Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"
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En la
Solemnidad de Todos los Santos leemos el Evangelio de
las Bienaventuranzas que son el pórtico del Discurso de
la Montaña (San Mateo 5,1-12a.)
En ellas
Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde
Abrahán, pero les da una orientación nueva ordenándolas
no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de
los Cielos: «Las Bienaventuranzas dibujan el Rostro
de Jesucristo y describen su caridad; expresan la
vocación de los fieles asociados a la gloria de su
Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las
actitudes características de la vida cristiana; son
promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones
y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la
vida de la Virgen María y de todos los santos»
(Catecismo de la Iglesia Católica , n. 1717).
Las
Bienaventuranzas forman parte del lenguaje bíblico
tradicional; el libro de los salmos comenzaba ya así:
«Dichoso…» (Sal 1,1). Con las Bienaventuranzas se
proclama dichoso, feliz, a alguien. En ese sentido,
están situadas en el centro de los anhelos humanos,
porque «todos nosotros queremos vivir felices, y en
el género humano no hay nadie que no de su asentimiento
a esta proposición incluso antes de que sea plenamente
enunciada» (S. Agustín, De moribus ecclesiae 1,3,4).
Pero, además, Cristo les añade un horizonte
escatológico, es decir, de salvación eterna: quien vive
así, según el espíritu que Él enseña, tiene abierta la
puerta del Cielo.
Dios no es
indiferente sino que ha tomado partido: consolará a los
suyos, les saciará, les llamará sus hijos, etc. Las
Bienaventuranzas son camino para la felicidad humana
pues expresan el doble deseo que Dios ha inscrito en el
corazón: buscar la verdadera felicidad en la tierra y
conseguir la bienaventuranza eterna.
San Mateo
recoge nueve Bienaventuranzas: las ocho primeras hablan
de las actitudes del cristiano ante el mundo (vv. 3-10),
la novena, en cambio, cambia de destinatario — pasa a
ser «vosotros» (cfr v. 11) — y se refiere a los que
sufren por causa de Cristo. Esta Bienaventuranza se
sigue con una exhortación a la alegría: sufrir por
Cristo es señal de que se ha elegido el camino correcto.
Las
Bienaventuranzas han sido comentadas y desarrolladas con
profusión en la catequesis de la Iglesia. La primera (v.
3) y la octava (v. 10) aluden al Reino de los Cielos
como premio. En la primera, se proclama dichosos a los
«pobres de espíritu». En el Antiguo Testamento,
la pobreza está ya perfilada no sólo como situación
económico – social, sino desde su valor religioso (cfr
So 2,3ss.): es pobre quien se presenta ante Dios con
actitud humilde, sin méritos personales, considerando su
realidad de pecador, necesitado de Él. De ahí
que, además de vivir con sobriedad y austeridad de vida
reales, efectivas, acepte y quiera tales condiciones no
como algo impuesto por necesidad, sino voluntariamente,
con afecto. Tal pobreza voluntaria está expresada en el
texto de Mateo por la pobreza en el espíritu. Es
evidente, por tanto, que esta Bienaventuranza exige la
austeridad y el desprendimiento de los bienes materiales
y de los diversos dones recibidos de Dios.
"En la
Solemnidad de Todos los Santos, nuestro corazón,
superando los confines del tiempo y del espacio, se
ensancha con las dimensiones del Cielo. En los inicios
del cristianismo, a los miembros de la Iglesia también
se les solía llamar "los santos". Por ejemplo,
San Pablo, en la primera carta a los Corintios, se
dirige "a los santificados en Cristo Jesús, llamados
a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el
nombre de Jesucristo, Señor nuestro" (1 Co 1,
2).
En
efecto, el cristiano ya es santo, pues el
bautismo lo une a Jesús y a su misterio pascual, pero al
mismo tiempo debe llegar a serlo, conformándose a
él cada vez más íntimamente. A veces se piensa que la
santidad es un privilegio reservado a unos pocos
elegidos. En realidad, llegar a ser santo es la tarea de
todo cristiano, más aún, podríamos decir, de todo
hombre.
