EL CAMINO DE MARÍA

Oh Virgen fiel, que fuiste siempre solícita y dispuesta a recibir, conservar y meditar la Palabra de Dios!:

 Haz que también nosotros, en medio de las  dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana.

Llévanos de la mano y  acompáñanos durante la Semana Santa hacia la Pascua para poder contemplar al Señor Jesucristo Resucitado

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Salmo 21
 
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?

 
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?

a pesar de mis gritos,
mi oración no te alcanza.
Dios mío, de día te grito,
y no respondes;
de noche, y no me haces caso;
aunque tú habitas en el santuario,
esperanza de Israel.
En tí confiaban nuestros padres;
confiaban, y los ponías a salvo;
a tí gritaban, y quedaban libres;
en tí confiaban, y no los defraudaste.
Pero yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de la gente,
desprecio del pueblo;
al verme, se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
"acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre si tanto lo quiere".
Tú eres quien me sacó del vientre,
me tenías confiado
en los pechos de mi madre;
desde el seno pasé a tus manos,
desde el vientre materno tú eres mi Dios.
No te quedes lejos,
que el peligro está cerca
y nadie me socorre.
Me acorrala un tropel de novillos,
me cercan toros de Basán;
abren contra mí las fauces
leones que descuartizan y rugen.
Estoy como agua derramada,
tengo los huesos descoyuntados;
mi corazón, como cera,
se derrite en mis entrañas;
mi garganta está seca como una teja,
la lengua se me pega al paladar;
me aprietas contra el polvo de la muerte.
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos.
Ellos me miran triunfantes,
se reparten mi ropa,
echan a suerte mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.
líbrame a mí de la espada,
y a mí única vida de la garra del mastín;
sálvame de las fauces del león;
a éste pobre, de los cuernos del búfalo.
Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.

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Salmo 30
 
A tus manos encomiendo mi espíritu
 
 
A ti, Señor, me acojo:
no quede yo nunca defraudado;
tú, que eres justo, ponme a salvo,
inclina tu oído hacia mí;
ven aprisa a librarme,
sé la roca de mi refugio,
un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte;
por tu nombre dirígeme y guíame:
sácame de la red que me han tendido,
porque tú eres mi amparo.
A tus manos encomiendo mi espíritu:
Tú, el Dios leal, me librarás
 
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15 de septiembre
 
 Esta celebración recuerda los dolores que sufrió la madre de Jesús, sobre todo el día de la Pasión y Muerte de su Hijo, dolores que fueron profetizados por el anciano Simeón, cuando en el templo de Jerusalén dijo a María que una espada le traspasaría el corazón. La piedad popular ha representado a la Virgen Dolorosa con un corazón traspasado por siete espadas que simbolizan otros tantos dolores de María, y hasta hace pocos años, esta conmemoración se denominaba "Los siete dolores de la Virgen María". El tema de los dolores de la Madre de Jesús ha sido, en el correr de los siglos, fuente de inspiración para el arte cristiano. Pinturas y esculturas, poesías y cánticos tienen como motivo los dolores de la Virgen. Entre ellos sobresale la antífona "Stabat Mater", que ha inspirado a grandes maestros de la música.
 
 
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LOS 7 DOLORES DE LA VIRGEN MARÍA

1.LA PROFECÍA DE SIMEÓN EN LA PRESENTACIÓN DEL NIÑO JESÚS EN EL TEMPLO.

 Lucas 2: 25-35.

  

2.LA HUÍDA A EGIPTO CON JESÚS Y JOSÉ.

Mateo 2: 13-15.

3.EL NIÑO JESÚS PERDIDO Y HALLADO EN EL TEMPLO.

Lucas 2: 41-50.

4,EL ENCUENTRO DE MARIA CON CRISTO EN EL CAMINO DEL CALVARIO.

Via Crucis - IV Estación.

5.LA CRUCIFIXIÓN Y MUERTE DE JESÚS

Juan 19: 25-30.

6.JESÚS ES DESCENDIDO DE LA CRUZ Y DESCANSA EN EL REGAZO DE SU MADRE.

Marcos 15, 42-46

7JESÚS ES COLOCADO EN  EL SEPULCRO  LA SOLEDAD DE LA VIRGEN MARIA

Juan 19, 38-42

Nuestra Señora a Santa Brígida

"Miro a todos los que viven en el mundo para ver si hay quien se compadezca de Mí y medite mi dolor, mas hallo poquísimos que piensen en mi tribulación y padecimientos. Por eso tú, hija mía, no te olvides de Mí que soy olvidada y menospreciada por muchos. Mira mi dolor e imítame en lo que pudieres. Considera mis angustias y mis lágrimas y duélete de que sean tan pocos los amigos de Dios."

LAS 7 GRACIAS DE LA VIRGEN MARÍA

La Santísima Virgen María manifestó a Santa Brígida (1303-1373) que concedía siete gracias a quienes diariamente le honrasen considerando sus lágrimas y dolores y rezando siete Avemarías:

1.Pondré paz en sus familias.

2.Serán iluminados en los Divinos Misterios.

3.Los consolaré en sus penas y acompañaré en sus trabajos.


4.Les daré cuanto me pidan, con tal que no se oponga a la voluntad adorable de mi Divino Hijo y a la santificación de sus almas.

5.Los defenderé en los combates espirituales con el enemigo infernal, y protegeré en todos los instantes de su vida.

6.Los asistiré visiblemente en el momento de su muerte; verán el rostro de su Madre.

7.He conseguido de mi Divino Hijo que las almas que propaguen esta devoción a mis lágrimas y dolores sean trasladadas de esta vida terrenal a la felicidad eterna directamente, pues serán borrados todos sus pecados, y mi Hijo y Yo seremos su consolación y alegría.

 

 

Señor Jesucristo,
Tú que en el momento de la agonía
no has permanecido indiferente a la suerte del hombre
y con tu último respiro
has confiado con Amor a la Misericordia del Padre
a los hombres y mujeres de todos los tiempos,
con sus debilidades y pecados,
llénanos a nosotros y a las generaciones futuras
de tu Espíritu de Amor, para que nuestra indiferencia
no haga vanos en nosotros los frutos de tu Muerte.
A ti, Jesús Crucificado, Sabiduría y Poder de Dios.
Honor y Gloria por los siglos de los siglos.
R/.Amén.

(Juan Pablo II. Oración . Vía Crucis. Año 2000)

 

Oh María, tú que has recorrido
el camino de la Cruz junto con tu Hijo,
quebrantada por el dolor en tu Corazón de Madre,
pero recordando siempre el "fiat"
e íntimamente confiada en que Aquél para quien nada es imposible
cumpliría sus promesas,
suplica para nosotros y para los hombres de las generaciones futuras
la gracia del abandono en el Amor de Dios.
Haz que, ante el sufrimiento, el rechazo y la prueba,
por dura y larga que sea, jamás dudemos de su Amor.
A Jesús, tu Hijo, todo Honor y toda Gloria por los siglos de los siglos.
R/.Amén.

 

LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN LA VIDA Y LA MISIÓN DE CRISTO

Juan Pablo II. Audiencia 28 de marzo de 1990, 6

Del examen de los textos evangélicos emerge una verdad esencial: no se puede comprender lo que ha sido Cristo, y lo que es para nosotros, independientemente del Espíritu Santo. Lo que significa que no sólo es necesaria la luz del Espíritu Santo para penetrar en el misterio de Cristo, sino que se debe tener en cuenta el influjo del Espíritu Santo en la Encarnación del Verbo y en toda la vida de Cristo para explicar el Jesús del Evangelio (en su Infancia, en la inauguración de la vida pública mediante el Bautismo, en la permanencia en el desierto, en la Oración, en la Predicación, en el Sacrificio de la Cruz, y  finalmente, en la Resurrección y su Ascensión al Cielo) . El Espíritu Santo ha dejado la impronta de la propia personalidad divina en el Rostro de Cristo.
 
