LA VIRGEN MARÍA Y LA CUARESMA

"El Camino de María"

Newsletter 65

Que María, Mediadora de todas las Gracias, nos lleve de la mano y nos acompañe  durante esta Cuaresma  hacia la Pascua para poder contemplar al Señor Jesucristo Resucitado!

Marisa y Eduardo Vinante

Editores

 

Meditaciones diarias

1 - Conversión y penitencia

2 -
La cruz de cada día

3 -
Tiempo de penitencia

4 -
Salvar lo que estaba perdido

5 -
Las tentaciones de Jesús

6 - Existencia y actuación del demonio

7 -
La ayuda de los Ángeles Custodios

8 -
Confesar los pecados

9 -
La oración de petición

10 -
Tiempo de penitencia

11 -
Llamados a la santidad

12 -
Del Tabor al Calvario

13 - La conciencia, luz del alma

14 -
Humildad y espíritu de servicio

15 -
Beber el cáliz del Señor

16 -
Desprendimiento

17 -
Aborrecer el pecado

18 -
Todos somos como el hijo pródigo

19 -
El sentido de la mortificación

20 -
Docilidad y buenas disposiciones

21 -
Perdonar y disculpar

22 -
El crecimiento espiritual

23 -
Sinceridad y veracidad

24 -
El Amor de Dios

25 -
El fariseo y el publicano

26 -
La alegría en la Cruz

27 -
La oración personal

28 -  Lucha paciente contra los defectos

29 -
Unidad de vida

30 - 
La Santa Misa y la entrega personal

31 -
Reconocer a Cristo en los enfermos

32 -  Dar a conocer la doctrina de Cristo

33 -
Un clamor de justicia

34 -
Vete y no peques más

35 -
Mirar a Cristo. Vida de piedad

36 -
Corredimir con Cristo

37 -
Contemplar la Pasión

38 -
La Oración de Getsemaní

39 -
Prendimiento de Jesús

40 -
Entrada triunfal en Jerusalén

Semana Santa

Las negaciones de Pedro             

Ante Pilato: Jesucristo Rey           

Camino del Calvario

La Última Cena del Señor                 

Jesús muere en la Cruz                   

La sepultura del Cuerpo de Jesús     

La Resurrección de entre los muertos

 

 

María impulsa a la Iglesia y a los creyentes a cumplir siempre la voluntad del Padre, que nos ha manifestado Cristo. Las palabras que dirigió a los sirvientes, para el milagro de Caná, las repite a todas las generaciones de cristianos: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5).
Esa misma invitación nos la dirige María hoy a nosotros. Es una exhortación a entrar en el nuevo período de la historia con la decisión de realizar todo lo que Cristo dijo en el Evangelio en nombre del Padre y actualmente nos sugiere mediante el Espíritu Santo, que habita en nosotros.
Por consiguiente, las palabras: "Haced lo que él os diga", señalándonos a Cristo, nos remiten también al Padre, hacia el que nos encaminamos. Coinciden con la voz del Padre que resonó en el monte de la Transfiguración: "Este es mi Hijo amado (...), escuchadlo" (Mt 17, 5). Este mismo Padre, con la palabra de Cristo y la luz del Espíritu Santo, nos llama, nos guía y nos espera.
Nuestra santidad consiste en hacer todo lo que el Padre nos dice. El valor de la vida de María radica precisamente en el cumplimiento de la voluntad divina

(Juan Pablo II, María en el Camino hacia el Padre, 12 de enero de 2000)

- Dirigíos con frecuencia a María en vuestras oraciones, porque «jamás se oyó decir que ninguno de los que han acudido a su protección, implorado su socorro y pedido su intercesión haya sido desamparado de Ella».

- Totus Tuus. Esta fórmula no tiene solamente un carácter piadoso, no es una simple expresión de devoción: es algo más. La orientación hacia una devoción tal se afirmó en mí en el período en que, durante la segunda guerra mundial, trabajaba de obrero en una fábrica. En un primer momento me había parecido que debía alejarme un poco de la devoción mariana de la infancia, en beneficio de un cristianismo cristocéntrico. Gracias a san Luis Grignon de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de Dios es, sin embargo, cristocéntrica, más aún, que está profundamente arraigada en el Misterio trinitario de Dios, y en los misterios de la Encarnación y la Redención.

