Hoy, Assumpta 
      est Maria in coelum, gaudent angeli [521] . María ha sido llevada por 
      Dios, en cuerpo y alma, a los cielos. Hay alegría entre los ángeles y 
      entre los hombres. ¿Por qué este gozo íntimo que advertimos hoy, con el 
      corazón que parece querer saltar del pecho, con el alma inundada de paz? 
      Porque celebramos la glorificación de nuestra Madre y es natural que sus 
      hijos sintamos un especial júbilo, al ver cómo la honra la Trinidad 
      Beatísima.
      
      Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el 
      Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre [522] . Y nosotros la 
      recibimos, con el discípulo amado, en aquel momento de inmenso 
      desconsuelo. Santa María nos acogió en el dolor, cuando se cumplió la 
      antigua profecía: y una espada traspasará tu alma [523] . Todos somos sus 
      hijos; ella es Madre de la humanidad entera. Y ahora, la humanidad 
      conmemora su inefable Asunción: María sube a los cielos, hija de Dios 
      Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo. Más que Ella, 
      sólo Dios.
      
      El misterio de amor
      
      Misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo la 
      fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya sido elevada a dignidad tan 
      grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las complacencias 
      de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de 
      Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más –si es posible 
      hablar así– que en otras verdades de fe.
      
      ¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre 
      nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de 
      todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el 
      mismo Amor [524] , su poder realizó todo su querer.
      
      Mirad cómo los cristianos han descubierto, desde hace tiempo, ese 
      razonamiento: convenía –escribe San Juan Damasceno– que aquella que en el 
      parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna 
      corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que aquella que había 
      llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina. 
      Convenía que la Esposa de Dios entrara en la casa celestial. Convenía que 
      aquellas que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así en su 
      corazón el dolor de que había estado libre en el parto, lo contemplase 
      sentado a la diestra del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo 
      que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de 
      Dios por todas las criaturas [525] .
      
      Los teólogos han formulado con frecuencia un argumento semejante, 
      destinado a comprender de algún modo el sentido de ese cúmulo de gracias 
      de que se encuentra revestida María, y que culmina con la Asunción a los 
      cielos. Dicen: convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo [526] . Es la 
      explicación más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde el 
      primer instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo 
      libre del poder de Satanás; es hermosa –tota pulchra!–, limpia, pura en 
      alma y cuerpo.
      
      El misterio del sacrificio silencioso
      
      Pero, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto 
      que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia 
      del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A 
      aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús 
      exclamando: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te 
      alimentaron, el Señor responde: bienaventurados más bien los que escuchan 
      la palabra de Dios y la ponen en práctica [527] . Era el elogio de su 
      Madre, de su fiat [528] , del hágase sincero, entregado, cumplido hasta 
      las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, 
      sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada.
      
      Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos 
      damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de 
      que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la 
      imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la 
      disposición generosa en el menudo sacrificio diario.
      
      Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, 
      viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando 
      esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es 
      objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles 
      y de los santos llevó una existencia normal. María es una criatura como 
      nosotros, con un corazón como el nuestro, capaz de gozos y de alegrías, de 
      sufrimientos y de lágrimas. Antes de que Gabriel le comunique el querer de 
      Dios, Nuestra Señora ignora que había sido escogida desde toda la 
      eternidad para ser Madre del Mesías. Se considera a sí misma llena de 
      bajeza [529] : por eso reconoce luego, con profunda humildad, que en Ella 
      ha hecho cosas grandes el que es Todopoderoso [530] .
      
      La pureza, la humildad y la generosidad de María contrastan con nuestra 
      miseria, con nuestro egoísmo. Es razonable que, después de advertir esto, 
      nos sintamos movidos a imitarla; somos criaturas de Dios, como Ella, y 
      basta que nos esforcemos por ser fieles, para que también en nosotros el 
      Señor obre cosas grandes. No será obstáculo nuestra poquedad: porque Dios 
      escoge lo que vale poco, para que así brille mejor la potencia de su amor 
      [531] .
      
