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“Mane nobiscum, Domine!”
 
Como los dos discípulos del Evangelio, te imploramos.

Señor Jesús, ¡quédate con nosotros! 

 
Tú, divino Caminante, experto de nuestras calzadas y conocedor de nuestro corazón, no nos dejes prisioneros de las sombras de la noche. 

Ampáranos en el cansancio, perdona nuestros pecados, orienta nuestros pasos por la vía del bien. 

Bendice a los niños, a los jóvenes, a los ancianos, a las familias y particularmente a los enfermos. Bendice a los sacerdotes y a las personas consagradas. Bendice a toda la humanidad. 

En la Eucaristía te has hecho “remedio de inmortalidad”: danos el gusto de una vida plena, que nos ayude a caminar sobre esta tierra como peregrinos seguros y alegres, mirando siempre hacia la meta de la vida sin fin. 
 
Quédate con nosotros, Señor!

Quédate con nosotros! Amén.

ORACIÓN AL FINALIZAR LA HOMILÍA DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA, ADORACIÓN Y BENDICIÓN EUCARÍSTICA CON OCASIÓN DEL COMIENZO DEL AÑO DE LA EUCARISTÍA . 17 DE OCTUBRE DE 2004

 


María Santísima, Tabernáculo de Dios


EL CAMINO DE MARÍA

Edición 1119 - 23-29 de Julio de 2017

LA EUCARISTÍA, DON DE DIOS

PARA LA VIDA DEL MUNDO

 

Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"

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Desde esta edición de El Camino de María, meditaremos sobre la Sagrada Eucaristía con textos extraídos del Magisterio de la Iglesia en general, y meditaciones pronunciadas por San Juan Pablo II, el Papa emérito Benedicto XVI y el Papa Francisco.  Esta serie de meditaciones tienen por título: LA EUCARISTÍA, DON DE DIOS PARA LA VIDA DEL MUNDO.

 

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La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 20); en la Sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza.

Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es « fuente y cima de toda la vida cristiana ». « La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo ». Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso Amor.  (Ecclesia de Eucharistia, 1)

«El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En Ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la Pasión y Muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el Sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos. Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del «misterio de la fe» que hace el sacerdote: «Anunciamos tu muerte, Señor».

La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un Don entre otros muchos, sino como el Don por excelencia, porque es Don de Sí mismo, de su Persona en su Santa Humanidad y, además, de su Obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos... ».

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la Muerte y Resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y «se realiza la obra de nuestra redención». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de Él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en Él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de Misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un Amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1) un Amor que no conoce medida. (Ecclesia de Eucharistia, 11)

Este aspecto de caridad universal del Sacramento Eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «Éste es mi Cuerpo»,  « Esta copa es la Nueva Alianza en mi Sangre », sino que añadió «entregado por vosotros... derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su Cuerpo y su Sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la Cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. «La Santa Misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el Sacrificio de la Cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor».

La Iglesia vive continuamente del Sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este Sacrificio se hace presente, y se perpetúa en forma  sacramental en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la Reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, «el Sacrificio de Cristo y el Sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único Sacrificio».Ya lo decía elocuentemente San Juan Crisóstomo: «Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el Sacrificio es siempre uno sólo [...]. También nosotros ofrecemos ahora aquella Víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá »

La Misa hace presente el Sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo que se repite es su celebración memorial (memorialis demonstratio), por la cual el único y definitivo Sacrificio Redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio Eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al Sacrificio del Calvario. (Ecclesia de Eucharistia, 12)
 

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"...Hagamos nuestros los sentimientos de Santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz"  (San Juan Pablo II. Conclusión de la Encíclica Ecclesia de Eucharistia)

Buen pastor, pan verdadero,
o Jesús, ten Misericordia de nosotros:
nútrenos y defiéndenos,
llévanos a los bienes eternos
en la tierra de los vivientes.

Tú que todo lo sabes y puedes,
que nos alimentas en la tierra,
conduce a tus hermanos
a la mesa del Cielo
a la alegría de tus santos. Amén.

