Hoy, fiesta del
Corpus Christi, meditamos juntos la profundidad del amor del Señor, que le
ha llevado a quedarse oculto bajo las especies sacramentales, y parece
como si oyésemos físicamente aquellas enseñanzas suyas a la muchedumbre:
salió un sembrador a sembrar y, al esparcir los granos, algunos cayeron
cerca del camino, y vinieron las aves del cielo y se los comieron; otros
cayeron en pedregales, donde había poca tierra, y luego brotaron, por
estar muy en la superficie, mas nacido el sol se quemaron y se secaron,
porque no tenían raíces; otros cayeron entre espinas, las cuales crecieron
y los sofocaron; otros granos cayeron en buena tierra, y dieron fruto,
algunos el ciento por uno, otros el sesenta, otros el treinta [445] .
La escena es actual. El sembrador divino arroja también ahora su semilla.
La obra de la salvación sigue cumpliéndose, y el Señor quiere servirse de
nosotros: desea que los cristianos abramos a su amor todos los senderos de
la tierra; nos invita a que propaguemos el divino mensaje, con la doctrina
y con el ejemplo, hasta los últimos rincones del mundo. Nos pide que,
siendo ciudadanos de la sociedad eclesial y de la civil, al desempeñar con
fidelidad nuestros deberes, cada uno sea otro Cristo, santificando el
trabajo profesional y las obligaciones del propio estado.
Si miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura
divina, advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo
es fecunda, suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La
vida y el comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la
historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven –sin
saberlo quizá– por ideales nacidos del cristianismo.
Vemos también que parte de la simiente cae en tierra estéril, o entre
espinas y abrojos: que hay corazones que se cierran a la luz de la fe. Los
ideales de paz, de reconciliación, de fraternidad, son aceptados y
proclamados, pero –no pocas veces– son desmentidos con los hechos. Algunos
hombres se empeñan inútilmente en aherrojar la voz de Dios, impidiendo su
difusión con la fuerza bruta o con un arma menos ruidosa, pero quizá más
cruel, porque insensibiliza al espíritu: la indiferencia.
El Pan de vida eterna
Me gustaría que, al considerar todo eso, tomáramos conciencia de nuestra
misión de cristianos, volviéramos los ojos hacia la Sagrada Eucaristía,
hacia Jesús que, presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros
suyos: vos estis corpus Christi et membra de membro [446] , vosotros sois
el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros membros. Nuestro Dios ha
decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos,
para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo.
Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la
siembra: el Pan de vida eterna.
Este milagro, continuamente renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene
todas las características de la manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y
perfecto hombre, Señor de cielos y tierra, se nos ofrece como sustento,
del modo más natural y ordinario. Así espera nuestro amor, desde hace casi
dos mil años. Es mucho tiempo y no es mucho tiempo: porque, cuando hay
amor, los días vuelan.
Viene a mi memoria una encantadora poesía gallega, una de esas Cantigas de
Alfonso X el Sabio. La leyenda de un monje que, en su simplicidad, suplicó
a Santa María poder contemplar el cielo, aunque fuera por un instante. La
Virgen acogió su deseo, y el buen monje fue trasladado al paraíso. Cuando
regresó, no reconocía a ninguno de los moradores del monasterio: su
oración, que a él le había parecido brevísima, había durado tres siglos.
Tres siglos no son nada, para un corazón amante. Así me explico yo esos
dos mil años de espera del Señor en la Eucaristía. Es la espera de Dios,
que ama a los hombres, que nos busca, que nos quiere tal como somos
–limitados, egoístas, inconstantes–, pero con la capacidad de descubrir su
infinito cariño y de entregarnos a El enteramente.
Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre
nosotros en la Eucaristía. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el
mundo, los amó hasta el fin [447] ; con esas palabras comienza San Juan la
narración de lo que sucedió aquella víspera de la Pascua, en la que Jesús
–nos lo refiere San Pablo– tomó el pan, y dando gracias, lo partió y dijo:
tomad y comed; éste es mi cuerpo, que por vosotros será entregado; haced
esto en memoria mía. Y de la misma manera el cáliz, después de haber
cenado, diciendo: este cáliz es el nuevo testamento de mi sangre; haced
esto cuantas veces lo bebiereis, en memoria mía [448] .
