LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

 

 

 

 

 

VEN ESPÍRITU CREADOR

Ven, Espíritu Creador,
Visita las almas de tus fieles
Y llena de la divina gracia los corazones,
Que Tú mismo creaste.

Tú que eres el Paráclito
Llamado y don altísimo de Dios;
Fuente viva, y amor, y fuego ardiente,
Y espiritual unción.

Tú, regalo de siete dones.
Tú, dedo de la diestra paternal;
Tú, promesa magnífica del Padre,
Que el torpe labio vienes a soltar.

Con tu luz iluminas los sentidos,
Los afectos inflaman con tu amor;
Con tu fuerza invencible corrobora
La corpórea flaqueza y corrupción.

Lejos expulsa al pérfido enemigo,
Envíanos tu paz;
Siendo Tú nuestro Guía,
Toda culpa logremos evitar;

Danos tu influjo a conocer al Padre,
Danos también al Hijo a conocer,
Y del uno y del otro, oh Santo Espíritu,
En Ti creamos con sincera fe.

Dios Padre alabanza, honor y gloria,
Con el Hijo que un día resucitó
De entre los muertos; y al feliz Paráclito
De siglos en la eterna sucesión.

 

 

 

 

 

 

 

 

VEN, ESPÍRITU DE AMOR Y DE PAZ!

 Juan Pablo II 

Espíritu Santo, Dulce Huésped del alma,
muéstranos el sentido profundo del gran jubileo
y prepara nuestro espíritu para celebrarlo con fe,
en la esperanza que no defrauda,
en la caridad que no espera recompensa.

Espíritu de Verdad, que conoces las profundidades de Dios,
memoria y profecía de la Iglesia,
dirige la humanidad para que reconozca en Jesús de Nazaret
el Señor de la gloria, el Salvador del mundo,
la culminación de la historia.

¡Ven, Espíritu de Amor y de Paz!

Espíritu Creador, misterioso Artífice del Reino,
guía la Iglesia con la fuerza de tus santos Dones
para cruzar con valentía el umbral del nuevo milenio
y llevar a las generaciones venideras
la luz de la Palabra que salva.

Espíritu de Santidad, Aliento Divino que mueve el universo,
ven y renueva la faz de la tierra.
Suscita en los cristianos el deseo de la plena unidad,
para ser verdaderamente en el mundo signo e instrumento
de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano.

¡Ven, Espíritu de Amor y de Paz!

Espíritu de Comunión, Alma y sostén de la Iglesia,
haz que la riqueza de los carismas y ministerios
contribuya a la unidad del Cuerpo de Cristo,
y que los laicos, los consagrados y los ministros ordenados
colaboren juntos en la edificación del único reino de Dios.

Espíritu de Consuelo, Fuente inagotable de gozo y de paz,
suscita solidaridad para con los necesitados,
da a los enfermos el aliento necesario,
infunde confianza y esperanza en los que sufren,
acrecienta en todos el compromiso por un mundo mejor.

¡Ven, Espíritu de Amor y de Paz!

Espíritu de Sabiduría, que iluminas la mente y el corazón,
orienta el camino de la ciencia y de la técnica
al servicio de la vida, de la justicia y de la paz.
Haz fecundo el diálogo con los miembros de otras religiones,
y que las diversas culturas se abran a los valores del Evangelio.

Espíritu de Vida, por el cual el Verbo se hizo carne
en el Seno de la Virgen, Mujer del silencio y de la escucha,
haznos dóciles a las muestras de tu Amor
y siempre dispuestos a acoger los signos de los tiempos
que Tú pones en el curso de la historia.

¡Ven, Espíritu de Amor y de Paz!

A Ti, Espíritu de Amor,
junto con el Padre Omnipotente
y el Hijo Unigénito,
alabanza, honor y gloria
por los siglos de los siglos. Amén.

