EL CAMINO DE MARÍA

Cum Maria contemplemur Christi vultum!

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Si dijeses basta, estás perdido. Ve siempre a más, camina siempre, progresa siempre. No permanezcas en el mismo sitio, no retrocedas, no te desvíes (San Agustín, Sermo 169, 15)

JESUS, CONFIO EN TI

"Ofrezco a los hombres un Recipiente con el que han de venir a la Fuente de la Misericordia para recoger gracias. Ese Recipiente es esta Imagen con la firma: JESÚS, EN TI CONFÍO"  

Misericordia Divina, que brota del seno del Padre, en Ti confío.

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Himno “Audi benigne Conditor”

Oh Creador, Tú conoces el corazón del hombre,
comprendes nuestras lágrimas y el clamor de nuestra plegaria.
En este santo ayuno cuaresmal, condúcenos al desierto, purifícanos.

En tu ternura, Señor, escrutas nuestros corazones, conoces la debilidad de todas nuestras fuerzas, da, a todo el que vuelve a Ti, el perdón y la gracia de tu Amor.

Sí,hemos pecado contra Ti:
perdona a los que lloran y confiesan tu Nombre.
Para alabanza de tu gloria,
inclínate sobre nuestras heridas, Señor, y sánanos.

Que la abstinencia libere nuestro cuerpo, que tu gracia lo ilumine en este tu Cuerpo de Luz.
Que nuestro espíritu se vuelva sobrio, que evite todo mal y todo pecado.

Te rogamos, Santísima Trinidad, que nos conduzcas hasta los goces de las fiestas pascuales. y veremos a Cristo elevarse, de entre los muertos, glorioso y viviente.

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Confieso mi culpa ante Ti: he seguido mi propio camino, me alejé de Ti; te abandoné siendo así que Contigo estaba bien; y, si ha sido doloroso para mí el haber estado sin Ti, ha sido para mi bien. Porque si me hubiera encontrado bien sin Ti, posiblemente no hubiera querido regresar a Ti. (San Agustín)

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Edición 348

Tiempo de Cuaresma

Semana V

Quinto Domingo

9 de marzo de 2008

Soy todo tuyo y todas mis cosas Te pertenecen. Te pongo al centro de mi vida. Dame tu Corazón, oh María.

Soy todo tuyo, María
Madre de nuestro Redentor
Virgen Madre de Dios, Virgen piadosa. Madre del Salvador del mundo. Amen

Santa María, Madre del Señor, has permanecido fiel cuando los discípulos huyeron. Al igual que creíste cuando el ángel te anunció lo que parecía increíble –que serías la Madre del Altísimo– también has creído en el momento de su mayor humillación. Por eso, en la hora de la Cruz, en la hora de la noche más oscura del mundo, te has convertido en la Madre de los creyentes, Madre de la Iglesia. Te rogamos que nos enseñes a creer y nos ayudes para que la fe nos impulse a servir y dar muestras de un amor que socorre y sabe compartir el sufrimiento. (Benedicto XVI . ORACIÓN Cuarta Estación Via Crucis en el Coliseo 2005.)

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Oh Dios Padre Misericordioso, que por mediación de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Madre, la Bienaventurada Virgen María, y la acción del Espíritu Santo, concediste a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei,  la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio de la Iglesia peregrina, de los hijos e hijas de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir al Reino de Jesucristo. Te ruego que te dignes glorificar a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, y que me concedas por su intercesión el favor que te pido... (pídase).  A Tí, Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu Santo que santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

 

LOS MILAGROS: UN LLAMADO A LA FE

Audiencia general del miércoles, 16de diciembre de 1987

Los "milagros y los signos" que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro tiene dos formas: la fe precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe constituye un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él (...)

Jesús subraya más de una vez que los milagros que El realiza están vinculados a la fe. "Tu fe te ha curado", dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años y que, acercándose por detrás le había tocado el borde de su manto, quedando sana (cfr. Mt 9, 20-22; Lc 8, 48; Mc 5, 34). Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo, que, a la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: "¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi!" (cfr. Mc 10, 46-52). Según Marcos: "Anda, tu fe te ha salvado" le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: "Ve, tu fe te ha hecho salvo" (Lc 18,42).

Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17, 19). Mientras a los otros dos ciegos que invocan a volver a ver, Jesús les pregunta: "«¿Creéis que puedo yo hacer esto?». «Sí, Señor»... «Hágase en vosotros, según vuestra fe»" (Mt 9, 28-29).

Impresiona de manera particular el episodio de la mujer cananea que no cesaba de pedir a ayuda de Jesús para su hija "atormentada cruelmente por un demonio". Cuando la cananea se postró delante de Jesús para implorar su ayuda, El le respondió: "No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos." (Era una referencia a la diversidad étnica entre israelitas y Cananeos que Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su comportamiento práctico, pero a la que alude con finalidad metodológica para provocar la fe). Y he aquí que la mujer llega intuitivamente a un acto insólito de fe y de humildad. Y dice: "Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores". Ante esta respuesta tan humilde, elegante y confiada, Jesús replica: "¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres" (cfr. Mt 15, 21-28).

Es un suceso difícil de olvidar, sobre todo si se piensa en los innumerables "cananeos" de todo tiempo, país, color y condición social que tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus necesidades!

Nótese cómo en la narración evangélica se pone continuamente de relieve el hecho de que Jesús, cuando "ve la fe", realiza el milagro. Esto se dice expresamente en el caso del paralítico que pusieron a sus pies desde un agujero abierto en el techo (cfr. Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 20). Pero la observación se puede hacer en tantos otros casos que los evangelistas nos presentan. El factor fe es indispensable; pero, apenas se verifica, el corazón de Jesús se proyecta a satisfacer las demandas de los necesitados que se dirigen a El para que los socorra con su poder divino.

Una vez más constatamos que, como hemos dicho al principio, el milagro es un "signo" del poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente por esto es al mismo tiempo una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a creer sea al destinatario del milagro sea a los testigos del mismo.

Esto vale para los mismos Apóstoles, desde el primer "signo" realizado por Jesús en Caná de Galilea; fue entonces cuando "creyeron en El" (Jn 2, 11). Cuando, más tarde, tiene lugar la multiplicación milagrosa de los panes cerca de Cafarnaum, con la que está unido el pre-anuncio de la Eucaristía, el evangelista hace notar que "desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían", porque no estaban en condiciones de acoger un lenguaje que les parecía demasiado "duro". Entonces Jesús preguntó a los Doce: '¿Queréis iros vosotros también?'. Respondió Pedro: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios" (cfr. Jn 6, 66-69).

Así, pues, el principio de la fe es fundamental en la relación con Cristo, ya como condición para obtener el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha realizado. Esto queda bien claro al final del Evangelio de Juan donde leemos: "Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 30-31).

 

 

Queridos Suscriptores de "El Camino de María"

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Desde el tercer domingo de Cuaresma, hemos entrado en el corazón de este particular tiempo de conversión y de renovación espiritual, que nos llevará hasta Pascua. El tercer, cuarto y quinto domingo de Cuaresma forman un estimulante itinerario bautismal que se remonta a los primeros siglos del cristianismo, cuando por norma se administraban los Bautismos durante la Vigilia pascual. Los «catecúmenos», después de unos tres años de catequesis bien estructurada, en las últimas semanas de Cuaresma recorrían las etapas finales de su camino, recibiendo simbólicamente el «Credo», el «Padrenuestro» y el «Evangelio». Por este motivo todavía hoy la liturgia de estos domingos se caracteriza por tres textos del Evangelio de Juan, que son propuestos según un esquema antiquísimo: a) Jesús promete a la Samaritana el agua viva, b) Jesús vuelve a dar la vista al ciego de nacimiento, c) Jesús resucita de la tumba a su amigo Lázaro. Queda así clara la perspectiva del Bautismo: a través del agua, símbolo del Espíritu Santo, el creyente recibe la Luz y renace en la fe a una vida nueva y eterna.