Una vida nueva
Es el momento sencillo y solemne de la institución del Nuevo Testamento.
Jesús deroga la antigua economía de la Ley y nos revela que el mismo será
el contenido de nuestra oración y de nuestra vida.
Ved el gozo que inunda la liturgia de hoy: sea la alabanza plena, sonora,
alegre [449] . Es el júbilo cristiano, que canta la llegada de otro
tiempo: ha terminado la antigua Pascua, se inicia la nueva. Lo viejo es
sustituido por lo nuevo, la verdad hace que la sombra desaparezca, la
noche es eliminada por la luz [450] .
Milagro de amor. Este es verdaderamente el pan de los hijos [451] : Jesús,
el Primogénito del Eterno Padre, se nos ofrece como alimento. Y el mismo
Jesucristo, que aquí nos robustece, nos espera en el cielo como
comensales, coherederos y socios [452] , porque quienes se nutren de
Cristo morirán con la muerte terrena y temporal, pero vivirán eternamente,
porque Cristo es la vida imperecedera [453] .
La felicidad eterna, para el cristiano que se conforta con el difinitivo
maná de la Eucaristía, comienza ya ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos
aparte todo lo caduco; sea todo nuevo para nosotros: los corazones, las
palabras y las obras [454] .
Esta es la Buena Nueva. Es novedad, noticia, porque nos habla de una
profundidad de Amor, que antes no sospechábamos. Es buena, porque nada
mejor que unirnos íntimamente a Dios, Bien de todos los bienes. Esta es la
Buena Nueva, porque, de alguna manera y de un modo indescriptible, nos
anticipa la eternidad.
Tratar a Jesús en la Palabra y en el Pan
Jesús se esconde en el Santísimo Sacramento del altar, para que nos
atrevamos a tratarle, para ser el sustento nuestro, con el fin de que nos
hagamos una sola cosa con El. Al decir sin mí no podéis nada [455] , no
condenó al cristiano a la ineficacia, ni le obligó a una búsqueda ardua y
difícil de su Persona. Se ha quedado entre nosotros con una disponibilidad
total.
Cuando nos reunimos ante el altar mientras se celebra el Santo Sacrificio
de la Misa, cuando contemplamos la Sagrada Hostia expuesta en la custodia
o la adoramos escondida en el Sagrario, debemos reavivar nuestra fe,
pensar en esa existencia nueva, que viene a nosotros, y conmovernos ante
el cariño y la ternura de Dios.
Perseveraban todos en la doctrina de los Apóstoles, en la comunicación de
la fracción del pan, y en las oraciones [456] . Así nos describen las
Escrituras la conducta de los primeros cristianos: congregados por la fe
de los Apóstoles en perfecta unidad, al participar de la Eucaristía,
unánimes en la oración. Fe, Pan, Palabra.
Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras
almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación,
que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos,
habite perpetuamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios
Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Unico. Es toda
nuestra fe la que se pone en acto cuando creemos en Jesús, en su presencia
real bajo los accidentes del pan y del vino.
No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de
una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y
en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las
sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad
eucarística. Unas veces, con prácticas multitudinarias, profesando
públicamente su fe; otras, con gestos silenciosos y callados, en la sacra
paz del templo o en la intimidad del corazón.
Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro
día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la
jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de
su presencia, para trabajar como El trabajaba y amar como El amaba?
Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no
haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar,
sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el
Tabernáculo, en el Sagrario.
Os diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar
tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras
preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras
alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban
aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las
calles de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque
sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo Sagrario, una ocasión
más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor
Sacramentado.
Fecundidad de la Eucaristía
Cuando el Señor en la Ultima Cena instituyó la Sagrada Eucaristía, era de
noche, lo que –comenta San Juan Crisóstomo– manifestaba que los tiempos
habían sido cumplidos [457] . Se hacía noche en el mundo, porque los
viejos ritos, los antiguos signos de la misericordia infinita de Dios con
la humanidad iban a realizarse plenamente, abriendo el camino a un
verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía fue instituida durante
la noche, preparando de antemano la mañana de la Resurrección.
