PEREGRINANDO EN CUARESMA CON  MARÍA

Oh Virgen fiel, que fuiste siempre solícita y dispuesta a recibir, conservar y meditar la Palabra de Dios!:

 Haz que también nosotros, en medio de las  dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana.

Llévanos de la mano y  acompáñanos durante esta Cuaresma  hacia la Pascua para poder contemplar al Señor Jesucristo Resucitado.

 

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Meditaciones para cada día de la Cuaresma

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María impulsa a la Iglesia y a los creyentes a cumplir siempre la voluntad del Padre, que nos ha manifestado Cristo. Las palabras que dirigió a los sirvientes, para el milagro de Caná, las repite a todas las generaciones de cristianos: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5).
Esa misma invitación nos la dirige María hoy a nosotros. Es una exhortación a entrar en el nuevo período de la historia con la decisión de realizar todo lo que Cristo dijo en el Evangelio en nombre del Padre y actualmente nos sugiere mediante el Espíritu Santo, que habita en nosotros.
Por consiguiente, las palabras: "Haced lo que él os diga", señalándonos a Cristo, nos remiten también al Padre, hacia el que nos encaminamos. Coinciden con la voz del Padre que resonó en el monte de la Transfiguración: "Este es mi Hijo amado (...), escuchadlo" (Mt 17, 5). Este mismo Padre, con la palabra de Cristo y la luz del Espíritu Santo, nos llama, nos guía y nos espera.
Nuestra santidad consiste en hacer todo lo que el Padre nos dice. El valor de la vida de María radica precisamente en el cumplimiento de la voluntad divina

(Juan Pablo II, María en el Camino hacia el Padre, 12 de enero de 2000)

La Misericordia de Dios por el hombre se comunicó al mundo mediante la Maternidad de la Virgen María

"...María es Madre de Misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la Misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). El ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar misericordia (cf. Mt 9, 13). Y la misericordia más grande radica en su estar en medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la Misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo: Su misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104 [103], 30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu..." (Juan Pablo II. Carta-Encíclica "Veritaris Splendor, 118)
 
"..Dirigimos nuestra mirada a María santísima, a la que hoy invocamos con el título dulcísimo de "Mater Misericordiae". María es "Madre de la misericordia" porque es la Madre de Jesús, en El que Dios reveló al mundo su "corazón" rebosante de amor.
La compasión de Dios por el hombre se comunicó al mundo precisamente mediante la maternidad de la Virgen María. Iniciada en Nazaret por obra del Espíritu Santo, la maternidad de María culminó en el misterio pascual, cuando fue asociada íntimamente a la pasión, muerte y resurrección de su Hijo divino. Al pie de la cruz la Virgen se convirtió en madre de los discípulos de Cristo, Madre de la Iglesia y de toda la humanidad. "Mater misericordiae". (Juan Pablo II, en el rezo del  "Regina Coeli" del  Domingo 22 de abril de 2001)
 

María Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado y crezca
en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia»  (Ef 2, 4),
para que haga libremente las buenas obras
que El le asignó (cf. Ef 2, 10) y,
de esta manera, toda su vida sea
«un himno a su gloria» (Ef 1, 12).

Juan Pablo II. Conclusión de la Carta-Encíclica "Veritaris Splendor"
 

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

EL SENTIDO DE LA ORACIÓN Y EL AYUNO

 Audiencia General del miércoles 5 de marzo de 2003

LA DIGNIDAD DE LA ORACIÓN

Audiencia General del miércoles 14 de febrero de 1979

EL AYUNO PENITENCIAL

Audiencia General del miércoles 21 de marzo de 1979

ARREPENTÍOS Y DAD LIMOSNA...!

Audiencia General del miércoles 28 de marzo de 1979

 

 

LA MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS

 Audiencia General del miércoles 22 de febrero de 1984

NUESTRA ACTITUD ANTE EL SACRAMENTO DEL PERDÓN

Audiencia General del miércoles  22 de febrero de 1984

LA SATISFACCIÓN POR LOS PECADOS A TRAVÉS DE LAS PRÁCTICAS PENITENCIALES

Audiencia General del miércoles 7 de marzo de 1984 

EL EXAMEN DE CONCIENCIA

Audiencia General del miércoles 14 de marzo de 1984

LA CONFESIÓN FRECUENTE

Audiencia General del miércoles 11 de abril de 1984

LA ACUSACIÓN DE LOS PECADOS EN LA CONFESIÓN

Audiencia General del miércoles 21 de marzo de 1984

LA ABSOLUCIÓN DE LOS PECADOS EN EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN

Audiencia General del miércoles 28 de marzo de 1984

LOS FRUTOS DEL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN

Audiencia General del miércoles 4 de abril de 1984

RELACIÓN ENTRE EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA Y EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN

Audiencia General del miércoles 18 de abril de 1984

La misión de la Iglesia en el perdón de los pecados

 
 
Queridos hermanos y hermanas:
 
1. Hoy, la fiesta de la Cátedra de San Pedro Apóstol, en el Año de la Redención, adquiere un significado totalmente particular. Nos recuerda la misión que la Iglesia tiene en el perdón de los pecados.
  
El pasaje del Evangelio de Mateo (16, 13-19) que hemos escuchado contiene la que con frecuencia se llama "promesa" del ministerio de Pedro y de sus Sucesores en favor del Pueblo de Dios: "Y yo te digo -afirma Jesús-: que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos".
 
Sabemos que Cristo dio cumplimiento a esta "promesa" después de su resurrección, cuando mandó a Pedro: "Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-17). Sabemos también que el Señor Jesús confió de modo singular, "juntamente con Pedro y bajo la guía de Pedro (Ad gentes, 38), el "poder" de "atar" y "desatar", también a los Apóstoles y a sus sucesores, los obispos (cf. Mt 18, 18), y este poder está vinculado en cierta medida y por participación, también a los sacerdotes.  
 