Oración compuesta con ocasión del  segundo año del preparación al Jubileo del año 2000 dedicado al Espíritu Santo

 

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

DON DE SABIDURÍA

Ángelus, 9 de abril de 1989

DON DE ENTENDIMIENTO

Ángelus, 16 de abril de 1989

DON DE CIENCIA

Ángelus, 23de abril de 1989

DON DE CONSEJO

Ángelus, 7 de mayo de 1989

DON DE FORTALEZA

Ángelus, 14 de mayo de 1989

DON DE PIEDAD

Ángelus, 27 de mayo de 1989

DON DE TEMOR DE DIOS

Ángelus, 11 de junio de 1989

EL ESPÍRITU SANTO ANIMA A LA COMUNIDAD DE LOS CREYENTES EN CRISTO
 
Audiencia General del miércoles 13  de septiembre de 2000
 
LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y EL ESPÍRITU SANTO
 
Audiencia General del miércoles 31  de mayo de 2000

LETANÍAS AL ESPÍRITU SANTO

CONSAGRACIÓN AL ESPÍRITU SANTO

 DONES DEL ESPÍRITU SANTO

 

DON DE SABIDURÍA

Ángelus, 9 de abril de 1989

Queridos hermanos y hermanas:
 
 1. Con la perspectiva de la Solemnidad de Pentecostés, hacia la que conduce el período pascual, queremos reflexionar juntos sobre los siete dones del Espíritu Santo, que la Tradición de la Iglesia ha propuesto constantemente basándose en el famoso texto de Isaías referido al “Espíritu del Señor” (cf. Is 11, 1-2).    
 
El primero y mayor de tales dones es la sabiduría, la cual es luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios. En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: “Supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. Y la preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza” (Sb 7, 7-8).   
 
Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. Santo Tomás habla precisamente de “un cierto sabor de Dios” (Summa Theol. II-II, q. 45, a. 2, ad. 1), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.

2. Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.
     
Un ejemplo fascinante de esta percepción superior del “lenguaje de la creación” lo encontramos en el “Cántico de las criaturas” de San Francisco de Asís.

3. Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la impregna con la luz “que viene de lo Alto”, como lo han testificado tantas almas escogidas también en nuestros tiempos y, yo diría, hoy mismo por Santa Clelia Barbieri y por su luminoso ejemplo de mujer rica en esta sabiduría, aunque era joven de edad.

En todas estas almas se repiten las “grandes cosas” realizadas en María Santísima por el Espíritu. Ella, a quien la piedad tradicional venera como “Sedes Sapientiae”, nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.
 
 

  

DON DE ENTENDIMIENTO

Ángelus, 16 de abril de 1989

Queridos hermanos y hermanas:
 
1. En esta reflexión dominical deseo hoy detenerme en el segundo don del Espíritu Santo: el entendimiento. Sabemos bien que la fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también búsqueda con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene del Espíritu Santo, que juntamente con la fe concede precisamente este don especial de inteligencia y casi de intuición de la verdad divina.   
 
La palabra “inteligencia” deriva del latín intus legere, que significa “leer dentro”, penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo, que “que escruta las profundidades de Dios” (1 Co 2, 10), comunica al creyente una chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba en el camino, explicándonos las Escrituras?” (Lc 24, 32).

2. Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores, que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa específica que Cristo les hizo (cf. Jn 14, 26; 16, 13), y a los fieles, que, gracias a la “unción” del Espíritu (cf. 1 Jn 2, 20 y 27) poseen un especial “sentido de la fe” (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.

Efectivamente, la Luz del Espíritu Santo, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro: ¡signos de los tiempos, signos de Dios!   
 
3. Queridísimos hermanos y hermanas, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia: “Ven, Espíritu divino, manda Tu Luz desde el Cielo” (Secuencia de Pentecostés).

Invoquémoslo por intercesión de María Santísima, la Virgen de la Escucha, que a luz del Espíritu supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios realizados en Ella por el Todopoderoso (cf. Lc 2, 19 y 51). La contemplación de las maravillas de Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1, 46 ss.).
 
 

DON DE CIENCIA

Ángelus, 23de abril de 1989

Queridos hermanos y hermanas:

1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar del don de ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
 
Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder, que, precisamente, se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo.  
 
2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de la ciencia. Es ésta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás- el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cf. S. Th., II-II, q. 9, a. 4).
 
Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quién no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? “El Cielo proclama la Gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de Sus manos” (Sal 18/19, 2; cf. Sal 8, 2); “Alabad al Señor en el Cielo, alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y luna, alabadlo estrellas radiantes” (Sal 148, 1.3).
 
3. El hombre, iluminado por el don de ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor ímpetu y confianza a Aquél que es el Único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.
 
Esta ha sido la experiencia de los Santos. Pero de forma absolutamente singular esta experiencia fue vivida por la Virgen Santísima que, con el ejemplo de su itinerario personal de fe, nos enseña a caminar “para que en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría” (Oración del domingo XXI per annum).

 


DON DE CONSEJO

Ángelus, 7 de mayo de 1989

Queridos hermanos y hermanas:

1. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos en consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones morales que la vida diaria le impone.  
 
Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores, es la que se denomina “reconstrucción de las conciencias”. Es decir, se advierte la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos sanos y positivos.  
 
En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea: de aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros -de todos nosotros- para obtener, ante todo, la ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. Y en realidad  la experiencia confirma que “los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas”, como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).
 
2. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cf. San Buenaventura: Collationes de septem donis Spiritus Sancti; VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el “ojo sano” del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor qué hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el Sermón de la montaña (cf. Mt 5-7).
 
Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular, para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar decisiones arduas y penosas.
 
Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como Mater Boni Consilii, Madre del Buen Consejo.

 


DON DE FORTALEZA

Ángelus, 14 de mayo de 1989

Queridos hermanos y hermanas:

1. “Veni, Sancte Spiritus!” Esta es, muy queridos hermanos y hermanas, la invocación que hoy, Solemnidad de Pentecostés, se eleva insistente y confiada desde toda la Iglesia: "Ven, Espíritu Santo y reparte tus siete dones según la fe de tus siervos” (Secuencia de Pentecostés).
 
Entre estos dones del Espíritu hay uno sobre el que deseo detenerme esta mañana: el don de la fortaleza. En nuestro tiempo muchos exaltan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre él ejerce el ambiente circundante.  
 
2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.
 
Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y de la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.
 
3. Quizá nunca como hoy la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural que da vigor al alma, no sólo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
 
Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní “la debilidad de la carne” (cf. Mt 26, 41; Mc 14; 28), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien.  Entonces podremos repetir con San Pablo: “Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Co 12, 10).

4. Son muchos los seguidores de Cristo -pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junto a la Cruz. ¡Ellos lo han superado todo gracias a este don del Espíritu!
 
Pidamos a María, a la que ahora saludamos como Regina Caeli, nos obtenga el don de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.
 
 

DON DE LA PIEDAD

Ángelus, 27 de mayo de 1989

Queridos hermanos y hermanas:
 
 1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar del don de la piedad. Mediante éste, el Espíritu Santo sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.  
 
La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vacío que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda, perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre Providente y Bueno. En este sentido escribía San Pablo: “Envió Dios a Su Hijo... para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de Su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...” (Ga 4, 4-7; cf. Rm 8, 15).  
 
 2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera partícipe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano “piadoso” siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
 
El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, a la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.
 
3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de María, modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas saluda como Vas insignae devotionis, nos enseñe a adorar a Dios “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la “Salve Regina”: “¡... O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!”
 
 

DON DE TEMOR DE DIOS

Ángelus, 11 de junio de 1989

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El último, en el orden de enumeración de estos dones, es el don del temor de Dios.  
 
La Sagrada Escritura afirma que “Principio del saber, es el temor de Yahveh” (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de qué temor se trata? No ciertamente de ese “miedo de Dios” que impulsa a evitar pensar o acordarse de Él, como de algo o de alguno que turba e inquieta. Este fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, “a ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín” (Gn 3, 8); éste fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cf. Mt 25, 18. 26).  
 
Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda majestad de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser “encontrado falto de peso” (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el “corazón contrito” y con el “corazón humillado” (Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación “con temor y temblor” (Flp 2, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.
 
2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios, que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial que es un sentimiento arraigado en el Amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre; de no ofenderlo en nada, de “permanecer” y crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7).
 
3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor a Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: “Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios” (2 Co 7, 1).
 
Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste “se conturbó” (Lc 1, 29) y, aún trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el “fiat” de la fe, de la obediencia y del amor.

 


 

 

ORACIÓN PARA PEDIR LOS 7 DONES

¡Oh Espíritu Santo!, llena de nuevo mi alma con la abundancia de tus dones y frutos. Haz que yo sepa, con el don de Sabiduría, tener este gusto por las cosas de Dios que me haga apartar de las terrenas.

Que sepa, con el don del Entendimiento, ver con fe viva la importancia y la belleza de la verdad cristiana.

Que, con el don del Consejo, ponga los medios más conducentes para santificarme, perseverar y salvarme.

Que el don de Fortaleza me haga vencer todos los obstáculos en la confesión de la fe y en el camino de la salvación.

Que sepa con el don de Ciencia, discernir claramente entre el bien y el mal, lo falso de lo verdadero, descubriendo los engaños del demonio, del mundo y del pecado.

Que, con el don de la Piedad, ame a Dios como Padre, le sirva con fervorosa devoción y sea misericordioso con el prójimo.