Por ello, toda profundización del conocimiento de Cristo requiere también una profundización del conocimiento del Espíritu Santo. 'Saber quién es Cristo' y 'Saber quién es el Espíritu Santo': son dos exigencias unidas indisolublemente, que se influyen mutuamente.
 
Podemos añadir que también la relación del cristiano con Cristo es solidaria con su relación con el Espíritu. Lo hace comprender la Carta a los Efesios cuando desea que "...los creyentes sean fortalecidos por el Espíritu del Padre en el hombre interior, para ser capaces de 'conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento'..." (Cfr. Ef 3, 16.19).
 
Esto significa que para llegar a Cristo en el conocimiento y en el amor -como ocurre en la verdadera sabiduría cristiana- tenemos necesidad de la inspiración y de la guía del Espíritu Santo, Maestro interior de verdad y de vida.

 
 
 
EL ESPÍRITU SANTO EN EL MISTERIO DE LA CRUZ
 
Juan Pablo II. Audiencia 1 de agosto de 1990
 

1. En la Encíclica Dominum et vivificantem, escribí: 'El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su Pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformar en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. Él solo ofreció este sacrificio. Como único Sacerdote: se ofreció a Sí mismo sin tacha a Dios (Hb 9, 14)' (n. 40).

El sacrificio de la Cruz es el culmen de una vida en la cual hemos leído, siguiendo los textos del Evangelio, la verdad sobre el Espíritu Santo, a partir del momento de la Encarnación.

2. Fijemos la atención en las últimas palabras que pronunció Jesús en su agonía en el Calvario. En el texto de Lucas se escribe: 'Padre, en tus manos pongo mi espíritu' (Lc 23, 46). Aunque estas palabras, excepto la invocación 'Padre', provienen del Salmo 30/31, sin embargo, en el contexto del evangelio adquieren otro significado. El salmista rogaba a Dios que lo salvase de la muerte; Jesús en la Cruz, por el contrario, precisamente con las palabras del salmista acepta la muerte, entregando "su espíritu" al Padre (es decir, "su vida").

El salmista se dirige a Dios como al liberador; Jesús encomienda (es decir, entrega) su espíritu al Padre con la perspectiva de la resurrección. Confía al Padre la plenitud de su humanidad, en la cual subsiste el Yo divino del Hijo unido al Padre en el Espíritu Santo. Sin embargo, la presencia del Espíritu Santo no se manifiesta de modo explícito en el texto de Lucas, como sucederá en la carta a los Hebreos (9,14).

3. Antes de pasar a este otro texto, hay que considerar la formulación un poco diversa de las palabras de Cristo moribundo en el evangelio de Juan. Allí leemos: 'Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: 'Todo está cumplido'. E inclinando la cabeza entregó el espíritu' (Jn 19, 30). El evangelista no pone de relieve la 'entrega' (o 'encomienda') del espíritu al Padre. El amplio contexto del evangelio de Juan, y especialmente las páginas dedicadas a la Muerte de Jesús en la Cruz, parecen más bien indicar que en la muerte da comienzo el envío del Espíritu Santo, como Don entregado en la marcha de Cristo.

Sin embargo, tampoco aquí se trata de una afirmación explícita. Aunque no podemos ignorar la sorprendente vinculación que parece existir entre el texto de Juan y la interpretación de la muerte de Cristo que se halla en la carta a los Hebreos. El autor de esta última habla de la función ritual de los sacrificios cruentos de la Antigua Alianza, que servían para purificar al pueblo de las culpas legales, y los compara con el sacrificio de la cruz, y luego exclama: '¡Cuánto más la Sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a Sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!' (Hb 9,14).

Como escribí en la encíclica Dominum et vivificantem, 'en su humanidad (Cristo) era digno de convertirse en este sacrificio, ya que Él solamente era sin tacha . Pero lo ofreció por el Espíritu Eterno, lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta auto-donación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en Amor Redentor' (núm. 40). El misterio de la asociación entre el Mesías y el Espíritu Santo en la obra mesiánica, contenido en la página de Lucas sobre la Anunciación de María, se vislumbra ahora en el pasaje de la carta a los Hebreos. Aquí se manifiesta la profundidad de esta obra, que llega a las 'conciencias' humanas para purificarlas y renovarlas por medio de la gracia divina, mucho más allá de la superficie de la representación ritual.

4. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del fuego del cielo que quemaba las oblaciones que presentaban los hombres (Cfr. Lv 9, 24; 1 Cor 21,26; 2 Cor 7, 1). Así en el Levítico: 'Arderá el fuego sobre el altar sin apagarse; el sacerdote lo alimentará con leña todas las mañanas, colocará encima el holocausto' (6, 5). Ahora bien, sabemos que el antiguo holocausto era figura del sacrificio de la Cruz, el holocausto perfecto. 'Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el fuego del cielo que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz . Proviniendo del Padre, ofrece al Padre el Sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria' (Dominum et vivificantem, 41).

Por esta razón podemos añadir que en el reflejo del misterio trinitario se ve el pleno cumplimiento del anuncio de Juan Bautista en el Jordán: 'Él (Cristo) os bautizará en Espíritu Santo y fuego' (Mt 3, 11). En el Antiguo Testamento, del que se hacía eco el Bautista, el fuego simbolizaba la intervención soberana de Dios que purificaba las conciencias mediante su Espíritu (Cfr. Is 1, 25; Zac 13, 9; Mt 13, 2.3). Ahora la realidad supera las figuras en el Sacrificio de la Cruz, que es el perfecto bautismo con el que Cristo mismo debía ser bautizado (Cfr. Mc 10, 38), y al cual El, en su vida y en su misión terrena, tiende con todas sus fuerzas, como él mismo dijo:
'He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumplan' (Lc 12, 49.50). E! Espíritu Santo es el 'fuego' salvífico que da actuación a ese sacrificio.

5. En la carta a los Hebreos leemos también que Cristo, 'aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia' (5, 8). Al venir al mundo dijo al Padre: 'He aquí que vengo a hacer tu voluntad' (Hb 10, 9). En el sacrificio de la Cruz se realiza plenamente esta obediencia: 'Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo..., pero, a la vez, desde lo hondo de este sufrimiento... el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del Misterio de la Cruz actúa el Amor, que lleva de nuevo al hombre a participar en la vida, que está en Dios mismo' (Dominum et vivificantem, 41 ) .

Por eso en las relaciones con Dios la humanidad tiene 'un Sumo Sacerdote que (sabe) compadecerse de nuestras flaquezas, habiendo sido probado en todo igual a nosotros, excepto en el pecado' (Cfr. Hb 4, 15): en este nuevo misterio de la mediación sacerdotal de Cristo ante el Padre, está la intervención decisiva del 'Espíritu eterno', que es fuego de amor infinito.

6. 'El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: Él consuma este sacrificio con el fuego del Amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el Sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio Él recibe el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después Él, solamente con Dios Padre, puede darlo a los Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad' (Dominum et vivificantem, 41 ) .

