EL CAMINO DE MARIA

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"El Camino de María"

Newsletter 59

Marisa y Eduardo Vinante

Directores de Contenido

Semana de Oración  por la  Unidad de los Cristianos.

18-25-enero-2004 

Textos bíblicos, meditaciones y oraciones para el octavario

Día 1

Día 2

Día 3

Día 4

Día 5

Día 6

Día 7

Día 8

 "Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que asistió con sus oraciones a la naciente Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos tanto los que se honran con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e Indivisible Trinidad."

 (Constitución Dogmática "Lumen Gentium", 69)

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25 de enero de 2004

1. Hoy, fiesta de la conversión del apóstol Pablo, se concluye la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en la que, en todo rincón de la tierra, los cristianos han rezado juntos para que se realice su plena comunión, según la voluntad del Señor. «Ut unum sint - que todos sean uno» (Juan 17, 21). La ardiente invocación de Jesús en el Cenáculo sigue recordando a las comunidades cristianas que la unidad es un don que hay que acoger y desarrollar de manera cada vez más profunda.

2. La unidad de los cristianos ha sido un anhelo constante de mi pontificado y sigue siendo una prioridad exigente de mi ministerio. En la carta apostólica «Novo millennio ineunte», al final del Jubileo, quise recordar que el anhelo de Cristo es «imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene y saludable reproche por nuestra desidia y estrechez de corazón» (n. 48).

¡Que no desfallezca por tanto nunca el compromiso de rezar por la unidad y de buscarla incesantemente! Obstáculos, dificultades e incluso incomprensiones y fracasos no pueden y no deben desalentarnos pues la «confianza de poder alcanzar, incluso en la historia, la comunión plena y visible de todos los cristianos se apoya en la plegaria de Jesús, no en nuestras capacidades» (Cf. ibídem).

3. Invocamos ahora con confianza a María, Madre de Cristo y de la Iglesia, para que nos apoye y acompañe en el camino ecuménico.

(Juan Pablo II, Angelus, domingo 24-1-2005)

 

María y la Oración  de la Iglesia

ROGAR A CRISTO
CON MARIA
 
"...Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza para ser escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Mt 7, 7). El fundamento de esta eficacia de la oración es la bondad del Padre, pero también la mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2, 1) y la acción del Espíritu Santo, que «intercede por nosotros» (Rm 8, 26-27) según los designios de Dios. En efecto, nosotros «no sabemos cómo pedir» (Rm 8, 26) y a veces no somos escuchados porque pedimos mal (cf. St 4, 2-3).

Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro corazón, interviene María con su intercesión materna. «La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María». (Catecismo de la Iglesia Católica, 2679.) Efectivamente, si Jesús, único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, pura transparencia de Él, muestra el Camino, y «a partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios». (Ibíd., 2675.) En las bodas de Caná, el Evangelio muestra precisamente la eficacia de la intercesión de María, que se hace portavoz ante Jesús de las necesidades humanas: «No tienen vino» (Jn 2, 3).
(Rosarium Virginis Mariae, 16)

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

 

LA ORACIÓN A MARÍA

Audiencia Semanal, miércoles 5 de noviembre de 1997

COMO SALPICAR EL DÍA CON ORACIÓN

Audiencia Semanal, miércoles 4 de abril de 2001

 LA ORACIÓN A MARÍA 

 

NATURALEZA DEL CULTO MARIANO

 
El Concilio Vaticano II afirma que el culto a la Santísima Virgen «tal como ha existido siempre en la Iglesia, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración, que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» (Lumen Gentium, 66).
Con estas palabras la constitución Lumen gentium reafirma las características del culto mariano. La veneración de los fieles a María, aun siendo superior al culto dirigido a los demás santos, es inferior al culto de adoración que se da a Dios, y es esencialmente diferente de éste. Con el término «adoración» se indica la forma de culto que el hombre rinde a Dios, reconociéndolo Creador y Señor del universo. El cristiano, iluminado por la revelación divina, adora al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Al igual que al Padre, adora a Cristo, Verbo encarnado, exclamando con el Apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Por último, en el mismo acto de adoración incluye al Espíritu Santo, que «con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria», como recuerda el Símbolo niceno-constantinopolitano.
Ahora bien, los fieles, cuando invocan a María como «Madre de Dios» y contemplan en ella la más elevada dignidad concedida a una criatura, no le rinden un culto igual al de las Personas divinas. Hay una distancia infinita entre el culto mariano y el que se da a la Trinidad y al Verbo encarnado.
Por consiguiente, incluso el lenguaje con el que la comunidad cristiana se dirige a la Virgen, aunque a veces utiliza términos tomados del culto a Dios, asume un significado y un valor totalmente diferentes. Así, el amor que los creyentes sienten hacia María difiere del que deben a Dios: mientras al Señor se le ha de amar sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (ver Mt 22,37), el sentimiento que tienen los cristianos hacia la Virgen es, en un plano espiritual, el afecto que tienen los hijos hacia su madre.
 
