Hoy, Assumpta
est Maria in coelum, gaudent angeli [521] . María ha sido llevada por
Dios, en cuerpo y alma, a los cielos. Hay alegría entre los ángeles y
entre los hombres. ¿Por qué este gozo íntimo que advertimos hoy, con el
corazón que parece querer saltar del pecho, con el alma inundada de paz?
Porque celebramos la glorificación de nuestra Madre y es natural que sus
hijos sintamos un especial júbilo, al ver cómo la honra la Trinidad
Beatísima.
Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el
Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre [522] . Y nosotros la
recibimos, con el discípulo amado, en aquel momento de inmenso
desconsuelo. Santa María nos acogió en el dolor, cuando se cumplió la
antigua profecía: y una espada traspasará tu alma [523] . Todos somos sus
hijos; ella es Madre de la humanidad entera. Y ahora, la humanidad
conmemora su inefable Asunción: María sube a los cielos, hija de Dios
Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo. Más que Ella,
sólo Dios.
El misterio de amor
Misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo la
fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya sido elevada a dignidad tan
grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las complacencias
de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de
Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más –si es posible
hablar así– que en otras verdades de fe.
¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre
nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de
todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el
mismo Amor [524] , su poder realizó todo su querer.
Mirad cómo los cristianos han descubierto, desde hace tiempo, ese
razonamiento: convenía –escribe San Juan Damasceno– que aquella que en el
parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna
corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que aquella que había
llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina.
Convenía que la Esposa de Dios entrara en la casa celestial. Convenía que
aquellas que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así en su
corazón el dolor de que había estado libre en el parto, lo contemplase
sentado a la diestra del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo
que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de
Dios por todas las criaturas [525] .
Los teólogos han formulado con frecuencia un argumento semejante,
destinado a comprender de algún modo el sentido de ese cúmulo de gracias
de que se encuentra revestida María, y que culmina con la Asunción a los
cielos. Dicen: convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo [526] . Es la
explicación más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde el
primer instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo
libre del poder de Satanás; es hermosa –tota pulchra!–, limpia, pura en
alma y cuerpo.
El misterio del sacrificio silencioso
Pero, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto
que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia
del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A
aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús
exclamando: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te
alimentaron, el Señor responde: bienaventurados más bien los que escuchan
la palabra de Dios y la ponen en práctica [527] . Era el elogio de su
Madre, de su fiat [528] , del hágase sincero, entregado, cumplido hasta
las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas,
sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada.
Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos
damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de
que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la
imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la
disposición generosa en el menudo sacrificio diario.
Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos,
viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando
esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es
objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles
y de los santos llevó una existencia normal. María es una criatura como
nosotros, con un corazón como el nuestro, capaz de gozos y de alegrías, de
sufrimientos y de lágrimas. Antes de que Gabriel le comunique el querer de
Dios, Nuestra Señora ignora que había sido escogida desde toda la
eternidad para ser Madre del Mesías. Se considera a sí misma llena de
bajeza [529] : por eso reconoce luego, con profunda humildad, que en Ella
ha hecho cosas grandes el que es Todopoderoso [530] .
La pureza, la humildad y la generosidad de María contrastan con nuestra
miseria, con nuestro egoísmo. Es razonable que, después de advertir esto,
nos sintamos movidos a imitarla; somos criaturas de Dios, como Ella, y
basta que nos esforcemos por ser fieles, para que también en nosotros el
Señor obre cosas grandes. No será obstáculo nuestra poquedad: porque Dios
escoge lo que vale poco, para que así brille mejor la potencia de su amor
[531] .
Imitar a María
Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su
vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia
ordinaria. A lo largo del año, cuando celebramos las fiestas marianas, y
en bastantes momentos de cada jornada corriente, los cristianos pensamos
muchas veces en la Virgen. Si aprovechamos esos instantes, imaginando cómo
se conduciría Nuestra Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar,
poco a poco iremos aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como
los hijos se parecen a su madre.
Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos:
ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no
sólo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e
irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y
conozcamos lo que El quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales,
y a serlo efectivamente. Porque no todo aquel que dice Señor, Señor,
entrará en el reino de los cielos; sino aquel que hace la voluntad de mi
Padre celestial [532] .