 

LA EUCARISTÍA Y EL TESTIMONIO DE LA CARIDAD

Discurso de Benedicto XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Martes 15 de junio de 2010

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

La fe nunca puede darse por supuesta, porque cada generación necesita recibir este don mediante el anuncio del Evangelio y conocer la verdad que Cristo nos ha revelado. La Iglesia, por tanto, siempre está comprometida en proponer a todos la herencia de la fe, que incluye también la doctrina sobre la Eucaristía —misterio central en el que «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua»  doctrina que, lamentablemente hoy no se comprende suficientemente en su valor profundo y en su relevancia para la existencia de los creyentes. Por esto, es importante que las distintas comunidades perciban como una exigencia un conocimiento más profundo del misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Al mismo tiempo, con el espíritu misionero que queremos alimentar, es necesario que se extienda el compromiso de anunciar esa fe eucarística, para que todo hombre se encuentre con Jesucristo, que nos ha revelado al Dios «cercano», amigo de la humanidad, y de testimoniarla con una elocuente vida de caridad.

En toda su vida pública Jesús, mediante la predicación del Evangelio y los signos milagrosos, anunció la Bondad y la Misericordia del Padre para con el hombre. Esta misión alcanzó su culmen en el Gólgota, donde Cristo crucificado reveló el Rostro de Dios, para que el hombre, contemplando la Cruz, pueda reconocer la plenitud del Amor (cf. Deus caritas est, 12). El sacrificio del Calvario se anticipa misteriosamente en la última Cena, cuando Jesús, compartiendo con los Doce el pan y el vino, los transforma en su Cuerpo y en su Sangre, que poco después ofrecería como Cordero inmolado. La Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo, de su amor hasta el final por cada uno de nosotros, memorial que Él quiso confiar a la Iglesia para que se celebrara a lo largo de los siglos. Según el significado del verbo hebreo zakar, el «memorial» no es simple recuerdo de algo que sucedió en el pasado, sino celebración que actualiza ese acontecimiento, reproduciendo su fuerza y su eficacia salvífica. Así «hace presente y actual el sacrificio que Cristo ofreció al Padre, una vez para siempre, en la Cruz, en favor de la humanidad» (Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, 280). Queridos hermanos y hermanas, en nuestro tiempo no se ama la palabra sacrificio; más aún, parece que pertenece a otras épocas y a otra manera de entender la vida. Sin embargo, bien comprendida, es y sigue siendo fundamental, porque nos revela con qué amor nos ama Dios en Cristo.

En la ofrenda que Jesús hace de Sí mismo encontramos toda la novedad del culto cristiano. En la antigüedad los hombres ofrecían en sacrificio a las divinidades los animales o las primicias de la tierra. Jesús, en cambio, se ofrece a Sí mismo, ofrece su Cuerpo y toda su existencia: Él mismo en persona se convierte en el sacrificio que la liturgia ofrece en la Santa Misa. En efecto, con la consagración el pan y el vino se convierten en su verdadero cuerpo y sangre. San Agustín invitaba a sus fieles a no detenerse en lo que aparecía a su vista, sino a ir más allá: «Reconoced en el pan —decía— el mismo Cuerpo que colgó de la Cruz, y en el cáliz a la misma Sangre que brotó de su costado» (Sermón 228 b, 2). Para explicar esta conversión, la teología ha acuñado la palabra «transubstanciación», palabra que resonó por primera vez en esta basílica durante el IV concilio de Letrán. En aquella ocasión se introdujeron en la profesión de fe las siguientes expresiones: «Jesucristo, cuyo Cuerpo y Sangre se contienen verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies del pan y del vino, después de transubstanciados, por virtud divina, el pan en el Cuerpo y el vino en la Sangre» (DS, 802). Por tanto, es fundamental que en los itinerarios de educación de los niños, los adolescentes y los jóvenes en la fe, al igual que en los «centros de escucha» de la Palabra de Dios, se subraye que en el sacramento de la Eucaristía Cristo está verdadera, real y substancialmente presente.

