Cum Maria contemplemur
Christi vultum!
"Que toda
lengua proclame que Jesucristo es el Señor"
(Flp
2,11)
¯¯¯
Edición
271
CONTEMPLAR EL ROSTRO DE
CRISTO
2 de febrerode 2007
PRESENTACIÓN
DEL SEÑOR EN EL TEMPLO
Esta fiesta,
antes llamada "de la Purificación de la Virgen María" recuerda el
cumplimiento, por parte de la Sagrada Familia, de la Ley de Moisés que
mandaba que a los 40 días el niño debía ser presentado en el templo, y la
madre debía realizar el rito de la purificación. La celebración litúrgica
de este día comienza con la ceremonia de la bendición y subsiguiente
procesión de los cirios y candelas, que simbolizan a Jesús que aparece en
el templo "como la luz que ilumina a todas las naciones" –según la
expresión del anciano Simeón cuando recibe al Niño Jesús en el templo de
Jerusalén–. Por esa razón esta fiesta se conocía antes con el nombre de
"Fiesta de las candelas", o "Nuestra Señora de la Candelaria". Con
este último nombre aún se celebra en muchos lugares.
Soy
todo tuyo y todas mis cosas Te pertenecen. Te pongo al centro de mi
vida. Dame tu Corazón, oh María.
Soy
todo tuyo, María
Madre de nuestro Redentor
Virgen Madre de Dios, Virgen piadosa. Madre del Salvador del mundo.
Amen.
Oh Dios Padre
Misericordioso, que por
mediación de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Madre, la
Bienaventurada Virgen María, y la acción del Espíritu Santo,
concediste a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei,
la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio de la Iglesia peregrina,
de los hijos e hijas de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres
de buena voluntad, haz que yo sepa también responder con fidelidad
a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los
momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir
al Reino de Jesucristo. Te ruego que te dignes glorificar a tu Siervo
Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, y que me concedas por su
intercesión el favor que te pido... (pídase). A Tí,
Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que
vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu Santo que
santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos
de los siglos. Amén.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
LIBRO
DE VISITAS
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La
Presentación en el Templo, a la vez que expresa la dicha de la
consagración y extasía al viejo Simeón, contiene también la
profecía de que el Niño será «señal de contradicción»
para Israel y de que una espada traspasará el alma de la Madre
(cf. Lc 2, 34-35) (...) De este modo, meditar los misterios «gozosos»
significa adentrarse en los motivos últimos de la alegría
cristiana y en su sentido más profundo. Significa fijar la
mirada sobre lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre
el sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María
nos ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos
que el cristianismo es ante todo evangelio, 'buena noticia', que
tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la Persona
de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo.
(Rosarium
Virginis Mariae, 20).
EL
CAMINO DE LA "OBEDIENCIA DE LA FE" DE
MARÍA SANTÍSIMA
...Siempre
a través de este camino de la «obediencia
de la fe» María oye algo más tarde
otras palabras; las pronunciadas por Simeón
en el Templo de Jerusalén.
Cuarenta días después del Nacimiento de
Jesús, según lo prescrito por la Ley de
Moisés, María y José «llevaron al
Niño a Jerusalén para presentarle al Señor»
(Lc 2, 22) El Nacimiento se había dado en
una situación de extrema pobreza. Sabemos,
pues, por Lucas que, con ocasión del
censo de la población ordenado por las
autoridades romanas, María se dirigió
con José a Belén; no habiendo encontrado
«sitio en el alojamiento», dio a luz a
Su Hijo en un establo y «le acostó en un
pesebre » (cf. Lc 2, 7).