Es, pues, justo ver en el misterio del Sacrificio de la Cruz el momento conclusivo de la revelación del Espíritu Santo en la vida de Cristo. Es el momento clave, en el cual halla su centro el acontecimiento de Pentecostés y toda la irradiación que emanará de él al mundo. El mismo 'Espíritu eterno' operante en el misterio de la cruz aparecerá entonces en el Cenáculo sobre las cabezas de los Apóstoles bajo la forma de 'lenguas como de fuego' para significar que penetraría gradualmente en las arterias de la historia humana mediante el servicio apostólico de la Iglesia. Estamos llamados a entrar también nosotros en el radio de acción de esta misteriosa potencia salvífica que parte de la Cruz y el Cenáculo, para ser atraídos, en Ella y por Ella, a la comunión de la Trinidad.

 

 

LAS ÚLTIMAS PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ
 
Juan Pablo II. Meditación de la duodécima estación-Vía Crucis-Año 2000
 

"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34).En el culmen de la Pasión, Cristo no olvida al hombre, no olvida en especial a los que son la causa de su sufrimiento. El sabe que el hombre. más que de cualquier otra cosa, tiene necesidad de amor: tiene necesidad de la misericordia que en este momento se derrama en el mundo.

"Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Así responde Jesús a la petición del malhechor que estaba a su derecha: "Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino" (Lc 23,42). La promesa de una nueva vida. Este es el primer fruto de la pasión y de la inminente muerte de Cristo. Una palabra de esperanza para el hombre.

A los pies de la Cruz estaba la Madre, y a su lado el discípulo, Juan evangelista. Jesús dice: "Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu Madre" (Jn 19,26-27). "Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19,27). Es el testamento para las personas que más amaba. El testamento para la Iglesia. Jesús al morir quiere que el amor maternal de María abrace a todos por los que Él da la vida, a toda la humanidad.

Poco después, Jesús exclama: "Tengo sed" (Jn 19,28). Palabra que deja ver la sed ardiente que quema todo su cuerpo. Es la única palabra que manifiesta directamente su sufrimiento físico.

Después Jesús añade: "¡Dios mio, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46; cf. Sal 21 [22], 2); son las palabras del Salmo con el que Jesús ora. La frase, no obstante la apariencia, manifiesta su unión profunda con el Padre. En los últimos instantes de su vida terrena, Jesús dirige su pensamiento al Padre. El diálogo se desarrollará ya sólo entre el Hijo que muere y el Padre que acepta su sacrificio de amor.

Cuando llega la hora de nona, Jesús grita: "¡Todo está cumplido!" (Jn 19,30). Ha llevado a cumplimiento la obra de la redención. La misión, para la que vino a la tierra, ha alcanzado su propósito.

Lo demás pertenece al Padre: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Dicho esto, expiró.

"El velo del Templo se rasgó en dos..." (Mt 27,51). El "santo de los santos" en el templo de Jerusalén se abre en el momento en que entra el Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza.

(Juan Pablo II. Meditación de la duodécima estación -Via Crucis-Año 2000)
 

 

 

PRIMEROS SIGNOS DE LA FECUNDIDAD REDENTORA DE LA MUERTE DE CRISTO
Juan Pablo II. Audiencia 14 de diciembre de 1988
 

1. El Evangelista Marcos escribe que, cuando Jesús murió, el centurión que estaba al lado viéndolo expirar de aquella forma, dijo: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39). Esto significa que en aquel momento el centurión romano tuvo una intuición lúcida de la realidad de Cristo, una percepción inicial de la verdad fundamental de la fe.

El centurión había escuchado los improperios e insultos que habían dirigido a Jesús sus adversarios y, en particular, las mofas sobre el título de Hijo de Dios reivindicado por aquel que ahora no podía descender de la Cruz ni hacer nada para salvarse a sí mismo.

Mirando al Crucificado, quizá ya durante a agonía pero de modo mas intenso y penetrante en el momento de su muerte, y quizá, quién sabe, encontrándose con su mirada, siente que Jesús tiene razón. Si, Jesús es un hombre, y muere de hecho; pero en Él hay más que un hombre; es un hombre que verdaderamente, como el mismo dijo, es Hijo de Dios. Ese modo de sufrir y morir, ese poner el espíritu en manos del Padre, esa inmolación evidente por una causa suprema a la que ha dedicado toda su vida, ejercen un poder misterioso sobre aquel soldado, que quizá ha llegado al Calvario tras una larga aventura militar y espiritual, como ha imaginado algún escritor, y que en ese sentido puede representar a cualquier pagano que busca algún testigo revelador de Dios.

2. El hecho es notable también porque en aquella hora los discípulos de Jesús están desconcertados y turbados en su fe (cf. Mc 14, 50; Jn 16, 32). El centurión, por el contrario, precisamente en esa hora inaugura la serie de paganos que, muy pronto, pedirán ser admitidos entre los discípulos de aquel Hombre en el que, especialmente después de su Resurrección, reconocerán al Hijo de Dios, como lo testificar los Hechos de los Apóstoles.

El centurión del Calvario no espera la Resurrección: le bastan aquella muerte, aquellas palabras y aquella mirada del moribundo, para llegar a pronunciar su acto de fe. ¿Cómo no ver en esto el fruto de un impulso de la gracia divina, obtenido con su sacrificio por Cristo Salvador a aquel centurión?

El centurión, por su parte, no ha dejado de poner la condición indispensable para recibir la gracia de la fe: la objetividad, que es la primera forma de lealtad. Él ha mirado, ha visto, ha cedido ante la realidad de los hechos y por eso se le ha concedido creer. No ha hecho cálculos sobre las ventajas de estar de parte del sanedrín, ni se ha dejado intimidar por él, como Pilato (cf. Jn 19, 8); ha mirado a las personas y a las cosas y ha asistido como testigo imparcial a la muerte de Jesús. Su alma en esto estaba limpia y bien dispuesta. Por eso le ha impresionado la fuerza de la verdad y ha creído. No dudó en proclamar que aquel hombre era Hijo de Dios. Era el primer signo de la redención ya acaecida.

3. San Juan registra otro signo cuando escribe que "uno de los soldados con una lanza le abrió el costado y al punto salió sangre y agua" (Jn 19, 34).Nótese que Jesús ya está muerto. Ha muerto antes que los dos malhechores crucificados con Él. Esto prueba la intensidad de sus sufrimientos.

La lanzada no es por tanto un nuevo sufrimiento infligido a Jesús. Más bien sirve como signo del don total que Él ha hecho de sí mismo, signo inscrito en su misma carne con la transfixión del costado, y puede decirse que con la apertura de su Corazón, manifiesta simbólicamente aquel amor por el que Jesús dio y continuará dando todo a la humanidad.

4. De aquella abertura del Corazón corren el agua y la sangre. Es un hecho que puede explicarse fisiológicamente. Pero el Evangelio lo cita por su valor simbólico: es un signo y anuncio de la fecundidad del sacrificio. Es tan grande la importancia que le atribuye el Evangelista que, apenas narrado el episodio, añade: "El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis" (Jn 19, 35). Se apela por tanto a una constatación directa, realizada por el mismo, para subrayar que se trata de un acontecimiento cargado de un valor significativo respecto a los motivos y efectos del sacrificio de Cristo.

5. De hecho el Evangelista reconoce en el suceso el cumplimiento de lo que había sido predicho en dos textos proféticos.

El primero, respecto al cordero pascual de los hebreos, al cual, "no se le quebrará hueso alguno" (Ex 12, 46; Núm 9, 12; cf. Sal 34, 21). Para el Evangelista Cristo crucificado es, pues, el Cordero pascual y el "Cordero desangrado", como dice Santa Catalina de Siena, el Cordero de la Nueva Alianza prefigurado en la pascua de la ley antigua y "signo eficaz" de la nueva liberación de la esclavitud del pecado no sólo de Israel sino de toda la humanidad.