La Santa Misa, celebrada respetando las normas litúrgicas y con una adecuada valorización de la riqueza de los signos y de los gestos, favorece y promueve el crecimiento de la fe eucarística. En la celebración eucarística nosotros no inventamos nada, sino que entramos en una realidad que nos precede, más aún, que abraza Cielo y tierra y, por tanto, también pasado, futuro y presente. Esta apertura universal, este encuentro con todos los hijos y las hijas de Dios es la grandeza de la Eucaristía: salimos al encuentro de la realidad de Dios presente en el Cuerpo y Sangre del Resucitado entre nosotros. Por tanto, las prescripciones litúrgicas dictadas por la Iglesia no son cosas exteriores, sino que expresan concretamente esta realidad de la revelación del Cuerpo y Sangre de Cristo, y así la oración revela la fe según el antiguo principio lex orandi, lex credendi. Por esto, podemos decir que «la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía bien celebrada» (Sacramentum caritatis, 64). Es preciso que en la liturgia se manifieste con claridad la dimensión trascendente, la del Misterio, del encuentro con lo divino, que ilumina y eleva también la «horizontal», o sea, el vínculo de comunión y de solidaridad que existe entre cuantos pertenecen a la Iglesia. En efecto, cuando prevalece esta última no se comprende plenamente la belleza, la profundidad y la importancia del misterio celebrado.

Tengamos presente también que la Eucaristía, vinculada a la Cruz, a la Resurrección del Señor, ha dictado una nueva estructura a nuestro tiempo. Cristo resucitado se manifestó el día siguiente al sábado, el primer día de la semana, día del sol y de la creación. Desde el principio los cristianos han celebrado su encuentro con Cristo resucitado, la Eucaristía, en este primer día, en este nuevo día del verdadero sol de la historia, Cristo resucitado. Y así el tiempo comienza siempre de nuevo con el encuentro con Cristo resucitado, y este encuentro da contenido y fuerza a la vida de cada día. Por esto, para nosotros, los cristianos, es muy importante seguir este ritmo nuevo del tiempo, encontrarnos con Cristo resucitado los domingos y así «tomar» con nosotros su presencia, que nos transforme y transforme nuestro tiempo. Además, invito a todos a redescubrir la fecundidad de la adoración eucarística: delante del Santísimo Sacramento experimentamos de modo totalmente especial el «permanecer» de Jesús que Él mismo, en el Evangelio de san Juan, pone como condición necesaria para dar mucho fruto (cf. Jn 15, 5) y evitar que nuestra acción apostólica se limite a un activismo estéril, sino que sea testimonio del Amor de Dios.

La comunión con Cristo también es siempre comunión con su cuerpo que es la Iglesia, como recuerda el apóstol san Pablo diciendo: «El pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque todos los que participamos de un solo pan, aun siendo muchos, formamos un solo pan y un solo cuerpo» (1 Co 10, 16-17). De hecho, la Eucaristía es la que transforma a un simple grupo de personas en comunidad eclesial: la Eucaristía hace la Iglesia. Por consiguiente, es fundamental que la celebración de la Santa Misa sea efectivamente el culmen, la «estructura fundamental» de la vida de toda comunidad parroquial. Exhorto a todos a cuidar al máximo, incluso mediante grupos litúrgicos, la preparación y la celebración de la Eucaristía, a fin de que quienes participen en ella puedan encontrarse con el Señor. Es Cristo resucitado quien se hace presente entre nosotros hoy y nos reúne a su alrededor. Alimentándonos de él nos vemos liberados de los vínculos del individualismo y, por medio de la comunión con Él, nos convertimos nosotros mismos, juntos, en una cosa sola, en su Cuerpo místico. Así se superan las diferencias debidas a la profesión, a la clase social o a la nacionalidad, porque descubrimos que somos miembros de una única gran familia, la de los hijos de Dios, en la que a cada uno se le da una gracia particular para la utilidad común. El mundo y los hombres no necesitan otra agregación social, sino que necesitan la Iglesia, que es en Cristo como un sacramento, es decir, «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1), llamada a hacer que sobre todas las gentes resplandezca la luz del Señor resucitado.