También en nuestras vidas hemos de preparar esa alborada. Todo lo caduco,
lo dañoso y lo que no sirve –el desánimo, la desconfianza, la tristeza, la
cobardía– todo eso ha de ser echado fuera. La Sagrada Eucaristía introduce
en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate
sensus [458] , con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro
obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa,
injertada en el Señor. No podemos volver a la antigua levadura, nosotros
que tenemos el Pan de ahora y de siempre.
En esta fiesta, en ciudades de una parte y otra de la tierra, los
cristianos acompañan en procesión al Señor, que escondido en la Hostia
recorre las calles y plazas –lo mismo que en su vida terrena–, saliendo al
paso de los que quieren verle, haciéndose el encontradizo con los que no
le buscan. Jesús aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo
reaccionamos ante esa llamada del Maestro?
Porque las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón, y
prolongarse con testimonio de conducta cristiana. Si hemos sido renovados
con la recepción del Cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras.
Que nuestros pensamientos sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio.
Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan
consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios.
Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertades: que tengan ese
bonus odor Christi [459] , el buen olor de Cristo, porque recuerden su
modo de comportarse y de vivir.
La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las
ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un
día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la
memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario.
Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión
callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre
los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina
de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra.
No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres,
y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su
tránsito entre las criaturas.
Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que
nuestro trato personal con El se exprese en alegría, en serenidad, en afán
de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo,
contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se
cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra,
todo lo atraeré hacia mí [460] .
El pan y la siega: comunión con todos los hombres
Jesús, os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los
cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus
manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo
arroja en el surco, que es el mundo. Echa los granos uno a uno, para que
cada cristiano, en su propio ambiente, dé testimonio de la fecundidad de
la Muerte y de la Resurrección del Señor.
Si estamos en las manos de Cristo, debemos impregnarnos de su Sangre
redentora, dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios
la quiere. Y convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de
enterrarse y morir [461] . Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De
la espiga, el pan, que será convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De
esa forma nos volvemos a reunir en Jesús, que fue nuestro sembrador.
Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues
todos participamos de ese único pan [462] .
No perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es
preciso –por tanto– esparcir generosamente la Palabra de Dios, hacer que
los hombres conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de El. Es
buena ocasión esta fiesta del Corpus Christi –Cuerpo de Cristo, Pan de
vida– para meditar en esas hambres que se advierten en el pueblo: de
verdad, de justicia, de unidad y de paz. Ante el hambre de paz, hemos de
repetir con San Pablo: Cristo es nuestra paz, pax nostra [463] . Los
deseos de verdad deben recordarnos que Jesús es el camino, la verdad y la
vida [464] . A quienes aspiran a la unidad, hemos de colocarles frente a
Cristo que ruega para que estemos consummati in unum, consumados en la
unidad [465] . El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente
originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del
Padre, hermanos.
Paz, verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de
superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo,
los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la
fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten
cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros [466] , viviendo
el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la
ley [467] .
No se nos puede ocultar que resta mucho por hacer. En cierta ocasión,
contemplando quizá el suave movimiento de las espigas ya granadas, dijo
Jesús a sus discípulos: la mies es mucha, pero los obreros son pocos.
Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe trabajadores a su campo [468] .
Como entonces, ahora siguen faltando peones que quieran soportar el peso
del día y del calor [469] . Y si los que trabajamos no somos fieles,
sucederá lo que escribe el profeta Joel: destruida la cosecha, la tierra
en luto: porque el trigo está seco, desolado el vino, perdido el aceite.
Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el trigo y la cebada. No
hay cosecha [470] .
No hay cosecha, cuando no se está dispuesto a aceptar generosamente un
constante trabajo, que puede resultar largo y fatigoso: labrar la tierra,
sembrar la simiente, cuidar los campos, realizar la siega y la trilla...
