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¡GLORIA Y ALABANZA A TÍ, SANTÍSIMA TRINIDAD,

 ÚNICO Y ETERNO DIOS!

 

Bendito seas, Padre, que en Tu infinito Amor
nos has dado a Tu Hijo Unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.
Él se hizo nuestro Compañero de viaje
y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú, vencida la muerte, serás Todo en todos.

¡Gloria y alabanza a Ti, Santísima Trinidad, Único y Eterno Dios!

Que por tu gracia, Padre, 
este tiempo sea un tiempo de conversión y de gozoso retorno a Ti;
que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres
y de nueva concordia entre las naciones;
un tiempo en que las espadas se cambien por arados
y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.
Concédenos, Padre, poder vivir dóciles a la voz del Espíritu,
fieles en el seguimiento de Cristo,
asiduos en la escucha de la Palabra
y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.

¡Gloria y alabanza a Ti, Santísima Trinidad, Único y Eterno Dios!

Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,
los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena hacia la Ciudad de la Luz.
Que los discípulos de Jesús brillen por su amor hacia los pobres;
que sean solidarios con los necesitados
y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de Ti ellos mismos indulgencia y perdón.

¡Gloria y alabanza a Ti, Santísima Trinidad, Único y Eterno Dios!

Concede, Padre, que los discípulos de Tu Hijo,
purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,
sean una sola cosa para que el mundo crea.
Se extienda el diálogo entre los seguidores de las grandes religiones
y todos los hombres descubran la alegría de ser hijos tuyos.
A la voz suplicante de María, Madre de todos los hombres,
se unan las voces orantes de los apóstoles y de los mártires cristianos,
de los justos de todos los pueblos y de todos los tiempos,
para que este tiempo sea para cada uno y para la Iglesia
causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.

¡Gloria y alabanza a Ti, Santísima Trinidad, Único y Eterno Dios!

A Ti, Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre,
Por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia,
En el Espíritu que santifica el universo, alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

 

(SAN JUAN PABLO II . CELEBRACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000)


EL CAMINO DE MARÍA

Edición 919 - 31 de mayo de 2015

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"

 

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El Domingo siguiente a Pentecostés la Iglesia celebra la Solemnidad de la Santísima Trinidad. En la baja Edad Media, la devoción creciente de los fieles al misterio de Dios Uno y Trino, que desde la época carolingia tenía un lugar importante en la piedad privada y había dado origen a expresiones de piedad litúrgica, indujo a Juan XXII a extender en 1334 la fiesta de la Trinidad a toda la Iglesia latina.

Respecto a la piedad popular a la Santísima Trinidad, el misterio central de la fe y de la vida cristiana, no es cuestión tanto de recordar tal o cual ejercicio de piedad, sino de subrayar que toda forma auténtica de piedad cristiana debe hacer referencia al verdadero y solo Dios Uno y Trino, "El Padre Omnipotente y su Hijo Unigénito y el Espíritu Santo". Tal es el misterio de Dios, el que se nos ha revelado en Cristo y por medio de Él. 

En efecto, son numerosos los ejercicios de piedad que tienen una impronta y una dimensión trinitaria. La mayor parte de ellos comienza con el signo de la Cruz y "En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", la misma fórmula con la que son bautizados los discípulos de Jesús y comienzan una vida de intimidad con Dios, como hijos del Padre, hermanos del Hijo encarnado, templos del Espíritu. Otros ejercicios de piedad comienzan dando "Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo". Otros concluyen con la bendición impartida en el nombre de las tres Personas divinas. Y no son pocos los ejercicios de piedad cuyas oraciones, siguiendo el esquema característico de la oración litúrgica, se dirigen "Al Padre por Cristo en el Espíritu" y presentan formulas doxológicas inspiradas en los textos litúrgicos.