Hemos de imitar su natural y sobrenatural elegancia. Ella es una criatura
privilegiada de la historia de la salvación: en María, el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros [533] . Fue testigo delicado, que pasa
oculto; no le gustó recibir alabanzas, porque no ambicionó su propia
gloria. María asiste a los misterios de la infancia de su Hijo, misterios,
si cabe hablar así, normales: a la hora de los grandes milagros y de las
aclamaciones de las masas, desaparece. En Jerusalén, cuando Cristo
–cabalgando un borriquito– es vitoreado como Rey, no está María. Pero
reaparece junto a la Cruz, cuando todos huyen. Este modo de comportarse
tiene el sabor, no buscado, de la grandeza, de la profundidad, de la
santidad de su alma.
Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa
delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de
aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente.
Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no
entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento
de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra [534] . ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra
conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no
sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad
de los hijos de Dios [535] .
La escuela de la oración
El Señor os habrá concedido descubrir tantos otros rasgos de la
correspondencia fiel de la Santísima Virgen, que por sí solos se presentan
invitándonos a tomarlos como modelo: su pureza, su humildad, su
reciedumbre, su generosidad, su fidelidad... Yo quisiera hablar de uno que
los envuelve todos, porque es el clima del progreso espiritual: la vida de
oración.
Para aprovechar la gracia que Nuestra Madre nos trae en el día de hoy, y
para secundar en cualquier momento las inspiraciones del Espíritu Santo,
pastor de nuestras almas, debemos estar comprometidos seriamente en una
actividad de trato con Dios. No podemos escondernos en el anonimato; la
vida interior, si no es un encuentro personal con Dios, no existirá. La
superficialidad no es cristiana. Admitir la rutina, en nuestra conducta
ascética, equivale a firmar la partida de defunción del alma
contemplativa. Dios nos busca uno a uno; y hemos de responderle uno a uno:
aquí estoy, Señor, porque me has llamado [536] .
Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios; pero quizá alguno pregunte:
hablar, ¿de qué? ¿De qué va a ser, sino de las cosas de Dios y de las que
llenan nuestra jornada? Del nacimiento de Jesús, de su caminar en este
mundo, de su ocultamiento y de su predicación, de sus milagros, de su
Pasión Redentora y de su Cruz y de su Resurrección. Y en la presencia del
Dios Trino y Uno, poniendo por Medianera a Santa María y por abogado a San
José Nuestro Padre y Señor –a quien tanto amo y venero–, hablaremos del
trabajo nuestro de todos los días, de la familia, de las relaciones de
amistad, de los grandes proyectos y de las pequeñas mezquindades.
El tema de mi oración es el tema de mi vida. Yo hago así. Y a la vista de
esta situación mía, surge natural el propósito, determinado y firme, de
cambiar, de mejorar, de ser más dócil al amor de Dios. Un propósito
sincero, concreto. Y no puede faltar la petición urgente, pero confiada,
de que el Espíritu Santo no nos abandone, porque Tú eres, Señor, mi
fortaleza [537] .
Somos cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas;
nuestra actividad entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se
desarrolla con un ritmo previsible. Los días parecen iguales, incluso
monótonos... Pues, bien: ese plan, aparentemente tan común, tiene un valor
divino; es algo que interesa a Dios, porque Cristo quiere encarnarse en
nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes.
Este pensamiento es una realidad sobrenatural, neta, inequívoca; no es una
consideración para consuelo, que conforte a los que no lograremos
inscribir nuestros nombres en el libro de oro de la historia. A Cristo le
interesa ese trabajo que debemos realizar –una y mil veces– en la oficina,
en la fábrica, en el taller, en la escuela, en el campo, en el ejercicio
de la profesión manual o intelectual: le interesa también el escondido
sacrificio que supone el no derramar, en los demás, la hiel del propio mal
humor.
Repasad en la oración esos argumentos, tomad ocasión precisamente de ahí
para decirle a Jesús que lo adoráis, y estaréis siendo contemplativos en
medio del mundo, en el ruido de la calle: en todas partes. Esa es la
primera lección, en la escuela del trato con Jesucristo. De esa escuela,
María es la mejor maestra, porque la Virgen mantuvo siempre esa actitud de
fe, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor:
guardaba todas esas cosas en su corazón ponderándolas [538] .
Supliquemos hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe
a comprender las llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de
nuestro corazón. Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la
tierra a Jesús, que nos revela el amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a
reconocerlo, en medio de los afanes de cada día; remueve nuestra
inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos escuchar la voz de Dios,
el impulso de la gracia.
Maestra de apóstoles
Pero no penséis sólo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar
la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean
–parientes, amigos, colegas– y ved cómo podéis llevarlos a sentir más
hondamente la amistad con Nuestro Señor. Si se trata de personas rectas
honradas, capaces de estar habitualmente más cerca de Dios, encomendadlas
concretamente a Nuestra Señora. Y pedid también por tantas almas que no
conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca.
