EL ESPÍRITU SANTO NOS INTRODUCE EN EL MISTERIO DEL SEÑORÍO DE
CRISTO
(II)
1. La fe de Nicea
Proseguimos nuestra reflexión
sobre el papel del Espíritu Santo en el
conocimiento de Cristo.
Mientras la fe cristiana
permaneció restringida al ámbito bíblico y
judío, la proclamación de Jesús como Señor («Creo
en un solo Señor Jesucristo»), cumplía todas
las exigencias de la fe cristiana y justificaba
el culto de Jesús «como Dios». En efecto, Señor,
Adonai, era para Israel un título inequívoco;
pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús
Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios.
Tenemos una prueba cierta del
papel desarrollado por el título Kyrios en los
primeros días de la Iglesia como expresión del
culto divino reservado a Cristo. En su versión
aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha
(¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título
como fórmula ya en uso en la liturgia (1 Cor
16,22) y es una de las pocas palabras
conservadas hasta hoy en la lengua de la
primitiva comunidad.
Al mártir san Policarpo que era
conducido ante el juez romano, el jefe de los
guardias le hace entender que es suficiente que
diga: «¡César es el Señor!» (Kyrios Kaisar) para
ser puesto en libertad. Policarpo —lo sabemos
por el relato de un testigo ocular enviado a las
iglesias de la región— se niega para no
traicionar su fe en el único Señor y sube a la
hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor
bastaba para afirmar la propia fe de Cristo.
Sin embargo, apenas se asomó el
cristianismo sobre el mundo greco romano
circundante, el título de Señor, Kyrios, ya no
bastaba. El mundo pagano conocía muchos y
distintos «señores», primero entre todos,
precisamente, el emperador romano. Había que
encontrar otro modo para garantizar la plena fe
en Cristo y su culto divino. La crisis arriana
ofreció la ocasión para ello.
Esto nos introduce en la segunda
parte del artículo sobre Jesús, la que fue
añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea
del 325:
«Nacido del Padre antes de todos
los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no
creado, de la misma sustancia del Padre».
El Obispo de Alejandría,
Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena,
está muy convencido de que no es él, ni la
Iglesia de su tiempo, quien descubre la
divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá,
por el contrario, en mostrar que esta ha sido
siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es
nueva, que la herejía es contraria. Su
convicción, a este respecto, encuentra una
confirmación histórica indiscutible en la carta
que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia,
escribió al emperador Trajano alrededor del año
111 d.C. La única noticia cierta que dice que
posee respecto de los cristianos es que «suelen
reunirse antes del alba, en un día establecido
de la semana, y cantar a Cristo como a Dios»
(«carmenque Christo quasi Deo dicere») .
La fe en la divinidad de Cristo
ya existía, pues, y sólo ignorando completamente
la historia alguien ha podido afirmar que la
divinidad de Cristo es un dogma querido e
impuesto por el Emperador Constantino en el
Concilio de Nicea. La aportación de los padres
de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue,
más nada, la de eliminar los obstáculos que
habían impedido hasta entonces un reconocimiento
pleno y sin reticencias de la divinidad de
Cristo en las discusiones teológicas.
Uno de tales obstáculos era la
costumbre griega de definir la esencia divina
con el término agennetos, engendrado. ¿Cómo
proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde
el momento en que es Hijo, es decir, engendrado
por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la
equivalencia: engendrado, igual a hecho, es
decir, pasar gennetos a genetos, y concluir con
la célebre frase que hizo estallar el caso:
«¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk
en). Esto equivalía a hacer de Cristo una
criatura, aunque no «como las demás criaturas».
Atanasio resuelve la controversia con una
observación elemental: «El término agenetos fue
inventado por los griegos porque no conocían
todavía al Hijo» y defendió a capa y espada la
expresión «engendrado, pero no hecho», genitus
no factus, de Nicea,
Otro obstáculo cultural para el pleno
reconocimiento de la divinidad de Cristo, sobre
el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la
doctrina de una divinidad intermedia, el
deuteros theos, antepuesto a la creación del
mundo. Desde Platón en adelante, la creación se
había convertido en un dato común a muchos
sistemas religiosos y filosóficos de la
antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo,
«por medio del cual fueron creadas todas las
cosas», a esta entidad intermedia había
permanecido creciente en la especulación
cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena
a la vida interna de la Iglesia. De ello
resultaba un esquema tripartito del ser: en la
cumbre, el Padre no engendrado; después de él,
el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo);
en tercer lugar, las criaturas.