Un
hombre justo y piadoso, llamado Simeón,
aparece al comienzo del «itinerario» de la
fe de María. Sus
palabras, sugeridas por el Espíritu Santo
(cf. Lc 2, 25-27), confirman la verdad de la
Anunciación. Leemos, en efecto, que «tomó
en brazos» al Niño, al que —según la
orden del ángel— «se le dio el nombre de
Jesús» (cf. Lc 2, 21). El discurso de Simeón
es conforme al significado de este nombre,
que quiere decir Salvador: «Dios es la
salvación». Vuelto al Señor, dice lo
siguiente: «Porque han visto mis ojos tu
salvación, la que has preparado a la vista
de todos los pueblos, luz para iluminar a
los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc
2, 30-32). Al mismo tiempo, sin embargo,
Simeón se dirige a María con estas
palabras: «Éste está puesto para caída
y elevación de muchos en Israel, y para ser
señal de contradicción ... a fin de que
queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones»; y añade con
referencia directa a María: «y a Ti
misma una espada te atravesará el alma» (Lc
2, 34-35). Las palabras de Simeón dan nueva
luz al anuncio que María ha oído del ángel:
Jesús es el Salvador, es «Luz para
iluminar» a los hombres. ¿No es aquel que
se manifestó, en cierto modo, en la
Nochebuena, cuando los pastores fueron al
establo? ¿No es aquel que debía
manifestarse todavía más con la llegada de
los Magos del Oriente? (cf. Mt 2, 1-12). Al
mismo tiempo, sin embargo, ya al comienzo de
su vida, el Hijo de María —y con Él su
Madre— experimentarán en sí mismos la
verdad de las restantes palabras de Simeón:
«Señal de contradicción» (Lc 2,
34). El anuncio de Simeón parece como un
segundo anuncio a María, dado que le indica
la concreta dimensión histórica en la cual
el Hijo cumplirá su misión, es decir en la
incomprensión y en el dolor. Si por un lado,
este anuncio confirma su fe en el
cumplimiento de las promesas divinas de la
salvación, por otro, le revela también que
deberá vivir en el sufrimiento su obediencia
de fe al lado del Salvador que sufre, y
que su maternidad será oscura y dolorosa.
En efecto, después de la visita de los
Magos, después de su homenaje («postrándose
le adoraron»), después de ofrecer unos
dones (cf. Mt 2, 11), María con el Niño
debe huir a Egipto bajo la protección
diligente de José, porque «Herodes buscaba
al Niño para matarlo» (cf. Mt 2, 13). Y
hasta la muerte de Herodes tendrán que
permanecer en Egipto (cf. Mt 2, 15). (Redemptoris
Mater, 16).
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Queridos Suscriptores de "El Camino de María"
En la fiesta de la
Presentación del Señor en el Templo, hacemos memoria
del episodio evangélico que nos narra que María y José,
cuarenta días después del nacimiento de Jesús, fueron a
Jerusalén para presentarlo al Señor, según la prescripción
de la ley mosaica. Se trata de un episodio que se sitúa en la
perspectiva de la consagración especial a Dios del pueblo de
Israel. Pero también tiene un significado más amplio, ya que
recuerda el agradecimiento que se debe al Creador por toda
vida humana. El relato de este hermoso hecho de la vida de Jesús
lo recoge en su evangelio San Lucas, Capítulo 2, vs. 22-39.
"...Hoy,
conmemorando lo que sucedió aquel día en Jerusalén, somos
invitados también nosotros a entrar en el Templo para
meditar en el misterio de Cristo, Unigénito del Padre
que, con su Encarnación y su Pascua, se ha convertido en el
Primogénito de la humanidad redimida (...)
Por tanto, en esta
fiesta celebramos el misterio de la consagración:
consagración de Cristo, consagración de María, y consagración
de todos lo que siguen a Jesús por amor al Reino.."
(Juan Pablo II. Homilía 2 de febrero de 2002).