6. La otra cita bíblica que hace Juan es un texto atribuido al Profeta Zacarías que dice: "Mirarán al que traspasaron" (Zac 12, 10). La profecía se refiere a la liberación de Jerusalén y Judá por manos de un Rey, por cuya venida la nación reconoce su culpa y se lamenta sobre aquel que ella ha traspasado de la misma manera que se llora por un hijo único que se ha perdido. El Evangelista aplica el texto a Jesús traspasado y crucificado, ahora contemplado con amor. A las miradas hostiles del enemigo suceden las miradas contemplativas y amorosas de los que se convierten. Esta posible interpretación sirve para comprender la perspectiva teológico-profética en la que el Evangelista considera la historia que ve desarrollarse desde el Corazón abierto de Jesús.

7. La sangre y el agua han sido interpretados de diversa forma en su valor simbólico.

En el Evangelio de Juan es posible observar una relación entre el agua que brota del corazón traspasado y la invitación de Jesús en la fiesta de los Tabernáculos: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí. De su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 37-38; cf. 4, 10-14; Apoc 22, 1). El Evangelista precisa después que Jesús se refería al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él (Jn 7, 39).

Algunos han interpretado la sangre como símbolo de la remisión de los pecados por el sacrificio expiatorio y el agua como símbolo de purificación. Otros han puesto en relación el agua y la sangre con el bautismo y la Eucaristía.

El Evangelista no ha ofrecido los elementos suficientes para interpretaciones precisas. Pero parece que se haya dado una indicación en el texto sobre el Corazón traspasado, del que manan sangre y agua; la efusión de gracia que proviene del sacrificio, como él mismo dice del Verbo encarnado desde el comienzo de su Evangelio: "De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1, 16).

8. Queremos concluir observando que el testimonio del discípulo predilecto asume todo su sentido si pensamos que este discípulo había reclinado su cabeza sobre el pecho de Jesús durante la ultima Cena. Ahora él veía ese pecho desgarrado. Por esto sentía la necesidad de subrayar el símbolo de la caridad infinita que había descubierto en aquel Corazón e invitaba a los lectores de su Evangelio y a todos los cristianos a que contemplaran ese Corazón "que tanto había amado a los hombres" que se habían entregado en sacrificio por ellos.

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

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VIERNES SANTO 2000
AÑO SANTO

MEDITACIONES Y ORACIONES ESCRITAS DE PUÑO Y LETRA POR JUAN PABLO II

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LAS ÚLTIMAS PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ

"PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN"

 Audiencia General del miércoles 16 de noviembre  de 1988

"MUJER AHÍ TIENES A TU HIJO ... AHÍ TIENES A TU MADRE"

Audiencia General del miércoles 23 de noviembre de 1988

"DIOS MÍO, DIOS MÍO, PORQUÉ ME HAS ABANDONADO?"

Audiencia General del miércoles 30 de noviembre de 1988

"¡TODO ESTÁ CUMPLIDO! ... PADRE A TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU

Audiencia General del miércoles 7 de diciembre de 1988

"PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN"

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Todo lo que Jesús enseñó e hizo durante su vida mortal, en la Cruz llega al culmen de la verdad y la santidad. Las palabras que Jesús pronunció entonces constituyen su mensaje supremo y definitivo y, al mismo tiempo, la confirmación de una vida santa, concluida con el don total de Sí mismo, en obediencia al Padre, por la salvación del mundo. Aquellas palabras, recogidas por su Madre y los discípulos presentes en el Calvario, fueron trasmitidas a las primeras comunidades cristianas y a todas las generaciones futuras para que iluminaran el significado de la obra redentora de Jesús e inspiraran a sus seguidores durante su vida y en el momento de la muerte. Meditemos también nosotros esas palabras, como lo han hecho tantos cristianos, en todas las épocas.

2. El primer descubrimiento que hacemos al releerlas es que se encuentra en ellas un mensaje de perdón. "Padre perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34): según la narración de Lucas, ésta es la primera palabra pronunciada por Jesús en la Cruz. Preguntémonos inmediatamente: ¿No es, quizá la palabra que necesitábamos oír pronunciar sobre nosotros?

Pero en aquel ambiente, tras aquellos acontecimientos, ante aquellos hombres reos por haber pedido su condena y haberse ensañado tanto contra Él, ¿quién habría imaginado que saldría de los labios de Jesús aquella palabra? El Evangelio nos da esta certeza: ¡Desde lo alto de la Cruz resonó la palabra, "perdón"!   Veamos los aspectos fundamentales de aquél mensaje de perdón.

3. Jesús no sólo perdona, sino que pide el perdón del Padre para los que lo han entregado a la muerte, y por tanto también para todos nosotros. Él es signo de la sinceridad total del perdón de Cristo y del Amor que deriva. Es un hecho nuevo en la historia, incluso en la de la Alianza. En el Antiguo Testamento leemos muchos textos de los Salmistas que pedían la venganza o el castigo del Señor para sus enemigos: textos que en la oración cristiana, también la litúrgica, se repiten no sin sentir la necesidad de interpretarlos adecuándolos a la enseñanza y ejemplo de Jesús, que amó también a los enemigos. Lo mismo puede decirse de ciertas expresiones del Profeta Jeremías (11, 20; 20, 12; 15, 15) y de los mártires judíos en el Libro de los Macabeos (cf. 2 Mac 7, 9. 14, 17. 19). Jesús cambia esa posición ante Dios y pronuncia otras palabras muy distintas. Había recordado a quien le reprochaba su trato frecuente con "pecadores", que ya en el Antiguo Testamento, según la palabra inspirada, "Dios quiere misericordia" (cf. Mt 9, 13).

4. Nótese además que Jesús perdona inmediatamente, aunque la hostilidad de los adversarios continúa manifestándose. El perdón es su única respuesta a la hostilidad de aquellos. Su perdón se dirige a todos los que, humanamente hablando, son responsables de su muerte, no sólo a los ejecutores, los soldados, sino a todos aquellos, cercanos y lejanos, conocidos y desconocidos, que están en el origen del comportamiento que ha llevado a su condena y crucifixión. Por todos ellos pide perdón y así los defiende ante el Padre, de manera que el Apóstol Juan, tras haber recomendado a los cristianos que no pequen, puede añadir: "Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn 2, 1-2). En esta línea se sitúa también el Apóstol Pedro que, en su discurso al pueblo de Jerusalén, extiende a todos la acusación de "ignorancia" (Act 3, 17; cf. Lc 23, 34) y la oferta del perdón (Act 3, 19). Para todos nosotros es consolador saber que, según la Carta a los Hebreos, Cristo crucificado, Sacerdote eterno, permanece siempre como el que intercede en favor de los pecadores que se acercan a Dios a través de Él (cf. Heb 7, 25).

Él es el Intercesor, y también el Abogado, el "Paráclito" (cf. 1 Jn 2, 1), que en la Cruz, en lugar de denunciar la culpabilidad de los que lo crucifican, la atenúa diciendo que no se dan cuenta de lo que hacen. Es benevolencia de juicio; pero también la conformidad con la verdad real, la que sólo Él puede ver en aquellos adversarios suyos y en todos los pecadores: muchos pueden ser menos culpables de lo que parezca o se piense, y precisamente por esto Jesús enseñó a "no juzgar" (cf. Mt 7, 1): ahora, en el Calvario se hace intercesor y defensor de los pecadores ante el Padre.

