EL CAMINO DE MARÍA
TIEMPO ORDINARIO
Edición 1158 - 7-13 de enero de 2018

     
 
 
 

 


DIOS, CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA, PADRE DE JESÚS Y PADRE NUESTRO

Bendito seas Señor, Padre que estás en el Cielo, porque en tu infinita Misericordia te has inclinado sobre la miseria del hombre y nos has dado a Jesús, tu Hijo, nacido de mujer, nuestro Salvador y Amigo, Hermano y Redentor.

Gracias, Padre Bueno, por el don del Año jubilar; haz que sea un tiempo favorable, el año del gran retorno a la casa paterna, donde Tú, lleno de Amor, esperas a tus hijos descarriados para darles el abrazo del perdón y sentarlos a tu mesa, vestidos con el traje de fiesta.

¡A Ti, Padre, nuestra alabanza por siempre!

Padre clemente, que en este año se fortalezca nuestro amor a Ti y al prójimo: que los discípulos de Cristo promuevan la justicia y la paz; se anuncie a los pobres la Buena Nueva y que la Madre Iglesia haga sentir su amor de predilección a los pequeños y marginados.

¡A Ti, Padre, nuestra alabanza por siempre!

Padre justo, que este año sea una ocasión propicia para que todos los católicos descubran el gozo de vivir en la escucha de tu palabra, abandonándose a tu Voluntad; que experimenten el valor de la comunión fraterna partiendo juntos el pan y alabándote con himnos y cánticos espirituales.

¡A Ti, Padre, nuestra alabanza por siempre!

Padre Misericordioso, que este año sea un tiempo de apertura, de diálogo y de encuentro con todos los que creen en Cristo y con los miembros de otras religiones: en tu inmenso Amor, muestra generosamente tu Misericordia con todos.

¡A Ti, Padre, nuestra alabanza por siempre!

Padre omnipotente, haz que todos tus hijos sientan que en su caminar hacia Ti, meta última del hombre, los acompaña bondadosamente la Virgen María, icono del amor puro, elegida por Ti para ser Madre de Cristo y de la Iglesia.

¡A Ti, Padre, nuestra alabanza por siempre!

Padre de la vida, principio sin principio, suma bondad y eterna luz, con el Hijo y el Espíritu, honor y gloria, alabanza y gratitud por los siglos sin fin. Amén.
 

ORACIÓN DE SAN JUAN PABLO II PARA LA CELEBRACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000.


 

Querido(a) suscriptor(a) de El Camino de María:

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Esta semana iniciamos el Tiempo Ordinario en la Liturgia de la Iglesia. Sencillamente, con este nombre se le quiere distinguir de los “tiempos fuertes”, que son el ciclo de Pascua y el de Navidad con su preparación y su prolongación.

Es el tiempo más antiguo de la organización del año cristiano. Y además, ocupa la mayor parte del año: 33 ó 34 semanas, de las 52 que hay.

El Tiempo Ordinario tiene su gracia particular que hay que pedir a Dios y buscarla con toda la ilusión de nuestra vida: así como en este Tiempo Ordinario vemos a un Cristo ya maduro, responsable ante la misión que le encomendó su Padre, le vemos crecer en edad, sabiduría y gracia delante de Dios su Padre y de los hombres, le vemos ir y venir, desvivirse por cumplir la Voluntad de su Padre, brindarse a los hombres…así también nosotros en el Tiempo Ordinario debemos buscar crecer y madurar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, y sobre todo, cumplir con gozo la Voluntad Santísima de Dios. Esta es la gracia que debemos buscar e implorar de Dios durante estas semanas del Tiempo Ordinario.

Crecer. Crecer. Crecer. El que no crece, se estanca, se enferma y muere. Debemos crecer en nuestras tareas ordinarias: matrimonio, en la vida espiritual, en la vida profesional, en el trabajo, en el estudio, en las relaciones humanas. Debemos crecer también en medio de nuestros sufrimientos, éxitos, fracasos. ¡Cuántas virtudes podemos ejercitar en todo esto! El Tiempo Ordinario se convierte así en un gimnasio auténtico para encontrar a Dios en los acontecimientos diarios, ejercitarnos en virtudes, crecer en santidad…y todo se convierte en tiempo de salvación, en tiempo de gracia de Dios. ¡Todo es gracia para quien está atento y tiene fe y amor!

El espíritu del Tiempo Ordinario queda bien descrito en el prefacio VI dominical de la Misa: “En Ti vivimos, nos movemos y existimos; y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las pruebas cotidianas de tu Amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos”.

Este Tiempo Ordinario se divide como en dos “tandas”. Una primera, desde después de la Epifanía y el Bautismo del Señor hasta el comienzo de la Cuaresma. Y la segunda, desde después de Pentecostés hasta el Adviento.

