Oh Virgen fiel, que fuiste siempre solícita y dispuesta a recibir,
conservar y meditar la Palabra de Dios!:
Haz
que también nosotros, en medio de las dramáticas vicisitudes de la
historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana.
Llévanos de la mano y acompáñanos durante esta Cuaresma hacia la
Pascua para poder contemplar al Señor Jesucristo Resucitado.
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María impulsa a la Iglesia y a los creyentes a cumplir
siempre la voluntad del Padre, que nos ha manifestado Cristo.
Las
palabras que dirigió a los sirvientes, para el milagro de Caná, las
repite a todas las generaciones de cristianos: "Haced lo que él
os diga" (Jn 2, 5). Esa misma invitación nos la dirige
María hoy a nosotros. Es una exhortación a entrar en el nuevo
período de la historia con la decisión de realizar todo lo que
Cristo dijo en el Evangelio en nombre del Padre y actualmente nos
sugiere mediante el Espíritu Santo, que habita en nosotros. Por
consiguiente, las palabras: "Haced lo que él os diga",
señalándonos a Cristo, nos remiten también al Padre, hacia el que
nos encaminamos. Coinciden con la voz del Padre que resonó en el
monte de la Transfiguración: "Este es mi Hijo amado (...),
escuchadlo" (Mt 17, 5). Este mismo Padre, con la palabra de
Cristo y la luz del Espíritu Santo, nos llama, nos guía y nos
espera. Nuestra santidad consiste en hacer todo lo que el
Padre nos dice. El valor de la vida de María radica precisamente en
el cumplimiento de la voluntad divina.
(Juan Pablo II, María en el Camino hacia el Padre, 12
de enero de 2000)
La Misericordia de Dios por
el hombre se comunicó al mundo mediante la Maternidad de la Virgen
María
"...María es Madre de Misericordia porque
Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la
Misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). El ha venido no para
condenar sino para perdonar, para derramar misericordia (cf. Mt 9,
13). Y la misericordia más grande radica en su estar en
medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido
para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de
Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la
Misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su
fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo
pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que,
para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo: Su misericordia
para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud
con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva.
Por numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la
fragilidad y el pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz
de la tierra (cf. Sal 104 [103], 30), posibilita el milagro del
cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para
hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su
voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la
misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza
para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace
partícipes de su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu..."
(Juan Pablo II. Carta-Encíclica "Veritaris Splendor, 118)
"..Dirigimos nuestra mirada a María santísima, a la que hoy
invocamos con el título dulcísimo de "Mater Misericordiae".
María es "Madre de la misericordia" porque es la Madre de
Jesús, en El que Dios reveló al mundo su "corazón" rebosante de
amor.
La compasión de Dios por el hombre se comunicó al mundo
precisamente mediante la maternidad de la Virgen María.
Iniciada en Nazaret por obra del Espíritu Santo, la maternidad de
María culminó en el misterio pascual, cuando fue asociada
íntimamente a la pasión, muerte y resurrección de su Hijo divino.
Al pie de la cruz la Virgen se convirtió en madre de los
discípulos de Cristo, Madre de la Iglesia y de toda la humanidad.
"Mater misericordiae". (Juan Pablo II, en el rezo del
"Regina Coeli" del Domingo 22 de abril de 2001)
María Madre de misericordia, cuida de todos
para que no se haga inútil la cruz de Cristo, para que
el hombre no pierda el camino del bien, no pierda la
conciencia del pecado y crezca en la esperanza en
Dios, «rico en misericordia» (Ef 2, 4), para que
haga libremente las buenas obras que El le asignó (cf. Ef
2, 10) y, de esta manera, toda su vida sea «un himno a
su gloria» (Ef 1, 12).
Juan Pablo II. Conclusión de la Carta-Encíclica
"Veritaris Splendor" |
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