5. Este perdón desde la Cruz es la imagen y el principio de aquel perdón que Cristo quizo traer a toda la humanidad mediante su Sacrificio. Para merecer este perdón y positivamente, la gracia que purifica y da la vida divina, Jesús hizo la ofrenda heroica de Sí mismo por toda la humanidad. Todos los hombres, cada uno en la concreción de su propio yo, de su bien y mal, están, pues, comprendidos potencialmente e incluso se diría que intencionalmente en la oración de Jesús al Padre: "Perdónalos". También vale para nosotros aquella petición de clemencia y como de comprensión celestial: "Porque no saben lo que hacen". Quizá ningún pecador escapa a esa ausencia de conocimiento y, por tanto, al alcance de aquella impetración de perdón que brota del Corazón tiernísimo de Cristo que muere en la Cruz. Sin embargo, esto no debe empujar a nadie a no tomar en serio la riqueza de la bondad, de la tolerancia y de la paciencia de Dios hasta no reconocer que tal bondad le invita a la conversión (cf. Rom 2, 4). Con la dureza de su corazón impenitente acumularía cólera sobre sí para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios (cf. Rom 2, 5). También Cristo al morir pidió por Él perdón al Padre, aunque fuera necesario un milagro para su conversión. ¡Tampoco Él, en efecto, sabe lo que hace!

6. Es interesante constatar que ya en el ámbito de las primeras comunidades cristianas, el mensaje del perdón fue acogido y seguido por los primeros mártires de la fe que repitieron la oración de Jesús al Padre casi con sus mismas palabras. Así lo hizo San Esteban protomártir, quién, según los Hechos de los Apóstoles, en el momento de su muerte pidió: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Act 7, 60). También Santiago durante su martirio, según dice Eusebio de Cesarea, tomó los términos de Jesús en demanda de perdón (Eusebio, Historia Ecles. II, 23, 16). Por lo demás, ello constituía la aplicación de la enseñanza del Maestro que les había recomendado: "Rezad por los que os persigan" (Mt 5, 44). A la enseñanza, Jesús añadió el ejemplo en el momento supremo de su vida, y sus primeros seguidores siguieron este ejemplo perdonando y pidiendo el perdón divino para sus perseguidores.

7. Tenían presente también otro hecho concreto sucedido en el Calvario y que se integra en el mensaje de la Cruz como mensaje de perdón. Dice Jesús a un malhechor crucificado con Él: "En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). Es un hecho impresionante, en el que vemos en acción todas las dimensiones de la obra salvífica, que se concreta en el perdón. Aquel malhechor había reconocido su culpabilidad, amonestando a su cómplice y compañero de suplicio, que se mofaba de Jesús: "Nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos"; y había pedido a Jesús poder participar en el Reino que Él había anunciado: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino" (Lc 23, 42). Consideraba injusta la condena de Jesús: "No ha hecho nada malo". No compartía pues las imprecaciones de su compañero de condena ("Sálvate a ti y a nosotros", Lc 23, 39) y de los demás que, como los jefes del pueblo, decían: "A otros salvó, que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el Elegido" (Lc 23, 35), ni los insultos de los soldados: "Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate" (Lc 23, 37).

El malhechor, por tanto, pidiendo a Jesús que se acordara de él, profesa su fe en el Redentor; en el momento de morir, no sólo acepta su muerte como justa pena al mal realizado, sino que se dirige a Jesús para decirle que pone en Él toda su esperanza.

Esta es la explicación más obvia de aquel episodio narrado por Lucas, en el que el elemento psicológico -es decir, la transformación de los sentimientos del malhechor-, teniendo como causa inmediata la impresión recibida del ejemplo de Jesús inocente que sufre y muere perdonando, tiene, sin embargo, su verdadera raíz misteriosa en la gracia del Redentor, que "convierte" a este hombre y le otorga el perdón divino. La respuesta de Jesús, en efecto, es inmediata. Promete el paraíso, en su compañía, para ese mismo día al bandido arrepentido y "convertido". Se trata pues de un perdón integral: el que había cometido crímenes y robos -y por tanto pecados- se convierte en santo en el último momento de su vida.

Se diría que en ese texto de Lucas está documentada la primera canonización de la historia, realizada por Jesús en favor de un malhechor que se dirige a Él en aquel momento dramático. Esto muestra que los hombres pueden obtener, gracias a la Cruz de Cristo, el perdón de todas las culpas y también de toda una vida malvada; que pueden obtenerlo también en el último instante, si se rinden a la gracia del Redentor que los convierte y salva.

Las palabras de Jesús al ladrón arrepentido contienen también la promesa de la felicidad perfecta: "Hoy estarás conmigo en el paraíso". El sacrificio redentor obtiene, en efecto, para los hombres la bienaventuranza eterna. Es un don de salvación proporcionado ciertamente al valor del sacrificio, a pesar de la desproporción que parece existir entre la sencilla petición del malhechor y la grandeza de la recompensa. La superación de esta desproporción la realiza el sacrificio de Cristo, que ha merecido la bienaventuranza celestial con el valor infinito de su vida y de su muerte.

El episodio que narra Lucas nos recuerda que "el paraíso" se ofrece a toda la humanidad, a todo hombre que, como el malhechor arrepentido, se abre a la gracia y pone su esperanza en Cristo. Un momento de conversión auténtica, un "momento de gracia", que podemos decir con Santo Tomás, "vale más que todo el universo" (I-II, q. 113, a. 9, ad 2), puede pues saldar las deudas de toda una vida, puede realizar en el hombre -en cualquier hombre- lo que Jesús asegura a su compañero de suplicio: "Hoy estarás conmigo en el paraíso".

"MUJER AHÍ TIENES A TU HIJO ... AHÍ TIENES A TU MADRE"

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. El mensaje de la Cruz comprende algunas palabras supremas de amor que Jesús dirige a su Madre y al discípulo predilecto Juan, presentes en su suplicio del Calvario.

San Juan en su Evangelio recuerda que "junto a la Cruz de Jesús estaba su Madre" (Jn 19, 25). Era la presencia de una mujer -ya viuda desde hace años, según lo hace pensar todo- que iba a perder a su Hijo. Todas las fibras de su ser estaban sacudidas por lo que había visto en los días culminantes de la pasión y de la que sentía y presentía ahora junto al patíbulo. ¿Cómo impedir que sufriera y llorara? La tradición cristiana ha percibido la experiencia dramática de aquella Mujer llena de dignidad y decoro, pero con el Corazón traspasado, y se ha parado a contemplarla participando profundamente en su dolor: "Stabat Mater dolorosa / iuxta Crucem lacrimosa / dum pendebat Filius".

No se trata sólo de una cuestión "de la carne o de la sangre", ni de un afecto indudablemente nobilísimo, pero simplemente humano. La presencia de María junto a la Cruz muestra su compromiso de participar totalmente en el sacrificio redentor de su Hijo. María quiso participar plenamente en los sufrimientos de Jesús, ya que no rechazó la espada anunciada por Simeón (cf. Lc 2, 35), sino que aceptó con Cristo el designio misterioso del Padre. Ella era la primera partícipe de aquel Sacrificio, y permanecería para siempre como Modelo perfecto de todos los que aceptaran asociarse sin reservas a la ofrenda redentora.

2. Por otra parte, la compasión materna que se expresaba en esa presencia, contribuía a hacer más denso y profundo el drama de aquella muerte en Cruz, tan cercano al drama de muchas familias, de tantas madres e hijos, reunidos por la muerte tras largos períodos de separación por razones de trabajo, de enfermedad, de violencia causada por individuos o grupos.