Este "oficio" comprende campos muy amplios de aplicación, como la función de tutelar y de anunciar con un carisma cierto de verdad" (Dei Verbum, 8), la Palabra de Dios; la función de santificar sobre todo por medio de la celebración de los sacramentos; la función de regir a la comunidad cristiana por el camino de la fidelidad a Cristo en los diversos tiempos y en los diversos ambientes.  
 
2. Ahora, me apremia poner de relieve la tarea de la remisión de los pecados. Frecuentemente, según la experiencia de los fieles, constituye una dificultad importante precisamente el tener que presentarse al ministro del perdón. "¿Por qué -se objeta- manifestar a un hombre como yo mi situación más íntima e incluso mis culpas más secretas?" "¿Por qué -se objeta también- no dirigirme directamente a Dios o a Cristo, y tener, en cambio, que pasar por la mediación de un hombre para obtener el perdón de mis pecados?".
 
Estas y parecidas preguntas pueden tener una cierta aceptación por el "esfuerzo" que siempre exige un poco el sacramento de la penitencia. Pero, en el fondo, ponen de relieve una no comprensión o una no acogida del "misterio" de la Iglesia.  
 
Es cierto: el hombre que absuelve es un hermano que también se confiesa, porque, a pesar del afán por su santificación personal, está sujeto a los límites de la fragilidad humana. Sin embargo, el hombre que absuelve no ofrece el perdón de las culpas en nombre de dotes humanas peculiares de inteligencia, o de penetración sicológica; o de dulzura y afabilidad; no ofrece el perdón de las culpas tampoco en nombre de la propia santidad. Él, como es de desear, está invitado a hacerse cada vez más acogedor y capaz de transmitir la esperanza que se deriva de una pertenencia total a Cristo (cf. Gál 2, 20; 1 Pe 3, 15). Pero cuando alza la mano que bendice y pronuncia las palabras de la absolución, actúa "in persona Christi": no sólo como "representante", sino también y, sobre todo, como "instrumento" humano en el que está presente, de modo arcano y real, y actúa el Señor Jesús, el "Dios-con-nosotros", muerto y resucitado y que vive para nuestra salvación.
 
3. Bien considerado, a pesar de la molestia que puede provocar la mediación eclesial, es un método humanísimo, a fin de que el Dios que nos libera de nuestras culpas no se diluya en una abstracción lejana, que al fin se convertiría en una difuminada, irritante y desesperante imagen de nosotros mismos. Gracias a la mediación del ministro de la Iglesia este Dios se hace "próximo" a nosotros en la concreción de un corazón también perdonado.
 
Con esta perspectiva es como hay que preguntarse si la instrumentalidad de la Iglesia, en vez de ser contestada, no debería, más bien, ser deseada, puesto que responde a las esperanzas más profundas que se ocultan en el espíritu humano, cuando se acerca a Dios y se deja salvar por Él. El ministro del sacramento de la penitencia aparece así -dentro de la totalidad de la Iglesia- como una expresión singular de la "lógica" de la Encarnación, mediante la cual el Verbo hecho carne nos alcanza y nos libera de nuestros pecados.
 
"Cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos", dice Cristo a Pedro. Las "llaves del reino de los cielos" no fueron confiadas a Pedro y a la Iglesia para que se aprovechen de ellas a su propio arbitrio o para manipular las conciencias, sino a fin de que las conciencias sean liberadas en la Verdad plena del hombre, que es Cristo, "paz y misericordia" (cf. Gál 6, 16) para todos.

Nuestra actitud ante el sacramento del perdón

 
 
La satisfacción por los pecados a través de las prácticas penitenciales

"Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros" (Col 3, 5).
La exhortación del Apóstol Pablo resuena con actualidad especial este día, en el que, con el austero rito de la imposición de la ceniza, se abre el período de Cuaresma: un tiempo que está singularmente marcado por la penitencia; un tiempo en el que la Iglesia pide diligentemente a los fieles que se acerquen más frecuentemente y con más fervor al sacramento de la penitencia.  
 
Toda la vida cristiana es vida de mortificación. La Iglesia, con sus normas de sabiduría maternal, establece "unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia" (Código de Derecho Canónico, can. 1249).
 
Luego, durante la Cuaresma, además de la "abstinencia de carne o de otro alimento que haya eterminado la Conferencia Episcopal" del lugar (can. 1251) cada viernes, la Iglesia impone para nuestro provecho espiritual "la abstinencia y el ayuno el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo" (ib.). Y se trata de preceptos que deberían considerarse como el mínimun indispensable: todo un estilo de penitencia debería acompañar el desarrollo de la existencia de fe y concretarse en gestos precisos, fruto de generosidad.
 
2. Continuando la reflexión que venimos desarrollando los pasados miércoles, quisiera llamar la atención sobre esa penitencia particular que está vinculada al sacramento del perdón y que comúnmente se llama "satisfacción". Esta práctica ha de ser descubierta de nuevo en su sentido más profundo. Acaso se hace incluso más significativa y más densa de cuanto lo haya sido con frecuencia en el uso corriente.  
 
Invitado por la interpelación de Dios, el pecador se ha acercado al sacramento de la misericordia y ha recibido el perdón de los propios pecados. Pero antes de la absolución ha aceptado la indicación de prácticas penitenciales que deberá realizar en su vida con la gracia del Señor.
 
No se está ante una especie de "precio" mediante el cual se "pagaría" el inestimable don que Dios nos hace con la liberación de las culpas. La "satisfacción" es, más bien, la expresión de una existencia renovada, la cual, con una nueva ayuda de Dios, se dirige a su realización concreta. Por esto, no debería limitarse, en sus manifestaciones determinadas, al solo campo de la oración, sino actuar en los diversos sectores en los que el pecado ha devastado al hombre. San Pablo nos habla de "fornicaciones, impurezas, pasiones, codicias y de esa avaricia que es una idolatría. Eso es lo que atrae el castigo de Dios sobre los desobedientes" (Col 3, 5-6).
 
3. Más aún: la "satisfacción" precisamente en su vinculación con el sacramento de la penitencia y en su derivación de él, no sólo adquiere una eficacia singular, sino que revela la riqueza de significados que tiene la mortificación en la perspectiva de fe. Nunca se repetirá bastante que el cristianismo no es un "dolorismo", fin en sí mismo. En cambio, el cristianismo es una alegría y una "paz" (cf. Col 3, 15) que incluyen y exigen el sacrificio.
 
