
El Papa emérito
Benedicto XVI, en la
meditación antes de la
oración del
Ángelus
del 1 de noviembre de 2007, expresó:
"La Iglesia ha
establecido que a la fiesta de todos los Santos suceda
inmediatamente la Conmemoración de todos los fieles difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración a
los espíritus bienaventurados, que nos presenta hoy la liturgia
como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de
todas las naciones, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7,
9), se une la oración de sufragio por quienes nos han precedido
en el paso de este mundo a la vida eterna y les
dedicaremos a ellos de manera especial nuestra oración y por
ellos celebraremos el sacrificio Eucarístico. En verdad, cada
día la Iglesia nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también
los sufrimientos y los esfuerzos diarios para que, completamente
purificados, sean admitidos a gozar para siempre de la luz y la
paz del Señor."

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 2 de noviembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Después de celebrar la
Solemnidad de todos los Santos, la Iglesia nos invita
hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir
nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han
precedido y que han finalizado el camino terreno. En la
audiencia de hoy, por eso, quiero proponeros algunos
sencillos pensamientos sobre la realidad de la muerte,
que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la
Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la
vida eterna.
Como ya dije ayer
en el Ángelus,
en estos días se visita el cementerio para rezar por los
seres queridos que nos han dejado; es como ir a
visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro
afecto, para sentirlos todavía cercanos, recordando
también, de este modo, un artículo del Credo: en la
comunión de los santos hay un estrecho vínculo entre
nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los
numerosos hermanos y hermanas que ya han alcanzado la
eternidad.
El hombre desde siempre se ha preocupado
de sus muertos y ha tratado de darles una especie de
segunda vida a través de la atención, el cuidado y el
afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su
experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente
desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los
recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué
temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son
casi un espejo de su mundo.
¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte
sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra
sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra
mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos
concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de
toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos,
incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite
a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que
abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El
camino de la muerte, en realidad, es una senda de
esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así como
leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un
camino marcado por la esperanza de eternidad.
Pero nos preguntamos: ¿Por qué
experimentamos temor ante la muerte? ¿Por qué una gran
parte de la humanidad nunca se ha resignado a creer que
más allá de la muerte no existe simplemente la nada?
Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo
ante la muerte porque tenemos miedo a la nada, a este
partir hacia algo que no conocemos, que ignoramos. Y
entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no
podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado
durante toda una vida se borre improvisamente, que caiga
en el abismo de la nada. Sobre todo sentimos que el amor
requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar que la
muerte lo destruya en un momento.
También sentimos temor ante la muerte
porque, cuando nos encontramos hacia el final de la
existencia, existe la percepción de que hay un juicio
sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gestionado
nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de
sombra que, con habilidad, frecuentemente sabemos
remover o tratamos de remover de nuestra conciencia.
Diría que precisamente la cuestión del juicio, a menudo,
está implicada en el interés del hombre de todos los
tiempos por los difuntos, en la atención hacia las
personas que han sido importantes para él y que ya no
están a su lado en el camino de la vida terrena. En
cierto sentido, los gestos de afecto, de amor, que
rodean al difunto, son un modo de protegerlo basados en
la convicción de que esos gestos no quedan sin efecto
sobre el juicio. Esto lo podemos percibir en la mayor
parte de las culturas que caracterizan la historia del
hombre.
Hoy el mundo se ha vuelto, al menos
aparentemente, mucho más racional; o mejor, se ha
difundido la tendencia a pensar que toda realidad se
deba afrontar con los criterios de la ciencia
experimental, y que incluso a la gran cuestión de la
muerte se deba responder no tanto con la fe, cuanto
partiendo de conocimientos experimentales, empíricos.
Sin embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de
que precisamente de este modo se acaba por caer en
formas de espiritismo, intentando tener algún contacto
con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que
exista una realidad que, al final, sería una copia de la
presente.
Queridos amigos, la Solemnidad de todos
los Santos y la Conmemoración de todos los fieles
difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer
una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una
vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre
exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se
puede percibir empíricamente, la vida misma pierde su
sentido profundo. El hombre necesita eternidad, y
para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es
demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe
un Amor que supera todo aislamiento, incluso el de la
muerte, en una totalidad que trascienda también el
espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra su
sentido más profundo, solamente si existe Dios. Y
nosotros sabemos que Dios salió de su lejanía y se hizo
cercano, entró en nuestra vida y nos dice:
«Yo soy la
Resurrección y la Vida: el que cree en Mí, aunque haya
muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en Mí no
morirá para siempre» (Jn 11,
25-26).
Pensemos un momento en la escena del
Calvario y volvamos a escuchar las palabras que Jesús,
desde lo alto de la Cruz, dirige al malhechor
crucificado a su derecha: «En verdad te digo: hoy
estarás Conmigo en el paraíso» (Lc 23,
43). Pensemos en los dos discípulos que van hacia Emaús,
cuando, después de recorrer un tramo de camino con Jesús
Resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia
Jerusalén para anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24,
13-35). Con renovada claridad vuelven a la mente las
palabras del Maestro:
«No se turbe vuestro corazón,
creed en Dios y creed también en Mí. En la casa de mi
Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho,
porque me voy a prepararos un lugar»
(Jn 14,
1-2).
Dios se manifestó verdaderamente, se hizo
accesible, amó tanto al mundo «que entregó a su
Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca,
sino que tenga vida eterna» (Jn 3,
16), y en el supremo acto de amor de la Cruz,
sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció,
resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de
la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche
de la muerte que Él mismo cruzó; Él es el Buen Pastor, a
cuya guía nos podemos confiar sin ningún miedo, porque
Él conoce bien el camino, incluso a través de la
oscuridad.
Cada domingo reafirmamos esta verdad al
recitar el Credo. Y al ir a los cementerios y rezar con
afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una
vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe
en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran
esperanza y testimoniarla al mundo: tras el presente no
se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida
eterna da al cristiano la valentía de amar aún más
intensamente nuestra tierra y de trabajar por
construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera
y firme. Gracias.