- María Santísima continúa siendo la amorosa consoladora en tantos dolores físicos y morales que afligen y atormentan a la humanidad. Ella conoce nuestros dolores y nuestras penas, porque también Ella ha sufrido, desde Belén al Calvario: «Y una espada atravesará tu alma.» María es nuestra Madre espiritual, y la madre comprende siempre a los propios hijos y los consuela en sus angustias.

- Además Ella ha recibido de Jesús en la cruz esa misión específica de amarnos, y amarnos sólo y siempre para salvarnos. María nos consuela sobre todo señalándonos al Crucificado y al paraíso.

- Madre de misericordia, Maestra de sacrificio escondido y silencioso, a ti, que sales al encuentro de nosotros, pecadores, te consagramos en este día todo nuestro ser y todo nuestro amor; te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.

- También os pueden llegar a vosotros momentos de cansancio, de desilusión, de amargura por las dificultades de la vida, por las derrotas sufridas, por la falta de ayudas y de modelos, por la soledad que lleva a la desconfianza y a la depresión, por la incertidumbre del futuro. Si alguna vez os encontráis en estas situaciones, recordad que el Señor, en el designio providencial de la creación y de la redención, ha querido poner junto a nosotros a María Santísima, que, lo mismo que el ángel para el profeta, está a nuestro lado, nos ayuda, nos exhorta, nos indica con su espiritualidad dónde están la luz y la fuerza para proseguir el camino de la vida. Siendo todavía joven, el padre Maximiliano Kolbe escribía desde Roma a su madre: «Cuántas veces en la vida, pero especialmente en los momentos más importantes, he experimentado la protección especial de la Inmaculada...! ¡Pongo en Ella toda mi confianza para el futuro!»
 
- Como esclava del Señor, María estuvo dispuesta a la entrega generosa, a la renuncia y al sacrificio a seguir a Cristo hasta la cruz. Ella exige de nosotros la misma actitud y disposición cuando nos señala a Cristo y nos exhorta: «Haced lo que Él os diga». María no quiere ligarnos a ella, sino que nos invita a seguir a su Hijo. Pero, para llegar a ser en verdad discípulos de Cristo, debemos -como Cristo mismo nos enseña- despojamos de nosotros mismos, liberamos de nuestra propia autocomplacencia y, como María, abandonamos enteramente en Cristo; debemos seguir su verdad, la que Él mismo nos ofrece como único camino hacia la vida verdadera y permanente.

Tenemos necesidad de ti, Santa María de la Cruz: de tu presencia amorosa.
Enséñanos a confiar en la providencia del Padre, que conoce  nuestras necesidades.
Muéstranos y danos a tu Hijo Jesús, camino, verdad y vida.
Haznos dóciles a la acción del Espíritu Santo, fuego que purifica y renueva.


Oh, Madre de los hombres y de los pueblos, tú que conoces todos sus sufrimientos y esperanzas, tú que sientes maternalmente todas las luchas entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas que invaden el mundo contemporáneo, acoge nuestro grito que, como movidos por el Espíritu Santo, elevamos directamente a tu corazón y abraza, con el amor de la Madre y de la Sierva, este nuestro mundo humano, que ponemos bajo tu confianza y te consagramos, llenos de inquietud por la suerte terrena y eterna de los hombres y de los pueblos.

- El Rosario es un coloquio confidencial con María, una conversación llena de confianza y abandono. Es confiarle nuestras penas, manifestarle nuestras esperanzas, abrirle nuestro corazón. Declararnos a su disposición para todo lo que ella, en nombre de su Hijo, nos pida. Prometerle fidelidad en toda circunstancia, incluso la más dolorosa y difícil, seguros de su protección, seguros de que si lo pedimos ella nos obtendrá siempre de su Hijo todas las gracias necesarias para nuestra salvación.