En el Evangelio del Domingo de la 5ª semana de Cuaresma leemos el relato de uno de los signos del Amor de DiosCristo con una palabra restituyó la vida física a Lázaro. Anteriormente lo había hecho con el hijo de la viuda de Naín y con la hija de Jairo. Otros signos de Su Amor misericordioso fueron devolver la vida espiritual a Zaqueo, a María Magdalena, a la adúltera y a cuantos supieron reconocer su presencia salvadora.

Respecto a la resurrección de Lázaro, Juan Pablo II expresaba lo siguiente en dos párrafos de la Audiencia general del miércoles, 18 de noviembre de 1987:

"...Una atención particular merece la resurrección de Lázaro, descrita detalladamente por el cuarto Evangelista. Leemos: "Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean que Tú me has enviado. Diciendo esto, gritó con fuerte voz Lázaro, sal fuera. Y salió el muerto" (Jn 11, 41-44).

En la descripción cuidadosa de este episodio se pone de relieve que Jesús resucitó a su amigo Lázaro con el propio poder y en unión estrechísima con el Padre. Aquí hallan su confirmación las palabras de Jesús: "Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro Yo también" (Jn 5,17), y tiene una demostración, que se puede decir preventiva, lo que Jesús dirá en el Cenáculo, durante la conversación con los Apóstoles en la última Cena, sobre sus relaciones con el Padre y, más aún, sobre su identidad sustancial con El..."

 

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Por su parte el Santo Padre Benedicto XVI hizo la siguiente meditación antes del rezo del Ángelus del Domingo 9 de marzo de 2008.

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro itinerario de Cuaresma hemos llegado al V Domingo, caracterizado por el Evangelio de la resurrección de Lázaro (Juan 11, 1-45). Se trata del último gran «signo» realizado por Jesús, tras el cual los sumos sacerdotes reunieron al Sanedrín y decidieron matar incluso al mismo Lázaro, que era la prueba viviente de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte.

En realidad, esta página del Evangelio muestra a Jesús como verdadero Hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y con las hermanas Marta y María. Subraya que Jesús les amaba (Cf. Juan 11, 5), y por este motivo quiso realizar el gran milagro. «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle» (Juan 11, 11), dijo a sus discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la ve como un sueño, del que se puede despertar. Jesús demostró un poder absoluto ante esta muerte: puede verse cuando devolvió la vida al joven hijo de la viuda de Naím (Cf. Lucas 7, 11-17) y a la niña de doce años (Cf. Marcos 5, 35-43). De ella dijo precisamente: «No ha muerto; está dormida» (Marcos 5,39), provocando burlas entre los presentes. Pero es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento.

Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar sincera "com-pasión" por el dolor de la lejanía. Viendo llorar a Marta y María y a cuantos habían venido a consolarle, también Jesús «se conmovió interiormente, se turbó» y «se echó a llorar» (Juan 11, 33.35). El Corazón de Cristo es divino-humano: en Él, Dios y Hombre se han encontrado perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la Encarnación del Dios que es Amor, Misericordia, ternura paterna y maternal, del Dios que es Vida. Por este motivo declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la Resurrección,  el que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás». Y añadió: «¿Crees esto?» (Juan 11, 25-26).

Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, supera nuestra capacidad de comprensión y nos pide que nos encomendemos a Él como Él se encomendó a su Padre.

La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (Juan 11, 27). Sí, ¡Señor! Nosotros también creemos, a pesar de nuestras dudas y de nuestras oscuridades; creemos en Ti, porque Tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en Ti, que nos das una esperanza confiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y llena en tu Reino de luz y de paz.

Encomendamos nuestra oración a María Santísima. Que su intercesión refuerce nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad."


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Pidamos al  Espíritu Santo, por intercesión de María Santísima y de San José, que nos conceda a todos abrir nuestro corazón al don de su gracia, para que continuemos en el camino de una radical renovación interior, y de esa forma podamos participar con nueva madurez en el misterio pascual de Cristo, nuestro único Redentor.

