosotros, en
medio de las
dramáticas
vicisitudes de
la historia,
sepamos mantener
siempre intacta
nuestra fe
cristiana,
tesoro precioso
que nos han
transmitido
nuestros padres!
¡Oh
Virgen potente,
que con tu pie
aplastaste la
cabeza de la
serpiente
tentadora, haz
que cumplamos,
día tras día,
nuestras
promesas
bautismales, con
las cuales hemos
renunciado a
satanás, a sus
obras y a sus
seducciones, y
que sepamos dar
en el mundo un
testimonio
alegre de
esperanza
cristiana!
¡Oh
Virgen clemente,
que abriste
siempre tu
Corazón materno
a las
invocaciones de
la humanidad, a
veces dividida
por el desamor y
también,
desgraciadamente,
por el odio y
por la guerra,
haz que sepamos
siempre crecer
todos, según la
enseñanza de tu
Hijo, en la
unidad y en la
paz, para ser
dignos hijos del
único Padre
celestial! .
Amén.
(San Juan Pablo II. 8
de septiembre de 1980)