- Ella debe ahora acompañar vuestra vida. Debemos confiarle esta vida. Y la Iglesia nos propone justamente para ello una oración muy sencilla, el Rosario, ese Rosario que puede tranquilamente desgranarse al ritmo de nuestras jornadas. El Rosario, lentamente rezado y meditado, en familia, en comunidad, individualmente, os hará entrar poco a poco en los sentimientos de Cristo y de su Madre, evocando todos los acontecimientos que son la clave de nuestra salvación.
 
- Seguid amando el Santo Rosario y difundid su práctica en todos los ambientes en que os encontréis. Es una oración que os forma según las enseñanzas del Evangelio vivido, os educa el ánimo a la piedad, os da perseverancia en el bien, os prepara a la vida y, sobre todo, os lleva a ser amados de María Santísima, que os protegerá y defenderá de las insidias del mal. Rezad a la Virgen también por mí y yo os confío a cada uno a su protección maternal.

- En el rezo del Santo Rosario no se trata tanto de repetir fórmulas sino, más bien, de entrar en coloquio confidencial con María, de hablarle, de manifestarle las esperanzas, confiarle las penas, abrirle el corazón, declararle la propia disponibilidad para aceptar los designios de Dios, prometerle fidelidad en toda circunstancia, sobre todo en las más difíciles y dolorosas, seguros de su protección y convencidos de que obtendrá de su Hijo todas las gracias necesarias para nuestra salvación.

- ¡Corazón Inmaculado de María, ayúdanos a vencer el mal que con tanta facilidad arraiga en los corazones de los hombres de hoy y que con sus efectos inconmensurables pesa ya sobre nuestra época y parece cerrar los caminos del futuro!
 
- Toda su vida terrena fue una peregrinación de fe. Porque caminó como nosotros entre sombras y esperó en lo invisible. Conoció las mismas contradicciones de nuestra vida terrena. Se le prometió que a su Hijo se le daría el trono de David, pero cuando nació no hubo lugar para Él ni en la posada. Y María siguió creyendo. El ángel le dijo que su Hijo sería llamado Hijo de Dios; pero lo vio calumniado, traicionado y condenado, y abandonado a morir en la cruz como un ladrón. A pesar de ello, creyó María «que se cumplirían las palabras de Dios», y que «nada hay imposible para Dios».

- Esta Mujer de fe, María de Nazaret, Madre de Dios, se nos ha dado por modelo en nuestra peregrinación de fe. De María aprendemos a rendirnos a la voluntad de Dios en todas las cosas. De María aprendemos a confiar en Dios también cuando parece haberse eclipsado toda esperanza. De María aprendemos a amar a Cristo, Hijo suyo e Hijo de Dios.

- Si tenemos confianza en la Madre de Cristo, como la tuvieron los esposos de Caná de Galilea, podemos confiarle nuestras preocupaciones como lo hicieron ellos; y confiarle asimismo nuestras decisiones, las luchas interiores que acaso nos atormentan; podemos confiárselo todo a Ella, a la Virgen de la Confianza, a la Madre de nuestra entrega: «Yo me entrego a Ti; quiero dedicarme a Cristo, pero me confío a Ti como lo hicieron los esposos»; no fueron directamente a Cristo a pedirle un milagro, sino a María, confiaron a María sus preocupaciones y apuros. Claro está que al actuar así querían llegar a Cristo, querían provocar -por así decir- a Cristo y su poder mesiánico. Igualmente nosotros en nuestra vocación que es camino, camino espiritual hacia Cristo para ser de Cristo, para ser "alter Christus", también debemos acercarnos a esta Madre de nuestra entrega y darnos a Ella para entregarnos a Cristo, donamos a Cristo, dedicarnos a Cristo.

- No olvidéis que la Virgen ocupa, después de Cristo, el puesto más elevado y más cercano a nosotros, y que está unida con todos los hombres que necesitan de la salvación. Cuando esta Madre buena vislumbra nuestros límites, se acerca para socorrernos antes de que pidamos ayuda.