HOMILÍA
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA EN LA FIESTA
DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
Jornada de la Vida Consagrada
Jueves 2 de febrero de 2006
La fiesta de la
Presentación del Señor en el Templo,
cuarenta días después de Su Nacimiento,
pone ante nuestros ojos un momento
particular de la vida de la Sagrada
Familia: según la ley mosaica,
María y José llevan al Niño Jesús al
Templo de Jerusalén para ofrecerlo al
Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y
Ana, inspirados por Dios, reconocen en
aquel Niño al Mesías tan esperado y
profetizan sobre Él. Estamos ante un
misterio, sencillo y a la vez
solemne, en el que la Santa Iglesia
celebra a Cristo, el Consagrado del
Padre, Primogénito de la nueva
humanidad.
La sugestiva procesión con los cirios
al inicio de nuestra celebración nos ha
hecho revivir la majestuosa entrada,
cantada en el salmo responsorial, de
Aquel que es "El Rey de la gloria",
"El Señor, fuerte en la guerra"
(Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién
es ese Dios fuerte que entra en el Templo? Es un niño; es el
Niño Jesús,
en los brazos de su Madre, la Virgen María.
La Sagrada Familia cumple lo que
prescribía la Ley: la purificación
de la madre, la ofrenda del primogénito
a Dios y su rescate mediante un
sacrificio. En la primera lectura, la
liturgia habla del oráculo del profeta
Malaquías: "De pronto entrará
en el santuario el Señor" (Ml
3, 1). Estas palabras comunican toda la
intensidad del deseo que animó la
espera del pueblo judío a lo largo de
los siglos. Por fin entra en su casa
"El Mensajero de la Alianza" y
se somete a la Ley: va a Jerusalén
para entrar, en actitud de obediencia,
en la Casa de Dios.
El significado de este gesto adquiere
una perspectiva más amplia en el pasaje
de la carta a los Hebreos, proclamado
hoy como segunda lectura. Aquí se nos
presenta a Cristo, el Mediador que une a
Dios y al hombre, superando las
distancias, eliminando toda división y
derribando todo muro de separación.
Cristo viene como nuevo "Sumo Sacerdote compasivo y fiel en lo que a
Dios se refiere, y a expiar así los
pecados del pueblo" (Hb 2,
17). Así notamos que la mediación con
Dios ya no se realiza en la
santidad-separación del sacerdocio
antiguo, sino en la solidaridad
liberadora con los hombres. Siendo todavía
niño, comienza a avanzar por el camino
de la obediencia, que recorrerá hasta
las últimas consecuencias. Lo muestra
bien la carta a los Hebreos cuando dice:
"Habiendo ofrecido en los días de
su vida mortal ruegos y súplicas (...)
al que podía salvarle de la muerte,
(...) y aun siendo Hijo, con lo que
padeció experimentó la obediencia; y
llegado a la perfección, se convirtió
en causa de salvación eterna para todos
los que le obedecen" (Hb 5,
7-9).
La primera persona que se asocia a
Cristo en el camino de la obediencia, de
la fe probada y del dolor compartido, es
Su Madre, María. El texto evangélico
nos la muestra en el acto de ofrecer a
su Hijo: una ofrenda incondicional
que la implica personalmente: María
es Madre de Aquel que es "gloria de
su pueblo Israel" y "Luz para
alumbrar a las naciones", pero
también "signo de contradicción"
(cf. Lc 2, 32. 34). Y a Ella
misma la espada del dolor le traspasará
su alma inmaculada, mostrando así que
su papel en la historia de la salvación
no termina en el misterio de la
Encarnación, sino que se completa con
la amorosa y dolorosa participación en
la Muerte y Resurrección de Su Hijo. Al
llevar a Su Hijo a Jerusalén, la Virgen
Madre lo ofrece a Dios como verdadero
Cordero que quita el pecado del mundo;
lo pone en manos de Simeón y Ana como
anuncio de redención; lo presenta a
todos como Luz para avanzar por el
camino seguro de la verdad y del amor.
Las palabras que en este encuentro
afloran a los labios del anciano Simeón
—"mis ojos han visto a tu
Salvador" (Lc 2, 30)—,
encuentran eco en el corazón de la
profetisa Ana. Estas personas justas y
piadosas, envueltas en la Luz de Cristo,
pueden contemplar en el Niño Jesús
"el consuelo de Israel" (Lc
2, 25). Así, su espera se transforma en
Luz que ilumina la historia.
