EL CAMINO DE MARIA

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"El Camino de María"

Newsletter 58

Marisa y Eduardo Vinante

Directores de Contenido

Semana de Oración  por la  Unidad de los Cristianos.

18-25-enero-2004 

Textos bíblicos, meditaciones y oraciones para el octavario

Día 1

Día 2

Día 3

Día 4

Día 5

Día 6

Día 7

Día 8

 

María, Madre de la Unidad y de la Esperanza
 

EL MUNDO SEDIENTO DE PAZ NECESITA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS
 
1. «Mi paz os doy». Estas palabras de Jesús, tomadas del Evangelio de Juan (Cf. 14, 27), constituyen el tema de la anual Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que hoy comienza. Es significativo que el tema haya sido propuesto por las Iglesias de Oriente Medio, donde la unidad y la paz son las prioridades más sentidas.

Durante los próximos ocho días, en todas las partes del mundo, los cristianos de las diferentes confesiones y tradiciones se reunirán para pedir intensamente al Señor que refuerce el compromiso común por su plena unidad. Lo harán precisamente a partir de la riqueza contenida en la promesa de Cristo, meditando, día a día, en su don evangélico de la paz y en los compromisos que ésta comporta.

2. Al prometer su paz, Cristo aseguró a los discípulos el apoyo en las pruebas. Y, ¿no es acaso una prueba dolorosa la duradera división entre los cristianos? Por este motivo, sienten la profunda necesidad de dirigirse a su único Señor para que les ayude a vencer la tentación del desaliento en el difícil camino que lleva a la comunión plena.

En un mundo sediento de paz, es urgente que las comunidades cristianas anuncien el Evangelio de manera acorde. Es indispensable que testimonien el Amor divino que les une y que lleven alegría, esperanza, y paz, convirtiéndose en levadura de nueva humanidad.

3. Deseo de corazón que esta Semana de Oración produzca abundantes frutos para la causa de la unidad de los cristianos. Que sea una ocasión propicia para que quienes creen en Cristo se intercambien un abrazo fraterno, en la paz del Señor. Que la intercesión materna de la Virgen María, madre de Cristo, nos alcance este don.
 
(Juan Pablo II, Alocución antes del rezo del Ángelus. 18/01 2004)

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

 

MARÍA, MADRE DE LA UNIDAD Y DE LA ESPERANZA

Audiencia Semanal, miércoles 12 de noviembre de 1997

LA IGLESIA Y LA UNIDAD DE TODOS LOS CRISTIANOS

 Redemptoris Mater, puntos 29 a 34

 MARÍA, MADRE DE LA UNIDAD Y DE LA ESPERANZA

 

EL MUNDO ANHELA LA PAZ

TIENE NECESIDAD DE PAZ

 
1. «Mi paz os doy» (Cf. Juan 14, 27). La semana de oración y reflexión por la unidad de los cristianos de este año está centrada en las palabras pronunciadas por Jesús en la Última Cena. Se trata, en un cierto sentido, de su testamento espiritual. La promesa hecha a los discípulos encontrará su realización plena en la resurrección de Cristo. Al aparecerse en el Cenáculo a los once, les dirigirá en tres ocasiones el saludo: «Mi paz os doy» (Juan 20, 19).

El don ofrecido a los apóstoles no es, por tanto, una «paz» cualquiera, sino la misma paz de Cristo: «mi paz», como Él dice. Y para darse a entender explica de manera más sencilla: «os dejo la paz», «no os la doy como la da el mundo» (Juan 14, 27).

El mundo anhela la paz, tiene necesidad de paz --hoy como ayer--, pero con frecuencia la busca con medios inadecuados, en ocasiones incluso con el recurso a la fuerza o con el equilibrio de potencias contrapuestas. En estas situaciones, el hombre vive con el corazón turbado por el miedo y la incertidumbre. La paz de Cristo, sin embargo, reconcilia los espíritus, purifica los corazones, convierte las mentes.