Efectivamente, el pecado original, aún cuando borrado por el bautismo, deja normalmente en lo íntimo del hombre un desorden que se supera, una propensión al pecado que se frena con el esfuerzo humano, además de con la gracia del Señor (cf. Conc. Trid. Decretum de iustificatione, cap. 10; Denz.-Schön, n. 1535). El mismo sacramento de la reconciliación, aún ofreciendo el perdón de las culpas, no elimina completamente la dificultad que el creyente encuentra en la realización de la ley grabada en el corazón del hombre y perfeccionada por la Revelación: esta ley, aún cuando está interiorizada por el don del Espíritu Santo, deja, de ordinario, la posibilidad de pecado y más aún, cierta inclinación a él (cf. Conc. Trid. Decretum de iustificatione, cap. 11; Denz.–Schön, núms. 1536; 1568-1573). Por consiguiente, la vida humana y cristiana se manifiesta siempre como una "lucha" contra el mal (cf. Conc. Vat. II, Gaudium et spes, núms. 13, 15). Se requiere, pues, un serio esfuerzo ascético para que el fiel se haga cada vez más capaz de amar a Dios y al prójimo, en sintonía coherente con la propia condición de renacido en Cristo.  
 
Añádase a esto que el dolor -el que se sufre con resignación y el que se busca libremente con miras a una plena adaptación a la propuesta evangélica- hay que vivirlo en unión con Cristo para participar en su pasión, muerte y resurrección. De este modo, el creyente puede repetir con San Pablo: "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24).

Juan Pablo II,  Audiencia General del miércoles 7 de marzo de 1984 

Nuestra actitud ante el sacramento del perdón

Queridos hermanos y hermanas:

1. "Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios" (2 Cor 5, 20). En la oración común del miércoles pasado reflexionamos sobre el significado y el valor, incluso humano, del perdón, en cuanto ofrecido por la Iglesia por medio del ministro del sacramento de la penitencia.   
 
Hoy, y en las próximas semanas, quisiera continuar considerando los gestos, a los que estamos llamados cuando nos acercamos al sacramento del perdón. Se trata de acciones muy sencillas, de palabras muy corrientes, pero que ocultan toda la riqueza de la presencia de Dios y nos exigen la disponibilidad a dejarnos formar según la pedagogía de Cristo, continuada y aplicada por la sabiduría materna de la Iglesia. 
2. Cuando nosotros, creyentes, salimos de nuestras casas y de la vida cotidiana para dirigirnos a recibir la misericordia del Señor, que nos libera de nuestras culpas en el sacramento de la reconciliación, ¿cuáles son las convicciones y los sentimientos que debemos alimentar en el espíritu?   
 
En primer lugar, debemos estar seguros de que la nuestra es ya una "respuesta". A una mirada superficial le puede parecer extraña esta observación. Se nos puede preguntar: ¿No somos nosotros -únicamente nosotros- los que asumimos la iniciativa de pedir el perdón de los pecados? ¿No somos nosotros -únicamente nosotros- los que nos damos cuenta del peso de nuestras culpas y de los desvíos de nuestra vida, los que nos percatamos de la ofensa hecha al amor de Dios, y, por lo tanto, los que nos decidimos a la opción de abrirnos a la misericordia?

Ciertamente, también se exige nuestra libertad. Dios no impone su perdón al que rehusa aceptarlo. Y, sin embargo, esta libertad tiene raíces más profundas y metas más altas de todo lo que nuestra conciencia llega a comprender. Dios, que en Cristo es la viviente y suprema misericordia, está "antes" que nosotros y antes que nuestra invocación para ser reconciliados. Nos espera. Nosotros no nos apartaríamos de nuestro pecado, si Dios no nos hubiera ofrecido ya su perdón. "A la verdad, Dios estaba  reconciliando al mundo consigo en Cristo" (San Pablo, 2 Cor 5, 18). Más aún: No nos decidiríamos a abrirnos al perdón, si Dios, mediante el Espíritu que Cristo nos ha dado, no hubiera ya realizado en nosotros pecadores un impulso de cambio de existencia, como es, precisamente, el deseo y la voluntad de conversión. "Os lo pedimos  dejaos reconciliar con Dios" (San Pablo, 2 Cor 5, 20). En apariencia, somos nosotros quienes damos los primeros pasos; en realidad, en el comienzo de nuestra reforma de vida está el Señor que nos ilumina y nos solicita. Le seguimos a Él, nos adaptamos a su iniciativa. La gratitud debe llenarnos el corazón antes aún de ser liberados de nuestras culpas mediante la absolución de la Iglesia.

3. Una segunda certeza debe animarnos cuando nos dirigimos al sacramento de la penitencia. Estamos invitados a acoger un perdón que no se limita a "olvidar" el pasado, como si extendiera sobre él un velo efímero, sino que nos lleva a un cambio radical de la mente, del corazón y de la conducta, de manera que nos convertimos, gracias a Cristo, en "justicia de Dios" (2 Cor 5, 21). 

 
Efectivamente, Dios es un dulcísimo, pero también un exigentísimo amigo. Cuando se le encuentra, ya no es posible continuar viviendo como si no se le hubiese encontrado. Pide que se le siga no por los caminos que nosotros habíamos determinado recorrer, sino por los que Él ha señalado para nosotros. Se le da algo de la existencia, y poco a poco nos damos cuenta de que la está pidiendo toda.
 
Una religión exclusivamente consoladora es una fábula, que sólo comparte quien aún no ha experimentado la comunión con Dios. Esta comunión ofrece también las gratificaciones más profundas, pero las ofrece dentro de un esfuerzo inagotable de conversión.

4. En particular -y es un tercer aspecto del camino hacia el sacramento de la reconciliación-
el Señor Jesús nos pide que estemos dispuestos a perdonar, por parte nuestra, a los hermanos, si queremos recibir su perdón. La costumbre de ciertas tradiciones cristianas de intercambiarse los fieles más cercanos el signo de la paz antes de dirigirse al sacramento de la misericordia de Dios, traduce con un gesto el imperativo evangélico: "Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras faltas" (Mt 6, 14-15).