En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha
confiado a todos esa tarea, y ninguno puede sentirse eximido. Al adorar y
mirar hoy a Cristo en la Eucaristía, pensemos que aún no ha llegado la
hora del descanso, que la jornada continúa.
Se ha recogido en el libro de los Proverbios; el que labra su campiña
tendrá pan a saciedad [471] . Tratemos de aplicarnos espiritualmente este
pasaje: el que no labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión
divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo,
difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico. Nadie estima
lo que no le ha costado esfuerzo. Para apreciar y amar la Sagrada
Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para
nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento
por uno! [472] .
Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón
grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y
comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos
con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad
claramente y con amor. Para amar de ese modo, es preciso que cada uno
extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en
nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la
tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de
Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte
del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra,
transformarla desde dentro, hacerla fecunda.
El optimismo cristiano
Quizá alguna vez pueda venir la tentación de pensar que todo eso es
hermoso, como lo es un sueño irrealizable. Os he hablado de renovar la fe
y la esperanza; permaneced firmes, con la seguridad absoluta de que
nuestras ilusiones se verán colmadas por las maravillas de Dios. Pero
resulta indispensable que nos anclemos, de verdad, en la virtud cristiana
de la esperanza.
Que no nos acostumbremos a los milagros que se operan ante nosotros; a
este admirable portento de que el Señor baje cada día a las manos del
sacerdote. Jesús nos quiere despiertos, para que nos convenzamos de la
grandeza de su poder, y para que oigamos nuevamente su promesa: venite
post me, et faciam vos fieri piscatores hominum [473] , si me seguís, os
haré pescadores de hombres; seréis eficaces, y atraeréis las almas hacia
Dios. Debemos confiar, por tanto, en esas palabras del Señor: meterse en
la barca, empuñar los remos, izar las velas, y lanzarse a ese mar del
mundo que Cristo nos entrega como heredad. Duc in altum et laxate retia
vestra in capturam! [474] : bogad mar adentro, y echad vuestras redes para
pescar.
Ese celo apostólico, que Cristo ha puesto en nuestro corazón, no debe
agotarse –extinguirse–, por una falsa humildad. Si es verdad que
arrastramos miserias personales, también lo es que el Señor cuenta con
nuestros errores. No escapa a su mirada misericordiosa que los hombres
somos criaturas con limitaciones, con flaquezas, con imperfecciones,
inclinadas al pecado. Pero nos manda que luchemos, que reconozcamos
nuestros defectos; no para acobardarnos, sino para arrepentirnos y
fomentar el deseo de ser mejores.
Además, hemos de recordar siempre que somos sólo instrumentos: ¿qué es
Apolo?, ¿qué es Pablo? Unos ministros de aquel en quien habéis creído, y
eso según el don que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, regó
Apolo, pero Dios es quien ha dado el crecer [475] . La doctrina, el
mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que
no es nuestra, sino de Cristo. Es Dios mismo quien está empeñado en
realizar la obra salvadora, en redimir el mundo.
Fe, pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en
cálculos meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar
trabajando, metiéndose de lleno en la tarea, de manera que el mismo
esfuerzo nos lleve a abrir nuevas veredas. Ante cualquier dificultad, ésta
es la panacea: santidad personal, entrega al Señor.
Ser santos es vivir tal y como nuestro Padre del cielo ha dispuesto que
vivamos. Me diréis que es difícil. Sí, el ideal es muy alto. Pero a la vez
es fácil: está al alcance de la mano. Cuando una persona se pone enferma,
ocurre en ocasiones que no se logra encontrar la medicina. En lo
sobrenatural, no sucede así. La medicina está siempre cerca: es Cristo
Jesús, presente en la Sagrada Eucaristía, que nos da además su gracia en
los otros Sacramentos que instituyó.
Repitamos, con la palabra y con las obras: Señor, confío en Ti, me basta
tu providencia ordinaria, tu ayuda de cada día. No tenemos por qué pedir a
Dios grandes milagros. Hemos de suplicar, en cambio, que aumente nuestra
fe, que ilumine nuestra inteligencia, que fortalezca nuestra voluntad.
Jesús permanece siempre junto a nosotros, y se comporta siempre como quien
es.