 

Juan Pablo II, Audiencia semanal, 22-octubre-1997)

 

LA ORACIÓN A MARÍA

Amadísimos hermanos y hermanas: 

1. A lo largo de los siglos el culto mariano ha experimentado un desarrollo ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas tradicionales dedicadas a la Madre del Señor, ha visto florecer innumerables expresiones de piedad, a menudo aprobadas y fomentadas por el Magisterio de la Iglesia.
Muchas devociones y plegarias marianas constituyen una prolongación de la misma liturgia y a veces han contribuido a enriquecerla, como en el caso del Oficio en honor de la Bienaventurada Virgen María y de otras composiciones que han entrado a formar parte del Breviario.

La primera invocación mariana que se conoce se remonta al siglo III y comienza con las palabras: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios...». Pero la oración a la Virgen más común entre los cristianos desde el siglo XIV es el «Ave María».

Repitiendo las primeras palabras que el ángel dirigió a María, introduce a los fieles en la contemplación del misterio de la Encarnación. La palabra latina «Ave», que corresponde al vocablo griego cañre, constituye una invitación a la alegría y se podría traducir como «Alégrate». El himno oriental «Akáthistos» repite con insistencia este «Alégrate». En el Ave María llamamos a la Virgen «llena de gracia» y de este modo reconocemos la perfección y belleza de su alma.

La expresión «El señor está contigo» revela la especial relación personal entre Dios y María, que se sitúa en el gran designio de la alianza de Dios con toda la humanidad. Además, la expresión «Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús», afirma la realización del designio divino en el cuerpo virginal de la Hija de Sión.

Al invocar «Santa María, Madre de Dios», los cristianos suplican a aquella que por singular privilegio es Inmaculada Madre del Señor: «Ruega por nosotros pecadores», y se encomiendan a ella ahora y en la hora suprema de la muerte.
 
2. También la oración tradicional del Angelus invita a meditar el misterio de la Encarnación, exhortando al cristiano a tomar a María como punto de referencia en los diversos momentos de su jornada para imitarla en su disponibilidad a realizar el plan divino de la salvación. Esta oración nos hace revivir el gran evento de la historia de la humanidad, la Encarnación, al que hace ya referencia cada «Ave María». He aquí el valor y el atractivo del Angelus, que tantas veces han puesto de manifiesto no sólo teólogos y pastores, sino también poetas y pintores.

En la devoción mariana ha adquirido un puesto de relieve el Santo Rosario, que a través de la repetición del «Ave María» lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta plegaria sencilla, que alimenta el amor del pueblo cristiano a la Madre de Dios, orienta más claramente la plegaria mariana a su fin: la glorificación de Cristo.

El Papa Pablo VI, como sus predecesores, especialmente León XIII, Pío XII y Juan XXIII, tuvo en gran consideración el rezo del Rosario y recomendó su difusión en las familias. Además, en la exhortación apostólica Marialis cultus, ilustró su doctrina, recordando que se trata de una «oración evangélica, centrada en el misterio de la Encarnación redentora», y reafirmando su «orientación claramente cristológica»
.
A menudo, la piedad popular une al rosario las Letanías, entre las cuales las más conocidas son las que se rezan en el santuario de Loreto y por eso se llaman «lauretanas».
Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona de María para captar la riqueza espiritual que el amor del Padre ha derramado en ella.
 