- «Haced lo que Él os diga» En estas palabras, María expresa sobre todo el secreto más profundo de su vida. En estas palabras, está toda Ella. Su vida, de hecho, ha sido un «Sí» profundo al Señor. Un «Sí» lleno de gozo y confianza. María, llena de gracia, Virgen Inmaculada, ha vivido toda su existencia, completamente disponible a Dios, perfectamente en acuerdo con su voluntad, incluso en los momentos más difíciles, que alcanzaron su punto culminante en el monte Calvario, al pie de la cruz. Nunca ha retirado su «Si», porque había entregado toda su vida en las manos de Dios: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. » (Juan Pablo II, Libro "Orar")

 
 

María Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado y crezca
en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia»  (Ef 2, 4),
para que haga libremente las buenas obras
que El le asignó (cf. Ef 2, 10) y,
de esta manera, toda su vida sea
«un himno a su gloria» (Ef 1, 12).

Juan Pablo II. Conclusión de la Carta-Encíclica "Veritaris Splendor"
 

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

 

LA MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS

 Audiencia General del miércoles 22 de febrero de 1984

NUESTRA ACTITUD ANTE EL SACRAMENTO DEL PERDÓN

Audiencia General del miércoles  22 de febrero de 1984

EL PECADO DEL HOMBRE Y EL PERDÓN DE DIOS

 Audiencia General del miércoles 24 de octubre de 2001 

 

LA MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS

 
 
Queridos hermanos y hermanas:
 
1. Hoy, la fiesta de la Cátedra de San Pedro Apóstol, en el Año de la Redención, adquiere un significado totalmente particular. Nos recuerda la misión que la Iglesia tiene en el perdón de los pecados.
  
El pasaje del Evangelio de Mateo (16, 13-19) que hemos escuchado contiene la que con frecuencia se llama "promesa" del ministerio de Pedro y de sus Sucesores en favor del Pueblo de Dios: "Y yo te digo -afirma Jesús-: que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos".
 
Sabemos que Cristo dio cumplimiento a esta "promesa" después de su resurrección, cuando mandó a Pedro: "Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-17). Sabemos también que el Señor Jesús confió de modo singular, "juntamente con Pedro y bajo la guía de Pedro (Ad gentes, 38), el "poder" de "atar" y "desatar", también a los Apóstoles y a sus sucesores, los obispos (cf. Mt 18, 18), y este poder está vinculado en cierta medida y por participación, también a los sacerdotes.  
 
Este "oficio" comprende campos muy amplios de aplicación, como la función de tutelar y de anunciar con un carisma cierto de verdad" (Dei Verbum, 8), la Palabra de Dios; la función de santificar sobre todo por medio de la celebración de los sacramentos; la función de regir a la comunidad cristiana por el camino de la fidelidad a Cristo en los diversos tiempos y en los diversos ambientes.  
 
2. Ahora, me apremia poner de relieve la tarea de la remisión de los pecados. Frecuentemente, según la experiencia de los fieles, constituye una dificultad importante precisamente el tener que presentarse al ministro del perdón. "¿Por qué -se objeta- manifestar a un hombre como yo mi situación más íntima e incluso mis culpas más secretas?" "¿Por qué -se objeta también- no dirigirme directamente a Dios o a Cristo, y tener, en cambio, que pasar por la mediación de un hombre para obtener el perdón de mis pecados?".
 
Estas y parecidas preguntas pueden tener una cierta aceptación por el "esfuerzo" que siempre exige un poco el sacramento de la penitencia. Pero, en el fondo, ponen de relieve una no comprensión o una no acogida del "misterio" de la Iglesia.  
 
Es cierto: el hombre que absuelve es un hermano que también se confiesa, porque, a pesar del afán por su santificación personal, está sujeto a los límites de la fragilidad humana. Sin embargo, el hombre que absuelve no ofrece el perdón de las culpas en nombre de dotes humanas peculiares de inteligencia, o de penetración sicológica; o de dulzura y afabilidad; no ofrece el perdón de las culpas tampoco en nombre de la propia santidad. Él, como es de desear, está invitado a hacerse cada vez más acogedor y capaz de transmitir la esperanza que se deriva de una pertenencia total a Cristo (cf. Gál 2, 20; 1 Pe 3, 15). Pero cuando alza la mano que bendice y pronuncia las palabras de la absolución, actúa "in persona Christi": no sólo como "representante", sino también y, sobre todo, como "instrumento" humano en el que está presente, de modo arcano y real, y actúa el Señor Jesús, el "Dios-con-nosotros", muerto y resucitado y que vive para nuestra salvación.
 