2. El tema de la «Semana de oración por la unidad de los cristianos» ha sido propuesto este año por un grupo ecuménico dela ciudad de Alepo, en Siria. Esto me lleva a recordar la peregrinación que tuve la alegría de realizar a Damasco. En particular, recuerdo con gratitud la cálida acogida que me ofrecieron los dos patriarcas ortodoxos y el greco-católico. Aquel encuentro sigue siendo un signo de esperanza en el camino ecuménico. El ecumenismo, sin embargo, como recuerda el Concilio Vaticano II, no es auténtico si no se da una «conversión interior. En efecto, los deseos de la unidad surgen y maduran de la renovación del alma, de la abnegación de sí mismo y de la efusión generosa de la caridad» (decreto sobre el ecumenismo «Unitatis redintegratio», 7).

Se experimenta cada vez más la exigencia de una profunda espiritualidad de paz y de pacificación, no sólo en cuantos están comprometidos directamente en el trabajo ecuménico, sino en todos los cristianos. La causa de la unidad, de hecho, afecta a todo creyente, llamado a formar parte del único pueblo de los redimidos por la sangre de Cristo en la Cruz.

3. Es alentador constatar que la búsqueda de la unidad entre los cristianos se está extendiendo cada vez más gracias a oportunas iniciativas que tocan los diferentes ámbitos del compromiso ecuménico. Entre estos signos de esperanza menciono con gusto el crecimiento de la caridad fraterna y el progreso registrado en los diálogos teológicos con las diferentes iglesias y comunidades eclesiales. En ellos, ha sido posible alcanzar, con diferentes grados y características, importantes convergencias sobre temas que en el pasado fueron motivo de fuertes controversias.

Teniendo en cuenta estos signos positivos, es necesario no desalentarse ante las antiguas y nuevas dificultades que se encuentran, sino afrontarlas con paciencia y comprensión, contando siempre con la ayuda de Dios.

4. «Donde hay caridad y amor, allí está Dios»: así reza y canta la liturgia en esta semana, reviviendo el clima de la Última Cena. De la caridad y del amor mutuos manan la paz y la unidad de todos los cristianos que pueden ofrecer una contribución decisiva para que la humanidad supere las razones de las divisiones y de los conflictos.

Junto a la oración, queridos hermanos y hermanas, sintámonos además intensamente estimulados a esforzarnos por ser auténticos «agentes de paz» (Cf. Mateo 5, 9) en los ambientes en los que vivimos.

Que en este camino de reconciliación y de paz nos ayude y acompañe la Virgen María, que en el Calvario fue testigo del sacrificio redentor de Cristo.

 

Juan Pablo II, Audiencia miércoles 21 de enero de 2004

 

MARÍA, MADRE DE LA UNIDAD Y DE LA ESPERANZA

Amadísimos hermanos y hermanas: 

1. Después de haber ilustrado las relaciones entre María y la Iglesia, el Concilio Vaticano II se alegra de constatar que la Virgen también es honrada por los cristianos que no pertenecen a la comunidad católica: «Este Concilio experimenta gran alegría y consuelo porque también entre los hermanos separados haya quienes dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador...». Podemos decir, con razón, que la maternidad universal de María, aunque manifiesta de modo más doloroso aún las divisiones entre los cristianos, constituye un gran signo de esperanza para el camino ecuménico.
Muchas comunidades protestantes, a causa de una concepción particular de la gracia y de la eclesiología, se han opuesto a la doctrina y al culto mariano, considerando que la cooperación de María en la obra de la salvación perjudicaba la única mediación de Cristo. En esta perspectiva, el culto de la Madre competiría prácticamente con el honor debido a su Hijo.
 
2. Sin embargo, en tiempos recientes, la profundización del pensamiento de los primeros reformadores ha puesto de relieve posiciones más abiertas con respecto a la doctrina católica. Por ejemplo, los escritos de Lutero manifiestan amor y veneración por María, exaltada como modelo de todas las virtudes: sostiene la santidad excelsa de la Madre de Dios y afirma a veces el privilegio de la Inmaculada Concepción, compartiendo con otros reformadores la fe en la virginidad perpetua de María.
El estudio del pensamiento de Lutero y de Calvino, como también el análisis de algunos textos de cristianos evangélicos, han contribuido a despertar un nuevo interés en algunos protestantes y anglicanos por diversos temas de la doctrina mariológica. Algunos incluso han llegado a posiciones muy cercanas a las de los católicos por lo que atañe a los puntos fundamentales de la doctrina sobre María, como su maternidad divina, su virginidad, su santidad y su maternidad espiritual.
La preocupación por subrayar el valor de la presencia de la mujer en la Iglesia favorece el esfuerzo de reconocer el papel de María en la historia de la salvación.
Todos estos datos constituyen otros tantos motivos de esperanza para el camino ecuménico. El deseo profundo de los católicos sería poder compartir con todos sus hermanos en Cristo la alegría que brota de la presencia de María en la vida según el Espíritu.
 