Todos los seres humanos son hijos
de Dios, y todos deben llegar a ser lo que son, a
través del camino exigente de la libertad. Dios invita a
todos a formar parte de su pueblo santo. El "camino" es
Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie puede llegar
al Padre sino por él (cf. Jn 14, 6)." (Benedicto
XVI . Ángelus . 1 de noviembre de 2007)
"Una flor sobre su
tumba se marchita. Una lágrima sobre su recuerdo se
evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios"
San Agustín
La Iglesia
Católica anima el 2 de noviembre, Conmemoración de
los fieles difuntos, a rezar por los ellos. Los
fieles difuntos son miembros del Cuerpo Místico de
Cristo y forman parte de la Iglesia. Constituyen la
Iglesia Purgante y viven en solidaridad con los demás
miembros –los de la Iglesia Militante en la tierra y los
de la Iglesia Triunfante en el Paraíso– y en comunión
con Dios, aunque de diverso modo.
Así como las almas de los fieles que alcanzaron ya su
meta definitiva en el Cielo, viven en una perfecta
intimidad con la Trinidad Beatísima, y los que aún
vivimos en el mundo batallamos contra nuestras pasiones
por ser fieles a Dios, las almas del Purgatorio pasaron
ya por el mundo, pero todavía no gozan de Dios y
requieren, por lo tanto, de nuestras oraciones a la
Misericordia infinita de la Santísima Trinidad.
El viernes 1 de noviembre
de 2013 en la Plaza de San Pedro el Papa Francisco,
antes de rezar el Ángelus en la fiesta de Todos los
Santos afirmó que “la meta de nuestra existencia no
es la muerte, sino el Paraíso". Y recordó que los
Santos son los amigos de Dios, que han transcurrido su
existencia terrena en comunión profunda con Dios, hasta
el punto de llegar a ser semejantes a Él, porque han
visto en el rostro de los hermanos más pequeños y
despreciados el rostro de Dios, y ahora lo contemplan
cara a cara en su belleza gloriosa.
El Santo Padre también afirmó que los Santos “no son
superhombres, ni han nacido perfectos”. Sino que son
personas que antes de alcanzar la gloria del cielo han
vivido una vida normal, con alegrías y dolores, fatigas
y esperanzas. Son hombres y mujeres que tienen la
alegría en el corazón y la transmiten a los demás.
Francisco no olvidó destacar que ser santos “no es un
privilegio de pocos, sino que es una vocación para
todos”. De modo que todos estamos llamados a caminar por
la vía de la santidad, que tiene un nombre y un Rostro:
Jesucristo.
Además Francisco preguntó
¿qué nos dicen los Santos, hoy? Y respondió afirmando
que nos dicen que debemos confiar en el Señor, ¡porque
Él no decepciona! A la vez que con su testimonio nos
animan a “no tener miedo de ir contracorriente o de
ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él
y del Evangelio”.
Antes de rezar a la intercesión de María, Reina de todos
los Santos, el Papa dijo que nuestra oración de alabanza
a Dios y de veneración de los espíritus bienaventurados
se une a la oración de sufragio por cuantos nos han
precedido en el pasaje de este mundo a la vida eterna.
Queridos hermanos y
hermanas.
Con interés especial hoy os pido a los que estáis
aquí reunidos, para rezar conmigo el Ángelus,
que os detengáis un momento a reflexionar sobre
el misterio de la liturgia del día.
La Iglesia vive con una gran perspectiva, la acompaña siempre, la forja
continuamente y la proyecta hacia la eternidad. La
liturgia del día pone en evidencia la realidad
escatológica, una realidad que brota de todo el
plan de salvación y, a la vez de la historia del
hombre, realidad que da el sentido último a la
existencia misma de la Iglesia y a su misión.
Por esto vivimos con tanta intensidad la
Solemnidad de todos los Santos, así como
también el día de mañana, Conmemoración de los
Difuntos. Estos dos días engloban en sí de
modo muy especial la fe en la "vida eterna"
(últimas palabras del Credo apostólico).
Si bien estos dos días
enfocan ante los ojos de nuestra alma lo
ineludible de la muerte, dan también al mismo
tiempo testimonio de la vida.
El hombre que vive con la
perspectiva de la aniquilación de su cuerpo,
este hombre desarrolla su existencia al mismo
tiempo con perspectivas de vida futura y está
llamado a la gloria.
La
Solemnidad de todos
los Santos pone ante los ojos de nuestra fe a
los que han alcanzado ya la plenitud de su llamada
a la unión con Dios.
El día de la
Conmemoración
de los Difuntos hace converger nuestros
pensamientos en quienes, después de dejar este
mundo, en la expiación esperan alcanzar la
plenitud de amor que requiere la unión con Dios.
Se trata de dos días grandes en la Iglesia que
"prolonga su vida" de cierta manera en sus santos
y en todos los que se han preparado a esa vida
sirviendo a la verdad y al amor.