Esta observación adquiere toda su importancia, si se piensa que el pecado, aún el más secreto y personal, es siempre una herida hecha a la Iglesia (cf. Lumen gentium, 11), y si se piensa que la concesión del perdón de Dios, aún cuando sea, de modo peculiar e indelegable, acto del ministro del sacramento de la penitencia -el sacerdote-, siempre tiene lugar en el contexto de una comunidad que ayuda y sostiene y vuelve a acoger al pecador con la oración, con la unión al sufrimiento de Cristo y con el espíritu de fraternidad que deriva de la muerte y resurrección del Señor Jesús (cf. Lumen gentium, 11).   
 
Escuchemos, pues, queridísimos hermanos y hermanas, la invitación del Apóstol Pablo, como si Dios mismo nos exhortase por medio de él: "¡Dejémonos reconciliar con Dios!".

El examen de conciencia

 

La confesión frecuente

1. "Abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra Cabeza, Cristo" (Ef 4, 15). 
El sacramento de la reconciliación, en el designio de Dios, constituye un medio singularmente eficaz en ese esfuerzo de crecimiento espiritual de que nos ha hablado el Apóstol Pablo. Es un medio indispensable por disposición divina -al menos en el deseo sincero de recibirlo- para el fiel que, habiendo caído en pecado grave, quiera retornar a la vida de Dios. Pero la Iglesia, a lo largo de los siglos, interpretando la voluntad de Cristo, ha exhortado siempre a los creyentes a acercarse con frecuencia a este sacramento (cf. Catechismo Romano del Concilio di Trento, Ciudad del Vaticano, 1946, págs. 239; 242), incluso para que sean perdonados los pecados sólo veniales.

Esta evolución respecto al pasado, como dijo mi predecesor Pío XII, no tuvo lugar sin la asistencia del Espíritu Santo (cf. Encíclica Mystici Corporis, 1943: AAS 35, 1943, pág. 235). El Concilio Vaticano II, después, asegura que "el sacramento de la penitencia contribuye de manera extraordinaria a fomentar la vida cristiana" (Christus Dominus, 30); y, hablando de los sacerdotes, afirma: "Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo, Salvador y Pastor, por medio de la fructuosa recepción de los sacramentos, especialmente por el frecuente acto sacramental de la penitencia, como quiera que preparado por el diario examen de conciencia, favorece en tanto grado la necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias" (Presbyterorum ordinis, 18). Y, en los "Praenotanda" al nuevo "Rito de la Penitencia", se dice: "Además, el uso frecuente y cuidadoso de este sacramento es también muy útil en relación con los pecados veniales. En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio sicológico, sino de un constante empeño en perfeccionar la gracia del bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús (cf. 2 Cor 4, 10)" (Ritual de la Penitencia, Praenotanda, n. 7). Del mismo modo, para mi predecesor Pablo VI, "la confesión frecuente sigue siendo una fuente privilegiada de santidad, de paz y de alegría" (Exhortación Apostólica Gaudete in Domino, 1975).

2. Ciertamente, la remisión del pecado venial puede hacerse también a través de otros medios, sacramentales o no. El pecado venial, efectivamente, es un acto de adhesión desordenada a los bienes creados, realizado no con plena conciencia o no en materia grave, de tal manera que persiste en la persona la amistad con Dios, aún cuando en diverso grado queda de algún modo comprometida. Sin embargo, no se debe olvidar que las culpas veniales pueden causar heridas peligrosas al pecador.

A la luz de estas advertencias se comprende lo sumamente oportuno que es el que tales pecados sean perdonados también mediante el sacramento de la penitencia. Efectivamente, la confesión de estas culpas con miras al perdón sacramental, ayuda singularmente a tomar conciencia de la propia condición de pecadores ante Dios, para enmendarse; invita a descubrir nuevamente, de manera personalísima, la función mediadora de la Iglesia, que actúa como instrumento de Cristo presente para nuestra redención; ofrece la "gracia sacramental", esto es, una original conformación con el Señor Jesús como vencedor del pecado en todas sus manifestaciones, juntamente con una ayuda para que el penitente se dé cuenta y tenga la fuerza de poner en práctica plenamente las líneas éticas de desarrollo que Dios ha grabado en su corazón.
 
De este modo el penitente se orienta "al estado de hombre perfecto, a la medida de la talla que corresponde a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13); además, "viviendo según la verdad", se estimula a "crecer en todo en caridad, llegándose a Aquel, que es nuestra Cabeza, Cristo" (Ef 4, 15).

3. A estas motivaciones de orden teológico, quisiera añadir otra de orden pastoral. Ciertamente, la "dirección espiritual" (o el "consejo espiritual", o el "diálogo espiritual", como a veces se prefiere decir), puede llevarse también fuera del contexto del sacramento de la penitencia e incluso por quien no tiene el orden sagrado. Pero no se puede negar que esta función -insuficiente, si se realiza sólo dentro de un grupo, sin una relación personal- de hecho está vinculada frecuente y felizmente al sacramento de la reconciliación y es ejercida por un "maestro" de vida (cf. Ef 4, 11), por un "spiritualis senior" (Regla de San Benito, c. 4, 50-51), por un "médico" (cf. S. Th., Supplementum, q. 18), por un "guía en las cosas de Dios" (ib., q. 36, a. 1) que es el sacerdote, el cual ha sido hecho idóneo para funciones especiales "en la Iglesia" por "un don singular de gracia" (ib., q. 35, a. 1).
De este modo el penitente supera el peligro de la arbitrariedad y es ayudado a conocer y a decidir la propia vocación a la luz de Dios.
 Juan Pablo II,  Audiencia General del miércoles 11 de abril de 1984 

El examen de conciencia

1. "Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad" (1 Jn 1,9)
A la luz de las palabras del Apóstol Juan, queremos continuar en esta meditación el descubrimiento de los significados que hay bajo los gestos que estamos llamados a realizar, según la dinámica del sacramento y la pedagogía de la Iglesia, cuando nos acercamos a la confesión. Hoy nuestra atención se fija en ese momento que la ascética cristiana suele llamar examen de conciencia para el reconocimiento de nuestros pecados.