      Imitar a María
      
      Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su 
      vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia 
      ordinaria. A lo largo del año, cuando celebramos las fiestas marianas, y 
      en bastantes momentos de cada jornada corriente, los cristianos pensamos 
      muchas veces en la Virgen. Si aprovechamos esos instantes, imaginando cómo 
      se conduciría Nuestra Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar, 
      poco a poco iremos aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como 
      los hijos se parecen a su madre.
      
      Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: 
      ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no 
      sólo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e 
      irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y 
      conozcamos lo que El quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales, 
      y a serlo efectivamente. Porque no todo aquel que dice Señor, Señor, 
      entrará en el reino de los cielos; sino aquel que hace la voluntad de mi 
      Padre celestial [532] .
      
      Hemos de imitar su natural y sobrenatural elegancia. Ella es una criatura 
      privilegiada de la historia de la salvación: en María, el Verbo se hizo 
      carne y habitó entre nosotros [533] . Fue testigo delicado, que pasa 
      oculto; no le gustó recibir alabanzas, porque no ambicionó su propia 
      gloria. María asiste a los misterios de la infancia de su Hijo, misterios, 
      si cabe hablar así, normales: a la hora de los grandes milagros y de las 
      aclamaciones de las masas, desaparece. En Jerusalén, cuando Cristo 
      –cabalgando un borriquito– es vitoreado como Rey, no está María. Pero 
      reaparece junto a la Cruz, cuando todos huyen. Este modo de comportarse 
      tiene el sabor, no buscado, de la grandeza, de la profundidad, de la 
      santidad de su alma.
      
      Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa 
      delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de 
      aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. 
      Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no 
      entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento 
      de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu 
      palabra [534] . ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra 
      conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no 
      sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad 
      de los hijos de Dios [535] .
      
      La  escuela de la oración
      
      El Señor os habrá concedido descubrir tantos otros rasgos de la 
      correspondencia fiel de la Santísima Virgen, que por sí solos se presentan 
      invitándonos a tomarlos como modelo: su pureza, su humildad, su 
      reciedumbre, su generosidad, su fidelidad... Yo quisiera hablar de uno que 
      los envuelve todos, porque es el clima del progreso espiritual: la vida de 
      oración.
      
      Para aprovechar la gracia que Nuestra Madre nos trae en el día de hoy, y 
      para secundar en cualquier momento las inspiraciones del Espíritu Santo, 
      pastor de nuestras almas, debemos estar comprometidos seriamente en una 
      actividad de trato con Dios. No podemos escondernos en el anonimato; la 
      vida interior, si no es un encuentro personal con Dios, no existirá. La 
      superficialidad no es cristiana. Admitir la rutina, en nuestra conducta 
      ascética, equivale a firmar la partida de defunción del alma 
      contemplativa. Dios nos busca uno a uno; y hemos de responderle uno a uno: 
      aquí estoy, Señor, porque me has llamado [536] .
      
      Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios; pero quizá alguno pregunte: 
      hablar, ¿de qué? ¿De qué va a ser, sino de las cosas de Dios y de las que 
      llenan nuestra jornada? Del nacimiento de Jesús, de su caminar en este 
      mundo, de su ocultamiento y de su predicación, de sus milagros, de su 
      Pasión Redentora y de su Cruz y de su Resurrección. Y en la presencia del 
      Dios Trino y Uno, poniendo por Medianera a Santa María y por abogado a San 
      José Nuestro Padre y Señor –a quien tanto amo y venero–, hablaremos del 
      trabajo nuestro de todos los días, de la familia, de las relaciones de 
      amistad, de los grandes proyectos y de las pequeñas mezquindades.
      
      El tema de mi oración es el tema de mi vida. Yo hago así. Y a la vista de 
      esta situación mía, surge natural el propósito, determinado y firme, de 
      cambiar, de mejorar, de ser más dócil al amor de Dios. Un propósito 
      sincero, concreto. Y no puede faltar la petición urgente, pero confiada, 
      de que el Espíritu Santo no nos abandone, porque Tú eres, Señor, mi 
      fortaleza [537] .
      
