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“Mane nobiscum, Domine!”
 
Como los dos discípulos del Evangelio, te imploramos.

Señor Jesús, ¡quédate con nosotros! 

 
Tú, divino Caminante, experto de nuestras calzadas y conocedor de nuestro corazón, no nos dejes prisioneros de las sombras de la noche. 

Ampáranos en el cansancio, perdona nuestros pecados, orienta nuestros pasos por la vía del bien. 

Bendice a los niños, a los jóvenes, a los ancianos, a las familias y particularmente a los enfermos. Bendice a los sacerdotes y a las personas consagradas. Bendice a toda la humanidad. 

En la Eucaristía te has hecho “remedio de inmortalidad”: danos el gusto de una vida plena, que nos ayude a caminar sobre esta tierra como peregrinos seguros y alegres, mirando siempre hacia la meta de la vida sin fin. 
 
Quédate con nosotros, Señor!

Quédate con nosotros! Amén.

ORACIÓN AL FINALIZAR LA HOMILÍA DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA, ADORACIÓN Y BENDICIÓN EUCARÍSTICA CON OCASIÓN DEL COMIENZO DEL AÑO DE LA EUCARISTÍA . 17 DE OCTUBRE DE 2004


María Santísima, Tabernáculo de Dios


EL CAMINO DE MARÍA

Edición 1120 - 24 al 30 de julio de 2017

LA EUCARISTÍA, DON DE DIOS

PARA LA VIDA DEL MUNDO

 

Querido/a Suscriptor/a de "El Camino de María"

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Continuamos en esta edición de El Camino de María con meditaciones sobre la Sagrada Eucaristía extraídas del Magisterio de la Iglesia en general, y meditaciones pronunciadas por San Juan Pablo II, el Papa emérito Benedicto XVI y el Papa Francisco. Esta serie de meditaciones lleva por título LA EUCARISTÍA, DON DE DIOS PARA LA VIDA DEL MUNDO, y ha comenzado en la edición 1119.

http://mariamediadora.com/Oracion/Newsletter1119.htm

 

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La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); en la Sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza.

Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es « fuente y cima de toda la vida cristiana ». « La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo ». Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso Amor.  (Ecclesia de Eucharistia, 1)

Durante el Gran Jubileo del año 2000, tuve ocasión de celebrar la Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén, donde, según la tradición, fue realizada la primera vez por Cristo mismo. El Cenáculo es el lugar de la institución de este Santísimo Sacramento. Allí Cristo tomó en sus manos el pan, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros» (cf. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24). Después tomó en sus manos el cáliz del vino y les dijo: «Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados » (cf. Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1 Co 11, 25). Estoy agradecido al Señor Jesús que me permitió repetir en aquel mismo lugar, obedeciendo su mandato «haced esto en conmemoración Mía» (Lc 22, 19), las palabras pronunciadas por Él hace dos mil años.

Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del Triduum sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del Jueves hasta la mañana del Domingo. En esos días se enmarca el mysterium paschale; en ellos se inscribe también el mysterium eucharisticum. (Ecclesia de Eucharistia, 2)
 

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Que nos ayude sobre todo la Santísima Virgen, que encarnó con toda su existencia la lógica de la Eucaristía. «La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este Santísimo Misterio». El Pan Eucarístico que recibimos es la Carne Inmaculada del Hijo: «Ave verum corpus natum de Maria Virgine». Que en este Año de gracia, con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda su vida. (Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, 31)
 

 

LA EUCARISTÍA, SUPREMA CELEBRACIÓN TERRENA DE LA GLORIA DE DIOS 
 
Audiencia del 27 de septiembre de 2000
 

 

Queridos hermanos y hermanas:


Comenzamos una catequesis sobre la grande y, al mismo tiempo, humilde celebración de la gloria divina que es la Eucaristía. Grande porque es la expresión principal de la presencia de Cristo entre nosotros "todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Humilde porque está confiada a los signos sencillos y diarios del pan y del vino, comida y bebida habituales de la tierra de Jesús y de muchas otras regiones. En esta cotidianidad de los alimentos, la Eucaristía introduce no sólo la promesa, sino también la "prenda" de la gloria futura: "futurae gloriae nobis pignus datur" (Santo Tomás de Aquino, Officium de festo corporis Christi).