Entre los ejercicios de piedad dedicados directamente a Dios Trino y Uno hay que recordar la doxología (Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo...), el Trisagio bíblico (Santo, Santo, Santo) y  el Trisagio Angélico (Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten Misericordia de nosotros), muy difundido en Oriente y también en algunos países, órdenes y congregaciones de Occidente.

El Trisagio Angélicoes una oración de adoración y alabanza que se acostumbra rezar durante tres días, empezando en el viernes antes de la Solemnidad  para terminar el Domingo.

 

 

A mediodía del domingo 26 de mayo de 2013, fiesta de la Santísima Trinidad, el Santo Padre Francisco rezó el Ángelus con los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro. En la meditación previa Francisco expresó lo siguiente:

"Hoy es el Domingo de la Santísima Trinidad. La luz del tiempo pascual y de Pentecostés renueva cada año en nosotros la alegría y el estupor de la fe: reconocemos que Dios no es una cosa vaga, nuestro Dios no es un Dios «spray», es concreto, no es un abstracto, sino que tiene un nombre: «Dios es Amor». No es un amor sentimental, emotivo, sino el Amor del Padre que está en el origen de cada vida, el Amor del Hijo que muere en la Cruz y resucita, el Amor del Espíritu que renueva al hombre y el mundo. Pensar en que Dios es Amor nos hace mucho bien, porque nos enseña a amar, a darnos a los demás como Jesús se dio a nosotros, y camina con nosotros. Jesús camina con nosotros en el camino de la vida.

La Santísima Trinidad no es el producto de razonamientos humanos; es el Rostro con el que Dios mismo se ha revelado, no desde lo alto de una cátedra, sino caminando con la humanidad. Es justamente Jesús quien nos ha revelado al Padre y quien nos ha prometido el Espíritu Santo. Dios ha caminado con su pueblo en la historia del pueblo de Israel y Jesús ha caminado siempre con nosotros y nos ha prometido el Espíritu Santo que es fuego, que nos enseña todo lo que no sabemos, que dentro de nosotros nos guía, nos da buenas ideas y buenas inspiraciones.

Hoy alabamos a Dios no por un particular misterio, sino por Él mismo, «por su inmensa gloria», como dice el himno litúrgico. Le alabamos y le damos gracias porque es Amor, y porque nos llama a entrar en el abrazo de su comunión, que es la vida eterna.

Confiemos nuestra alabanza a las manos de la Virgen María. Ella, la más humilde entre las criaturas, gracias a Cristo ya ha llegado a la meta de la peregrinación terrena: está ya en la gloria de la Trinidad. Por esto María nuestra Madre, la Virgen, resplandece para nosotros como signo de esperanza segura. Es la Madre de la esperanza; en nuestro camino, en nuestra vía, Ella es la Madre de la esperanza. Es la Madre que también nos consuela, la Madre de la consolación y la Madre que nos acompaña en el camino. Ahora recemos a la Virgen todos juntos, a nuestra Madre que nos acompaña en el camino."

 

  

 

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN PENTECOSTÉS

 

Audiencia general. Miércoles 31 de mayo de 2000

 

Queridos hermanos y hermanas:

El Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del Espíritu Santo, presenta varios aspectos en los escritos neotestamentarios. Comenzaremos con el que nos delinea el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de escuchar. Es el más inmediato en la mente de todos, en la historia del arte e incluso en la liturgia.

San Lucas, en su segunda obra, sitúa el don del Espíritu dentro de una Teofanía, es decir, de una revelación divina solemne, que en sus símbolos remite a la experiencia de Israel en el Sinaí (cf. Ex 19). El fragor, el viento impetuoso, el fuego que evoca el fulgor, exaltan la trascendencia divina. En realidad, es el Padre quien da el Espíritu a través de la intervención de Cristo glorificado. Lo dice san Pedro en su discurso:  "Jesús, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado, como vosotros veis y oís" (Hch 2, 33). En Pentecostés, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, el Espíritu Santo "se manifiesta, da y comunica como Persona divina (...). En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad" (nn. 731-732).