Ya es empresa ardua admitir que el pecado en sí es decisión que contrasta con la norma ética que el hombre lleva grabada en el propio ser; es difícil reconocer en la opción que se hace contra Dios, verdadero "Fin" en Cristo, la causa de una disociación intolerable de nuestra intimidad entre la tendencia necesaria hacia el Absoluto y nuestra voluntad de "bloquearnos" en bienes finitos. El hombre se resiste a admitir que la opción mala rompa la armonía que debe reinar entre él y los hermanos, y entre él y la realidad del cosmos.   
 
La dificultad aumenta desmesuradamente cuando hay que reconocer no el pecado en su abstracción teórica y general, sino en su densidad de acto realizado por una persona concreta o en las condiciones en que se halla esta determinada persona. Entonces se pasa de la comprensión de una doctrina a la admisión de una experiencia que nos afecta directamente y que no se puede delegar, porque es fruto de nuestra responsabilidad: estamos llamados no a decir: "Existe el pecado", sino a confesar: "Yo he pecado", "Yo estoy en pecado". A esta dificultad alude San Juan cuando en su primera Carta, nos advierte: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros" (1 Jn 1, 8).

2. Quizá tengamos que insistir: reconocer las propias culpas no significa sólo recordar los sucesos en su escueta realidad, dejando que vuelvan a salir al corazón como recuerdo de simples comportamientos, de gestos casi desprendidos de la libertad, y hasta, de algún modo, "alejados" de la conciencia. Reconocer las propias culpas implica, más bien, poner en claro la
intencionalidad que está detrás y dentro de cada uno de los hechos que hemos consumado.   
 
Esto requiere la valentía de admitir la propia libertad puesta en juego en el mal. Esto nos impone la confrontación con las exigencias morales, que Dios ha grabado en nuestra intimidad como imperativos que llevan a la perfección, al crearnos "a su imagen y semejanza" (cf. Gén 1, 26) y al "predestinarnos a ser conformes con la imagen de su Hijo" (cf. Rom 8, 29). Esto nos impone, en particular, "entrar en nosotros mismos" (cf. Lc 15, 17) para dejar hablar a la evidencia: nuestras opciones malas no pasan a nuestro lado; no existen antes de no
sotros; no se cruzan en nuestro camino como si fueran sucesos que no nos envuelven. Nuestras opciones perversas, en cuanto perversas, nacen en nosotros, únicamente de nosotros.

Dios nos presta su "concurso" para que podamos actuar; pero la connotación negativa de nuestra actuación depende sólo de nosotros. Somos nosotros los que decidimos nuestro destino por Dios o contra Dios, mediante la libertad que Él nos ha confiado como don y como tarea. Más aún: cuando, con dificultad, logramos reconocer nuestros pecados, nos damos cuenta también, con mayor dificultad todavía, de que no podemos liberarnos de ellos nosotros solos, con nuestras solas fuerzas. Paradoja de esta aventura de la culpa humana: sabemos realizar actos que no podemos reparar. Nos rebelamos contra un Dios a quien luego no podemos obligar a que nos ofrezca su perdón.   
 
3. El "examen de conciencia" se nos revela así no tanto como esfuerzo de introspección psicológica, o como gesto intimista que se circunscribe al perímetro de nuestra conciencia,
abandonada a sí misma. Es sobre todo confrontación: confrontación con la ley moral que Dios nos dio en el momento creador, que Cristo asumió y perfeccionó con su precepto del amor (cf. 1 Jn 3, 23), y que la Iglesia no cesa de profundizar y actualizar con su enseñanza; confrontación con el mismo Señor Jesús que, siendo Hijo de Dios, ha querido asumir nuestra condición humana (cf. Flp 2, 7) para cargar con nuestros pecados (cf. Is 53, 12) y vencerlos con su muerte y su resurrección.

Sólo a la luz de Dios que se revela en Cristo y que vive en la Iglesia, sabemos percibir con claridad nuestras culpas. Sólo ante el Señor Jesús que ofrece su vida "por nosotros y por nuestra salvación", logramos confesar nuestros pecados. Lo conseguimos también porque sabemos que ya están perdonados, si nos abrimos a su misericordia. Podemos dejar que nuestro corazón "nos arguya", porque estamos seguros de que "Dios es mejor que nuestro corazón" (1 Jn 3, 20). Y "todo lo conoce" (ib.). Y nos ofrece su benevolencia y su gracia para cada una de las culpas.   
 
Entonces surge dentro de nosotros también el propósito de la enmienda. Pascal observaría: "Si conocieses tus pecados, te desanimarías... A medida que los expías, los conocerás, y se te dirá: Tus pecados te han sido perdonados" (Pensées, 553: éditions León Brunschvicg).

La acusación de los pecados

 

La absolución de los pecados en el Sacramento de la Reconciliación

 
1. A quién perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" (Jn 20, 23). Jesús resucitado transmite a los Apóstoles el poder de perdonar en su nombre.
 
En el esfuerzo de captar el significado de los gestos que estamos llamados a realizar cuando nos acercamos al sacramento de la penitencia, el miércoles pasado consideramos el sentido y el valor de la acusación de las culpas como momento en que el pecador se aclara a sí mismo delante del Dios de Jesucristo que perdona. La absolución -el momento que queremos examinar hoy-, es, precisamente, la "respuesta" de Dios al hombre que reconoce y confiesa el propio pecado, manifiesta su dolor y se dispone al cambio de vida, que se deriva de la misericordia recibida.

Efectivamente, por parte del sacerdote, que actúa en el seno de la Iglesia, la absolución expresa el “juicio” de Dios sobre la actuación mala del hombre. Y el penitente, que está ante Dios acusándose como culpable, reconoce al Creador como propio Señor y acoge su "juicio" como el de un Padre que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11).