Jesús, que vio a su Madre junto a la Cruz, la evoca en la estela de recuerdos de Nazaret, de Caná, de Jerusalén; quizá revive los momentos del tránsito de José, y luego de su alejamiento de Ella, y de la soledad en la que vivió en los últimos años, soledad que ahora se va a acentuar. María, a su vez, considera todas las cosas que a lo largo de los años "ha conservado en su corazón" (cf. Lc 2, 19. 51), y que ahora comprende mejor que nunca en orden a la Cruz. El dolor y la fe se funden en su alma. Y he aquí que, en un momento, se da cuenta que desde lo alto de la Cruz Jesús la mira y le habla.

3. "Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo'" (Jn 19, 26). Es un acto de ternura y piedad filial. Jesús no quiere que su Madre se quede sola. En su puesto le deja como hijo al discípulo que María conoce como el predilecto. Jesús confía de esta manera a María una nueva maternidad y la pide que trate a Juan como a hijo suyo. Pero aquella solemnidad del acto de confianza ("Mujer, ahí tienes a tu hijo"), ese situarse en el corazón mismo del drama de la Cruz, esa sobriedad y concentración de palabras que se dirán propias de una formula casi sacramental, hacen pensar que, por encima de las relaciones familiares, se considere el hecho en la perspectiva de la obra de la salvación en el que María se ha comprometido con el Hijo del hombre en la misión redentora. Como conclusión de esta obra, Jesús pide a María que acepte definitivamente la ofrenda que Él hace de Sí mismo como víctima de expiación, y que considere ya a Juan como hijo suyo. Al precio de su sacrificio materno recibe esa nueva maternidad.

4. Ese gesto filial, lleno de valor mesiánico, va mucho más allá de la persona del discípulo amado, designado como hijo de María. Jesús quiere dar a María una descendencia mucho más numerosa, quiere instituir una maternidad para María que abarque a todos sus seguidores y discípulos de entonces y de todos los tiempos. El gesto de Jesús tiene, pues, un valor simbólico. No es sólo un gesto de carácter familiar, como el de un hijo que se ocupa de la suerte de su madre, sino que es el gesto del Redentor del mundo que asigna a María, como "mujer", un papel de maternidad nueva con relación a todos los hombres, llamados a reunirse en la Iglesia. En ese momento, pues, María es constituida, y casi se diría "consagrada", como Madre de la Iglesia desde lo alto de la Cruz.

5. En este don hecho a Juan y, en él, a los seguidores de Cristo y a todos los hombres, hay como una culminación del don que Jesús hace de Sí mismo a la humanidad con su muerte en Cruz. María constituye con Él un "todo", no sólo porque son madre e hijo "según la carne", sino porque en el designio eterno de Dios están contemplados, predestinados, colocados juntos en el centro de la historia de la salvación; de manera que Jesús siente el deber de implicar a su Madre no sólo en la oblación suya al Padre, sino también en la donación de Sí mismo a los hombres; María, por su parte, está en sintonía perfecta con el Hijo en este acto de oblación y de donación, como para prolongar el "Fiat" de la Anunciación.

Por otra parte, Jesús, en su Pasión, se ha visto despojado de todo. En el Calvario le queda su Madre; con un gesto de desasimiento supremo, la entrega también al mundo entero, antes de llevar a término su misión con el sacrificio de la vida. Jesús es consciente de que ha llegado el momento de la consumación, como dice el Evangelista: "Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido..." (Jn 19, 28). Quiere que entre las cosas "cumplidas" esté también en el don de la Madre a la Iglesia y al mundo.

6. Se trata ciertamente de una maternidad espiritual, que se realiza según la tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, en el orden de la gracia. "Madre en el orden de la gracia" la llama el Concilio Vaticano II (Lumen gentium 61). Por tanto, es esencialmente una maternidad "sobrenatural", que se inscribe en la esfera en la que opera la gracia, generadora de vida divina en el hombre. Por tanto, es objeto de fe, como lo es la misma gracia con la que está vinculada, pero no excluye sino que incluso comporta todo un florecer de pensamientos, de afectos tiernos y suaves, de sentimientos vivísimos de esperanza, confianza, amor, que forman parte del don de Cristo.

Jesús, que había experimentado y apreciado el amor materno de María en su propia vida, quiso que también sus discípulos pudieran gozar a su vez de ese amor materno como componente de la relación con Él en todo el desarrollo de su vida espiritual. Se trata de sentir a María como Madre y de tratarla como Madre, dejándola que nos forme en la verdadera docilidad a Dios, en la verdadera unión con Cristo, y en la caridad verdadera con el prójimo.

7. También se puede decir que este aspecto de la relación con María está incluido en el mensaje de la Cruz. El Evangelista dice, en efecto, que Jesús "luego dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu Madre'" (Jn 19, 27). Dirigiéndose al discípulo, Jesús le pide expresamente que se comporte con María como un hijo con su madre. Al amor materno de María deberá corresponder un amor filial. Puesto que el discípulo sustituye a Jesús junto a María, se le invita a que la ame verdaderamente como madre propia. Es como si Jesús dijera: "Ámala como la he amado yo". Y ya que en el discípulo, Jesús ve a todos los hombres a los que deja ese testamento de amor, para todos vale la petición de que amen a María como Madre. En concreto, Jesús funda con esas palabras suyas el culto mariano de la Iglesia, a la que hace entender, por medio de Juan, su voluntad de que María reciba un sincero amor filial por parte de todo discípulo del que Ella es madre por institución de Jesús mismo. La importancia del culto mariano, querido siempre por la Iglesia, se deduce de las palabras pronunciadas por Jesús en la hora misma de su muerte.

8. El Evangelista concluye diciendo que "desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19, 27). Esto significa que el discípulo respondió inmediatamente a la voluntad de Jesús: desde aquel momento, acogiendo a María en su casa, le ha mostrado su afecto filial, la ha rodeado de toda clase de cuidados, ha obrado de manera que pudiera gozar de recogimiento y de paz a la espera de reunirse con su Hijo, y desempeñar su papel en la Iglesia naciente, tanto en Pentecostés como en los años sucesivos.

Aquel gesto de Juan era la puesta en práctica del testamento de Jesús con respecto a María: pero tenía un valor simbólico para todo discípulo de Cristo, invitado y acoger a María junto a sí, a hacerle un lugar en la propia vida. Por la fuerza de las palabras de Jesús al morir, toda vida cristiana debe ofrecer un "espacio" a María, no puede prescindir de su presencia.

Podemos concluir entonces esta reflexión y catequesis sobre el mensaje de la Cruz, con la invitación que dirijo a cada uno, de preguntarse cómo acoge a María en su casa, en su vida; también con una exhortación a apreciar cada vez mas el don que Cristo crucificado nos ha hecho, dejándonos como madre a su misma Madre.

"DIOS MÍO, DIOS MÍO, PORQUÉ ME HAS ABANDONADO?"

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Según los sinópticos, Jesús gritó dos veces desde la Cruz (cf. Mt 27, 46. 50; Mc 15, 34. 37); sólo Lucas (23, 46) explica el contenido del segundo grito. En el primero se expresan la profundidad e intensidad del sufrimiento de Jesús, su participación interior, su espíritu de oblación y también quizá la lectura profético-mesiánica que Él hace de su drama sobre la huella de un Salmo bíblico. Cierto que el primer grito manifiesta los sentimientos de desolación y abandono expresados por Jesús con las primeras palabras del Salmo 21/22: "A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: 'Eloi, Eloi, lema sabactani?' -que quiere decir-, '¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?'" (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46).