3. Bien considerado, a pesar de la molestia que puede provocar la mediación eclesial, es un método humanísimo, a fin de que el Dios que nos libera de nuestras culpas no se diluya en una abstracción lejana, que al fin se convertiría en una difuminada, irritante y desesperante imagen de nosotros mismos. Gracias a la mediación del ministro de la Iglesia este Dios se hace "próximo" a nosotros en la concreción de un corazón también perdonado.
 
Con esta perspectiva es como hay que preguntarse si la instrumentalidad de la Iglesia, en vez de ser contestada, no debería, más bien, ser deseada, puesto que responde a las esperanzas más profundas que se ocultan en el espíritu humano, cuando se acerca a Dios y se deja salvar por Él. El ministro del sacramento de la penitencia aparece así -dentro de la totalidad de la Iglesia- como una expresión singular de la "lógica" de la Encarnación, mediante la cual el Verbo hecho carne nos alcanza y nos libera de nuestros pecados.
 
"Cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos", dice Cristo a Pedro. Las "llaves del reino de los cielos" no fueron confiadas a Pedro y a la Iglesia para que se aprovechen de ellas a su propio arbitrio o para manipular las conciencias, sino a fin de que las conciencias sean liberadas en la Verdad plena del hombre, que es Cristo, "paz y misericordia" (cf. Gál 6, 16) para todos.

NUESTRA ACTITUD ANTE EL SACRAMENTO DEL PERDÓN

 
 

Permitid a Cristo que os encuentre.
¡Que conozca todo de vosotros!.
¡Que os guíe!

Nadie es capaz de lograr que lo pasado no haya ocurrido; ni el mejor psicólogo puede liberar a la persona del peso del pasado. Sólo lo puede lograr Dios, quien, con amor creador, marcã en nosotros un nuevo comienzo: esto es lo grande del sacramento del perdón: que nos colocamos cara a cara ante Dios, y cada uno es escuchado personalmente para ser renovado por Él.
 
Quizá algunos de vosotros habéis conocido la duda y la confusión; quizá habéis experimentado la tristeza y el fracaso cometiendo pecados graves. Éste es un tiempo de decisión. Ésta es la ocasión para aceptar a Cristo: aceptar su amistad y su amor, aceptar la verdad de su palabra y creer en sus promesas.

Y si, a pesar de vuestro esfuerzo personal por seguir a Cristo, alguna vez sois débiles no viviendo conforme a su ley de amor, a sus mandamientos, no os desaniméis! Cristo os sigue esperando! Él, Jesús, es el Buen Pastor que carga la oveja perdida sobre sus hombros y la cuida con cariño para que sane.

Gracias al amor y misericordia de Cristo, no hay pecado por grande que sea que no pueda ser perdonado; no hay pecador que sea rechazado. Toda persona que se arrepiente será recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso.

Sólo Cristo puede salvar al hombre, porque toma sobre sí su pecado y le ofrece la posibilidad de cambiar.

Siempre, pero especialmente en los momentos de desaliento y de angustia, cuando la vida y el mundo mismo parecen desplomarse, no olvidéis las palabras de Jesús: «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, que Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera.»

No nos debemos mirar tanto a nosotros mismos cuanto a Dios, y en Él debemos encontrar ese «suplemento» de energía que nos falta. ¿Acaso no es ésta la invitación que hemos escuchado de labios de Cristo: «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, que Yo os aliviaré»? Es Él la luz capaz de iluminar las tinieblas en que se debate nuestra inteligencia limitada; Él es la fuerza que puede dar vigor a nuestras flacas voluntades; Él es el calor capaz de derretir el hielo de nuestros egoísmos y devolver el ardor a nuestros corazones cansados.

Como cristianos que somos, debemos ofrecer nuestros recuerdos al Señor. Pensar en el pasado no modificará la realidad de vuestros sufrimientos o desengaños, pero puede cambiar el modo de valorarlos. Los jóvenes no llegan a comprender completamente la razón por la que los ancianos vuelven frecuentemente a pensar en el pasado ya lejano, pero esa reflexión tiene su sentido. Y cuando se realiza dentro de la oración puede resultar una fuente de reparación.