      Somos cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas; 
      nuestra actividad entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se 
      desarrolla con un ritmo previsible. Los días parecen iguales, incluso 
      monótonos... Pues, bien: ese plan, aparentemente tan común, tiene un valor 
      divino; es algo que interesa a Dios, porque Cristo quiere encarnarse en 
      nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes.
      
      Este pensamiento es una realidad sobrenatural, neta, inequívoca; no es una 
      consideración para consuelo, que conforte a los que no lograremos 
      inscribir nuestros nombres en el libro de oro de la historia. A Cristo le 
      interesa ese trabajo que debemos realizar –una y mil veces– en la oficina, 
      en la fábrica, en el taller, en la escuela, en el campo, en el ejercicio 
      de la profesión manual o intelectual: le interesa también el escondido 
      sacrificio que supone el no derramar, en los demás, la hiel del propio mal 
      humor.
      
      Repasad en la oración esos argumentos, tomad ocasión precisamente de ahí 
      para decirle a Jesús que lo adoráis, y estaréis siendo contemplativos en 
      medio del mundo, en el ruido de la calle: en todas partes. Esa es la 
      primera lección, en la escuela del trato con Jesucristo. De esa escuela, 
      María es la mejor maestra, porque la Virgen mantuvo siempre esa actitud de 
      fe, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor: 
      guardaba todas esas cosas en su corazón ponderándolas [538] .
      
      Supliquemos hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe 
      a comprender las llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de 
      nuestro corazón. Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la 
      tierra a Jesús, que nos revela el amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a 
      reconocerlo, en medio de los afanes de cada día; remueve nuestra 
      inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos escuchar la voz de Dios, 
      el impulso de la gracia.
      
      Maestra de apóstoles
      
      Pero no penséis sólo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar 
      la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean 
      –parientes, amigos, colegas– y ved cómo podéis llevarlos a sentir más 
      hondamente la amistad con Nuestro Señor. Si se trata de personas rectas 
      honradas, capaces de estar habitualmente más cerca de Dios, encomendadlas 
      concretamente a Nuestra Señora. Y pedid también por tantas almas que no 
      conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca.
      
      Sed leales, generosos. Formamos parte de un solo cuerpo, del Cuerpo 
      Místico de Cristo, de la Iglesia santa, a la que están llamados muchos que 
      buscan limpiamente la verdad. Por eso tenemos obligación estricta de 
      manifestar a los demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El 
      cristiano no puede ser egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia 
      vocación. No es de Cristo la actitud de quienes se contentan con guardar 
      su alma en paz –falsa paz es ésa–, despreocupándose del bien de los otros. 
      Si hemos aceptado la auténtica significación de la vida humana –y se nos 
      ha revelado por la fe–, no cabe que continuemos tranquilos, persuadidos de 
      que nos portamos personalmente bien, si no hacemos de forma práctica y 
      concreta que los demás se acerquen a Dios.
      
      Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a 
      tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación así no 
      caerá bien en determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir 
      susceptibilidades. ¡Cuántas veces ese razonamiento es la máscara del 
      egoísmo! No se trata de herir a nadie, sino de todo lo contrario: de 
      servir. Aunque seamos personalmente indignos, la gracia de Dios nos 
      convierte en instrumentos para ser útiles a los demás, comunicándoles la 
      buena nueva de que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen 
      al conocimiento de la verdad [539] .
      
      ¿Y será lícito meterse de ese modo en la vida de los demás? Es necesario. 
      Cristo se ha metido en nuestra vida sin pedirnos permiso. Así actuó 
      también con los primeros discípulos: pasando por la ribera del mar de 
      Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés, echando las redes en el mar, 
      pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: seguidme, y haré que vengáis a ser 
      pescadores de hombres [540] . Cada uno conserva la libertad, la falsa 
      libertad, de responder que no a Dios, como aquel joven cargado de riquezas 
      [541] , de quien nos habla San Lucas. Pero el Señor y nosotros 
      –obedeciéndole: id y enseñad [542] – tenemos el derecho y el deber de 
      hablar de Dios, de este gran tema humano, porque el deseo de Dios es lo 
      más profundo que brota en el corazón del hombre.
      
      Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que suspiran por dar a 
      conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, 
      pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido 
      fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que 
      se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con 
      el perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, 
      para poder llevar a los demás la fe de Cristo.
      
      Una única receta: santidad personal
      
      El mejor camino para no perder nunca la audacia apostólica, las hambres 
      eficaces de servir a todos los hombres, no es otro que la plenitud de la 
      vida de fe, de esperanza y de amor; en una palabra, la santidad. No 
      encuentro otra receta más que ésa: santidad personal.
      
      Hoy, en unión con toda la Iglesia, celebramos el triunfo de la Madre, Hija 
      y Esposa de Dios. Y como nos gozábamos en el tiempo de la Pascua de 
      Resurrección del Señor a los tres días de su muerte, ahora nos sentimos 
      alegres porque María, después de acompañar a Jesús desde Belén hasta la 
      Cruz, está junto a El en cuerpo y alma, disfrutando de la gloria por toda 
      la eternidad. Esta es la misteriosa economía divina: Nuestra Señora, hecha 
      partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir 
      de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de 
      trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de 
      Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la 
      bienaventuranza eterna del Paraíso.
      
      Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha 
      de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es 
      hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación 
      de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de 
      nuestra propia salvación; por eso la llamamos spes nostra y causa nostrae 
      laetitiae, nuestra esperanza y causa de nuestra felicidad.
      
      No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar 
      las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que 
      ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo 
      [543] . Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El, 
      que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos 
      nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos 
      cualquier otra cosa? [544] .
      
      En esta fiesta, todo convida a la alegría. La firme esperanza en nuestra 
      santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede 
      permanecer pasivo. Recordad las palabras de Cristo: si alguno quiere venir 
      en pos de mí, niéguese a sí mismo, lleve su cruz cada día y sígame [545] . 
      ¿Le veis? La cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: 
      ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que 
      no aceptemos su yugo. Por eso, no he querido tampoco dejar de recordaros 
      que la alegría de la resurrección es consecuencia del dolor de la Cruz.
      
      No temáis, sin embargo, porque el mismo Señor nos ha dicho: venid a mí 
      todos los que andáis agobiados con trabajos, que yo os aliviaré. Tomad mi 
      yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, 
      y hallaréis el reposo para vuestras almas; porque mi yugo es suave y mi 
      carga ligera [546] . Venid –glosa San Juan Crisóstomo–, no para rendir 
      cuentas, sino para ser librados de vuestros pecados; venid, porque yo no 
      tengo necesidad de la gloria que podáis procurarme: tengo necesidad de 
      vuestra salvación... No temáis al oír hablar de yugo, porque es suave; no 
      temáis si hablo de carga, porque es ligera. [547] , 37, 2 (PG 57, 414).
      
      El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la 
      Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con El 
      no cabe la tristeza. In laetitia, nulla dies sine cruce!, me gusta 
      repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz.
      
      La alegría cristiana
      
      Recojamos de nuevo el tema que nos propone la Iglesia: María ha subido a 
      los cielos en cuerpo y alma, ¡los ángeles se alborozan! Pienso también en 
      el júbilo de San José, su Esposo castísimo, que la aguardaba en el 
      paraíso. Pero volvamos a la tierra. La fe nos confirma que aquí abajo, en 
      la vida presente, estamos en tiempo de peregrinación, de viaje; no 
      faltarán los sacrificios, el dolor, las privaciones. Sin embargo, la 
      alegría ha de ser siempre el contrapunto del camino.
      
      Servid al Señor, con alegría [548] : no hay otro modo de servirle. Dios 
      ama al que da con alegría [549] , al que se entrega por entero en un 
      sacrificio gustoso, porque no existe motivo alguno que justifique el 
      desconsuelo.
      
      Quizá estimaréis que este optimismo parece excesivo, porque todos los 
      hombres conocen sus insuficiencias y sus fracasos, experimentan el 
      sufrimiento, el cansancio, la ingratitud, quizá el odio. Los cristianos, 
      si somos iguales a los demás, ¿cómo podemos estar exentos de esas 
      constantes de la condición humana?
      
      Sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la 
      tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. 
      Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del 
      acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación 
      de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido 
      divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a 
      la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la 
      existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al 
      hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor 
      de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la 
      tierra con la vida definitiva en la Patria.
      
      La fiesta de la Asunción de Nuestra Señora nos propone la realidad de esa 
      esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha 
      precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es 
      posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima 
      Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante 
      nuestra petición –Monstra te esse Matrem [550] –, no sabe ni quiere 
      negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal.
      
      La alegría es un bien cristiano. Unicamente se oculta con la ofensa a 
      Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de 
      la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, 
      porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. 
      Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos 
      purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro 
      encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo recocijarse 
      porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido 
      hallado [551] .
      
      Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo 
      pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar: he aquí que el Padre viene a 
      tu encuentro; se inclinará sobre tu espalda, te dará un beso prenda de 
      amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, un anillo, calzado. 
      Tú temes todavía una reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un 
      castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara 
      para ti un banquete [552] .
      
      El amor de Dios es insondable. Si procede así con el que le ha ofendido, 
      ¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen 
      Santísima, siempre fiel?
      
      Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón 
      humano –traidor, con frecuencia– es tan poca, ¿qué será en el Corazón de 
      María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?
      
      Ved cómo la liturgia de la fiesta se hace eco de la imposibilidad de 
      entender la misericordia infinita del Señor, con razonamientos humanos; 
      más que explicar, canta; hiere la imaginación, para que cada uno ponga su 
      entusiasmo en la alabanza. Porque todos nos quedaremos cortos: apareció un 
      gran prodigio en el cielo: una mujer, vestida de sol, y la luna debajo de 
      sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas [553] . El rey se ha 
      enamorado de tu belleza. ¡Cómo resplandece la hija del rey, con su vestido 
      tejido en oro! [554] .
      
      La liturgia terminará con unas palabras de María, en las que la mayor 
      humildad se conjuga con la mayor gloria: me llamarán bienaventurada todas 
      las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas aquel que es 
      todopoderoso [555] .
      
      Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, 
      da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro 
      camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu 
      amor, al amor de Jesucristo.
      
      
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      [521] Antifona de las Visperas de la fiesta de la Asunción.
      
      [522] Ioh XIX, 27.
      
      [523] Lc II, 35.
      
      [524] Deus caritas est (Dios es amor, 1 Ioh IV, 8).
      
      [525] S. Juan Damasceno, Homilia II in dormitionem B. V. Mariae, 14 (PG 
      96, 742).
      
      [526] Cfr. Juan Duns Scoto, In III Sententiarum, dist. III, q. 1.
      
      [527] Lc XI, 27-28.
      
      [528] Lc I, 38.
      
      [529] Cfr. Lc I, 48.
      
      [530] Lc I, 49.
      
      [531] Cfr. 1 Cor I, 27-29.
      
      [532] Mt VII, 21.
      
      [533] Ioh I, 14.
      
      [534] Lc I, 38.
      
      [535] Cfr. Rom VIII, 21.
      
      [536] 1 Reg III, 5.
      
      [537] Ps XLII, 2.
      
      [538] Lc II, 51.
      
      [539] 1 Tim II, 4.
      
      [540] Mc I, 16-17.
      
      [541] Cfr. Lc XVIII, 23.
      
      [542] Cfr. Mc XVI, 15.
      
      [543] Cfr. Phil I, 6.
      
      [544] Rom VIII, 31–32.
      
      [545] Lc IX, 23.
      
      [546] Mt XI, 28–30.
      
      [547] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae
      
      [548] Ps XCIX, 2.
      
      [549] 2 Cor IX, 7.
      
      [550] Himno litúrgico Ave maris stella.
      
      [551] Lc XV, 32.
      
      [552] S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7 (PL 15, 1540).
      
      [553] Apoc XII, 1.
      
      [554] Ps XLIV, 12–14.
      
      [555] Lc I, 48-49.