FILIACIÓN DIVINA
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Generosidad de Dios, que ha
querido hacernos hijos suyos.
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Consecuencias de la filiación
divina: abandono en el Señor.
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«Portarnos como hijos de Dios con
los hijos de Dios»: fraternidad.
I. Escribe San Pablo a
Timoteo y, abriéndole confiadamente su corazón, le cuenta
cómo el Señor se fió de él y le hizo Apóstol, a pesar de
haber sido blasfemo y perseguidor de los
cristianos. Dios –le dice– derrochó su gracia en
mí, dándome la fe y el amor cristiano1. Cada
uno de nosotros puede afirmar también que Dios ha derramado
abundantemente su gracia sobre él. Dios nos creó, y luego ha
querido darnos gratuitamente la dignidad más grande: ser
hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici Dei,
de su propia familia2.
La filiación divina
natural se da en Dios Hijo: «Jesucristo, Hijo unigénito de
Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos...,
engendrado, no hecho; consustancial al Padre»3.
Pero Dios quiso, a través de una nueva creación, hacernos
hijos adoptivos, partícipes de la filiación del Unigénito:
Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que nos llamemos
hijos de Dios y lo seamos4; ha querido que el
cristiano reciba la gracia, de modo que goce de una
participación de la naturaleza divina: Divinae consortes
naturae, dice San Pedro en una de sus Epístolas5.
La vida que reciben los hijos en la generación humana ya no
es de los padres; en cambio, por la gracia santificante, la
vida de Dios se da a los hombres. Sin destruir ni forzar
nuestra naturaleza humana, somos admitidos en la intimidad
de la Trinidad Beatísima por la vía de la filiación, que en
Dios se da a través del Unigénito del Padre. Toda la vida
queda afectada por el hecho de la filiación divina: nuestro
ser y nuestro actuar6. Y esto tiene múltiples
consecuencias prácticas, por ejemplo: la oración será ya la
de un hijo pequeño que se dirige a su padre, pues
descubrimos que Dios, además de ser el Ser Supremo, Creador
y Todopoderoso, es verdaderamente Padre Amoroso de
cada uno; la vida interior no es ya una lucha solitaria
contra los defectos o para «autoperfeccionarse», sino
abandono en los brazos fuertes del Padre... y deseo vivo
–que se traduce en obras– de dar alegrías a nuestro Padre
Dios, de quien nos sabemos muy queridos.
Todos los cristianos
podemos decir verdaderamente: Dios derrochó su gracia en
mí; nos engendró a una nueva vida en Cristo Jesús7;
por ella nos hacemos semejantes a Cristo, y en esa medida
somos hijos del Padre. Y es precisamente el Paráclito el que
nos enseña –incluso sin que nos demos cuenta– esta grandiosa
realidad, haciendo que reconozcamos a Jesús como Hijo de
Dios y que también nos reconozcamos a nosotros, no como
extraños, sino como hijos, y que obremos en consecuencia.
Santo Tomás de Aquino resume esta dichosa relación con la
Trinidad Santísima, con estas breves palabras: «la adopción,
aunque pertenezca a toda la Trinidad, se adscribe al Padre
como a su autor, al Hijo como a su ejemplo, al Espíritu
Santo como a quien imprime en nosotros la semejanza a ese
ejemplo»8.
Esta realidad da a la
vida una especial firmeza y un modo peculiar de enfrentarnos
a todo lo que lleva consigo. «Descansa en la filiación
divina. Dios es un Padre –¡tu Padre!– lleno de ternura, de
infinito amor.
»—Llámale Padre muchas
veces, y dile –a solas– que le quieres, ¡que le quieres
muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo
suyo»9. Dios es nuestro descanso y la fuerza que
necesitarnos.
II. Y si hacerse hijos
de Dios significa identificarse con el Hijo, significa
también ver los acontecimientos y juzgarlos con los
ojos del Hijo, obedecer como Cristo, que se hizo
obediente hasta la muerte10, amar y
perdonar como Él, comportarse siempre como los hijos que
se saben en presencia de su Padre Dios11,
confiados y serenos, comprendidos, perdonados, alentados
siempre a seguir adelante...
Quien se sabe hijo de
Dios no debe tener temor alguno en su vida. Dios conoce
mejor nuestras necesidades reales, es más fuerte que
nosotros Y es nuestro Padre12. Debemos hacer como
aquel niño que en medio de una tempestad permanecía en sus
juegos, mientras los marineros temían por sus vidas; era el
hijo del patrón del barco. Cuando al desembarcar le
preguntaron cómo pudo estar tan tranquilo en medio de aquel
mar embravecido, mientras ellos estaban espantados,
respondió: «¿Temer? ¡Pero si el timón estaba en manos de mi
padre!». Cuando tratamos de identificar nuestra voluntad con
la de Dios, el timón de la vida lo lleva Él, que conoce bien
el rumbo que conduce al puerto seguro, Está en buenas manos,
en la calma y en la tempestad.
Porque Dios lo
permita, puede ocurrir a un alma que lucha seriamente por la
santidad que, en medio de las dificultades, se sienta como
perdida, inepta, desconcertada; que no entienda, a pesar
de su deseo de ser toda de Dios, lo que ocurre a su
alrededor. «En esos momentos en que ni siquiera se sabe cuál
es la Voluntad de Dios, y uno protesta: ¡Señor, cómo puedes
querer esto, que es malo, que es abominable ab
intrínseco! -como la Humanidad de Cristo se quejaba en
el Huerto de los Olivos-, cuando parece que la cabeza
enloquece y el corazón se rompe... Si alguna vez sentís este
caer en el vacío, os aconsejo aquella oración que yo repetí
muchas veces junto a la tumba de una persona amada: Fiat,
adimpleatur, laudetur atque in aeternum superexaltetur
iustissima atque amabilissima...»13. «Hágase,
cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y
amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén.