3. Como la liturgia y la piedad cristiana demuestran, la Iglesia ha tenido siempre en gran estima el culto a María, considerándolo indisolublemente vinculado a la fe en Cristo. En efecto, halla su fundamento en el designio del Padre, en la voluntad del Salvador y en la acción inspiradora del Paráclito.

La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salvación y la gracia, está llamada a desempeñar un papel relevante en la redención de la humanidad. Con la devoción mariana los cristianos reconocen el valor de la presencia de María en el camino hacia la salvación, acudiendo a ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo, saben que pueden contar con su maternal intercesión para recibir del Señor cuanto necesitan para el desarrollo de la vida divina y a fin de alcanzar la salvación eterna.

Como atestiguan los numerosos títulos atribuidos a la Virgen y las peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla en sus necesidades diarias.
Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer insensible ante las necesidades materiales y espirituales de sus hijos.

Así, la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza y la espontaneidad, contribuye a infundir serenidad en la vida espiritual y hace progresar a los fieles por el camino exigente de las bienaventuranzas.
 
4. Finalmente, queremos recordar que la devoción a María dando relieve a la dimensión humana de la Encarnación, ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías y los sufrimientos de la humanidad, el «Dios con nosotros», que ella concibió como hombre en su seno purísimo, engendró, asistió y siguió con inefable amor desde los días de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección.

CÓMO SALPICAR EL DÍA CON LA ORACIÓN

 
  

REZAR CON LAS MISMAS PALABRAS UTILIZADAS POR JESÚS

 
En la carta apostólica «Novo millennio ineunte» he manifestado mi deseo de que la Iglesia se caracterice cada vez más por el arte de la oración, aprendiéndola siempre de manera renovada de los labios del divino Maestro (cf. n. 32). Este compromiso debe ser vivido especialmente en la Liturgia, fuente y culmen de la vida eclesial. En esta línea es importante prestar una mayor atención pastoral a la promoción de la Liturgia de las Horas, como oración de todo el Pueblo de Dios (cf. ibídem, 34). De hecho, si bien los sacerdotes y los religiosos tienen un preciso deber de celebrarla, se propone vivamente también a los laicos. Este fue el objetivo que se planteó hace ya 30 años, mi venerado predecesor, Pablo VI, con la constitución «Laudis canticum» en la que determinaba el modelo vigente de esta oración, con el deseo de que los Salmos y los Cánticos, que dan ritmo a la Liturgia de las Horas, fueran comprendidos «con amor renovado por el Pueblo de Dios» (AAS 63 [1971], 532).

Es un dato alentador el que muchos laicos, tanto en las parroquias como en las agregaciones eclesiales, hayan aprendido a valorarla. Ahora bien, es una oración que para ser plenamente gustada requiere una adecuada formación catequética y bíblica.

Con este objetivo comenzamos hoy una serie de catequesis sobre los Salmos y los Cánticos propuestos en la oración matutina de las Laudes. Deseo de este modo alentar y ayudar a todos a rezar con las mismas palabras utilizadas por Jesús y presentes desde hace milenios en la oración de Israel y en la de la Iglesia.

 (Juan Pablo II, Audiencia 28 de marzo de 2001, 1)

 

SALMO 69

 
DIOS MÍO, VEN EN MI AUXILIO
Dios mío, dígnate a librarme;
Señor, date prisa en socorrerme.

Sufran una derrota ignominiosa
los que me persiguen a muerte;
vuelvan la espalda afrentados
los que traman mi daño;
que se retiren avergonzados
los que se ríen de mí.

Alégrense y gocen contigo
todos los que te buscan;
y digan siempre: "Dios es grande",
los que desean tu salvación.

Yo soy pobre y desgraciado:
Dios mío, socórreme,
que tú eres mi auxilio y mi liberación.
¡Señor, no tardes!

COMO SALPICAR EL DÍA CON ORACIÓN

1. Antes de emprender el comentario de los diferentes salmos y cánticos de alabanza, hoy vamos a terminar la reflexión introductiva comenzada con la catequesis pasada. Y lo hacemos tomando pie de un aspecto muy apreciado por la tradición espiritual: al cantar los salmos, el cristiano experimenta una especie de sintonía entre el Espíritu, presente en las Escrituras, y el Espíritu que habita en él por la gracia bautismal. Más que rezar con sus propias palabras, se hace eco de esos «gemidos inefables» de que habla San Pablo (cf. Romanos 8, 26), con los que el Espíritu del Señor lleva a los creyentes a unirse a la invocación característica de Jesús: «¡Abbá, Padre!» (Romanos 8, 15; Gálatas 4, 6).

