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En aquel tiempo Jesús les dijo:

  • «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.  Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán».

Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al Cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.  (San Marcos 16, 15-20)

 


EL CAMINO DE MARÍA

Edición 916 - 17 de mayo de 2015

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR - II -


Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"

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Año tras año, la Iglesia en su liturgia celebra la Ascensión del Señor cuarenta días después de la Pascua. Este año esta Solemnidad se celebrará el próximo jueves 14 de mayo (en el Vaticano y en algunas naciones del mundo) o el Domingo 17 de mayo (en otros países).

Para prepararnos para vivir esta Solemnidad, en compañia de María Santísima, Madre de Dios Hijo, le enviamos un texto catequético de San Juan Pablo II titulado: La Ascensión: Misterio realizado.

El significado de la Ascensión, el acontecimiento que culmina la vida terrenal de Jesús, ha sido el tema de la meditación antes del rezo del Ángelus del Papa Francisco del Domingo 1 de junio de 2014: 

"Hoy en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al Cielo, que se produjo cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los Apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (Cfr. Hch 1, 2.9). En cambio, el Evangelio de Mateo, refiere el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a partir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (Cfr. Mt 28, 16-20). “Ir”, o mejor, “partir” se concierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús parte hacia el Padre y manda a los discípulos que partan hacia el mundo.

Jesús parte, asciende al Cielo, es decir, regresa al Padre de quien había sido enviado al mundo. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, en una forma nueva. Con su Ascensión, el Señor Resucitado atrae la mirada de los Apóstoles – y también nuestra mirada – a las alturas del Cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre.

Sin embargo, Jesús permanece presente y operante en las vicisitudes de la historia humana con la potencia y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: incluso si no lo vemos con los ojos, ¡Él está! Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús Resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y mujer que sufre.

Pero Jesús también está presente mediante la Iglesia, a la que Él ha enviado a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, ¡no es facultativo! La comunidad cristiana es una comunidad “en salida”, “en partida”. Y ustedes me dirán: ¿pero y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre “en salida” con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.

A sus discípulos misioneros Jesús les dice: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (v. 20). Solos, sin Jesús, ¡no podemos hacer nada! En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, si bien son necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, aun si bien organizado, resulta ineficaz.

Y junto a Jesús nos acompaña María, nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del Cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza."

 

  

 

LA ASCENSIÓN, MISTERIO REALIZADO

Catequesis de San Juan Pablo II

Audiencia General del miércoles 12 de abril de 1989

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Ya los “anuncios” de la Ascensión, que hemos examinado en la catequesis del 5 de abril de 1989 (La Ascensión, misterio anunciado), iluminan enormemente la verdad expresada por los más antiguos símbolos de la fe con las concisas palabras “subió al Cielo”. Ya hemos señalado que se trata de un “misterio”, que es objeto de fe. Forma parte del misterio mismo de la Encarnación y es el cumplimiento último de la misión mesiánica del Hijo de Dios, que ha venido a la tierra para llevar a cabo nuestra redención.

Sin embargo, se trata también de un “hecho” que podemos conocer a través de los elementos biográficos e históricos de Jesús, que nos refieren los Evangelios.

2.Acudamos a los textos de Lucas. Primeramente al que concluye su Evangelio: “Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al Cielo” (Lc 24, 50-51): lo cual significa que los Apóstoles tuvieron la sensación de “movimiento” de toda la figura de Jesús, y de una acción de “separación” de la tierra. El hecho de que Jesús bendiga en aquel momento a los Apóstoles, indica el sentido salvífico de su partida, en la que, como en toda su misión redentora, está contenida y se da al mundo toda clase de bienes espirituales.

Deteniéndonos en este texto de Lucas, prescindiendo de los demás, se deduciría que Jesús subió al Cielo el mismo día de la Resurrección, como conclusión de su aparición a los Apóstoles (cf. Lc 24, 36-39). Pero si se lee bien toda la página, se advierte que el Evangelista quiere sintetizar los acontecimientos finales de la vida de Cristo, del que le urgía descubrir la misión salvífica, concluida con su glorificación. Otros detalles de esos hechos conclusivos los referirá en otro libro que es como el complemento de su Evangelio, el Libro de los Hechos de los Apóstoles, que reanuda la narración contenida en el Evangelio, para proseguir la historia de los orígenes de la Iglesia.