Desde esta edición de EL CAMINO DE MARÍA comenzaremos a publicar textos catequéticos sobre LA PATERNIDAD DE DIOS, y sobre la oración del PADRE NUESTRO.

 

ALZAR LA MIRADA Y EL CORAZÓN

HACIA EL PADRE

Domingo 24 de Octubre 1999

1.En este último año del siglo que nos prepara al Gran Jubileo del 2000, es fuerte la invitación a alzar la mirada y el corazón hacia el Padre, para conocerlo “tal como El es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado” (Catecismo de la Iglesia Católica –CIC-2779). Leyendo bajo esta óptica el “Padre nuestro”, oración que el mismo Maestro Divino nos enseñó, podemos comprender más fácilmente cuál es la fuente del empeño apostólico de la Iglesia y cuáles las motivaciones fundamentales que la hacen misionera “hasta los extremos confines de la tierra”.

Padre nuestro que estás en el Cielo

2. La Iglesia es misionera porque anuncia incansablemente que Dios es Padre, lleno de amor a todos los hombres. Todo ser humano y todo pueblo busca, a veces incluso inconscientemente, el Rostro misterioso de Dios que, sin embargo, sólo el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos ha revelado plenamente (cfr Jn 1,18). Dios es “Padre de nuestro Señor Jesucristo”, y “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2,4). Todos los que acogen su gracia descubren con estupor que son hijos del único Padre y se sienten deudores hacia todos del anuncio de la salvación.

En el mundo contemporáneo, sin embargo, muchos no reconocen aún al Dios de Jesucristo como Creador y Padre. Algunos, a veces también por culpa de los creyentes, han optado por la indiferencia y el ateísmo; otros, cultivando una vaga religiosidad, se han construído un Dios a su propia imagen y semejanza; otros lo consideran un ser totalmente inalcanzable.

Cometido de los creyentes es proclamar y testimoniar que, aunque “habita en una luz inaccesible” (1 Tim 6,16), el Padre celeste en su Hijo, encarnado en el seno de María Virgen, muerto y resucitado, se ha acercado a cada hombre y le hace capaz “de responderle, de conocerlo y de amarlo” (cfr CIC 52).

Santificado sea tu Nombre

3. La conciencia de que el encuentro con Dios promueve y exalta la dignidad del hombre lleva a éste a orar así: “Santificado sea tu Nombre”, es decir: “Se haga luminoso en nosotros tu conocimiento, para que podamos conocer la amplitud de tus beneficios, la extensión de tus promesas, la sublimidad de tu majestad y la profundidad de tus juicios” (San Francisco, Fuentes Franciscanas, 268).

El cristiano pide a Dios que sea santificado en sus hijos de adopción, así como también en todos los que no han sido alcanzados por su revelación, consciente de que es mediante la santidad que Él salva a la creación entera.

Para que el Nombre de Dios sea santificado en las Naciones, la Iglesia trabaja para insertar a la humanidad y a la creación en el designio que el Creador, “en su benevolencia, se propuso de antemano”, “para ser santos e inmaculados en su presencia en la caridad” (cfr Ef 1,9.4).

Venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad

4. Los creyentes invocan con tales palabras el adviento del Reino divino y el retorno glorioso de Cristo. Este deseo, sin embargo, no los aparta de la misión cotidiana en el mundo; más aún, los empeña mayormente. La venida del Reino ahora es obra del Espíritu Santo, que el Señor envió “a perfeccionar su obra en el mundo y cumplir toda santificación”.

En la cultura moderna es difuso un sentido de espera de una era nueva de paz, bienestar, solidaridad, respeto de los derechos, amor universal. Iluminada por el Espíritu, la Iglesia anuncia que este reino de justicia, de paz y de amor, ya proclamado en el Evangelio, se realiza misteriosamente en el curso de los siglos gracias a personas, familias y comunidades que optan por vivir de modo radical las enseñanzas de Cristo, según el espíritu de las Bienaventuranzas.

Jesús nos invita a orar por esto y nos enseña que se entra en el Reino de los cielos no diciendo “Señor, Señor”, sino haciendo “la Voluntad de su Padre que está en el Cielo” (Mt 7,21).

Dános hoy nuestro pan de cada día

5. En nuestro tiempo es muy fuerte la conciencia de que todos tienen derecho al “pan cotidiano”, es decir, a lo necesario para vivir. Se siente igualmente la exigencia de una debida equidad y de una solidaridad compartida que una entre sí a los seres humanos. No obstante, muchísimos de ellos viven aún de modo no conforme su dignidad de personas. Baste pensar en los ambientes de miseria y de analfabetismo existentes en algunos Continentes, en la carencia de alojamientos y en la falta de asistencia sanitaria y de trabajo, en las opresiones políticas y en las guerras que destruyen pueblos de enteras regiones de la tierra.