Finalmente, que, con el don de Temor de Dios, tenga el mayor respeto y veneración por los mandamientos de Dios, cuidando de no ofenderle jamás con el pecado.

Lléname, sobre todo, de tu Amor divino; que sea el móvil de toda mi vida espiritual; que, lleno de unción, sepa enseñar y hacer entender, al menos con mi ejemplo, la belleza de tu doctrina, la bondad de tus preceptos y la dulzura de tu amor. Amén.

 

EL CRISTIANO ANIMADO POR EL ESPÍRITU SANTO

¡Queridos Hermanos y Hermanas!

1. En el Cenáculo, la última noche de su vida terrena, Jesús promete cinco veces el don del Espíritu Santo (cf. Jn 14, 16-17; 14, 26; 15, 26-27; 16, 7-11; 16, 12-15). 

En el Cenáculo, la noche de Pascua, el Resucitado se presenta ante los Apóstoles y derrama sobre ellos el Espíritu prometido, con el gesto simbólico de soplar y con las palabras: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). 

En el Cenáculo, cincuenta días después, el Espíritu Santo irrumpe con su fuerza, transformando el corazón y la vida de los primeros testigos del Evangelio.

Desde entonces toda la historia de la Iglesia, en sus dinámicas más profundas, está impregnada de la presencia y de la acción del Espíritu, "dado sin medida" a los creyentes en Cristo (cf. Jn 3, 34). El encuentro con Cristo implica el don del Espíritu Santo que, como decía el gran Padre de la Iglesia san Basilio, "se derrama sobre todos sin que sufra ninguna disminución, está presente en cada uno de quienes son capaces de recibirlo, como si existiera sólo en él, y en todos infunde la gracia suficiente y completa" (De Spiritu Sancto IX, 22).

2. El apóstol san Pablo, en un pasaje de la carta a los Gálatas (cf. Ga 5, 16-18. 22-25), describe "el fruto del Espíritu" (Ga 5, 22), enumerando una gama múltiple de virtudes que se manifiestan en la existencia del fiel. El Espíritu Santo está en la raíz de la experiencia de fe. En efecto, el Bautismo nos convierte en hijos de Dios precisamente mediante el Espíritu: "La prueba de que sois hijos -afirma también san Pablo- es que Dios ha enviado a nuestro corazón el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!" (Ga 4, 6). En la fuente misma de la existencia cristiana, cuando nacemos como criaturas nuevas, está el soplo del Espíritu que nos transforma en hijos en el Hijo y nos hace "caminar" por sendas de justicia y salvación (cf. Ga 5, 16).

3. Así pues, toda la vida del cristiano deberá desarrollarse bajo el influjo del Espíritu. Cuando Él nos presenta la palabra de Cristo, resplandece dentro de nosotros la luz de la verdad, como prometió Jesús: "El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en Mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho" (Jn 14, 26; cf. 16, 12-15). El Espíritu está a nuestro lado en el momento de la prueba, defendiéndonos y sosteniéndonos: "Cuando os arresten, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis que decir; no seréis vosotros los que habléis; el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros" (Mt 10, 19-20). El Espíritu está en la raíz de la libertad cristiana, que es remoción del yugo del pecado. Lo dice claramente el apóstol san Pablo: "La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). Como nos recuerda el mismo san Pablo, la vida moral, precisamente porque es irradiada por el Espíritu, produce frutos de "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí" (Ga 5, 22).

4. El Espíritu Santo anima a toda la comunidad de los creyentes en Cristo. También el Apóstol celebra con la imagen del cuerpo la multiplicidad y la riqueza de la Iglesia, así como su unidad como obra del Espíritu Santo. Por una parte, san Pablo enumera la variedad de los carismas, es decir, de los dones particulares ofrecidos a los miembros de la Iglesia (cf. 1 Co 12, 1-10); por otra, reafirma que "todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, que las distribuye a cada uno según Su Voluntad" (1 Co 12, 11). En efecto, "todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13).

Por último, gracias al Espíritu alcanzamos nuestro destino glorioso. A este propósito, san Pablo usa la imagen del "sello" y de la "prenda": "Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Ef 1, 13-14; cf. 2 Co 1, 22; 5, 5). En síntesis, toda la vida del cristiano, desde su inicio hasta su meta última, está bajo el signo y la obra del Espíritu Santo.