3.En efecto, leemos al comienzo de los Hechos un texto de Lucas que presenta las apariciones y la Ascensión de manera más detallada: “A estos mismos (es decir, a los Apóstoles), después de su Pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios” (Hch 1, 3). Por tanto, el texto nos ofrece una indicación sobre la fecha de la Ascensión: cuarenta días después de la Resurrección. Un poco más tarde veremos que también nos da información sobre el lugar.

Respecto al problema del tiempo, no se ve por qué razón podría negarse que Jesús se haya aparecido a los suyos en repetidas ocasiones durante cuarenta días, como afirman los Hechos. El simbolismo bíblico del número cuarenta, que sirve para indicar una duración plenamente suficiente para alcanzar el fin deseado, es aceptado por Jesús, que ya se había retirado durante cuarenta días al desierto antes de comenzar su ministerio, y ahora durante cuarenta días aparece sobre la tierra antes de subir definitivamente al Cielo. Sin duda el tiempo de Jesús Resucitado pertenece a un orden de medida distinto del nuestro. El Resucitado está ya en el Ahora eterno, que no conoce sucesiones ni variaciones. Pero, en cuanto que actúa todavía en el mundo, instruye a los Apóstoles, pone en marcha la Iglesia, el Ahora trascendente se introduce en el tiempo del mundo humano, adaptándose una vez más por amor. Así, el misterio de la relación eternidad-tiempo se condensa en la permanencia de Cristo resucitado en la tierra. Sin embargo, el misterio no anula su presencia en el tiempo y en el espacio; antes bien ennoblece y eleva al nivel de los valores eternos lo que El hace, dice, toca, instituye, dispone: en una palabra, la Iglesia. Por esto de nuevo decimos: Creo, pero sin evadir la realidad de la que Lucas nos ha hablado.

Ciertamente, cuando Cristo subió al Cielo, esta coexistencia e intersección entre el Ahora eterno y el tiempo terreno se disuelve, y queda el tiempo de la Iglesia peregrina en la historia. La presencia de Cristo es ahora invisible y “supratemporal”, como la acción del Espíritu Santo, que actúa en los corazones.

4.Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús “fue llevado al Cielo” (Hch 1, 2) en el monte de los Olivos (Hch 1, 12): efectivamente, desde allí los Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la Ascensión. Pero antes que esto sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, “les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre”: (Hch 1, 4). Esta promesa del Padre consistía en la venida del Espíritu Santo: “Seréis bautizados en el Espíritu Santo” (Hch 1, 5), “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos...” (Hch 1, 8). Y fue entonces cuando “dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9).

El monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la Agonía de Jesús en Getsemaní, es por tanto el último punto de contacto entre el Resucitado y el pequeño grupo de sus discípulos en el momento de la Ascensión. Esto sucede después de que Jesús ha repetido el anuncio del envío del Espíritu, por cuya acción aquel pequeño grupo se transformará en la Iglesia y será guiado por los caminos de la historia.

La Ascensión es, por tanto, el acontecimiento conclusivo de la vida y de la misión terrena de Cristo. Pentecostés será el primer día de la vida y de la historia “de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).

Este es el sentido fundamental del hecho de la Ascensión, más allá de las circunstancias particulares en las que ha acontecido y el cuadro de los simbolismos bíblicos en los que puede ser considerado.

5.Según Lucas, Jesús “fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9). En este texto hay que considerar dos momentos esenciales: “fue levantado” (la elevación-exaltación) y “una nube le ocultó” (entrada en el claroscuro del misterio).

“Fue levantado”: con esta expresión, que responde a la experiencia sensible y espiritual de los Apóstoles, se alude a un movimiento ascensional, a un paso de la tierra al Cielo, sobre todo como signo de otro “paso”: Cristo pasa al estado de glorificación en Dios.

El primer significado de la Ascensión es precisamente éste: revelar que el Resucitado ha entrado en la intimidad celestial de Dios.

Lo prueba “la nube”, signo bíblico de la presencia divina. Cristo desaparece de los ojos de sus discípulos, entrando en la esfera trascendente de Dios invisible.