2. Este "juicio" se manifiesta en la muerte y resurrección de Cristo: aunque no conoció el pecado, "Dios lo hizo pecado por nosotros, para que en Él fuéramos justicia de Dios" (cf. 2 Cor 5, 21). El Señor Jesús se ha convertido así en "nuestra reconciliación (cf. Rom 5, 11) y en nuestra "paz" (cf. Ef 2, 14). La Iglesia, pues, por medio del sacerdote de manera singular, no actúa como si fuese una realidad autónoma: estructuralmente depende del Señor Jesús que la ha fundado, la habita y actúa en ella, de tal modo que hace presente en los diversos tiempos y en los diversos ambientes el misterio de la redención. La palabra evangélica esclarece este "ser enviada" de la Iglesia a través de sus Apóstoles por parte de Cristo para la remisión de los pecados. "Como me envió mi Padre -afirma el Señor Jesús resucitado-, así os envío yo". Y después de decir esto, soplando sobre ello añadió: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos". (Jn 20, 21-22). Así, pues, detrás -o dentro- de la realidad humana del sacerdote, se oculta y actúa el mismo Señor que "tiene el poder de perdonar los pecados" (cf. Lc 5, 24) y que con esta finalidad "mereció" (cf. Jn 7, 39) y "envió" (cf. Jn 20, 22) "su Espíritu" (cf. Rom 8, 9) después del Sacrificio del Calvario y de la victoria de la Pascua.

3. Nunca se insistirá bastante en subrayar la gratuidad de esta intervención de Dios para rescatarnos de nuestra miseria y de nuestra desesperación. Ciertamente, la absolución no es un "derecho", que el pecador puede alegar ante Dios: es radicalmente don, por el cual hay que manifestar la gratitud con las palabras y con la vida.

Y del mismo modo: nunca se insistirá bastante en subrayar el carácter concreto y personal del perdón ofrecido por la Iglesia a cada uno de los pecadores. No basta una referencia cualquiera del hombre a un "Dios" lejano y abstracto. Se trata de una exigencia humana, en sintonía con el designio histórico, realizado por Dios en Cristo y que perdura en la Iglesia, el poderse encontrar con un hombre concreto como nosotros que, sostenido por las oraciones y las buenas obras de los hermanos, y actuando "in persona Christi", nos asegura la misericordia que se nos concede. Por lo que se refiere al carácter personal del perdón, siguiendo la tradición incesante de la Iglesia, ya desde mi primera Encíclica (Redemptor hominis, 20) y luego muy frecuentemente he insistido no sólo sobre el deber de la absolución personal, sino también sobre el derecho que tiene cada uno de los pecadores a ser acogido y llegar a él en su originalidad insustituible e irrepetible. Nada hay tan personal e indelegable como la responsabilidad de la culpa. Y nada hay tan personal e indelegable como el arrepentimiento y la espera y la invocación de la misericordia de Dios. Por lo demás, cada uno de los sacramentos no se dirige a una generalidad de personas, sino a una persona en singular: "Yo te bautizo", se dice para el bautismo; "Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo", se afirma en la confirmación, etc. En la misma lógica está el "Yo te absuelvo de tus pecados".
 
Por tanto, será necesario estar constantemente en guardia para que a un cierto "ritualismo individualista" no suceda un todavía más deletéreo "ritualismo de anonimato". La dimensión comunitaria del pecado y del perdón no coincide ni se provoca necesariamente sólo por ritos comunitarios. Se puede tener el espíritu abierto a la catolicidad y al universo confesándose individualmente, y se puede estar en actitud individualista cuando se está como perdido en una masa indeterminada.

Que los fieles de hoy puedan volver a descubrir el valor del sacramento del perdón, para poder revivir en él la gozosa experiencia de la "paz", que Cristo resucitado donó a su Iglesia el día de Pascua (cf. Jn 20, 19-20).

  Juan Pablo II,  Audiencia General del miércoles 28 de marzo de 1984

La acusación de los pecados en la Confesión 

Queridos hermanos y hermanas:  

1. "Si confesamos nuestros pecados fiel y justo es Él para perdonarnos." (1 Jn 1, 9). Escuchemos una vez más la consoladora afirmación de San Juan.
Los miércoles pasados hemos ido descubriendo de nuevo el significado profundo de los gestos que el penitente realiza cuando se acerca al sacramento de la reconciliación, y especialmente el significado del encuentro con la mediación eclesial, sobre todo en la persona del ministro, el significado de disponerse a recibir el perdón de Dios y el significado del "examen de conciencia" y de la "satisfacción".

Hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre un acto exigido por el sacramento que, con no poca frecuencia, crea más de una dificultad a los fieles que no prestan atención a la dinámica del sacramento mismo y a las verdaderas exigencias del corazón humano: quiero decir la acusación de los pecados. E insisto en la acusación personal -como insistiré en la absolución personal de las culpas-, ya que, para la doctrina católica, la confesión individual sigue siendo el único modo ordinario de la Penitencia sacramental.   
 
Es conocida la enseñanza de la Iglesia a este respecto. La absolución exige, sobre todo cuando se trata de pecados mortales, que el sacerdote comprenda claramente y valore la calidad y el número de los pecados y también si se da un arrepentimiento sincero.

2. ¿Por qué ese requiere tal acto? Se podría contestar con motivaciones de orden psicológico y antropológico, las cuales mostrarían ya -por encima de toda superficialidad de análisis- cierta "exigencia" de "comunicarse" por parte del pecador: de "hablar" a alguien que escuche con atención y confianza, para que el pecador mismo se aclare y, en cierto modo, se sienta aliviado y liberado del peso de las propias culpas.

Pero la perspectiva humana no capta la raíz de la conversión, y sobre todo no da una vida nueva como la da el sacramento.

He aquí, pues, que la acusación de los pecados adquiere su sentido más verdadero y su más auténtico valor en el sacramento de la penitencia, donde el hombre está llamado a descubrirse plenamente como hombre que ha traicionado a Dios y tiene necesidad de misericordia.