CATEQUESIS DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II

         

¡CREED EN DIOS, CREED TAMBIÉN EN MÍ!

AUDIENCIA GENERAL . Miércoles 21 de octubre de 1987

CREER EN CRISTO

 

Queridos hermanos y hermanas

1. Los hechos que hemos analizado en la catequesis anterior son en su conjunto elocuentes y prueban la conciencia de la propia divinidad, que Jesús demuestra tener cuando se aplica a Sí mismo el nombre de Dios, los atributos divinos, el poder juzgar al final sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar los pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios. Todos son aspectos de la única verdad que Él afirma con fuerza, la de ser verdadero Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo que dice abiertamente a los judíos, al conversar libremente con ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: “Yo y el Padre somos una misma cosa” (Jn 10, 30). Y, sin embargo, al atribuirse lo que es propio de Dios, Jesús habla de Sí mismo como del “Hijo del hombre”, tanto por la unidad personal del hombre y de Dios en Él, como por seguir la pedagogía elegida de conducir gradualmente a los discípulos, casi tomándolos de la mano, a las alturas y profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo del hombre no duda en pedir: “CREED EN DIOS, CREED TAMBIÉN EN MI” (Jn 14, 1).

El desarrollo de todo el discurso de los capítulos 14-17 de Juan, y especialmente las respuestas que da Jesús a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide que crean en Él, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y el Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre. “CREED EN DIOS, CREED TAMBIÉN EN MI” (Jn 14, 1).

2. Estas palabras hay que examinarlas en el contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la última Cena, narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre (cf. Jn 14, 2-3). Y cuando Tomás le pregunta por el camino para ir a esa casa, a ese nuevo Reino, Jesús responde que Él es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6). Cuando Felipe le pide que muestre el Padre a los discípulos, Jesús replica de modo absolutamente unívoco: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí? Las palabras que Yo os digo nos las hablo de Mí mismo; el Padre que mora en Mí hace sus obras. Creedme, que Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí; a lo menos, creedlo por las obras” (Jn 14, 9-11).

La inteligencia humana no puede rechazar esta declaración de Jesús, si no es partiendo ya a priori de un prejuicio antidivino. A los que admiten al Padre, y más aún, lo buscan piadosamente, Jesús se manifiesta a Sí mismo y des dice: ¡Mirad, el Padre está en Mí!

3. En todo caso, para ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apela a sus obras: a todo lo que ha llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas como signos de su verdad. Por esto merece que se tenga fe en Él. Jesús lo dice no sólo en el círculo de los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había llegado para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de Cristo y la mayoría no creía en Jesús, “aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos” (Jn 12, 37). En un determinado momento “Jesús, clamando, dijo: El que cree en Mí, no cree en Mí, sino en El que me ha enviado, y el que me ve, ve Al que me ha enviado” (Jn 12, 44). Así, pues, podemos decir que Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a sus seguidores. Y les explica: “Las cosas que yo hablo, las hablo según el Padre me ha dicho” (Jn 12, 50): alusión clara a la fórmula eterna por la que el Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.

Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús, se convierte en una “consecuencia lógica” para los que honradamente escuchan a Jesús, observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero éste es también el presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que quieren convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino.

4. A este respecto, es significativo lo que Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde la infancia por un “espíritu mudo” que se desenfrenaba en él de modo impresionante. El pobre padre suplica a Jesús: “Si algo puedes, ayúdanos por compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes! Todo es posible al que cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (Mc 9, 22-23). Y Jesús cura y libera a ese desventurado. Sin embargo, pide al padre del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo que le han dado a lo largo de los siglos tantas criaturas humildes y afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a Él para pedirle ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en las espirituales.

5. Pero allí donde los hombres, cualquiera que sea su condición social y cultural, oponen una resistencia derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud suya no admitiéndolos a los beneficios concedidos por su poder divino. Es significativo e impresionante lo que se lee de los nazarenos, entre los que Jesús se encontraba porque había vuelto después del comienzo de su ministerio, y de haber realizado los primeros milagros. Ellos no sólo se admiraban de su doctrina y de sus obras, sino que además “se escandalizaban de Él”, o sea, hablaban de Él y lo trataban con desconfianza y hostilidad, como persona no grata.