2. En efecto, toda la Trinidad está implicada en la irrupción del Espíritu Santo, derramado sobre la primera comunidad y sobre la Iglesia de todos los tiempos como sello de la nueva Alianza anunciada por los profetas (cf. Jr 31, 31-34; Ez 36, 24-27), como confirmación del testimonio y como fuente de unidad en la pluralidad. Con la fuerza del Espíritu Santo, los Apóstoles anuncian al Resucitado, y todos los creyentes, en la diversidad de sus lenguas y, por tanto, de sus culturas y vicisitudes históricas, profesan la única fe en el Señor, "anunciando las maravillas de Dios" (Hch 2, 11).

Es significativo constatar que un comentario judío al Éxodo, refiriéndose al capítulo 10 del Génesis, en el que se traza un mapa de las setenta naciones que, según se creía, constituían la humanidad entera, las remite al Sinaí para escuchar la palabra de Dios:  "En el Sinaí la  voz  del Señor se dividió en setenta lenguas, para que todas las naciones pudieran comprender" (Éxodo Rabba', 5, 9). Así, también en el Pentecostés que relata san Lucas, la palabra de Dios, mediante los Apóstoles, se dirige a la humanidad para anunciar a todas las naciones, en su diversidad, "las maravillas de Dios" (Hch 2, 11).

3. Sin embargo, en el Nuevo Testamento hay otro relato que podríamos llamar el Pentecostés de San Juan. En efecto, en el cuarto Evangelio la efusión del Espíritu Santo se sitúa en la tarde misma de Pascua y se halla íntimamente vinculada a la Resurrección. Se lee en san Juan:  "Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo:  "La paz esté con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez:  "La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, también Yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:  "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"" (Jn 20, 19-23).

También en este relato de San Juan resplandece la gloria de la Trinidad:  de Cristo resucitado, que se manifiesta en su Cuerpo glorioso; del Padre, que está en la fuente de la misión apostólica; y del Espíritu Santo, derramado como don de paz. Así se cumple la promesa hecha por Cristo, dentro de esas mismas paredes, en los discursos de despedida a los discípulos:  "El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en Mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho" (Jn 14, 26). La presencia del Espíritu en la Iglesia está destinada al perdón de los pecados, al recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, en la actuación cada vez más profunda de la unidad en el amor.

El acto simbólico de soplar quiere evocar el acto del Creador que, después de modelar el cuerpo del hombre con polvo del suelo, "insufló en sus narices un aliento de vida" (Gn 2, 7). Cristo resucitado comunica otro soplo de vida, "el Espíritu Santo". La Redención es una nueva creación, obra divina en la que la Iglesia está llamada a colaborar mediante el ministerio de la reconciliación.

4. El apóstol San Pablo no nos ofrece un relato directo de la efusión del Espíritu, pero cita sus frutos con tal intensidad que se podría hablar de un Pentecostés paulino, también presentado en una perspectiva trinitaria. Según dos pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y a los Romanos, el Espíritu es el don del Padre, que nos transforma en hijos adoptivos, haciéndonos partícipes de la vida misma de la familia divina. Por eso afirma san Pablo:  "No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:  ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, también herederos:  herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8, 15-17; cf. Ga 4, 6-7).

Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos a Dios con el nombre familiar  abbá, que Jesús mismo usaba con respecto a su Padre celestial (cf. Mc 14, 36). Como Él, debemos caminar según el Espíritu en la libertad interior profunda:  "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23).

Concluyamos esta contemplación de la Santísima Trinidad  con una invocación de la liturgia de Oriente de las Vísperas de Pentecostés: 

 "Venid, pueblos, adoremos a la Divinidad en tres Personas:  el Padre, en el Hijo, con el Espíritu Santo. Porque el Padre, desde toda la eternidad, engendra un Hijo coeterno que reina con Él, y el Espíritu Santo está en el Padre, es glorificado con el Hijo, potencia única, sustancia única, divinidad única... ¡Gloria a Ti, Trinidad Santa!" .

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