¿Cuál es el cometido de los cristianos frente a tales escenarios dramáticos? ¿Qué relación tiene la fe en el Dios vivo y verdadero con la solución de los problemas que atormentan a la humanidad? Como escribí en la Redemptoris missio, “el desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica. La Iglesia educa las conciencias revelando a los pueblos el Dios que buscan, pero que no conocen; la grandeza del hombre creado a imagen de Dios y amado por él; la igualdad de todos los hombres como hijos de Dios…” (n. 58). Anunciando que los hombres son hijos del mismo Padre, y por consiguiente hermanos, la Iglesia ofrece su contribución a la construcción de un mundo caracterizado por la fraternidad auténtica.

La comunidad cristiana está llamada a cooperar en el desarrollo y la paz con obras de promoción humana, con instituciones de educación y de formación al servicio de los jóvenes, con la constante denuncia de las opresiones e injusticias de todo tipo. La aportación específica de la Iglesia es, sin embargo, el anuncio del Evangelio, la formación cristiana de cada persona, de las familias, de las comunidades, siendo ella muy consciente de que su misión “no es actuar directamente en el plano económico, técnico, político o contribuir materialmente al desarrollo, sino que consiste esencialmente en ofrecer a los pueblos no un “tener más”, sino un “ser más”, despertando las conciencias con el Evangelio. El desarrollo humano auténtico debe echar sus raíces en una evangelización cada vez más profunda” (ibid,, n. 58).

Perdona nuestras ofensas

6. El pecado está presente en la historia de la humanidad, desde los inicios. Resquebraja la vinculación originaria de la creatura con Dios, con graves consecuencias para su vida y para la de los demás. Y hoy, además, ¿cómo no subrayar que las múltiples expresiones del mal y del pecado encuentran con frecuencia un aliado en los medios de comunicación social? ¿Y cómo no observar que “para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales” (Redemptoris Missio, n. 37/c), está constituído precisamente por los diversos mass media?

La actividad misionera no puede no llevar a individuos y pueblos el gozoso anuncio de la bondad misericordiosa del Señor. El Padre que está en el Cielo, como demuestra claramente la parábola del hijo pródigo, es bueno y perdona al pecador arrepentido, olvida la culpa y restituye serenidad y paz. He aquí el auténtico Rostro de Dios, Padre lleno de amor, que da fuerza para vencer el mal con el bien y hace capaz a quien recambia su amor de contribuir a la redención del mundo.

Como nosotros perdonamos a los que nos ofenden

7. La Iglesia es llamada, con su misión, a hacer presente la confortante realidad de la Paternidad Divina no sólo con palabras, sino sobre todo con la santidad de los misioneros y del pueblo de Dios. “El renovado impulso hacia la misión ad gentes –escribí en la Redemptoris Missio- exige misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo ‘anhelo de santidad’ entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana” (n. 90).

De frente a las terribles y múltiples consecuencias del pecado, los creyentes tienen el cometido de ofrecer signos de perdón y de amor. Sólo si en su vida han experimentado ya el amor de Dios pueden ser capaces de amar a los demás de manera generosa y transparente. El perdón es alta expresión de la caridad divina, dada en don a quien la pide con insistencia.

No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal

8. Con estas últimas peticiones, en el “Padre nuestro” pedimos a Dios que no permita que emprendamos el camino del pecado y que nos libre de un mal inspirado con frecuencia por un ser personal, satanás, que quiere obstaculizar el designio de Dios y la obra de salvación por El realizada en Cristo.

Conscientes de ser llamados a llevar el anuncio de la salvación a un mundo dominado por el pecado y por el maligno, los cristianos son invitados a encomendarse a Dios, pidiéndole que la victoria sobre el príncipe del mundo (cfr Jn 14,30), conquistada una vez para siempre por Cristo, sea experiencia cotidiana de su vida.

En contextos sociales fuertemente dominados por lógicas de poder y de violencia, la misión de la Iglesia es testimoniar el Amor de Dios y la fuerza del Evangelio, que rompen el odio y la violencia, el egoísmo y la indiferencia. El Espíritu de Pentecostés renueva al pueblo cristiano, rescatado por la Sangre de Cristo. Esta pequeña grey es enviada por doquier, pobre de medios humanos pero libre de condicionamientos, cual fermento de una nueva humanidad.

Todos los que trabajan en las vanguardias de la Iglesia son como centinelas en las murallas de la Ciudad de Dios, a los que preguntamos: “Centinela, ¿qué hay de la noche? (Is 21,11), recibiendo la respuesta: “¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno de Yahvéh a Sión” (Is 52,8). Su testimonio generoso en cada ángulo de tierra anuncia que, “en la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo” (Redemptoris Missio, n. 86).  

 
 

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