Para captar la grandeza del Misterio Eucarístico, queremos considerar hoy el tema de la gloria divina y de la acción de Dios en el mundo, que unas veces se manifiesta en grandes acontecimientos de salvación, y otras se esconde bajo signos humildes que sólo puede percibir la mirada de la fe.

En el Antiguo Testamento, el vocablo hebreo kabôd indica la Revelación de la gloria divina y la presencia de Dios en la historia y en la creación. La gloria del Señor resplandece en la cima del Sinaí, lugar de Revelación de la palabra divina (cf. Ex 24, 16). Está presente en la tienda Santa y en la liturgia del pueblo de Dios peregrino en el desierto (cf. Lv 9, 23). Domina en el templo, la morada -como dice el salmista- "donde habita tu gloria" (Sal 26, 8). Envuelve como un manto de luz (cf. Is 60, 1) a todo el pueblo elegido: el mismo San Pablo es consciente de que "los israelitas poseen la adopción filial, la gloria, las alianzas..." (Rm 9, 4).

Esta gloria divina, que se manifiesta de modo especial a Israel, está presente en todo el universo, como el profeta Isaías oyó proclamar a los serafines en el momento de su vocación: "Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos. Llena está toda la tierra de su gloria" (Is 6, 3). Más aún, el Señor revela a todos los pueblos su gloria, tal como se lee en el Salterio: "Todos los pueblos contemplan su gloria" (Sal 97, 6). Así pues, la revelación de la luz de la gloria es universal, y por eso toda la humanidad puede descubrir la presencia divina en el cosmos.

Esta revelación se realiza, sobre todo, en Cristo, porque Él es "resplandor de la gloria divina"  (Hb 1, 3). Lo es también mediante sus obras, como testimonia el evangelista San Juan ante el signo de Caná: "Manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos" (Jn 2, 11). Él es resplandor de la gloria divina también mediante su Palabra, que es Palabra divina:  "Yo les he dado tu Palabra", dice Jesús al Padre; "Yo les he dado la gloria que Tú me diste" (Jn 17, 14. 22). Cristo manifiesta más radicalmente la gloria divina mediante su humanidad, asumida en la Encarnación: "El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo Único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14).

La revelación terrena de la gloria divina alcanza su ápice en la Pascua que, sobre todo en los escritos joánicos y paulinos, se describe como una glorificación de Cristo a la Diestra del Padre (cf. Jn 12, 23; 13, 31; 17, 1; Flp 2, 6-11; Col 3, 1; 1 Tm 3, 16). Ahora bien, el misterio pascual, expresión de la "perfecta glorificación de Dios" (Sacrosanctum Concilium, 7), se perpetúa en el Sacrificio Eucarístico, memorial de la Muerte y Resurrección que Cristo confió a la Iglesia, su Esposa amada (cf. ib., 47). Con el mandato: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19), Jesús asegura la presencia de la gloria pascual a través de todas las celebraciones eucarísticas que articularán el devenir de la historia humana. "Por medio de la Santa Eucaristía, el acontecimiento de la Pascua de Cristo se extiende por toda la Iglesia (...). Mediante la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo, los fieles crecen en la misteriosa divinización gracias a la cual el Espíritu Santo los hace habitar en el Hijo como hijos del Padre" (Juan Pablo II y Moran Mar Ignatius Zakka I Iwas, Declaración común, 23 de junio de 1984, n. 6)

Es indudable que la celebración más elevada de la gloria divina se realiza hoy en la Liturgia. "Ya que la muerte de Cristo en la Cruz y su Resurrección constituyen el centro de la vida diaria de la Iglesia y la prenda de su Pascua eterna, la liturgia tiene como primera función conducirnos constantemente a través del camino pascual inaugurado por Cristo, en el cual se acepta morir para entrar en la vida" (Vicesimus quintus annus, 6). Pero esta tarea se ejerce, ante todo, por medio de la Celebración Eucarística, que hace presente la Pascua de Cristo y comunica su dinamismo a los fieles. Así, el culto cristiano es la expresión más viva del encuentro entre la gloria divina y la glorificación que sube de los labios y del corazón del hombre. A la "gloria del Señor que cubre la morada" del templo con su presencia luminosa (cf. Ex 40, 34) debe corresponder nuestra "glorificación del Señor con corazón generoso" (Si 35, 7).