5. Me complace recordar, durante este Año jubilar, cuanto afirmé en la encíclica dedicada al Espíritu Santo: "El gran jubileo del año 2000 contiene un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la "ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús", descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto -como escribe san Pablo- "donde está el Espíritu del Señor, allí esta la libertad"" (Dominum et vivificantem, 60).

Así pues, abandonémonos a la acción liberadora del Espíritu Santo, compartiendo el asombro de Simeón, el Nuevo Teólogo, que se dirige a la tercera Persona divina con estas palabras:

 "Veo la belleza de Tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante Ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos miembros, que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas" (Himnos, II, vv. 19-27; cf. Vita consecrata, 20).



 

LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y EL ESPÍRITU SANTO

 

¡Queridos Hermanos y Hermanas!

1. El Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del Espíritu Santo, presenta varios aspectos en los escritos neotestamentarios. Comenzaremos con el que nos delinea un pasaje de los Hechos de los Apóstoles. Es el más inmediato en la mente de todos, en la historia del arte e incluso en la liturgia.

San Lucas, en su segunda obra, sitúa el don del Espíritu dentro de una teofanía, es decir, de una Revelación Divina solemne, que en sus símbolos remite a la experiencia de Israel en el Sinaí (cf. Ex 19). El fragor, el viento impetuoso, el fuego que evoca el fulgor, exaltan la trascendencia divina. En realidad, es el Padre quien da el Espíritu a través de la intervención de Cristo glorificado. Lo dice san Pedro en su discurso: "Jesús, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado, como vosotros veis y oís" (Hch 2, 33). En Pentecostés, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, el Espíritu Santo "se manifiesta, da y comunica como Persona divina (...). En este día se revela plenamente la santísima Trinidad" (nn. 731-732).

2. En efecto, toda la Trinidad está implicada en la irrupción del Espíritu Santo, derramado sobre la primera comunidad y sobre la Iglesia de todos los tiempos como sello de la nueva Alianza anunciada por los profetas (cf. Jr 31, 31-34; Ez 36, 24-27), como confirmación del testimonio y como fuente de unidad en la pluralidad. Con la fuerza del Espíritu Santo, los Apóstoles anuncian al Resucitado, y todos los creyentes, en la diversidad de sus lenguas y, por tanto, de sus culturas y vicisitudes históricas, profesan la única fe en el Señor, "anunciando las maravillas de Dios" (Hch 2, 11).

Es significativo constatar que un comentario judío al Éxodo, refiriéndose al capítulo 10 del Génesis, en el que se traza un mapa de las setenta naciones que, según se creía, constituían la humanidad entera, las remite al Sinaí para escuchar la palabra de Dios: "En el Sinaí la voz del Señor se dividió en setenta lenguas, para que todas las naciones pudieran comprender" (Éxodo Rabba', 5, 9). Así, también en el Pentecostés que relata san Lucas, la palabra de Dios, mediante los Apóstoles, se dirige a la humanidad para anunciar a todas las naciones, en su diversidad, "las maravillas de Dios" (Hch 2, 11).

3. Sin embargo, en el Nuevo Testamento hay otro relato que podríamos llamar el Pentecostés de san Juan. En efecto, en el cuarto Evangelio la efusión del Espíritu Santo se sitúa en la tarde misma de Pascua y se halla íntimamente vinculada a la Resurrección. Se lee en san Juan: "Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz esté con vosotros. Como el Padre Me envió, también Yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"" (Jn 20, 19-23).

También en este relato de san Juan resplandece la gloria de la Trinidad: de Cristo Resucitado, que se manifiesta en su cuerpo glorioso; del Padre, que está en la fuente de la misión apostólica; y del Espíritu Santo, derramado como don de paz. Así se cumple la promesa hecha por Cristo, dentro de esas mismas paredes, en los discursos de despedida a los discípulos: "El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en Mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho" (Jn 14, 26). La presencia del Espíritu en la Iglesia está destinada al perdón de los pecados, al recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, en la actuación cada vez más profunda de la unidad en el amor.

El acto simbólico de soplar quiere evocar el acto del Creador que, después de modelar el cuerpo del hombre con polvo del suelo, "insufló en sus narices un aliento de vida" (Gn 2, 7). Cristo resucitado comunica otro soplo de vida, "el Espíritu Santo". La Redención es una nueva creación, obra divina en la que la Iglesia está llamada a colaborar mediante el ministerio de la reconciliación.