Los antiguos monjes estaban tan seguros de esta verdad, que no se preocupaban por cantar los salmos en su propio idioma materno, pues les era suficiente la conciencia de ser, en cierto sentido, «órganos» del Espíritu Santo. Estaban convencidos de que su fe permitía liberar de los versos de los salmos una particular «energía» del Espíritu Santo. La misma convicción se manifiesta en la característica utilización de los salmos, llamada «oración jaculatoria» --que procede de la palabra latina «iaculum», es decir «dardo»-- para indicar brevísimas expresiones de los salmos que podían ser «lanzadas» como puntas encendidas, por ejemplo, contra las tentaciones. Juan Casiano, un escritor que vivió entre los siglos IV y V, recuerda que algunos monjes descubrieron la extraordinaria eficacia del brevísimo «incipit» del Salmo 69: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», que desde entonces se convirtió en el portal de entrada de la «Liturgia de las Horas» (cf. «Conlationes», 10,10: CPL 512,298 s. s.).

2. Junto a la presencia del Espíritu Santo, otra dimensión importante es la de la acción sacerdotal que Cristo desempeña en esta oración, asociando consigo a la Iglesia, su esposa. En este sentido, refiriéndose precisamente a la «Liturgia de las Horas», el Concilio Vaticano II enseña: «El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, […] une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. Porque esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que, sin cesar, alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino» («Sacrosanctum Concilium», 83).

De modo que la «Liturgia de las Horas» tiene también el carácter de oración pública, en la que la Iglesia está particularmente involucrada. Es iluminador entonces redescubrir cómo la Iglesia ha definido progresivamente este compromiso específico de oración salpicada a través de las diferentes fases del día. Es necesario para ello remontarse a los primeros tiempos de la comunidad apostólica, cuando todavía estaba en vigor una relación cercana entre la oración cristiana y las así llamadas «oraciones legales» --es decir, prescritas por la Ley de Moisés--, que tenían lugar a determinadas horas del día en el Templo de Jerusalén. Por el libro de los Hechos de los Apóstoles sabemos que los apóstoles «acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu» (2, 46), y que «subían al Templo para la oración de la hora nona» (3,1). Por otra parte, sabemos también que las «oraciones legales» por excelencia eran precisamente las de la mañana y la noche.

3. Con el pasar del tiempo, los discípulos de Jesús encontraron algunos salmos particularmente apropiados para determinados momentos de la jornada, de la semana o del año, percibiendo en ellos un sentido profundo relacionado con el misterio cristiano. Un autorizado testigo de este proceso es san Cipriano, quien a la mitad del siglo III escribe: «Es necesario rezar al inicio del día para celebrar en la oración de la mañana la resurrección del Señor. Esto corresponde con lo que indicaba el Espíritu Santo en los salmos con las palabras: "Atiende a la voz de mi clamor, oh mi Rey y mi Dios. Porque a ti te suplico. Señor, ya de mañana oyes mi voz; de mañana te presento mi súplica, y me quedo a la espera" (Salmo 5, 3-4). […] Después, cuando el sol se pone al acabar del día, es necesario ponerse de nuevo a rezar. De hecho, dado que Cristo es el verdadero sol y el verdadero día, al pedir con la oración que volvamos a ser iluminados en el momento en el que terminan el sol y el día del mundo, invocamos a Cristo para que regrese a traernos la gracia de la luz eterna» («De oratione dominica», 35: PL 39,655).

4. La tradición cristiana no se limitó a perpetuar la judía, sino que trajo algunas innovaciones que caracterizaron la experiencia de oración vivida por los discípulos de Jesús. Además de recitar en la mañana y en la tarde el Padrenuestro, los cristianos escogieron con libertad los salmos para celebrar su oración cotidiana. A través de la historia, este proceso sugirió utilizar determinados salmos para algunos momentos de fe particularmente significativos. Entre ellos, en primer lugar se encontraba la «oración de la vigilia», que preparaba para el Día del Señor, el domingo, en el que se celebraba la Pascua de Resurrección.