“Jesús les decía: ningún profeta es tenido en poco sino en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y no pudo hacer allí ningún milagro fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. Él se admiraba de su incredulidad” (Mc 6, 4-6). Los milagros son “signos” del poder divino de Jesús. Cuando hay obstinada cerrazón al reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser. Por lo demás, también Él responde a los discípulos, que después de la curación del epiléptico preguntan a Jesús porqué ellos, que también habían recibido el poder del mismo Jesús, no consiguieron expulsar al demonio. Él respondió: “Por vuestra poca fe: porque en verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os sería imposible” (Mt 17, 19-20). Es un lenguaje figurado e hiperbólico, con el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la necesidad y la fuerza de la fe.

6. Es lo mismo que Jesús subraya como conclusión del milagro de la curación del ciego de nacimiento, cuando lo encuentra y le pregunta: “¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró ante Él” (Jn 9, 35-38). Es el acto de fe de un hombre humilde, imagen de todos los humildes que buscan a Dios (cf. Dt 29, 3; Is 6, 9 ss.; Jer 5, 21; Ez 12, 2): él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino espiritual, porque reconoce al “Hijo del hombre”, a diferencia de los autosuficientes que confían únicamente en sus propias luces y rechazan la luz que viene de lo alto y por lo tanto se autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera (cf. Jn 9, 39-41).

7. La decisiva importancia de la fe aparece aún con mayor evidencia en el diálogo entre Jesús y Marta ante el sepulcro de Lázaro: “Díjole Jesús: Resucitará tu hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día. Díjole Jesús: Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole Marta: Sí, Señor; yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo” (Jn 11, 23-27). Y Jesús resucita a Lázaro como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a los muertos porque es Señor de la vida, sino de vencer la muerte, El, que como dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!

8. La enseñanza de Jesús sobre la fe como condición de su acción salvífica se resume y consolida en el coloquio nocturno con Nicodemo, "un jefe de los judíos” bien dispuesto hacia Él y a reconocerlo como “maestro de parte de Dios” (Jn 3, 2). Jesús mantiene con él un largo discurso sobre la “vida nueva” y, en definitiva, sobre la nueva economía de la salvación fundada en la fe en el Hijo del hombre que ha de ser levantado “para que todo el que crea en Él tenga la vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 15-16). Por lo tanto, la fe en Cristo es condición constitutiva de la salvación, de la vida eterna. Es la fe en el Hijo unigénito -consubstancial al Padre- en quien se manifiesta el Amor del Padre. En efecto, “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él” (Jn 3, 17). En realidad, el juicio es inmanente a la elección que se hace, a la adhesión o al rechazo de la fe en Cristo: “El que cree en El no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios” (Jn 3, 18).

Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el ´Misterio pascual el punto central de la fe que salva: “Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Podemos decir también que éste es el “punto crítico” de la fe en Cristo. La Cruz ha sido la prueba definitiva de la fe para los Apóstoles y los discípulos de Cristo. Ante esa “elevación” había que quedar conmovidos, como en parte sucedió. Pero el hecho de que Él “resucitó al tercer día” les permitió salir victoriosos de la prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado, prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es “Señor y Dios”.

9. Inmediatamente después de haber hecho esta profesión de fe y de la respuesta de Jesús proclama la bienaventuranza de aquellos “que sin ver creyeron” (Jn 20, 29). Juan ofrece una primera conclusión de su Evangelio: “Muchas otras señales hizo Jesús en la presencia de los discípulos, que no están escritas en este libro, para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30-31).

Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo, se alcance la salvación. La salvación -y por lo tanto la vida eterna- está ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la “lógica” y la “economía” de la fe cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde el prólogo de su Evangelio: “A cuantos lo recibieron dióles poder de venir a ser hijos de Dios: “A aquellos que creen en su Nombre” (Jn 1, 12).

    

 

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