Simeón es portador de una antigua
esperanza, y el Espíritu del Señor
habla a su corazón: por eso puede
contemplar a Aquel a quien muchos
profetas y reyes habían deseado ver, a
Cristo, luz que alumbra a las naciones.
En aquel Niño reconoce al Salvador,
pero intuye en el Espíritu que en torno
a Él girará el destino de la humanidad,
y que deberá sufrir mucho a causa de
los que lo rechazarán; proclama su
identidad y su misión de Mesías con
las palabras que forman uno de los
himnos de la Iglesia naciente, del cual
brota todo el gozo comunitario y escatológico
de la espera salvífica realizada. El
entusiasmo es tan grande, que vivir y
morir son lo mismo, y la "luz"
y la "gloria" se transforman
en una revelación universal. Ana es
"profetisa", mujer sabia y
piadosa, que interpreta el sentido
profundo de los acontecimientos históricos
y del mensaje de Dios encerrado en
ellos. Por eso puede "alabar a Dios"
y hablar "del Niño a todos los que
aguardaban la liberación de Jerusalén"
(Lc 2, 38). Su larga viudez,
dedicada al culto en el templo, su
fidelidad a los ayunos semanales y
su participación en la espera de todos
los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en
el encuentro con el Niño Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, en esta
fiesta de la Presentación del Señor,
la Iglesia celebra la Jornada de la vida
consagrada. Se trata de una ocasión
oportuna para alabar al Señor y darle
gracias por el don inestimable que
constituye la vida consagrada en sus
diferentes formas; al mismo tiempo, es
un estímulo a promover en todo el
pueblo de Dios el conocimiento y la
estima por quienes están totalmente
consagrados a Dios.
En efecto, como la vida de Jesús, con
su obediencia y su entrega al Padre, es
parábola viva del "Dios con
nosotros", también la entrega
concreta de las personas consagradas a
Dios y a los hermanos se convierte en
signo elocuente de la presencia del Reino de Dios para el mundo de hoy.
Vuestro modo de vivir y de trabajar
puede manifestar sin atenuaciones la
plena pertenencia al único Señor;
vuestro completo abandono en las manos
de Cristo y de la Iglesia es un anuncio
fuerte y claro de la presencia de Dios
con un lenguaje comprensible para
nuestros contemporáneos. Este es el
primer servicio que la vida consagrada
presta a la Iglesia y al mundo. Dentro
del pueblo de Dios, son como centinelas
que descubren y anuncian la vida nueva
ya presente en nuestra historia.
Me dirijo ahora de modo especial a
vosotros, queridos hermanos y hermanas
que habéis abrazado la vocación de
especial consagración, para saludaros
con afecto y daros las gracias de corazón
por vuestra presencia. Que el Señor
renueve cada día en vosotros y en todas
las personas consagradas la respuesta
gozosa a su amor gratuito y fiel.
Queridos hermanos y hermanas, como
cirios encendidos irradiad siempre y en
todo lugar el Amor de Cristo, Luz del
mundo. María Santísima, la Mujer
consagrada, os ayude a vivir plenamente
vuestra especial vocación y misión en
la Iglesia, para la salvación del mundo.
Amén.
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Oh María, Madre
de Cristo y Madre nuestra, te damos gracias por la solicitud
con que nos acompañas a lo largo del camino de la vida, y te
pedimos: preséntanos hoy nuevamente a Cristo, nuestro Único
Bien, para que nuestra vida, consumada por el Amor, sea
sacrificio vivo, santo y agradable a Él. Así sea.
Dios
te salve Maria, llena eres de Gracia, el Señor está
contigo en la Presentación en el Templo. Bendita
eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu
vientre Jesús.
Santa
María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores,
preséntanos al Señor, ahora y en la hora de nuestra
muerte. Amén.
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