Hay que afirmar categóricamente que la acusación de los pecados no es sólo un momento de pretendida autoliberación psicológica o de necesidad humana de manifestarse en la propia condición de culpa. La acusación de los pecados es principalmente gesto que, de algún modo, entra a formar parte del contexto litúrgico y sacramental de la Penitencia, y comparte sus características, dignidad y eficacia.
 
El creyente pecador, en el seno de la comunidad cristiana, se presenta al ministro de la Reconciliación que de modo totalmente particular actúa "en nombre" y "en la persona" del Señor Jesús, y manifiesta las propias culpas para recibir su perdón, y ser así admitido de nuevo en la fraternidad de gracia.

La connotación "judicial", propia de esta relación, no debe entenderse según las categorías del ejercicio de la justicia humana. El sacerdote confesor debe expresar, en el seno de la Iglesia, la "justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen" (Rom 3, 22): una justicia que no es condenación más que para los que no se dejan salvar; sino que es perdón y misericordia.

3. A la luz de este concepto fundamental se comprende cómo la acusación de las culpas es como si el pecador se aclarase a sí mismo ante Dios que lo perdona.

Efectivamente, el pecador se reconoce extraño y hostil a Dios por una opción fundamental que ha hecho contra el mismo Dios. Pero esta opción no se pone como un acto de libertad que esté fuera de la historia; se concreta, más bien, en comportamientos precisos que son, de por sí, cada una de las culpas. A partir de lo que ha hecho, el pecador llega realmente a captar quién es: se conoce como por inducción.

Y tal enumeración de culpas no se realiza de modo solipsista y desesperado: se realiza, en cambio, a manera de diálogo religioso, en el que se manifiestan los motivos por los que Dios en Cristo no debería acogernos -y a esto equivale la manifestación de los pecados cometidos-, pero con la certeza de que Él nos acoge y nos renueva por benevolencia suya y por su capacidad de re-crearnos. De este modo, el pecador no sólo se conoce como por inducción, sino que se conoce a manera de reverbero: cuando se ve como Dios mismo lo ve en el Señor Jesús; cuando se acepta porque Dios mismo en el Señor Jesús lo acepta y lo hace "criatura nueva" (Gál 6, 15).
El "juicio" divino se revela por lo que es: la gratuidad del perdón.

De esta manera se difunde en el penitente la luz de Dios de la que habla San Juan en su primera Carta "Si dijéramos que vivimos en comunión en Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad... Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad" (1 Jn 1, 6. 9).

RELACIÓN ENTRE EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA Y EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN

 

LOS FRUTOS DEL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN

1. "Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu"(Gál 5, 25).   
En los momentos de oración de los pasados miércoles nos hemos esforzado por reflexionar sobre el significado cristiano y humano de las varias etapas en las que se estructura el sacramento de la penitencia. Hoy queremos fijar la atención en los frutos, en los resultados, en los efectos del perdón recibido.

Cuando el sacramento de la reconciliación nos encuentra en pecado grave y lo recibimos con las disposiciones necesarias, entonces nos libera de las culpas y nos devuelve la vida de gracia. Ciertamente la absolución que se nos ofrece en nombre de Dios en Cristo, a través de la mediación de la Iglesia, no hace ciertamente que los pecados cometidos no hayan sido cometidos en su realidad histórica. Pero por medio de ella, la potencia de la misericordia divina nos conduce de nuevo a la dignidad de hijos de Dios, que habíamos recibido en el bautismo.

El catecismo nos ha ensañado a hablar de "gracia habitual", esto es, de una vida nueva y divina que se nos da: ésta hace presente en nosotros el "Espíritu de Cristo" (Rom 8, 9), que nos "conforma" con el Señor Jesús (cf. Rom 8, 29), a fin de que en la fraternidad eclesial encontrada de nuevo (cf. 1 Cor 2, 11) podamos "repetir" en nosotros (cf Ef 2, 3-6) el misterio de la muerte y de la resurrección del Redentor, recuperando y revalorizando así de modo nuevo el elemento auténticamente humano de la existencia.

2. No se trata, pues, de "algo" que se nos aplica como desde el exterior. En el creyente pecador y perdonado vuelve a "habitar" el Espíritu Santo (cf. Rom 8, 11; 1 Cor 2, 12; 3, 16; 16, 19; 2 Cor 3, 3; 5, 5; Gál 3, 2-5; 4, 6) como nos prometió el Señor Jesús (cf. Jn 14, 15-17); más aún, vuelve a "poner su morada" Cristo mismo con el Padre (cf. Jn 14, 23; Ap 3, 20).

Y una presencia semejante no se da sin consecuencias felices sobre el ser y el actuar del fiel, liberado de la culpa mortal. Este queda de nuevo transformado íntimamente, cambiado ontológicamente, de manera que se convierte otra vez en "criatura nueva" (Gál 6, 15), "partícipe de la naturaleza divina" (cf. 2 Pe 1, 34), singularmente "marcada" y modelada a imagen y semejanza del Hijo de Dios (cf. 1 Cor 12, 13; 2 Cor 1, 21-22; Ef 1, 13; 4, 30).

Aún más: el fiel, liberado de la culpa mortal, vuelve a adquirir un nuevo principio de acción que es el mismo Espíritu, de manera que se hace capaz de un conocimiento y una voluntad nueva según Dios (cf. 1 Jn 3, l-2: 4, 7-8): vive para el Padre como Cristo (cf. Jn 6, 58), ora (cf. Rom 8, 26-27), ama a los hermanos (cf. 1 Cor 12, 4-11; Jn 13, 34), espera la "herencia" futura (cf. Rom 8, 17; Gál 4, 7; Tit 3, 7), "dejándose guiar por el Espíritu", como nos asegura San Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 5, 18). Y esta renovación no se yuxtapone, sino que absorbe, sana y transfigura el elemento humano, de modo que hay que “estar alegres en el Señor” (cf. Flp 4 - 8, "probarlo todo y quedarse con lo que es bueno (cf. 1 Tes 5, 21).

3. Pero el sacramento de la penitencia no se limita a devolver la gracia del bautismo. Ofrece aspectos nuevos de conformación con Cristo, que son propios de la conversión, en cuanto ésta es ratificada y completada por la absolución sacramental después del pecado.

