EL MUNDO TIENE NECESIDAD DE DIOS
NOSOTROS NECESITAMOS A DIOS
HOMILÍA DE
BENEDICTO XVI
MUNICH.
10 DE SEPTIEMBRE DE 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Acabamos de escuchar las tres lecturas bíblicas que
la liturgia de la Iglesia ha elegido para este
domingo. Todas ellas desarrollan un tema doble, que
en el fondo es un único tema, acentuando un aspecto
u otro según las circunstancias. Las tres lecturas
hablan de Dios como centro de la realidad y centro
de nuestra vida personal. "Mirad a vuestro Dios",
dice el profeta Isaías en la primera lectura (Is 35,
4). La carta
de Santiago y
el pasaje del Evangelio dicen a su modo lo mismo.
Quieren guiarnos hacia Dios, llevándonos por el
camino recto de la vida.
Sin embargo, al tema de Dios va unido el tema
social: nuestra responsabilidad recíproca, nuestra
responsabilidad para que reine la justicia y el amor
en el mundo. Esto se expresa de modo dramático en la
segunda lectura, en la que nos habla Santiago, un
pariente cercano de Jesús. Se dirige a una comunidad
en la que algunos comienzan a ser soberbios, porque
en ella se encuentran también personas acomodadas y
distinguidas, mientras existe el peligro de que
disminuya la preocupación por el derecho de los
pobres.
Santiago, en sus palabras, deja intuir la imagen de
Jesús, del Dios que se hizo hombre y, a pesar de ser
descendiente de David, es decir, de linaje real, se
hizo un hombre como los demás; no se sentó en un
trono, sino que al final murió en la pobreza extrema
de la cruz. El amor al prójimo, que es en primer
lugar preocupación por la justicia, es el metro para
medir la fe y el amor a Dios. Santiago lo llama "ley
regia" (St 2,
8), dejando vislumbrar la palabra preferida de
Jesús: la realeza de Dios, la soberanía de Dios.
Esto no indica un reino cualquiera, que llegará más
tarde o más temprano; significa que Dios debe llegar
a ser ahora la fuerza decisiva para nuestra vida y
nuestro obrar. Esto es lo que pedimos cuando
oramos: "Venga a nosotros tu Reino". No pedimos
algo lejano, que en el fondo nosotros mismos ni
siquiera deseamos experimentar. Por el contrario,
pedimos que la Voluntad de Dios determine ahora
nuestra voluntad y así Dios reine en el mundo;
pedimos, por consiguiente, que la justicia y el amor
se transformen en las fuerzas decisivas en el orden
del mundo.
Esa oración, como es natural, se dirige en primer
lugar a Dios, pero también toca nuestro corazón. En
el fondo, ¿lo deseamos de verdad? ¿Estamos
orientando nuestra vida en esa dirección? A la "ley
regia", la ley de la realeza de Dios, Santiago la
llama también "ley de la libertad": si todos
pensamos y vivimos según Dios, entonces somos todos
iguales, somos libres, y así nace la verdadera
fraternidad. Isaías, en la primera lectura, al
hablar de Dios —"Mirad a vuestro Dios"— habla al
mismo tiempo de la salvación para los que sufren, y
Santiago, hablando del orden social como expresión
irrenunciable de nuestra fe, lógicamente también
habla de Dios, del que somos hijos.
Pero ahora vamos a centrar nuestra atención en el
Evangelio, que narra la curación de un sordomudo por
obra de Jesús. También aquí encontramos de nuevo dos
aspectos del único tema. Jesús se dedica a los que
sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y,
abriéndoles así la posibilidad de vivir y decidir
juntamente con los demás, los introduce en la
igualdad y en la fraternidad.
Esto, como es obvio, nos atañe también a todos
nosotros: Jesús nos señala a todos la dirección de
nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin
embargo, todo el episodio presenta también otra
dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de
relieve con insistencia y que también nos concierne
de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan
de los hombres y para los hombres de su tiempo. Pero
lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los
hombres modernos.
No sólo existe la sordera física, que en gran medida
aparta al hombre de la vida social. Existe un
defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos
especialmente en nuestro tiempo. Nosotros,
simplemente, ya no logramos escucharlo; son
demasiadas las frecuencias diversas que ocupan
nuestros oídos. Lo que se dice de Él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro
tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la
sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos
también nuestra capacidad de hablar con Él o a Él.
Sin embargo, de este modo nos falta una percepción
decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el
peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción,
queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el
radio de nuestra relación con la realidad en
general. El horizonte de nuestra vida se reduce de
modo preocupante.
El Evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en
los oídos del sordomudo, puso un poco de su saliva
en la lengua del enfermo y dijo: "Effetá",
"Ábrete". El evangelista nos conservó la palabra
aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión,
remontándonos así directamente a ese momento. Lo que
allí se nos relata es algo excepcional y, sin
embargo, no pertenece a un pasado lejano: eso mismo
lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también
hoy.
En nuestro bautismo Él realizó sobre nosotros ese
gesto de tocar y dijo: "Effetá", "Ábrete",
para hacernos capaces de escuchar a Dios y para
devolvernos la posibilidad de hablarle a Él. Pero
este acontecimiento, el Sacramento del Bautismo, no
tiene nada de mágico. El Bautismo abre un camino.