4. El apóstol san Pablo no nos ofrece un relato directo de la efusión del Espíritu, pero cita sus frutos con tal intensidad que se podría hablar de un Pentecostés paulino, también presentado en una perspectiva trinitaria. Según dos pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y a los Romanos, el Espíritu es el don del Padre, que nos transforma en hijos adoptivos, haciéndonos partícipes de la vida misma de la familia divina. Por eso afirma san Pablo: "No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8, 15-17; cf. Ga 4, 6-7).

Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos a Dios con el nombre familiar Abbá, que Jesús mismo usaba con respecto a su Padre Celestial (cf. Mc 14, 36). Como Él, debemos caminar según el Espíritu en la libertad interior profunda: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23).

Concluyamos esta contemplación de la Trinidad en Pentecostés con una invocación de la liturgia de Oriente:

 "Venid, pueblos, adoremos a la Divinidad en tres personas: el Padre, en el Hijo, con el Espíritu Santo. Porque el Padre, desde toda la eternidad, engendra un Hijo coeterno que reina con Él, y el Espíritu Santo está en el Padre, es glorificado con el Hijo, potencia única, sustancia única, divinidad única... ¡Gloria a Ti, Trinidad Santa!" (Vísperas de Pentecostés).

LETANÍAS AL ESPÍRITU SANTO

V Señor, ten misericordia de nosotros
R. Señor, ten misericordia de nosotros
V. Cristo, ten misericordia de nosotros
R. Cristo, ten misericordia de nosotros
V. Señor, ten misericordia de nosotros
R. Señor, ten misericordia de nosotros
V. Cristo, óyenos
R. Cristo, óyenos
V. Cristo, escúchanos
R. Cristo, escúchanos
V. Dios, Padre celestial
R. Ten misericordia de nosotros
V. Dios Hijo Redentor del mundo
R. Ten misericordia de nosotros
V. Dios Espíritu Santo
R. Ten misericordia de nosotros
V. Trinidad Santa, un solo Dios
R. Ten misericordia de nosotros

(A las siguientes invocaciones se responde: "Ten Misericordia de nosotros")

-Espíritu de verdad y de sabiduría,
-Espíritu de santidad y de justicia,
-Espíritu de entendimiento y de consejo,
-Espíritu de caridad y de gozo,
-Espíritu de paz y de paciencia,
-Espíritu de longanimidad y mansedumbre,
-Espíritu de benignidad y de bondad,
-Amor substancial del Padre y del Hijo,
-Amor y vida de las almas santas,
-Fuego siempre ardiendo,
-Agua viva que apagáis la sed de los corazones,

(A las siguientes invocaciones se responde: "Líbranos Señor")

-De toda impureza de alma y cuerpo,
-De toda gula y sensualidad,
-De todo afecto a los bienes terrenos,
-De todo afecto a cosas y a criaturas,
-De toda hipocresía y fingimiento,
-De toda imperfección y faltas deliberadas,
-Del amor propio y juicio propio,
-De la propia voluntad,
-De la murmuración,
-De la doblez a nuestros prójimos,
-De nuestras pasiones y apetitos desordenados,
-De no estar atentos a vuestra inspiración Santa,
-Del desprecio a las cosas pequeñas,
-De la glotonería y malicia,
-De todo regalo y comodidad,
-De querer buscar o desear algo que no seáis Vos,
-De todo lo que te desagrade,
-De todo pecado e imperfección y de todo mal,

Padre amantísimo, Ten misericordia de nosotros..
Divino Verbo, Ten misericordia de nosotros.
Divino Espíritu, Ten misericordia de nosotros.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, Envíanos al Divino Consolador.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundoLlénanos de los dones de tu Espíritu.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, Haz que crezcan en nosotros los frutos del Espíritu Santo.

 

Ven, ¡oh Santo Espíritu!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

V. Envía tu Espíritu y todo será creado.
R. Y se renovará la faz de la tierra.

¡Oh Dios!, que haz instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, te rogamos nos concedas, según el mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo, Señor nuestro.  Amén.

 


CONSAGRACIÓN AL ESPÍRITU SANTO

Recibe, ¡oh Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que te hago en este día para que te dignes ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones: mi Director, mi Luz, mi Guía, mi Fuerza y todo el Amor de mi corazón.

Yo me abandono sin reservas a Tus divinas operaciones y quiero ser siempre dócil a Tus santas inspiraciones.

¡Oh Espíritu Santo!, dígnate formarme con María y en María según el modelo de nuestro Señor Jesucristo.

Gloria al Padre Creador; Gloria al Hijo Redentor; Gloria al Espíritu Santo Santificador. Amén

(Rezar un Padrenuestro por las intenciones del Papa)

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