3. Entre nuestros hermanos que «dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador», el Concilio recuerda especialmente a los orientales, «que concurren en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios llenos de fervor y de devoción».
Como resulta de las numerosas manifestaciones de culto, la veneración por María representa un elemento significativo de comunión entre católicos y ortodoxos.
Sin embargo, subsisten aún algunas divergencias sobre los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, aunque estas verdades fueron ilustradas al principio precisamente por algunos teólogos orientales: basta pensar en grandes escritores como Gregorio Palamas (+ 1359), Nicolás Cabasilas (+ después del 1396) y Jorge Scholarios (+ después del 1472).
Pero esas divergencias, quizá más de formulación que de contenido, no deben hacernos olvidar nuestra fe común en la maternidad divina de María, en su perenne virginidad, en su perfecta santidad y en su intercesión materna ante su Hijo. Como ha recordado el Concilio Vaticano II, el «fervor» y la «devoción» unen a ortodoxos y católicos en el culto a la Madre de Dios.
 
4. Al final de la Lumen gentium, el Concilio invita a confiar a María la unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo».
Así como en la primera comunidad la presencia de María promovía la unanimidad de los corazones, que la oración consolidaba y hacía visible (ver Hch 1,14), así también la comunión más intensa con aquella a quien Agustín llama «Madre de la unidad», podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado de la unidad ecuménica.
A la Virgen Santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.
Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular, que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad».
La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión.
 
5. Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino hacia el futuro de Dios.
La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a los creyentes -y a toda la Iglesia- para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza que no defrauda.

LA IGLESIA Y LA UNIDAD DE TODOS LOS CRISTIANOS

 
  

QUE MARÍA INTERCEDA POR

 LA UNIÓN DE LOS CRISTIANOS

 

Ofrece gran gozo y consuelo para este Sacrosanto Concilio, el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que asistió con sus oraciones a la naciente Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos tanto los que se honran con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad. (Constitución Dogmática "Lumen Gentium", 69)

 

 

Redemptoris Mater, 29-34

29. « El Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz, en un rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó ».72 El camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del ecumenismo; los cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad, por la que Cristo invocaba al Padre por sus discípulos el día antes de la pasión: «para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Por consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del mundo, mientras su división constituye un escándalo.73

El movimiento ecuménico, sobre la base de una conciencia más lúcida y difundida de la urgencia de llegar a la unidad de todos los cristianos, ha encontrado por parte de la Iglesia católica su expresión culminante en el Concilio Vaticano II. Es necesario que los cristianos profundicen en sí mismos y en cada una de sus comunidades aquella « obediencia de la fe », de la que María es el primer y más claro ejemplo. Y dado que « antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y consuelo », ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto Concilio el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales ».74  

30. Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra de la salvación.75 Los diferentes coloquios, tenidos por la Iglesia católica con las Iglesias y las Comunidades eclesiales de Occidente,76 convergen cada vez más sobre estos dos aspectos inseparables del mismo misterio de la salvación. Si el misterio del Verbo encarnado nos permite vislumbrar el misterio de la maternidad divina y si, a su vez, la contemplación de la Madre de Dios nos introduce en una comprensión más profunda del misterio de la Encarnación, lo mismo se debe decir del misterio de la Iglesia y de la función de María en la obra de la salvación. Profundizando en uno y otro, iluminando el uno por medio del otro, los cristianos deseosos de hacer —como les recomienda su Madre— lo que Jesús les diga (cf. Jn 2, 5), podrán caminar juntos en aquella « peregrinación de la fe », de la que María es todavía ejemplo y que debe guiarlos a la unidad querida por su único Señor y tan deseada por quienes están atentamente a la escucha de lo que hoy « el Espíritu dice a las Iglesias » (Ap 2, 7. 11. 17).