Desde el comienzo de mi predicación, os he prevenido contra un falso
endiosamiento. No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te
preocupe. Porque tú y yo somos hijos de Dios –y éste es endiosamiento
bueno–, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos eligió
el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo para que seamos
santos en su presencia [476] . Nosotros que somos especialmente de Dios,
instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria personal, seremos
eficaces si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza. Las
tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad.
Si sentís decaimiento, al experimentar –quizá de un modo particularmente
vivo– la propia mezquindad, es el momento de abandonarse por completo, con
docilidad en las manos de Dios. Cuentan que un día salió al encuentro de
Alejandro Magno un pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y
mandó que le hicieran señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y
aturdido, exclamó: ¡yo no pedía tanto! Y Alejandro repuso: tú has pedido
como quien eres; yo te doy como quien soy.
Aun en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra
limitación, podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios
Espíritu Santo, sabiéndonos partícipes de la vida divina. No existe jamás
razón suficiente para volver la cara atrás [477] : el Señor está a nuestro
lado. Hemos de ser fieles, leales, hacer frente a nuestras obligaciones,
encontrando en Jesús el amor y el estímulo para comprender las
equivocaciones de los demás y superar nuestros propios errores. Así todos
esos decaimientos –los tuyos, los míos, los de todos los hombres–, serán
también soporte para el reino de Cristo.
Reconozcamos nuestras enfermedades, pero confesemos el poder de Dios. El
optimismo, la alegría, el convencimiento firme de que el Señor quiere
servirse de nosotros, han de informar la vida cristiana. Si nos sentimos
parte de esta Iglesia Santa, si nos consideramos sostenidos por la roca
firme de Pedro y por la acción del Espíritu Santo, nos decidiremos a
cumplir el pequeño deber de cada instante: sembrar cada día un poco. Y la
cosecha desbordará los graneros.
Acabemos esto rato de oración. Recordad –saboreando, en la intimidad del
alma, la infinita bondad divina– que, por las palabras de la Consagración,
Cristo se va a hacer realmente presente en la Hostia, con su Cuerpo, con
su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Adoradle con reverencia y con
devoción; renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor;
decidle sin miedo que le queréis; agradecedle esta prueba diaria de
misericordia tan llena de ternura, y fomentad el deseo de acercaros a
comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio de Amor; el Señor
busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo me aparto de
El.
Reconfortados por la presencia de Cristo, alimentados de su Cuerpo,
seremos fieles durante esta vida terrena, y luego, en el cielo, junto a
Jesús y a su Madre, nos llamaremos vencedores. ¿Dónde está, ¡oh muerte!,
tu victoria? ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón? Demos gracias a Dios
que nos ha traído la victoria, por la virtud de nuestro Señor Jesucristo
[478] .
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[445] Mt XIII, 3-8.
[446] 1 Cor XII, 27.
[447] Ioh XIII, 1.
[448] 1 Cor XI, 23-25.
[449] Secuencia Lauda Sion.
[450] Ibidem.
[451] Ibidem.
[452] Ibidem.
[453] San Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 20 (PL 35, 1616).
[454] Himno Sacris solemnis.
[455] Ioh XV, 5.
[456] Act II, 42.
[457] In Matthaeum homiliae, 82, 1 (PG 58, 700).
[458] Rom XII, 2.
[459] 2 Cor II, 15.
[460] Ioh XII, 32.
[461] Cfr. Ioh XII, 24-25.
[462] 1 Cor X, 17.
[463] Eph II, 14.
[464] Cfr. Ioh XIV, 6.
[465] Ioh XVII, 23.
[466] Gal VI, 2.
[467] Cfr. Col III, 14 y Rom XIII, 10.
[468] Mt IX, 38.
[469] Mt XX, 12.
[470] Ioel I, 10-11.
[471] Prov XII, 11.
[472] Cfr. Mc IV, 8.
[473] Mc I, 17.
[474] Lc V, 4.
[475] 1 Cor III, 4-6.
[476] Eph I, 4.
[477] Cfr. Lc IX, 62.
[478] 1 Cor XV, 55 y 57.