Sed leales, generosos. Formamos parte de un solo cuerpo, del Cuerpo
Místico de Cristo, de la Iglesia santa, a la que están llamados muchos que
buscan limpiamente la verdad. Por eso tenemos obligación estricta de
manifestar a los demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El
cristiano no puede ser egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia
vocación. No es de Cristo la actitud de quienes se contentan con guardar
su alma en paz –falsa paz es ésa–, despreocupándose del bien de los otros.
Si hemos aceptado la auténtica significación de la vida humana –y se nos
ha revelado por la fe–, no cabe que continuemos tranquilos, persuadidos de
que nos portamos personalmente bien, si no hacemos de forma práctica y
concreta que los demás se acerquen a Dios.
Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a
tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación así no
caerá bien en determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir
susceptibilidades. ¡Cuántas veces ese razonamiento es la máscara del
egoísmo! No se trata de herir a nadie, sino de todo lo contrario: de
servir. Aunque seamos personalmente indignos, la gracia de Dios nos
convierte en instrumentos para ser útiles a los demás, comunicándoles la
buena nueva de que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad [539] .
¿Y será lícito meterse de ese modo en la vida de los demás? Es necesario.
Cristo se ha metido en nuestra vida sin pedirnos permiso. Así actuó
también con los primeros discípulos: pasando por la ribera del mar de
Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés, echando las redes en el mar,
pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: seguidme, y haré que vengáis a ser
pescadores de hombres [540] . Cada uno conserva la libertad, la falsa
libertad, de responder que no a Dios, como aquel joven cargado de riquezas
[541] , de quien nos habla San Lucas. Pero el Señor y nosotros
–obedeciéndole: id y enseñad [542] – tenemos el derecho y el deber de
hablar de Dios, de este gran tema humano, porque el deseo de Dios es lo
más profundo que brota en el corazón del hombre.
Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que suspiran por dar a
conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias,
pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido
fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que
se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con
el perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor,
para poder llevar a los demás la fe de Cristo.
Una única receta: santidad personal
El mejor camino para no perder nunca la audacia apostólica, las hambres
eficaces de servir a todos los hombres, no es otro que la plenitud de la
vida de fe, de esperanza y de amor; en una palabra, la santidad. No
encuentro otra receta más que ésa: santidad personal.
Hoy, en unión con toda la Iglesia, celebramos el triunfo de la Madre, Hija
y Esposa de Dios. Y como nos gozábamos en el tiempo de la Pascua de
Resurrección del Señor a los tres días de su muerte, ahora nos sentimos
alegres porque María, después de acompañar a Jesús desde Belén hasta la
Cruz, está junto a El en cuerpo y alma, disfrutando de la gloria por toda
la eternidad. Esta es la misteriosa economía divina: Nuestra Señora, hecha
partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir
de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de
trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de
Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la
bienaventuranza eterna del Paraíso.
Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha
de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es
hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación
de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de
nuestra propia salvación; por eso la llamamos spes nostra y causa nostrae
laetitiae, nuestra esperanza y causa de nuestra felicidad.
No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar
las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que
ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo
[543] . Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El,
que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos
nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos
cualquier otra cosa? [544] .
En esta fiesta, todo convida a la alegría. La firme esperanza en nuestra
santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede
permanecer pasivo. Recordad las palabras de Cristo: si alguno quiere venir
en pos de mí, niéguese a sí mismo, lleve su cruz cada día y sígame [545] .
¿Le veis? La cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz:
ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que
no aceptemos su yugo. Por eso, no he querido tampoco dejar de recordaros
que la alegría de la resurrección es consecuencia del dolor de la Cruz.
No temáis, sin embargo, porque el mismo Señor nos ha dicho: venid a mí
todos los que andáis agobiados con trabajos, que yo os aliviaré. Tomad mi
yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón,
y hallaréis el reposo para vuestras almas; porque mi yugo es suave y mi
carga ligera [546] . Venid –glosa San Juan Crisóstomo–, no para rendir
cuentas, sino para ser librados de vuestros pecados; venid, porque yo no
tengo necesidad de la gloria que podáis procurarme: tengo necesidad de
vuestra salvación... No temáis al oír hablar de yugo, porque es suave; no
temáis si hablo de carga, porque es ligera. [547] , 37, 2 (PG 57, 414).
El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la
Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con El
no cabe la tristeza. In laetitia, nulla dies sine cruce!, me gusta
repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz.