–Amén»14.
Es el momento de ser
muy fieles a la Voluntad de Dios, y de dejarnos exigir y
ayudar en la dirección espiritual personal con docilidad
total -aunque no entendamos Si Él, que es nuestro Padre,
permite esa situación y ese estado de oscuridad interior,
también nos otorgará las gracias y ayudas necesarias. Ese
abandono, sin poner límite alguno, en las manos de Dios, nos
dará una paz inquebrantable, y en medio del vacío más
completo sentiremos poderoso y suave el brazo de Dios que
nos sostiene. También nosotros repetiremos entonces,
despacio, con un dulce paladeo, esa confiada oración:
Hágase, cúmplase, sea alabada...
III. Me enseñarás
el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha15, proclama
el Salmista. Y no existe alegría más profunda –también en
medio de la necesidad y del vacío, cuando el Señor lo
permite–, que la del hijo de Dios que se abandona en manos
de su Padre, porque ningún bien puede compararse a la
infinita riqueza de ser familiares de Dios, hijos de Dios;
esta alegría sobrenatural, tan relacionada con la Cruz, es
el «gigantesco secreto del cristiano»16. Quien se
siente hijo de Dios no pierde la paz, ni siquiera en los
momentos más duros; la conciencia de su filiación divina le
libera de sus tensiones interiores y cuando, por su
debilidad, se descamina, si verdaderamente se siente hijo,
vuelve arrepentido y confiado a la casa del Padre.
«La filiación divina
es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está
muy por encima del vínculo de solidaridad que une a los
hombres entre sí»17. Los cristianos nos sentimos,
sobre todo, hermanos, porque somos hijos del único Padre,
que ha querido establecer con nosotros el vínculo
sobrenatural de la caridad. Las manifestaciones que esta
fraternidad debe tener en la vida corriente son
innumerables: respeto mutuo, delicadeza en el trato,
espíritu de servicio y ayuda en el camino que nos lleva a
Dios... En el Evangelio de la Misa el Señor pide a los suyos
una mirada limpia para ver a sus hermanos. ¿Por qué te
fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas
en la viga que llevas en el tuyo? (...) Saca primero
la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota
del ojo de tu hermano18. El Maestro nos
invita a ver a los demás sin los prejuicios que forjamos con
las propias faltas y con la soberbia, en definitiva, por la
que tendemos a aumentar las flaquezas ajenas y a
empequeñecer las propias; nos exhorta el Señor «a mirar a
los demás desde más dentro, con mirada nueva (...), hace
falta quitar la viga de nuestro propio ojo. Estamos a veces
ocupados en la tarea superficial de querer siempre quitar a
todo el mundo la mota de su ojo. Y lo que hace falta es
renovar nuestra forma de contemplar a los demás»19,
mirarles como a hermanos, a quienes Dios tiene un amor
particular. «Piensa en los demás –antes que nada, en los que
están a tu lado– como en lo que son: hijos de Dios, con toda
la dignidad de ese título maravilloso.
»Hemos de portarnos
como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de
ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de
comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se
nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía
decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en
la fe: ¡Mirad cómo se aman!»20.
Portarnos como
hijos de Dios con los hijos de Dios, ver a las gentes
como Cristo las veía, con amor y comprensión; a quienes
están cerca y a quienes parece que se alejan, pues la
fraternidad se extiende a todos los hombres, porque todos
son hijos de Dios –criaturas suyas– y también todos están
llamados a la intimidad de la casa del Padre. Esta misma
fraternidad nos impulsará al apostolado, no dejando de poner
ningún medio para acercar las almas a Dios.
Siguiendo ese camino
ancho de la filiación divina, pasaremos por la vida con
serenidad y paz, haciendo el bien21 como
Jesucristo, el Modelo en el que hemos de mirarnos
continuamente, en quien aprendemos a ser hijos de Dios Padre
y a comportarnos como tales. Si acudimos a Santa María,
Madre de Dios y Madre nuestra, nos enseñará a abandonarnos
en el Señor, como hijos pequeños que andan tan necesitados.
Nunca dejará de atendernos.
1 Primera
lectura. Año 1. 1 Tim, 1, 12-14. — 2 Ef
2, 19. — 3 Conc. de Nicea, a. 325. Denz-Sch,
125. — 4 1 Jn 3, 1. — 5 2 Pdr 1,
4. — 6 Cfr. F. Ocáriz, El sentido de la filiación
divina, Pamplona 1982, p. 178. — 7 Gal 3,
28. — 8 Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q, 23,
a. 2, ad 3. — 9 San Josemaría Escrivá, Forja,
n. 331. — 10 Cfr. Flp 2, 8. — 11 Cfr.
Mª. C. Calzona, Filiación divina y vida cristiana en
medio del mundo, en La misión del laico en la Iglesia
y en el mundo, EUNSA, Pamplona 1987, p. 304. — 12
Cfr. V. Lehodey, El santo abandono, Católica Casals,
Barcelona 1951, II, 3. — 13 Postulación de la
Causa de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios,
Josemaría Escrivá de Balaguer, Sacerdote, Fundador del Opus
Dei, Artículos del Postulador, Roma 1979, n. 452. —
14 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 691 — 15
Salmo responsorial. Año I. Sal 15, 11. — 16
Cfr. G. K. Chesterton, Ortodoxia, Madrid 1917, pp.
308-309. — 17 Mª. C. Calzona, o. c., p. 303. —
18 Lc 6, 41-42. — 19 A. Mª. Gª.
Dorronsoro, Dios y la gente, Rialp, Madrid 1974, pp.
134-135. — 20 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que
pasa, 36. — 21 Cfr. Hech 10, 38.