Jesús vino para revelarnos el Amor del Padre, porque «el hombre no puede vivir sin amor» (Juan Pablo II, Redemptor hominis, 10). En efecto, el amor es la experiencia fundamental de todo ser humano, lo que da significado a la vida diaria. También nosotros, alimentados con la Eucaristía, siguiendo el ejemplo de Cristo, vivimos para Él, para ser testigos del Amor. Al recibir el Sacramento, entramos en comunión de Sangre con Jesucristo. En la concepción judía, la sangre indica la vida; así, podemos decir que, alimentándonos del Cuerpo de Cristo, acogemos la vida de Dios y aprendemos a mirar la realidad con sus ojos, abandonando la lógica del mundo para seguir la lógica divina del don y de la gratuidad. San Agustín recuerda que durante una visión le pareció oír la voz del Señor que le decía: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Mas no me transformarás en ti como al manjar de tu carne, sino que tú te transformarás en Mí» (cf. Confesiones VII, 10, 16). Cuando recibimos a Cristo, el Amor de Dios se expande en lo íntimo de nuestro ser, modifica radicalmente nuestro corazón y nos hace capaces de gestos que, por la fuerza difusiva del bien, pueden transformar la vida de quienes están a nuestro lado. La caridad es capaz de generar un cambio auténtico y permanente de la sociedad, actuando en el corazón y en la mente de los hombres, y cuando se vive en la verdad «es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (Caritas in veritate, 1). Para el discípulo de Jesús el testimonio de la caridad no es un sentimiento pasajero sino, al contrario, es lo que plasma la vida en toda circunstancia.

Nuestras ciudades piden a los discípulos de Cristo, además de un renovado anuncio del Evangelio, un testimonio más claro y límpido de la caridad. Con el lenguaje del amor, deseoso del bien integral del hombre, la Iglesia habla a los habitantes del mundo. Estoy agradecido a cuantos están comprometidos en las diversas instituciones caritativas, por la dedicación y la generosidad con que sirven a los pobres y a los marginados. Las necesidades y la pobreza de numerosos hombres y mujeres nos interpelan profundamente: cada día es Cristo mismo quien, en los pobres, nos pide que le demos de comer y de beber, que lo visitemos en los hospitales y en las cárceles, que lo acojamos y lo vistamos. La Eucaristía celebrada nos impone y, al mismo tiempo, nos hace capaces de ser también nosotros pan partido para los hermanos, saliendo al encuentro de sus necesidades y entregándonos nosotros mismos. Por esto una celebración eucarística que no lleve a encontrarse con los hombres allí donde viven, trabajan y sufren, para llevarles el Amor de Dios, no manifiesta la verdad que encierra. Para ser fieles al misterio que se celebra en los altares, como nos exhorta el apóstol san Pablo, debemos ofrecer nuestro cuerpo, nuestro ser, como sacrificio espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1) en las circunstancias que requieren hacer que muera nuestro yo y constituyen nuestro «altar» cotidiano. Los gestos de compartir crean comunión, renuevan el tejido de las relaciones interpersonales, inclinándolas a la gratuidad y al don, y permiten la construcción de la civilización del amor. En un tiempo como el actual de crisis económica y social, seamos solidarios con quienes viven en la indigencia, para ofrecer a todos la esperanza de un mañana mejor y digno del hombre. Si vivimos realmente como discípulos del Dios-caridad, ayudaremos a los habitantes de nuestras ciudades a descubrir que son hermanos e hijos del único Padre.

Que la Virgen María acompañe con su intercesión maternal el camino de la Iglesia. María, que vivió de modo totalmente singular la comunión con Dios y el sacrificio de su propio Hijo en el Calvario, nos obtenga vivir cada vez más intensa, plena y conscientemente el misterio de la Eucaristía, para anunciar con la palabra y la vida el Amor que Dios alberga por todo hombre. Queridos amigos, os aseguro mi oración y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica. Gracias.

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EL CAMINO DE MARÍA . Edición 1119 para %EmailAddress%

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