La definición del «genitus no
factus» y del homoousios, elimina este obstáculo
y obra la catarsis cristiana del universo
metafísico de los griegos. Con tal definición,
se traza una sola línea de demarcación en la
escala del ser. Existen dos únicos modos de ser:
el del Creador y el de las criaturas, y el Hijo
se sitúa en la parte del primero, no de las
segundas.
Queriendo encerrar en una frase
el significado perenne de la definición de Nicea,
podríamos formularla así: en cada época y
cultura, Cristo debe ser proclamado «Dios», no
en alguna acepción derivada o secundaria, sino
en la acepción más fuerte que la palabra «Dios»
tiene en dicha cultura.
Es importante saber qué motiva a
Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la
batalla, es decir, de dónde les viene una
certeza tan absoluta. No de la especulación,
sino de la vida; más concretamente, de la
reflexión sobre la experiencia que la Iglesia,
gracias a la acción del Espíritu Santo, hace de
la salvación en Cristo Jesús.
El argumento soteriológico no
nace con la controversia arriana; está presente
en todas las grandes controversias cristológicas
antiguas, desde la antignóstica hasta la
antimonoteleta. En su formulación clásica reza
así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod
non est assumptum non est sanatum») . En el uso
que hace Atanasio de ella, se puede entender
así: «Lo que no es asumido por Dios no es
salvado», donde toda la fuerza está en ese breve
añadido «por Dios». La salvación exige que el
hombre no sea asumido por un intermediario
cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es
una criatura —escribe Atanasio— el hombre
seguiría siendo mortal, al no estar unido a
Dios», y también: «El hombre no estaría
divinizado, si el Verbo que se hizo carne no
fuera de la misma naturaleza del Padre» .
Pero hay que hacer una precisión
importante. La divinidad de Cristo no es un
«postulado» práctico, como para Kant lo es la
existencia misma de Dios . No es un postulado,
sino la explicación de un dato de hecho. Sería
un postulado —y por tanto una deducción
teológica humana—- si se partiera de una cierta
idea de salvación y de ella se dedujera la
divinidad de Cristo como la única capaz de obrar
dicha salvación; por el contrario, es la
explicación de un dato si se parte, como hace
Atanasio, de una experiencia de salvación y se
demuestra que ella no podría existir si Cristo
no fuera Dios. En otras palabras, la
divinidad de Cristo no se basa en la salvación,
sino la salvación en la divinidad de Cristo.
2. «Vosotros, ¿quién
decís que soy Yo?»
Pero es tiempo de venir a
nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy
de la épica batalla sostenida en su tiempo por
la ortodoxia. La divinidad de Cristo es la
piedra angular que sostiene los dos misterios
principales de la fe cristiana: la Trinidad y la
Encarnación. Ellos son como dos puertas que se
abren y se cierran a la vez. Existen edificios o
estructuras metálicas hechos de tal modo que si
se toca un cierto punto, o se quita una cierta
piedra, todo se derrumba. Así es el edificio de
la fe cristiana, y su piedra angular es la
divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se
disgrega y antes que nada la Trinidad. Si el
Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la
Trinidad? Ya lo había denunciado con claridad
san Atanasio, escribiendo contra los arrianos:
«Si el Verbo no existe junto con
el Padre desde toda la eternidad, entonces no
existe una Trinidad eterna, sino que fue la
unidad y luego, con el paso del tiempo, por
adición, comenzó a existir la Trinidad» .
San Agustín decía: «No es gran
cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen
también los paganos y los judíos; todos lo
creen. Pero es algo verdaderamente grande creer
que Él ha resucitado. La fe de los cristianos
es la Resurrección de Cristo» . Además
de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo
se debe decir de la humanidad y divinidad de
Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son
muerte y resurrección. Todos creen que Jesús sea
hombre; lo que diferencia a creyentes y no
creyentes es creer que Él es Dios. ¡La fe de
los cristianos es la divinidad de Cristo!