En el camino de vuestra vida, no abandonéis la compañía del Señor. Si la debilidad de la condición humana os llevase alguna vez a no cumplir los mandamientos de Dios, volved vuestra mirada a Jesús y gritadle: «Quédate con nosotros, vuelve, no te alejes.» Recuperad la luz de la gracia por el sacramento de la Penitencia.

Con El podemos encontrarnos siempre, por mucho que hayamos pecado, por muy alejados que nos sintamos, porque El está saliendo siempre a nuestro encuentro.

Dios es infinitamente grande en el amor. «Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, ei que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y revalorizado.»

No hay quien no necesite de esta liberación de Cristo, porque no hay quien, en forma más o menos grave, no haya sido y sea aún, en cierta medida, prisionero de sí mismo y de sus pasiones. Todos tenemos necesidad de conversión y de arrepentimiento; todos tenemos necesidad de la gracia salvadora de Cristo, que Él ofrece gratuitamente, a manos llenas. Él espera sólo que, como el hijo pródigo, digamos «me levantaré y volveré a la casa de mi Padre».

Juan Pablo II, "Reconcíliate con Dios" . Libro "Orar" 

NUESTRA ACTITUD ANTE EL SACRAMENTO DEL PERDÓN

Queridos hermanos y hermanas:

1. "Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios" (2 Cor 5, 20). En la oración común del miércoles pasado reflexionamos sobre el significado y el valor, incluso humano, del perdón, en cuanto ofrecido por la Iglesia por medio del ministro del sacramento de la penitencia.   
 
Hoy, y en las próximas semanas, quisiera continuar considerando los gestos, a los que estamos llamados cuando nos acercamos al sacramento del perdón. Se trata de acciones muy sencillas, de palabras muy corrientes, pero que ocultan toda la riqueza de la presencia de Dios y nos exigen la disponibilidad a dejarnos formar según la pedagogía de Cristo, continuada y aplicada por la sabiduría materna de la Iglesia. 
2. Cuando nosotros, creyentes, salimos de nuestras casas y de la vida cotidiana para dirigirnos a recibir la misericordia del Señor, que nos libera de nuestras culpas en el sacramento de la reconciliación, ¿cuáles son las convicciones y los sentimientos que debemos alimentar en el espíritu?   
 
En primer lugar, debemos estar seguros de que la nuestra es ya una "respuesta". A una mirada superficial le puede parecer extraña esta observación. Se nos puede preguntar: ¿No somos nosotros -únicamente nosotros- los que asumimos la iniciativa de pedir el perdón de los pecados? ¿No somos nosotros -únicamente nosotros- los que nos damos cuenta del peso de nuestras culpas y de los desvíos de nuestra vida, los que nos percatamos de la ofensa hecha al amor de Dios, y, por lo tanto, los que nos decidimos a la opción de abrirnos a la misericordia?

Ciertamente, también se exige nuestra libertad. Dios no impone su perdón al que rehusa aceptarlo. Y, sin embargo, esta libertad tiene raíces más profundas y metas más altas de todo lo que nuestra conciencia llega a comprender. Dios, que en Cristo es la viviente y suprema misericordia, está "antes" que nosotros y antes que nuestra invocación para ser reconciliados. Nos espera. Nosotros no nos apartaríamos de nuestro pecado, si Dios no nos hubiera ofrecido ya su perdón. "A la verdad, Dios estaba  reconciliando al mundo consigo en Cristo" (San Pablo, 2 Cor 5, 18). Más aún: No nos decidiríamos a abrirnos al perdón, si Dios, mediante el Espíritu que Cristo nos ha dado, no hubiera ya realizado en nosotros pecadores un impulso de cambio de existencia, como es, precisamente, el deseo y la voluntad de conversión. "Os lo pedimos  dejaos reconciliar con Dios" (San Pablo, 2 Cor 5, 20). En apariencia, somos nosotros quienes damos los primeros pasos; en realidad, en el comienzo de nuestra reforma de vida está el Señor que nos ilumina y nos solicita. Le seguimos a Él, nos adaptamos a su iniciativa. La gratitud debe llenarnos el corazón antes aún de ser liberados de nuestras culpas mediante la absolución de la Iglesia.