6.También esta última consideración confirma el significado del misterio que es la Ascensión de Jesucristo al Cielo. El Hijo que “salió del Padre y vino al mundo, ahora deja el mundo y va al Padre” (cf Jn 16, 28). En este “retorno” al Padre halla su concreción la elevación “a la derecha del Padre”, verdad mesiánica ya anunciada en el Antiguo Testamento. Por tanto, cuando el Evangelista Marcos nos dice que “el Señor Jesús... fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19), en sus palabras evoca el “oráculo del Señor” enunciado en el Salmo: “Oráculo de Yavé a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies” (Sal 109/110, 1). “Sentarse a la derecha de Dios” significa co-participar en su poder real y en su dignidad divina.

Lo había predicho Jesús: “Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del Cielo”, como leemos en el Evangelio de Marcos (Mc 14, 62). Lucas, a su vez, escribe (Lc 22, 69): “El Hijo de Dios estará sentado a la diestra del poder de Dios”. Del mismo modo el primer mártir de Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento de su muerte: “Estoy viendo los Cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios” (Hch 7, 56). El concepto, pues, se había enraizado y difundido en las primeras comunidades cristianas, como expresión de la realeza que Jesús habla conseguido con la Ascensión al Cielo.

7.También el Apóstol Pablo, escribiendo a los Romanos, expresa la misma verdad sobre Jesucristo, “el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros” (Rm 8, 34). En la Carta a los Colosenses escribe: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1; cf. Ef 1, 20). En la Carta a los Hebreos leemos (Hb 1, 3; 8, 1): “Tenemos un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los Cielos”. Y de nuevo (Hb 10, 12 y Hb 12, 2): “...soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios”.

A su vez, Pedro proclama que Cristo “habiendo ido al Cielo está a la diestra de Dios y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades” (1 P 3, 22).

8.El mismo Apóstol Pedro, tomando la palabra en el primer discurso después de Pentecostés, dirá de Cristo que, “exaltado por la diestra Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Hch 2, 33, cf. también Hch 5, 31). Aquí se inserta en la verdad de la Ascensión y de la realeza de Cristo un elemento nuevo, referido al Espíritu Santo.

Reflexionemos sobre ello un momento. En el Símbolo de los Apóstoles, la Ascensión al Cielo se asocia a la elevación del Mesías al reino del Padre: “Subió al Cielo, está sentado a la derecha del Padre”. Esto significa la inauguración del Reino del Mesías, en el que encuentra cumplimiento la visión profética del Libro de Daniel sobre el hijo del hombre: “A Él se le dio imperio, honor y reinó, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino nunca será destruido jamás” (Dn 7, 13-14).

El discurso de Pentecostés, que tuvo Pedro, nos hace saber que a los ojos de los Apóstoles, en el contexto del Nuevo Testamento, esa elevación de Cristo a la derecha del Padre está ligada sobre todo con la venida del Espíritu Santo. Las palabras de Pedro testimonian la convicción de los Apóstoles de que sólo con la Ascensión Jesús “ha recibido el Espíritu Santo del Padre” para derramarlo como lo había prometido.

9.El discurso de Pedro testimonia también que, con la venida del Espíritu Santo, en la conciencia de los Apóstoles maduró definitivamente la visión de ese Reino que Cristo había anunciado desde el principio y del que había hablado también tras la Resurrección (cf. Hch 1, 3). Hasta entonces los oyentes le habían interrogado sobre la restauración del reino de Israel (cf. Hch 1, 6), tan enraizada en su interpretación temporal de la misiona mesiánica. Sólo después de haber reconocido “la potencia” del Espíritu de verdad, “se convirtieron en testigos” de Cristo y de ese reino mesiánico, que se actuó de modo definitivo, cuando Cristo glorificado “se sentó a la derecha del Padre”. En la economía salvífica de Dios hay, por tanto, una estrecha relación entre la elevación de Cristo y la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Desde ese momento los Apóstoles se convierten en testigos del Reino que no tendrá fin. En esta perspectiva adquieren también pleno significado las palabras que oyeron después de la Ascensión de Cristo: “Este Jesús que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al Cielo”. (Hch 1, 11). Anuncio de una plenitud final y definitiva que se tendrá cuando, en la potencia del Espíritu de Cristo, todo el designio divino alcance su cumplimiento en la historia.

 

 

 

MISTERIOS DE GLORIA

 

"La contemplación del Rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!".

El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión. Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la propia fe (cf. 1 Co 15, 14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los que Cristo se manifestó –los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emaús–, sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado.

A esta gloria, que con la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria –como aparece en el último misterio glorioso–, María resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del Iglesia.

En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran 'icono' es la escena de Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda su vida.

 
 
 

 

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