Debemos plantearnos una pregunta
seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra
sociedad y en la misma fe de los cristianos?
Pienso que se puede hablar, a este respecto, de
una presencia-ausencia de Cristo. A un cierto
nivel —el del espectáculo y los medios de
comunicación social en general— Jesucristo está
muy presente. En una serie interminable de
relatos, películas y libros, los escritores
manipulan la figura de Cristo, a veces bajo el
pretexto de nuevos documentos históricos
imaginarios sobre Él. Se ha convertido en una
moda, un género literario. Se especula sobre la
amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y
sobre lo que él representa para gran parte de la
humanidad, para asegurarse una gran publicidad a
bajo coste. Yo llamo a todo esto parasitismo
literario.
Desde cierto punto de vista
podemos decir, pues, que Jesucristo está muy
presente en nuestra cultura. Pero si miramos al
ámbito de la fe, al cual pertenece en primer
lugar, observamos, por el contrario, una
inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo
de su persona. ¿En qué creen, en realidad, los
que se definen como «creyentes» en Europa y en
otros lugares? La mayoría de las veces creen en
la existencia de un Ser supremo, de un Creador;
creen que existe un «más allá». Sin embargo,
esta es una fe deísta, no todavía una fe
cristiana. Diferentes indagaciones sociológicas
constatan este dato de hecho también en países y
regiones de antigua tradición cristiana.
Jesucristo está prácticamente ausente en este
tipo de religiosidad.
También el diálogo entre ciencia
y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo entre
paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios,
el Creador. La persona histórica de Jesús de
Nazaret no tiene en ese diálogo ningún puesto.
Pasa lo mismo también en el diálogo con la
filosofía a la que le gusta ocuparse de
conceptos metafísicos, y no de realidades
históricas, por no hablar del diálogo
interreligioso en el que se discute de paz,
ecologismo, pero ciertamente no de Jesús.
Basta una simple mirada al Nuevo
Testamento para entender lo lejos que estamos,
en este caso, del significado original de la
palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo,
la fe que justifica a los pecadores y confiere
el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras,
la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en
su misterio pascual de muerte y resurrección.
Ya durante la vida terrena de
Jesús, la palabra fe indica fe en Él. Cuando
Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al
reprochar a los Apóstoles llamándolos «hombres
de poca fe», no se refiere a la fe genérica en
Dios que se daba por descontada entre los
judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto
desmiente por sí solo la tesis según la cual la
fe en Cristo empieza sólo con la Pascua y antes
sólo existe el «Jesús de la historia». El Jesús
de la historia es ya uno que postula fe en Él y
si los discípulos le han seguido es precisamente
porque tenían una cierta fe en Él, aunque muy
imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo
en Pentecostés.
Debemos dejarnos investir en
pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús
dirigió un día a sus discípulos, después de que
estos le han referido las opiniones de la gente
en torno a Él: «Pero vosotros, ¿quién
creéis que soy Yo?», y por la aún más
personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente? ¿Crees
con todo el corazón? San Pablo dice que «con el
corazón se cree para obtener la justicia y con
la boca se hace la profesión de fe para tener la
salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del
corazón es de donde sube la fe», exclama san
Agustín .
En el pasado, el segundo momento
de este proceso —es decir, la profesión de la
recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto
relieve que ha dejado en la sombra a ese primer
momento que es el más importante y que se
desarrolla en las profundidades recónditas del
corazón. Casi todos los tratados «Sobre la fe»
(De fide) escritos en la antigüedad, se ocupan
de las cosas que hay que creer, y no del acto de
creer.
3. ¿Quién es el que vence
al mundo?
Tenemos que recrear las
condiciones para una fe en la divinidad de
Cristo sin reservas y sin reticencias.