Entre tanto es un buen auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales concuerden con la Iglesia católica en puntos fundamentales de la fe cristiana, incluso en lo concerniente a la Virgen María. En efecto, la reconocen como Madre del Señor y consideran que esto forma parte de nuestra fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Estas Comunidades miran a María que, a los pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al discípulo amado, el cual a su vez la recibe como madre.

¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre común, que reza por la unidad de la familia de Dios y que « precede » a todos al frente del largo séquito de los testigos de la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal por obra del Espíritu Santo?

31. Por otra parte, deseo subrayar cuan profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Theotókos. No sólo « los dogmas fundamentales de la fe cristiana: los de la Trinidad y del Verbo encarnado en María Virgen han sido definidos en concilios ecuménicos celebrados en Oriente »,77 sino también en su culto litúrgico « los Orientales ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen ... y Madre Santísima de Dios ».78

Los hermanos de estas Iglesias han conocido vicisitudes complejas, pero su historia siempre ha transcurrido con un vivo deseo de compromiso cristiano y de irradiación apostólica, aunque a menudo haya estado marcada por persecuciones incluso cruentas. Es una historia de fidelidad al Señor, una auténtica « peregrinación de la fe » a través de lugares y tiempos durante los cuales los cristianos orientales han mirado siempre con confianza ilimitada a la Madre del Señor, la han celebrado con encomio y la han invocado con oraciones incesantes. En los momentos difíciles de la probada existencia cristiana « ellos se refugiaron bajo su protección »,79 conscientes de tener en ella una ayuda poderosa. Las Iglesias que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen « verdadera Madre de Dios », ya que a nuestro Señor Jesucristo, nacido del Padre antes de los siglos según la divinidad, en los últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado por María Virgen Madre de Dios según la carne ».80 Los Padres griegos y la tradición bizantina, contemplando la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar en la profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo y la Iglesia: la Virgen es una presencia permanente en toda la extensión del misterio salvífico.

Las tradiciones coptas y etiópicas han sido introducidas en esta contemplación del misterio de María por san Cirilo de Alejandría y, a su vez, la han celebrado con abundante producción poética.81 El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado « la cítara del Espíritu Santo », ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca.82 En su panegírico sobre la Theotókos, san Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte inspiración poética, profundiza en los diversos aspectos del misterio de la Encarnación, y cada uno de los mismos es para él ocasión de cantar y exaltar la dignidad extraordinaria y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado.83

No sorprende, pues, que María ocupe un lugar privilegiado en el culto de las antiguas Iglesias orientales con una abundancia incomparable de fiestas y de himnos. 

32. En la liturgia bizantina, en todas las horas del Oficio divino, la alabanza a la Madre está unida a la alabanza al Hijo y a la que, por medio del Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo. En la anáfora o plegaria eucarística de san Juan Crisóstomo, después de la epíclesis, la comunidad reunida canta así a la Madre de Dios: « Es verdaderamente justo proclamarte bienaventurada, oh Madre de Dios, porque eres la muy bienaventurada) toda pura y Madre de nuestro Dios. Te ensalzamos, porque eres más venerable que los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines. Tú, que sin perder tu virginidad, has dado al mundo el Verbo de Dios. Tú, que eres verdaderamente la Madre de Dios ».

Estas alabanzas, que en cada celebración de la liturgia eucarística se elevan a María, han forjado la fe, la piedad y la oración de los fieles. A lo largo de los siglos han conformado todo el comportamiento espiritual de los fieles, suscitando en ellos una devoción profunda hacia la « Toda Santa Madre de Dios ». 