San Marcos trae las palabras en arameo. Se puede suponer que ese grito haya parecido de tal forma característico, que los testigos auriculares del hecho, cuando narraron el drama del Calvario, encontraron oportuno repetir las mismas palabras de Jesús en arameo, la lengua que hablaban Él y la mayoría de los israelitas contemporáneos suyos. A San Marcos le pudieron ser referidas por Pedro, como sucede con la palabra "Abbá"= Padre (cf. Mc 14, 36) en la oración de Getsemaní.

2. Que Jesús use en su primer grito las palabras iniciales del Salmo 21/22, es algo significativo por diversas razones. En el espíritu de Jesús, que acostumbraba a rezar siguiendo los textos sagrados de su pueblo, se habían depositado muchas de aquellas palabras y frases que le impresionaban particularmente porque expresaban mejor la necesidad y la angustia del hombre delante de Dios y aludían de algún modo a la condición de Aquel que tomaría sobre sí toda nuestra iniquidad (cf. Is 53, 11).

Por eso, en la hora del Calvario fue espontáneo para Jesús apropiarse de aquella pregunta que el Salmista hace a Dios sintiéndose agotado por el sufrimiento. Pero en su boca el "por qué" dirigido a Dios era muy eficaz al expresar un estupor dolido por el sufrimiento que no tenía una explicación simplemente humana, sino que constituía un misterio del que sólo el Padre tenía la clave. Por esto, aún naciendo del recuerdo del Salmo leído o recitado en la sinagoga, la pregunta encerraba un significado teológico en relación con el sacrificio mediante el cual Cristo debía, en total solidaridad con el hombre pecador, experimentar en Sí el abandono de Dios. Bajo el influjo de esta tremenda experiencia interior, Jesús al morir encuentra la fuerza para estallar con este grito.

En aquella experiencia, en aquel grito, en aquel "por qué" dirigido al cielo, Jesús establece también un nuevo modo de solidaridad con nosotros, que tan a menudo nos vemos llevados a levantar ojos y labios al cielo para expresar nuestro lamento, y alguno incluso su desesperación.

3. Escuchando a Jesús pronunciar su "por qué", aprendemos que también los hombres que sufren pueden pronunciarlo, pero con esas mismas disposiciones de confianza y abandono filial de las que Jesús es Maestro y Modelo para nosotros.

En el "por qué" de Jesús:

- No hay ningún sentimiento o resentimiento que lleve a la rebelión o que induzca a la desesperación;

- No hay sombra de reproche dirigido al Padre, sino que es la expresión de la experiencia de fragilidad, de soledad, de abandono a Sí mismo, hecha por Jesús en nuestro lugar; por Él, que se convierte así en el primero de los "humillados y ofendidos", el primero de los abandonados, el primero de los "desamparados" (como le llaman los españoles), pero que al mismo tiempo nos dice que sobre todos estos pobres hijos de Eva vela la mirada benigna de la Providencia auxiliadora.

4. En realidad, si Jesús prueba el sentimiento de verse abandonado por el Padre, sabe, sin embargo, que no lo está en absoluto. Él mismo dijo: "El Padre y yo somos una sola cosa" (Jn 10, 30), y hablando de la pasión futura: "Yo no estoy solo porque el Padre está conmigo" (Jn 16, 32). En la cima de su espíritu Jesús tiene la visión neta de Dios y la certeza de la unión con el Padre. Pero en las zonas que lindan con la sensibilidad y, por ello, más sujetas a las impresiones, emociones, repercusiones de las experiencias dolorosas internas y externas, el alma humana de Jesús se reduce a un desierto, y Él no siente ya la "presencia" del Padre, sino la trágica experiencia de la más completa desolación.

5. Aquí se puede trazar un cuadro sumario de aquella situación psicológica de Jesús con relación a Dios.

Los acontecimientos exteriores parecen manifestar la ausencia del Padre que deja crucificar a su Hijo aún disponiendo de "legiones de ángeles" (cf. Mt 26, 53), sin intervenir para impedir su condena a la muerte y al suplicio. En el huerto de los Olivos Simón Pedro había desenvainado una espada en su defensa, siendo rápidamente interrumpido por el mismo Jesús (cf. Jn 18, 10 s.); en el pretorio Pilato había intentado varias veces maniobras diversas para salvarle (cf. Jn 18, 31. 38 s.; 19, 4-6. 12-15); pero el Padre, ahora, calla. Aquel silencio de Dios pesa sobre el que muere como la pena más gravosa, tanto más cuanto que los adversarios de Jesús consideran aquel silencio como su reprobación: "Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: 'Soy Hijo de Dios'" (Mt 27, 43).

En la esfera de los sentimientos y de los afectos, este sentido de la ausencia y el abandono de Dios fue la pena más terrible para el alma de Jesús, que sacaba su fuerza y alegría de la unión con el Padre. Esa pena hizo más duros todos los demás sufrimientos. Aquella falta de consuelo interior fue su mayor suplicio.

6. Pero Jesús sabía que con esta fase extrema de su inmolación, que llegó hasta las fibras más íntimas de su corazón, completaba la obra de la Redención que era el fin de su Sacrificio por la reparación de los pecados. Si el pecado es la separación de Dios, Jesús debía probar en la crisis de su unión con el Padre, un sufrimiento proporcionado a esa separación.

Por otra parte, citando el comienzo del Salmo 21/22 que quizá continuó diciendo mentalmente durante la Pasión, Jesús no ignoraba su conclusión, que se transforma en un himno de liberación y en un anuncio de salvación dado a todos por Dios. La experiencia del abandono es, pues, una pena pasajera que cede el puesto a la liberación personal y a la salvación universal. En el alma afligida de Jesús tal perspectiva alimentó ciertamente la esperanza, tanto más cuanto que siempre presentó su muerte como un paso hacia la Resurrección, como su verdadera glorificación. Con este pensamiento su alma recobra vigor y alegría sintiendo que está próxima, precisamente en el culmen del drama de la Cruz, la hora de la victoria.

7. Sin embargo, poco después, quizá por influencia del Salmo 21/22, que reaparecía en su memoria, Jesús dice estas otras palabras: "Tengo sed" (Jn 19, 28).

Es muy comprensible que con estas palabras Jesús aluda a la sed física, al gran tormento que forma parte de la pena de la Crucifixión, como explican los estudiosos de estas materias. También se puede añadir que el manifestar su sed Jesús dio prueba de humildad, expresando una necesidad física elemental, como habría hecho otro cualquiera. También en esto Jesús se hace y se muestra solidario con todos los que, vivos o moribundos, sanos o enfermos, pequeños o grandes, necesitan y piden al menos un poco de agua... (cf. Mt 10, 42). ¡Es hermoso para nosotros pensar que cualquier socorro prestado aún moribundo, se le presta a Jesús crucificado!

8. No podemos ignorar la anotación del Evangelista, el cual escribe que Jesús pronunció tal expresión -"Tengo sed"- "para que se cumpliera la Escritura" (Jn 19, 28). También en esas palabras de Jesús hay otra dimensión, además de la físico-psicológica. La referencia es también al Salmo 21/22: "Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte" (Sal 21/22, 16). También en el Salmo 68/69, 22, se lee: "Para mi sed me dieron vinagre".