La alegría cristiana
Recojamos de nuevo el tema que nos propone la Iglesia: María ha subido a
los cielos en cuerpo y alma, ¡los ángeles se alborozan! Pienso también en
el júbilo de San José, su Esposo castísimo, que la aguardaba en el
paraíso. Pero volvamos a la tierra. La fe nos confirma que aquí abajo, en
la vida presente, estamos en tiempo de peregrinación, de viaje; no
faltarán los sacrificios, el dolor, las privaciones. Sin embargo, la
alegría ha de ser siempre el contrapunto del camino.
Servid al Señor, con alegría [548] : no hay otro modo de servirle. Dios
ama al que da con alegría [549] , al que se entrega por entero en un
sacrificio gustoso, porque no existe motivo alguno que justifique el
desconsuelo.
Quizá estimaréis que este optimismo parece excesivo, porque todos los
hombres conocen sus insuficiencias y sus fracasos, experimentan el
sufrimiento, el cansancio, la ingratitud, quizá el odio. Los cristianos,
si somos iguales a los demás, ¿cómo podemos estar exentos de esas
constantes de la condición humana?
Sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la
tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo.
Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del
acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación
de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido
divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a
la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la
existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al
hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor
de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la
tierra con la vida definitiva en la Patria.
La fiesta de la Asunción de Nuestra Señora nos propone la realidad de esa
esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha
precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es
posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima
Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante
nuestra petición –Monstra te esse Matrem [550] –, no sabe ni quiere
negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal.
La alegría es un bien cristiano. Unicamente se oculta con la ofensa a
Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de
la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma,
porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres.
Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos
purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro
encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo recocijarse
porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido
hallado [551] .
Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo
pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar: he aquí que el Padre viene a
tu encuentro; se inclinará sobre tu espalda, te dará un beso prenda de
amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, un anillo, calzado.
Tú temes todavía una reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un
castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara
para ti un banquete [552] .
El amor de Dios es insondable. Si procede así con el que le ha ofendido,
¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen
Santísima, siempre fiel?
Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón
humano –traidor, con frecuencia– es tan poca, ¿qué será en el Corazón de
María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?
Ved cómo la liturgia de la fiesta se hace eco de la imposibilidad de
entender la misericordia infinita del Señor, con razonamientos humanos;
más que explicar, canta; hiere la imaginación, para que cada uno ponga su
entusiasmo en la alabanza. Porque todos nos quedaremos cortos: apareció un
gran prodigio en el cielo: una mujer, vestida de sol, y la luna debajo de
sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas [553] . El rey se ha
enamorado de tu belleza. ¡Cómo resplandece la hija del rey, con su vestido
tejido en oro! [554] .
La liturgia terminará con unas palabras de María, en las que la mayor
humildad se conjuga con la mayor gloria: me llamarán bienaventurada todas
las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas aquel que es
todopoderoso [555] .
Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María,
da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro
camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu
amor, al amor de Jesucristo.
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[521] Antifona de las Visperas de la fiesta de la Asunción.
[522] Ioh XIX, 27.
[523] Lc II, 35.
[524] Deus caritas est (Dios es amor, 1 Ioh IV, 8).
[525] S. Juan Damasceno, Homilia II in dormitionem B. V. Mariae, 14 (PG
96, 742).
[526] Cfr. Juan Duns Scoto, In III Sententiarum, dist. III, q. 1.
[527] Lc XI, 27-28.
[528] Lc I, 38.
[529] Cfr. Lc I, 48.
[530] Lc I, 49.
[531] Cfr. 1 Cor I, 27-29.
[532] Mt VII, 21.
[533] Ioh I, 14.
[534] Lc I, 38.
[535] Cfr. Rom VIII, 21.
[536] 1 Reg III, 5.
[537] Ps XLII, 2.
[538] Lc II, 51.
[539] 1 Tim II, 4.
[540] Mc I, 16-17.
[541] Cfr. Lc XVIII, 23.
[542] Cfr. Mc XVI, 15.
[543] Cfr. Phil I, 6.
[544] Rom VIII, 31–32.
[545] Lc IX, 23.
[546] Mt XI, 28–30.
[547] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae
[548] Ps XCIX, 2.
[549] 2 Cor IX, 7.
[550] Himno litúrgico Ave maris stella.
[551] Lc XV, 32.
[552] S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7 (PL 15, 1540).
[553] Apoc XII, 1.
[554] Ps XLIV, 12–14.
[555] Lc I, 48-49.