Como nos recuerda San Pablo, debemos glorificar también a Dios en nuestro cuerpo, es decir, en toda nuestra existencia, porque nuestro cuerpo es templo del Espíritu que habita en nosotros (cf. 1 Co 6, 19. 20). Desde esta perspectiva, se puede hablar también de una celebración cósmica de la gloria divina. El mundo creado, "tan a menudo aún desfigurado por el egoísmo y la avidez", encierra una "potencialidad eucarística: (...) está destinado a ser asumido en la Eucaristía del Señor, en su Pascua presente en el Sacrificio del Altar" (Orientale lumen, 11). A la manifestación de la gloria del Señor, que está "por encima de los cielos" (Sal 113, 4) y resplandece sobre el universo, responderá entonces, como contrapunto de armonía, la alabanza coral de la creación, para que Dios "sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén" (1 P 4, 11).

 

PAPA FRANCISCO

Domingo 16 de agosto de 2015

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos domingos, la Liturgia nos está proponiendo, del Evangelio de Juan, el discurso de Jesús sobre el Pan de la vida, que es Él mismo y que es también el sacramento de la Eucaristía. El pasaje de hoy (Jn 6, 51 -58) presenta la última parte de este discurso, y habla de algunos que se escandalizaron porque Jesús dijo: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). El estupor de los oyentes es comprensible; Jesús, de hecho, usa el estilo típico de los profetas para provocar en la gente –y también en nosotros– preguntas y, al final, una decisión. Primero de todo las preguntas: ¿qué significa “comer la sangre y beber la sangre” de Jesús? ¿es solo una imagen, un símbolo, o indica algo real? Para responder, es necesario intuir qué sucede en el Corazón de Jesús mientras parte el pan entre la multitud hambrienta. Sabiendo que deberá morir en la Cruz por nosotros, Jesús se identifica con ese pan partido y compartido, y eso se convierte para Él en “signo” del Sacrificio que le espera. Este proceso tiene su cúlmen en la Última Cena, donde el pan y el vino se convierten realmente en su Cuerpo y su Sangre. Y la Eucaristía, que Jesús nos deja con un fin preciso: que nosotros podamos convertirnos en una sola cosa con Él. De hecho dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y Yo en él” (v. 56). Ese permanecer en Jesús y Jesús en nosotros. La comunión es asimilación: comiéndole a Él, nos hacemos como Él. Pero esto requiere nuestro “sí”, nuestra adhesión a la fe.

A veces, se escucha sobre la Santa Misa esta objeción: “¿Para qué sirve la Misa? Yo voy a la iglesia cuando me apetece, y rezo mejor en soledad”. Pero la Eucaristía no es una oración privada o una bonita experiencia espiritual, no es una simple conmemoración de lo que Jesús hizo en la Última Cena. Nosotros decimos, para entender bien, que la eucaristía es “memorial”, o sea, un gesto que actualiza y hace presente el evento de la muerte y resurrección de Jesús: el pan es realmente su Cuerpo donado por nosotros, el vino es realmente su Sangre derramada por nosotros.

La Eucaristía es Jesús mismo que se dona por entero a nosotros. Nutrirnos de Él y vivir en Él mediante la Comunión eucarística, si lo hacemos con fe, transforma nuestra vida, la transforma en un don a Dios y a los hermanos. Nutrirnos de ese “Pan de vida” significa entrar en sintonía con el corazón de Cristo, asimilar sus elecciones, sus pensamientos, sus comportamientos. Significa entrar en un dinamismo de amor oblativo y convertirse en personas de paz, personas de perdón, de reconciliación, de compartir solidario. Lo mismo que Jesús ha hecho.

Jesús concluye su discurso con estas palabras: “Quien come este pan tendrá vida eterna” (Jn 6, 58). Sí, vivir en comunión real con Jesús sobre esta tierra, nos hace pasar de la muerte a la vida. Y el Cielo empieza precisamente en esta comunión con Jesús. En el Cielo nos espera ya María nuestra Madre. Ella nos obtenga la gracia de nutrirnos siempre con fe de Jesús, Pan de vida.

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