3. Una segunda certeza debe animarnos cuando nos dirigimos al sacramento de la penitencia. Estamos invitados a acoger un perdón que no se limita a "olvidar" el pasado, como si extendiera sobre él un velo efímero, sino que nos lleva a un cambio radical de la mente, del corazón y de la conducta, de manera que nos convertimos, gracias a Cristo, en "justicia de Dios" (2 Cor 5, 21). 
 
Efectivamente, Dios es un dulcísimo, pero también un exigentísimo amigo. Cuando se le encuentra, ya no es posible continuar viviendo como si no se le hubiese encontrado. Pide que se le siga no por los caminos que nosotros habíamos determinado recorrer, sino por los que Él ha señalado para nosotros. Se le da algo de la existencia, y poco a poco nos damos cuenta de que la está pidiendo toda.
 
Una religión exclusivamente consoladora es una fábula, que sólo comparte quien aún no ha experimentado la comunión con Dios. Esta comunión ofrece también las gratificaciones más profundas, pero las ofrece dentro de un esfuerzo inagotable de conversión.

4. En particular -y es un tercer aspecto del camino hacia el sacramento de la reconciliación- el Señor Jesús nos pide que estemos dispuestos a perdonar, por parte nuestra, a los hermanos, si queremos recibir su perdón. La costumbre de ciertas tradiciones cristianas de intercambiarse los fieles más cercanos el signo de la paz antes de dirigirse al sacramento de la misericordia de Dios, traduce con un gesto el imperativo evangélico: "Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras faltas" (Mt 6, 14-15).

Esta observación adquiere toda su importancia, si se piensa que el pecado, aún el más secreto y personal, es siempre una herida hecha a la Iglesia (cf. Lumen gentium, 11), y si se piensa que la concesión del perdón de Dios, aún cuando sea, de modo peculiar e indelegable, acto del ministro del sacramento de la penitencia -el sacerdote-, siempre tiene lugar en el contexto de una comunidad que ayuda y sostiene y vuelve a acoger al pecador con la oración, con la unión al sufrimiento de Cristo y con el espíritu de fraternidad que deriva de la muerte y resurrección del Señor Jesús (cf. Lumen gentium, 11).   
 
Escuchemos, pues, queridísimos hermanos y hermanas, la invitación del Apóstol Pablo, como si Dios mismo nos exhortase por medio de él: "¡Dejémonos reconciliar con Dios!".

EL PECADO DEL HOMBRE Y EL PERDÓN DE DIOS

 
 

SALMO 50 - Miserere

3Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
4lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

5Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
6contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
7Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

8Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
9Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.

10Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
11Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

12Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
13no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

14Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
15enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

16Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
17Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.

18Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
19Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.

20Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
21entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos escuchado el Miserere, una de las oraciones más célebres del Salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde innumerables corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso.

La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50, 1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el Salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50, 12; Jr 31, 31-34; Ez 11, 19; 36, 24-28).

2. Son dos los horizontes que traza el salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3-11), en donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia:  "Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre" (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda de que corresponde bien a ella, pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El Salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.

3. El primer vocablo, hattá, significa literalmente "no dar en el blanco":  el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo.

El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de "torcer", "doblar". Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías:  "¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!" (Is 5, 20). Precisamente por este motivo, en la Biblia  la  conversión  se indica como un "regreso"  (en  hebreo  shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.

La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.

4. Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante:  infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.

Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo:  "Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo:  "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad" (Homilías sobre los Salmos, Florencia 1991, pp. 247-249).

5. La riqueza del salmo 50 merecería una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando volverá a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran súplica bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal:  "Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces" (v. 6).

Luego se aprecia en el Salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión:  el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13).

Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que "borra, lava y limpia" al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). "Aunque nuestros pecados -afirmaba Santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una  sola  cosa:   que  el  pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza  en  tu  misericordia y en tu misericordia acaba". (M. Winowska, El icono del Amor misericordioso. El mensaje de sor Faustina, Roma 1981, p. 271). 

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Los temas que se desarrollarán  en nuestra Newsletter, son los siguientes:

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