33. Se conmemora este año el XII centenario del II Concilio ecuménico de Nicea (a. 787), en el que, al final de la conocida controversia sobre el culto de las sagradas imágenes, fue definido que, según la enseñanza de los santos Padres y la tradición universal de la Iglesia, se podían proponer a la veneración de los fieles, junto con la Cruz, también las imágenes de la Madre de Dios, de los Ángeles y de los Santos, tanto en las iglesias como en las casas y en los caminos.84 Esta costumbre se ha mantenido en todo el Oriente y también en Occidente. Las imágenes de la Virgen tienen un lugar de honor en las iglesias y en las casas. María está representada o como trono de Dios, que lleva al Señor y lo entrega a los hombres (Theotókos), o como camino que lleva a Cristo y lo muestra (Odigitria), o bien como orante en actitud de intercesión y signo de la presencia divina en el camino de los fieles hasta el día del Señor (Deisis), o como protectora que extiende su manto sobre los pueblos (Pokrov), o como misericordiosa Virgen de la ternura (Eleousa). La Virgen es representada habitualmente con su Hijo, el niño Jesús, que lleva en brazos: es la relación con el Hijo la que glorifica a la Madre. A veces lo abraza con ternura (Glykofilousa); otras veces, hierática, parece absorta en la contemplación de aquel que es Señor de la historia (cf. Ap 5, 9-14).85

Conviene recordar también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha acompañado constantemente la peregrinación en la fe de los pueblos de la antigua Rus'. Se acerca el primer milenio de la conversión al cristianismo de aquellas nobles tierras: tierras de personas humildes, de pensadores y de santos. Los Iconos son venerados todavía en Ucrania, en Bielorusia y en Rusia con diversos títulos; son imágenes que atestiguan la fe y el espíritu de oración de aquel pueblo, el cual advierte la presencia y la protección de la Madre de Dios. En estos Iconos la Virgen resplandece como la imagen de la divina belleza, morada de la Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo de la contemplación, icono de la gloria: aquella que, desde su vida terrena, poseyendo la ciencia espiritual inaccesible a los razonamientos humanos, con la fe ha alcanzado el conocimiento más sublime. Recuerdo, también, el Icono de la Virgen del cenáculo, en oración con los apóstoles a la espera del Espíritu. ¿No podría ser ésta como un signo de esperanza para todos aquellos que, en el diálogo fraterno, quieren profundizar su obediencia de la fe? 

34. Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las diversas manifestaciones de la gran tradición de la Iglesia, podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus « dos pulmones », Oriente y Occidente. Como he dicho varias veces, esto es hoy más necesario que nunca. Sería una ayuda valiosa para hacer progresar el diálogo actual entre la Iglesia católica y las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente.86 Sería también, para la Iglesia en camino, la vía para cantar y vivir de manera más perfecta su Magníficat.

REDEMPTORIS MATER - Punto 9

El Plan Divino de Salvación y María -2-

9. Si el saludo y el nombre « llena de gracia » significan todo esto, en el contexto del anuncio del ángel se refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.

El mensajero divino le dice: « No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo » (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? », recibe del ángel la confirmación y la explicación de las palabras precedentes. Gabriel le dice: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti yel poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).

Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices. En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es « llena de gracia », porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio, María es « Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas ».23

(Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Mater, 9)

 

NOVO MILLENNIO INEUNTE - Punto 3

 

3. Sobre todo, queridos hermanos y hermanas, es necesario pensar en el futuro que nos espera. Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo milenio que se abre, viviendo el Jubileo no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro. Es preciso ahora aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de acción concretas. Es una tarea a la cual deseo invitar a todas las Iglesias locales. En cada una de ellas, congregada en torno al propio Obispo, en la escucha de la Palabra, en la comunión fraterna y en la « fracción del pan » (cf. Hch 2,42), está «verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica». Es especialmente en la realidad concreta de cada Iglesia donde el misterio del único Pueblo de Dios asume aquella especial configuración que lo hace adecuado a todos los contextos y culturas. 

Este encarnarse de la Iglesia en el tiempo y en el espacio refleja, en definitiva, el movimiento mismo de la Encarnación. Es, pues, el momento de que cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el Espíritu ha dicho al Pueblo de Dios en este especial año de gracia, más aún, en el período más amplio de tiempo que va desde el Concilio Vaticano II al Gran Jubileo, analice su fervor y recupere un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral. Con este objetivo, deseo ofrecer en esta Carta, al concluir el Año Jubilar, la contribución de mi ministerio petrino, para que la Iglesia brille cada vez más en la variedad de sus dones y en la unidad de su camino. (Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, 3  (6-enero-2001)

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