En las palabras del Salmista se trata de sed física, pero en los labios de Jesús la sed entra en la perspectiva mesiánica del sufrimiento de la Cruz. En su sed, Cristo moribundo busca otra bebida muy distinta del agua o del vinagre: como cuando en el pozo de Sicar pidió a la samaritana: "Dame de beber" (Jn 4, 7). La sed física, entonces, fue símbolo y tránsito hacia otra sed: la de la conversión de aquella mujer. Ahora, en la Cruz, Jesús tiene sed de una humanidad nueva, como la que deberá surgir de su Sacrificio, para que se cumplan las Escrituras. Por eso relaciona el Evangelista el "grito de sed" de Jesús con las Escrituras. La sed de la Cruz, en boca de Cristo moribundo, es la última expresión de ese deseo del bautismo que tenía que recibir y de fuego con el cual encender la tierra, manifestado por Él durante su vida. "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!" (Lc 12, 49-50). Ahora se va a cumplir ese deseo, y con aquellas palabras Jesús confirma el amor ardiente con que quiso recibir ese supremo "bautismo" para abrirnos a todos nosotros la fuente del agua que sacia y salva verdaderamente (cf. Jn 4, 13-14).


"¡TODO ESTÁ CUMPLIDO! ... PADRE A TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU

Queridos hermanos y hermanas:

1. "Todo está cumplido" (Jn 19, 30).

Según el Evangelio de Juan, Jesús pronunció estas palabras poco antes de expirar. Fueron las últimas palabras. Manifiestan su conciencia de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo (cf. Jn 17, 4). Nótese que no es tanto la conciencia de haber realizado sus proyectos, cuanto la de haber efectuado la Voluntad del Padre en la obediencia que le impulsa a la inmolación completa de Sí en la Cruz. Ya sólo por esto Jesús moribundo se nos presenta como Modelo de lo que debería ser la muerte de todo hombre: la ejecución de la obra asignada a cada uno para el cumplimiento de los designios divinos.

Según el concepto cristiano de la vida y de la muerte, los hombres, hasta el momento de la muerte, están llamados a cumplir la voluntad del Padre, y la muerte es el último acto, el definitivo y decisivo, del cumplimiento de esta voluntad. Jesús nos lo enseña desde la Cruz.

2. "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46).

Con estas palabras Lucas explícita el contenido del segundo grito que Jesús lanzó poco antes de morir (cf. Mc 13, 37; Mt 27, 50). En el primer grito había exclamado: "Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Estas palabras se completan con aquellas otras que constituyen el fruto de una reflexión interior madurada en la oración. Si por un momento Jesús ha tenido y sufrido la tremenda sensación de ser abandonado por el Padre, ahora su alma actúa del único modo que, como Él bien sabe, corresponde a un hombre que al mismo tiempo es también el "Hijo predilecto" de Dios: el total abandono en sus manos.

Jesús expresa este sentimiento suyo con palabras que pertenecen al Salmo 30/31: el Salmo del afligido que prevé su liberación y da gracias a Dios que la va a realizar: "A tus manos encomiendo mi espíritu, tú el Dios leal me librarás" (Sal 30/31, 6). Jesús, en su lúcida agonía, recuerda y balbucea también algún versículo de ese Salmo, recitado muchas veces durante su vida. Pero en la narración del Evangelista, aquellas palabras en boca de Jesús adquieren un nuevo valor.

3. Con la invocación "Padre" ("Abbá"), Jesús confiere un acento filial a su abandono en las manos de! Padre. Jesús muere como Hijo. Muere en perfecta conformidad con el querer del Padre, con la finalidad de amor que el Padre le ha confiado y que el Hijo conoce bien.

En la perspectiva del Salmista el hombre, afectado por la desventura y afligido por el dolor, pone su espíritu en manos de Dios para huir de la muerte que le amenaza. Jesús, por el contrario, acepta la muerte y pone su espíritu en manos del Padre para atestiguarle su obediencia y manifestarle su confianza en una nueva vida. Su abandono es, pues, más pleno y radical, más audaz, más definitivo, más cargado de voluntad oblativa.

4. Además, este último grito completa el primero, como hemos notado desde el principio. Retomemos los dos textos y veamos qué resulta de su comparación. Ante todo bajo el aspecto meramente lingüístico y casi semántico.

En el primer grito Jesús también incluye un "por qué" a Dios, ciertamente con profundo respeto hacia su Voluntad, su potencia, su grandeza infinita, pero sin reprimir el sentido de turbación humana que suscita una muerte como aquella.

En el segundo grito, por el contrario, está la expresión de abandono confiado en los brazos del Padre sabio y benigno, que lo dispone y rige todo con Amor. Ha habido un momento de desolación, en el que Jesús se ha sentido sin apoyo y defensa por parte de todos, incluso hasta de Dios: un momento tremendo; pero ha sido superado pronto gracias al acto de entrega de Sí en manos del Padre, cuya presencia amorosa e inmediata advierte Jesús en la estructura más profunda de su propio Yo, ya que Él esta en el Padre como el Padre está en Él (cf. Jn 10, 38; 14, 10 s.), ¡también en la Cruz!

5. Las palabras y gritos de Jesús en la Cruz, para que puedan comprenderse, deben considerarse en relación a lo que Él mismo había anunciado anteriormente, en las predicciones de su muerte y en la enseñanza sobre el destino del hombre a una nueva vida.

La muerte es para todos un paso a la existencia en el más allá; para Jesús es, más todavía, la premisa de la Resurrección que tendrá lugar al tercer día. La muerte, pues, tiene siempre un carácter de disolución del compuesto humano, disolución que suscita repulsa; pero tras el grito primero, Jesús pone con gran serenidad su espíritu en manos del Padre, en vistas a la nueva vida y, más aún, a la Resurrección de la muerte, que señalará la coronación de misterio pascual. Así, después de todos los tormentos de los sufrimientos padecidos, físicos y morales, Jesús abraza la muerte como una entrada en la paz inalterable de ese "seno del Padre" hacia el que ha estado dirigida toda su vida.

6. Jesús con su muerte revela que al final de la vida el hombre no está destinado a sumergirse en la oscuridad, en el vacío existencial, en la vorágine de la nada, sino que está invitado al encuentro con el Padre, hacia el que se ha movido en el camino de la fe y del amor durante la vida, y en cuyos brazos se ha arrojado con santo abandono en la hora de la muerte. Un abandono que, como el de Jesús, comporta el don total de sí por parte de un alma que acepta ser despojada de su cuerpo y de la vida terrestre, pero que sabe que encontrará la nueva vida, la participación en la vida misma de Dios en el misterio trinitario, en los brazos y en el corazón del Padre.

7. Mediante el misterio inefable de la muerte, el alma del Hijo llega a gozar de la gloria del Padre en la comunión del Espíritu Santo (Amor del Padre y del Hijo). Esta es la "vida eterna", hecha de conocimiento, de amor, de alegría y de paz infinita.

El Evangelista Juan dice de Jesús que "entregó el espíritu" (Jn 19, 30). Mateo, que "exaló el espíritu" (Mt 27, 50), Marcos y Lucas, que "expiró" (Mc 15, 37; Lc 23, 46). Es el alma de Jesús que entra en la visión beatífica en el seno de la Trinidad. En esta luz de eternidad puede captarse algo de la misteriosa relación entre la humanidad de Cristo y la Trinidad, que aflora en la Carta a los Hebreos cuando, hablando de la eficacia salvífica de la Sangre de Cristo, muy superior a la sangre de los animales ofrecidos en los sacrificios de la Antigua Alianza, escribe que Cristo en su muerte, "por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios" (Heb 9, 14).

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