Nos introduce en la comunidad de los que son capaces
de escuchar y de hablar; nos introduce en la
comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a
Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de Él
(cf. Jn 1,
18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con
nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y
hablar con Él. El camino de los bautizados debe ser
un proceso de desarrollo progresivo, en el que
crecemos en la vida de comunión con Dios,
adquiriendo así también una mirada diversa sobre el
hombre y sobre la creación.
El Evangelio nos invita a caer en la cuenta de que
tenemos un defecto en nuestra capacidad de
percepción, una carencia que al principio no
reconocemos como tal, porque precisamente todo lo
demás se nos impone con su urgencia y racionalidad;
porque, aunque ya no tengamos oídos para escuchar a
Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin Él,
aparentemente todo se desarrolla de un modo normal.
Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo
normal cuando Dios falta en nuestra vida y en
nuestro mundo?
Antes de plantear más preguntas, quisiera referir
algunas de mis experiencias en los encuentros con
los obispos de todo el mundo. La Iglesia católica en
Alemania es excelente en sus actividades sociales,
en su disponibilidad a ayudar en todos los lugares
donde existan necesidades. Durante sus visitas ad
limina, los obispos, recientemente los de
África, me hablan siempre con gratitud de la
generosidad de los católicos alemanes y me piden que
me haga intérprete de esta gratitud; y es lo que
quisiera hacer ahora públicamente.
También los obispos de los países bálticos, que
vinieron antes de las vacaciones, me explicaron que
los católicos alemanes les han ayudado con gran
generosidad para la reconstrucción de sus
iglesias, muy deterioradas a causa de las décadas de
dominio comunista. De vez en cuando, sin embargo,
algún obispo africano me decía: "Si presento a
Alemania proyectos sociales, encuentro
inmediatamente las puertas abiertas. Pero si voy con
un proyecto de evangelización, más bien encuentro
reservas".
Como es obvio, algunos piensan que los proyectos
sociales se han de promover con la máxima urgencia,
mientras que las cosas que conciernen a Dios, o
incluso la fe católica, son más bien particulares y
menos prioritarias. Sin embargo, la experiencia de
esos obispos es precisamente que la evangelización
debe tener la precedencia; que es necesario hacer
que se conozca, se ame y se crea en el Dios de
Jesucristo; que hay que convertir los corazones,
para que exista también progreso en el campo social,
para que se inicie la reconciliación, para que se
pueda curar a los enfermos
con la debida atención y con amor.
La cuestión social y el Evangelio son realmente
inseparables. Pero si damos a los hombres sólo
conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e
instrumentos, les damos demasiado poco. En ese caso,
sobrevienen pronto los mecanismos de la violencia, y
prevalece la capacidad de destruir y matar, el afán
de conseguir el poder, un poder que debería llevar
más tarde o más temprano al establecimiento del
derecho, pero que en realidad nunca será capaz de
lograrlo.
De este modo se aleja cada vez más la posibilidad de
la reconciliación, del compromiso común en favor de
la justicia y del amor. Entonces se pierden los
criterios según los cuales la técnica se pone al
servicio del derecho y del amor. Pero precisamente
todo depende de estos criterios, que no son sólo
teorías, sino que iluminan el corazón, haciendo así
que la razón y la acción avancen por el camino
recto.
Queridos amigos, este cinismo no es el tipo de
tolerancia y apertura cultural que los pueblos
esperan y que todos deseamos. La tolerancia que
necesitamos con urgencia incluye el amor a Dios,
el respeto de lo que es sagrado para el otro. Pero
este respeto de lo que los demás consideran sagrado
exige que nosotros mismos aprendamos de nuevo el
amor a Dios. Este sentido de respeto sólo puede
renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo
la fe en Dios, si Dios está de nuevo presente para
nosotros y en nosotros.
Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de
proselitismo es contrario al cristianismo. La fe
sólo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la
libertad de los hombres pedimos que se abra a Dios,
que lo busque, que lo escuche. Nosotros, aquí
reunidos, pedimos al Señor con todo nuestro corazón
que pronuncie de nuevo su "Effetá", que cure
nuestro defecto de oído con respecto a Dios, a su
acción y a su palabra, y que nos haga capaces de ver
y de escuchar. Le pedimos que nos ayude a volver a
encontrar la palabra de la oración, a la que nos
invita en la liturgia y cuya fórmula esencial nos
enseñó en el Padrenuestro.
El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a
Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En la primera lectura,
el profeta se dirige a un pueblo oprimido,
diciendo: "Llegará la venganza de Dios"
(Is 35,
4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se
imaginaba la gente esa venganza. Pero el profeta
mismo revela luego en qué consiste: en la bondad de
Dios, que vendrá a sanarlos. Y la explicación
definitiva de las palabras del profeta la
encontramos en Aquel que murió por nosotros en la Cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí
nos contempla con tanta insistencia. Su "venganza"
es la Cruz: el "no" a la violencia, el
"amor hasta
el extremo".
Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al
respeto a las demás religiones y culturas, no
faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz
alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su
sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su
poder eleva su Misericordia como límite y
superación.
A Él dirigimos nuestra súplica, para que
esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus
testigos creíbles. Amén.