Reproducir el impulso de fe del que nació la
fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha
producido una vez un esfuerzo supremo, con el
que se ha elevado, en la fe, por encima de todos
los sistemas humanos y de todas las resistencias
de la razón. Más adelante, quedó el fruto de
este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un
nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este
signo es la definición de Nicea que proclamamos
en el Credo. Sin embargo, es preciso que se
repita el levantamiento, no basta con el signo.
No basta con repetir el Credo de Nicea; hay que
renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en
la divinidad de Cristo y del que no ha habido
otro igual a lo largo de los siglos. De Él hay
necesidad nuevamente.
Hay necesidad de ello ante todo
de cara a una nueva evangelización. San Juan, en
su Primera Carta, escribe: «Quién es el que
vence al mundo si no quien cree que Jesús es el
Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos entender
bien qué quiere decir «vencer al mundo». No
quiere decir conseguir más éxito, dominar la
escena política y cultural. Este sería más bien
lo contrario: no vencer al mundo, sino
mundanizarse. Lamentablemente no han faltado
épocas en que se ha caído, sin darse cuenta de
ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías
de las dos espadas o del triple reino del
Soberano Pontífice, aunque siempre debemos estar
atentos a no juzgar el pasado con los criterios
y las certezas del presente. Desde el punto de
vista temporal, ocurre más bien lo contrario, y
Jesús lo declara anticipadamente a sus
discípulos: «Vosotros lloraréis, pero el mundo
se alegrará» (Jn 16,20).
Queda excluido, pues, todo
triunfalismo. Se trata de una victoria de un
tipo muy distinto: de una victoria sobre lo que
también el mundo odia y no acepta de sí mismo:
la temporalidad, la caducidad, el mal, la
muerte. En efecto, esto es lo que significa, en
su acepción negativa, la palabra «mundo» (kosmos)
en el evangelio. En este sentido Jesús dice:
«Tened ánimo: Yo he vencido al mundo»
(Jn 16, 33).
¿Cómo ha vencido Jesús al
mundo? Ciertamente no apaleando a los
enemigos con «diez legiones de ángeles», sino,
como dice san Pablo «venciendo a la
enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo
lo que separa al hombre de Dios, el hombre del
hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no
hubiera dudas sobre la naturaleza de esta
victoria sobre el mundo, ésta es inaugurada con
un triunfo muy especial, el de la Cruz.
Jesús dijo: «Yo soy la luz
del mundo, quien me sigue no camina en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida»
(Jn 8,12). Son las palabras más frecuentemente
reproducidas en la página del libro que el
Pantocrátor tiene abierto entre las manos en los
mosaicos antiguos, como en el famoso de la
catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma:
«En Él estaba la vida y la vida era la luz de
los hombres» (Jn 1,4). Luz y Vida, Phos
y Zoè: estas dos palabras tienen en griego la
letra central (una omega) en común y a menudo se
encuentran cruzadas, escritas una
horizontalmente y la otra verticalmente,
formando un monograma de Cristo poderoso y muy
difundido.
¿Qué desea el hombre con más
intensidad si no estas dos cosas: luz y vida? De
un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que
murió susurrando: «¡Más luz!». Quizás él se
refería a la luz natural que quería que entrara
en mayor medida en su habitación, pero a la
frase siempre se le ha atribuido, justamente, un
significado metafórico y espiritual.
Un amigo mío que ha vuelto a la
fe en Cristo, después de haber atravesado todas
las experiencias religiosas posibles e
imaginables, ha contado su historia en un libro
titulado «Mendigo de luz». El momento crucial
fue cuando, en medio de una meditación profunda,
sintió que retumbaba en su mente, sin poderlas
acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy
el Camino, la Verdad y la Vida» . En la
línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los
atenienses en el Areópago, nosotros estamos
llamados a decir con toda humildad al mundo de
hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas,
nosotros os lo anunciamos» (cf. Hch
17,23.27).
«Dadme un punto de apoyo —habría
exclamado el inventor de la palanca, Arquímedes—
y yo levantaré el mundo». Quien cree en la
divinidad de Cristo es uno que ha encontrado
este punto de apoyo. «Cayó la lluvia, se
desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se
abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque
estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).
4. «¡Bienaventurados los
ojos que ven lo que vosotros veis!»
Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin
recoger también el llamamiento que contiene, no
sólo de cara a la evangelización, sino también
de nuestra vida y testimonio personal. En el
drama de Claudel «El padre humillado»,
ambientado en Roma en la época del beato Pío IX,
hay una escena muy sugestiva. Una muchacha
judía, bellísima pero ciega, pasea por la tarde
en el jardín de una villa romana, con el sobrino
del papa Orian enamorado de ella. Jugando son el
doble significado de la luz, el físico y el de
la fe, en un cierto momento, «en voz baja y con
ardor», le dice ella a su amigo cristiano:
«Pero vosotros que veis, ¿qué
hacéis vosotros con la luz? […] Vosotros que
decís que vivís, qué hacéis con la vida?»
Es una pregunta que no podemos
dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos, nosotros
cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún,
¿qué hago yo de mi fe en Cristo? Jesús un día
dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos
que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23;
Mt 13,16). Es una de esas afirmaciones con las
que Jesús, en varias ocasiones, trata de ayudar
a sus discípulos a que descubran por sí solos su
verdadera identidad, no pudiendo revelarla de
forma directa a causa de su falta de preparación
para acogerla.
Nosotros sabemos que las palabras
de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt
24, 35), es decir, son palabras vivas, dirigidas
a cualquiera que las escucha con fe, en
cualquier momento y lugar de la historia. A
nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora:
«¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros
veis!». Si nunca hemos reflexionado
seriamente sobre lo afortunados que somos
nosotros que creemos en Cristo, quizás es la
ocasión para hacerlo.
¿Por qué «dichosos», si los
cristianos no tienen ciertamente más motivo que
los demás para alegrarse en este mundo e incluso
en muchas regiones de la tierra están
continuamente expuestos a la muerte,
precisamente por su fe en Cristo? La respuesta
no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque
conocéis el sentido de la vida y de la muerte,
porque «vuestro es el Reino de los Cielos». No
en el sentido de «vuestro y de nadie más»
(sabemos que el reino de los cielos, en su
perspectiva escatológica, se extiende mucho más
allá de los confines de la Iglesia); «vuestro»
en el sentido de que vosotros sois ya parte de
él, disfrutáis de sus primicias. ¡Vosotros me
tenéis a Mí!
La frase más hermosa que una
esposa puede decir al esposo, y viceversa, es:
«¡Me has hecho feliz!» Jesús merece que su
esposa, la Iglesia, se lo diga desde lo hondo
del corazón. Yo se lo digo y os invito a
vosotros, venerables Padres, hermanos y
hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que
no lo olvidemos.
1.ULRICH LAEPPLE (ed.),
Messianische Juden. Eine Provokation (Vandenhoeck
& Ruprecht, Gotinga 1916).
2.LAEPPLE, o.c., 34.
3.Cf. Didachè, X, 6; en Ap 22,20, la
exclamación: «Ven, Señor Jesús» es la traducción
de Marana-tha.
4.Martyrium Polycarpi, VIII,2
5.PLINIO EL JOVEN, Relatio de Christianis ad
Traianum, Epistulae X, 96, en C. KIRCH,
Enchiridion Fontium Historiae Ecclesiasticae
Antiquae (Herder, Barcelona 1965) 23.
6.SAN ATANASIO, De decretis Nicenae synodi, 31.
7.SAN GREGORIO NACIANCENO, Carta a Cledonio: PG
37,181.
8.SAN ATANASIO, Contra Arianos, II, 69 y I, 70.
9.I. KANT, Crítica de la razón práctica, cap.
III, VI
10.SAN ATANASIO, Contra Arianos I, 17-18: PG 26,
48.
11.SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos, 120, 6:
CCL 40, 1791.
12.SAN AGUSTÍN, Comentario al evangelio de Juan,
26,2: PL 35,1607.
13.MASTERBEE, Mendigo de luz. Del Tíbet al
Ganges y además (San Pablo, Cinisello B. 2006)
223ss.
14.PAUL CLAUDEL, Le père humilié, acto I, esc. 3
(Paul Claudel, Les théatre, Gallimard, París
1956) 506.