Algo típicamente cristiano fue después el añadir al final de todo salmo e himno la doxología trinitaria, «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo». De este modo, todo salmo e himno fue iluminado por la plenitud de Dios.

5. La oración cristiana nace, se nutre y desarrolla en torno al acontecimiento por excelencia de la fe, el Misterio pascual de Cristo. Así, por la mañana y en la noche, al amanecer y al atardecer, se recordaba la Pascua, el paso del Señor de la muerte a la vida. El símbolo de Cristo «luz del mundo» es representado por la lámpara durante la oración de las Vísperas, llamada también por este motivo «lucernario». Las «horas del día» recuerdan, a su vez, la narración de la pasión del Señor, y la «hora tercia» la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. La «oración de la noche», por último, tiene un carácter escatológico, pues evoca la recomendación hecha por Jesús en espera de su regreso (cf. Marcos 13, 35-37).

Al ritmar de este modo su oración, los cristianos respondieron al mandato del Señor de «rezar sin cesar» (cf. Lucas 18,1; 21,36; 1 Tesalonicenses 5, 17; Efesios 6, 18), sin olvidar que toda la vida tiene que convertirse en cierto sentido en oración. En este sentido, Orígenes escribe: «Reza sin pausa quien une la oración con las obras y las obras con la oración» («Sobre la oración», XII,2: PG 11,452C).

Este horizonte, en su conjunto, constituye el hábitat natural de la recitación de los Salmos. Si son sentidos y vividos de este modo, la «doxología trinitaria» que corona todo salmo se convierte, para cada creyente en Cristo, en un volver a bucear, siguiendo la ola del espíritu y en comunión con todo el pueblo de Dios, en el océano de vida y paz en el que ha sido sumergido con el Bautismo, es decir, en el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

REDEMPTORIS MATER - Punto 10

 María ha sido redimida "de un modo eminente": fue preservada de la herencia del pecado original

La Carta a los Efesios, al hablar de la «historia de la gracia» que «Dios Padre ... nos agració en el Amado», añade: «En él tenemos por medio de su sangre la redención» (Ef 1, 7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes de la Iglesia, esta «gloria de la gracia» se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida «de un modo eminente».24 En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido preservada de la herencia del pecado original.25 De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el « Amado », el Hijo del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida como madre, en el orden de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla «madre de su Progenitor» 26 y en saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: «hija de tu Hijo».27 Y dado que esta «nueva vida» María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la llama «llena de gracia».

(Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Mater, 10)

 

NOVO MILLENNIO INEUNTE - Punto 4

  EL ENCUENTRO CON CRISTO, HERENCIA DEL GRAN JUBILEO
 

4. «Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente» (Ap 11,17). En la Bula de convocatoria del Jubileo auguraba que la celebración bimilenaria del misterio de la Encarnación se viviera como un «único e ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad y a la vez como camino de reconciliación y como signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia». La experiencia del año jubilar se ha movido precisamente en estas dimensiones vitales, alcanzando momentos de intensidad que nos han hecho como tocar con la mano la presencia misericordiosa de Dios, del cual procede « toda dádiva buena y todo don perfecto » (St 1,17). 

Pienso, sobre todo, en la dimensión de la alabanza. Desde ella se mueve toda respuesta auténtica de fe a la revelación de Dios en Cristo. El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura, y después de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio de los profetas, «últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hb 1,1-2). 

¡En estos días! Sí, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil años de historia han pasado sin disminuir la actualidad de aquel «hoy» con el que los ángeles anunciaron a los pastores el acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jesús en Belén: «Hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, que es Cristo el Señor» (Lc 2,11). Han pasado dos mil años, pero permanece más viva que nunca la proclamación que Jesús hizo de su misión ante sus atónitos conciudadanos en la Sinagoga de Nazaret, aplicando a sí mismo la profecía de Isaías: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Han pasado dos mil años, pero siente siempre consolador para los pecadores necesitados de misericordia —y ¿quién no lo es?— aquel «hoy» de la salvación que en la Cruz abrió las puertas del Reino de Dios al ladrón arrepentido: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43)
(Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, 4  (6-enero-2001)

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