Una sólida tradición espiritual expresa este don propio del sacramento de la reconciliación con los términos "espíritu de compunción". ¿Qué significa y qué implica éste? El "espíritu de compunción", en su fondo, es una particular unión con Cristo vencedor del pecado, de las pasiones y de las tentaciones. Incluye, pues, un lúcido y singular conocimiento de la culpa, pero no como motivo de angustia, sino como motivo de gozosa gratitud, desde el momento en que se la descubre como perdonada, hasta llegar a percibir como un instintivo disgusto hacia el mal. Incluye también una percepción particular de la fragilidad humana, que permanece todavía en parte incluso después del sacramento recibido, y que puede llevar nuevamente a "satisfacer los deseos de la carne" (Gál 5, 16): "fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras cosas como éstas" (Gál 5, 19-20), mientras que la gracia recibida de nuevo debe llevar al "fruto del Espíritu" que es "caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza" (Gál 5, 22).

El “espíritu de compunción”, además, comporta el don de una peculiar claridad en descubrir el compromiso de la vida cristiana en todos sus sectores morales y en su aplicación a la persona concreta, y, a la vez, comporta el don de una nueva capacidad de realización de tales responsabilidades. Todo esto porque el perdón de Dios, recibido en el sacramento de la penitencia, nos asemeja de modo originalísimo a Jesucristo, que murió y resucitó para quitar "el pecado del mundo" (Jn 1, 29) y para ser "redención" (cf. Mt 20, 28; Ef 1, 7; Col 1, 14) de los pecados de cada uno de nosotros.
 
Este "espíritu de compunción", pues, no es en modo alguno tristeza o miedo, sino la explosión de un gozo derivado de la potencia y de la misericordia de Dios, que en el Señor Jesús borra las culpas, y a quien estamos llamados a corresponder con delicadeza de conciencia y fervor de caridad.
 
Juan Pablo II,  Audiencia General del miércoles 4 de abril de 1984

 

RELACIÓN ENTRE EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA Y EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN

 
1. "Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz" (1 Cor 11, 28). Estamos en la víspera del Jueves Santo: esto es, del día en que Cristo instituyó, con el sacerdocio ministerial, el sacramento de la Eucaristía, que es como el centro y el corazón de la Iglesia y "repite" el sacrificio de la Cruz, a fin de que el Redentor sea ofrecido con nosotros al Padre, se convierta en nuestro alimento espiritual y permanezca con nosotros de modo singular hasta el fin de los siglos.

La Semana Santa, que es por excelencia, en el seno y en la cumbre de la Cuaresma, tiempo de penitencia, nos invita a una reflexión acerca de la relación entre el sacramento de la Reconciliación y el sacramento de la Eucaristía.   
 
Por una parte, se puede y se debe afirmar que el sacramento de la Eucaristía perdona los pecados. La celebración de la Misa se sitúa como momento clave de la sagrada liturgia que es "la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia, y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Sacrosanctum Concilium, 10). En este gesto sacramental el Señor Jesús re-presenta su Sacrificio de obediencia y donación al Padre en favor nuestro y en unión con nosotros: "para la remisión de los pecados" (cf. Mt 26, 28).

2. El Concilio de Trento en este sentido habla de la Eucaristía como de "antídoto por medio del cual somos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales" (Decreto De SS. Eucharistia, cap. 2, Dez.-Schön. 1638; cf. 1740). Más aún, el mismo Concilio de Trento habla de la Eucaristía como del sacramento que otorga la remisión de los pecados graves, pero a través de la gracia y el don de la penitencia (cf. Decreto De SS. Missae sacrificio, cap. 2, Denz.-Schön. 1743), la cual está orientada e incluye, al menos en la intención -"in voto"-, la confesión sacramental. La Eucaristía, como Sacrificio, no sustituye y no se pone en paralelismo con el sacramento de la Penitencia: más bien se establece como el origen del que derivan y el fin al que tienden todos los otros sacramentos, y en particular la Reconciliación; "perdona los delitos y los pecados incluso graves" (ib.) ante todo porque incita a la confesión sacramental y la exige.

Y he aquí el otro aspecto de la doctrina católica. La Eucaristía que, como he dicho en mi primera Encíclica (Redemptor hominis, 20), es "el centro de la vida del Pueblo de Dios", exige que se respete "la plena dimensión del misterio divino, el pleno sentido de este signo sacramental en el cual Cristo, realmente presente, es recibido, el alma se llena de gracias y se nos da la prenda de la gloria futura".

Por esto, el Concilio de Trento -salvo en casos particularísimos en los que, por lo demás, como se ha dicho, la contrición debe incluir el "votum" del sacramento de la Penitencia- exige que quien tiene sobre su conciencia un pecado grave, no se acerque a la comunión eucarística antes de haber recibido, de hecho, el sacramento de la Reconciliación (Decreto De SS. Eucharistia, cap. 7, Denz.-Schön. núms. 1647; 1661).     
 
3. Empalmando con las palabras de San Pablo: "Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz" (1 Cor 11, 28), afirmaba yo también en la misma Encíclica: "Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era 'arrepentíos y creed en el Evangelio' (metanoeite) (Mc 1, 15), el sacramento de la pasión, de la cruz y resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el 'arrepentíos'. Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la participación en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría o, de todos modos, estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual (1 Pe 2, 5), en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo" (Redemptor hominis, 20).

Frecuentemente se oye poner de relieve con satisfacción el hecho de que los creyentes hoy se acercan con mayor frecuencia a la Eucaristía. Es de desear que semejante fenómeno corresponda a una auténtica madurez de fe y de caridad. Pero queda en pie la advertencia de San Pablo: "El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11, 29). "Discernir el Cuerpo del Señor" significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que, en el caso de pecado grave, exige la previa recepción del sacramento de la Penitencia. Sólo así nuestra vida cristiana puede encontrar en el sacrificio de la cruz su plenitud y llegar a experimentar esa "alegría cumplida", que Jesús ha prometido a todos los que están en comunión con Él (cf. Jn 15, 11 etc.).

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