¡Oh clementísima Virgen María,
Madre de Dios,
Reina del Cielo,
Señora del mundo,
Júbilo de los santos,
Consuelo de los pecadores!
Atiende los gemidos de los arrepentidos;
calma los deseo de los devotos;
socorre las necesidades de los enfermos;
conforta los corazones de los atribulados;
asiste a los agonizantes;
protege contra los ataques de los demonios
a tus siervos que te imploran;
guía a los que te aman
al premio de la eterna bienaventuranza,
en donde con tu amantísimo hijo Jesucristo
reinas felizmente por toda la eternidad.
Amen.
Beato Tomás de Kempis (*)
(*) Beato Tomas de Kempis
(+1471) La fama mundial de Tomás de Kempis se debe a que él escribió el libro
que más ediciones ha tenido después de la Biblia, La "Imitación de Cristo".
Este precioso librito, llamado "el consentido de los libros"
porque es el que se ha sacado en ediciones más hermosas y lujosas, (de bolsillo)
ha tenido ya más de 3,100 ediciones en los más diversos idiomas del mundo. Su
primera edición salió 20 años antes del descubrimiento de América (un año
después de la muerte del autor) en 1472, y durante más de 500 años ha tenido
unas 6 ediciones cada año.
Querido(a) suscriptor(a) de
El Camino de María:
Entremos en el
Año Nuevo
con confianza en la Misericordia de Dios
imitando la fe de Santa María
María afronta el futuro con
confianza. Como hija de Israel,
tiene fe en el Señor y sabe que Dios
siempre cumple sus promesas. Vive en
su presencia. Siente su ternura y
misericordia hacia todos. Se deja
guiar por Él. Su existencia no
siempre fue una vida de ensueño.
Pasó por momentos felices,
luminosos, pero también dolorosos.
Sintió que una espada de dolor
atravesaba su corazón. Experimentó
momentos de incertidumbre y
oscuridad; pero nunca soltó la mano
de Dios. Como dice su prima Isabel,
Ella creyó en las palabras que el
Señor le había dicho. La
confianza de María es contagiosa.
Con Ella aprendemos a confiar en la
Misericordia de Dios.
Como Ella, también nosotros podemos
mirar con atención y conservar en el
corazón las maravillas que Dios
lleva a cabo cada día en la
historia.
Así aprenderemos a
reconocer en la trama de la vida
diaria la intervención constante de
la Divina Providencia, que todo lo
guía con Sabiduría y Amor.
|
Marisa y Eduardo
Editores de "El Camino de María"
1 de
enero de 2021
SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE
DE DIOS
LIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Biblioteca del Palacio
Apostólico
Viernes, 1 de enero de 2021
“La paz es sobre todo don de Dios;
debe ser implorada con incesante oración, sostenida con
un diálogo paciente y respetuoso, construida con una
colaboración abierta a la verdad y a la justicia y
siempre atenta a las legítimas aspiraciones de las
personas y de los pueblos. Mi deseo es que reine la paz
en el corazón de los hombres y en las familias; en los
lugares de trabajo; en las comunidades y en las
naciones”
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz
año!
Empezamos el nuevo año poniéndonos bajo la mirada
materna y amorosa de María Santísima, que la liturgia
hoy celebra como Madre de Dios. Retomamos así el
camino a lo largo de las sendas del tiempo, encomendando
nuestras angustias y nuestros tormentos a Aquella que
todo lo puede. María nos mira con ternura materna así
como miraba a su Hijo Jesús. Y si nosotros miramos al
pesebre, vemos que Jesús no está en la cuna, y me dicen
que la Virgen ha dicho: “¿Me dejan tener en brazos un
poco a este hijo mío?”. Y así hace la Virgen con
nosotros: quiere tenernos entre los brazos, para
cuidarnos como ha cuidado y amado a su Hijo. La mirada
tranquilizadora y consoladora de la Santísima Virgen es
un estímulo para que este tiempo, que nos ha dado el
Señor, sea dedicado a nuestro crecimiento humano y
espiritual, sea tiempo de suavizar los odios y las
divisiones — hay muchas— sea tiempo de sentirnos todos
más hermanos, sea tiempo de construir y no de destruir,
cuidándonos unos a otros y de la creación. Un tiempo
para hacer crecer, un tiempo de paz.
Es precisamente al cuidado del
prójimo y de la creación que está dedicado el
tema de la Jornada Mundial de la Paz,
que hoy celebramos: La cultura del cuidado como camino
de paz. Los dolorosos eventos que han marcado el camino
de la humanidad el año pasado, especialmente la
pandemia, nos enseñan lo necesario que es interesarse
por los problemas de los otros y compartir sus
preocupaciones. Esta actitud representa el camino que
conduce a la paz, porque favorece la construcción de una
sociedad fundada en las relaciones de fraternidad. Cada
uno de nosotros, hombres y mujeres de este tiempo, está
llamado a traer la paz: cada uno de nosotros, no somos
indiferentes a esto. Nosotros estamos todos llamados a
traer la paz y a traerla cada día y en cada ambiente de
vida, sosteniendo la mano al hermano que necesita una
palabra de consuelo, un gesto de ternura, una ayuda
solidaria. Y esto para nosotros es una tarea dada por
Dios. El Señor nos ha dado la tarea de ser trabajadores
de paz.
Y la paz se puede construir si empezamos a estar en paz
con nosotros mismos —en paz dentro, en el corazón— y
con quien tenemos cerca, quitando los obstáculos que nos
impiden cuidar de quienes se encuentran en necesidad y
en la indigencia. Se trata de desarrollar una mentalidad
y una cultura del “cuidado”, para derrotar la
indiferencia, para derrotar el descarte y la rivalidad
—indiferencia, descarte, rivalidad—, que lamentablemente
prevalecen. Quitar estas actitudes. Y así la paz no es
solo ausencia de guerra. La paz nunca es aséptica, no,
no existe la paz del quirófano. La paz está en la vida:
no es solo ausencia de guerra, sino que es vida rica de
sentido, configurada y vivida en la realización personal
y en el compartir fraterno con los otros. Entonces esa
paz tan ansiada y puesta siempre en peligro por la
violencia, el egoísmo y la maldad, esa paz puesta en
peligro se convierte en posible y realizable si yo la
tomo como tarea que me ha dado Dios.
La Virgen María, que ha dado a luz al «Príncipe de paz»
(Is 9,6), y que lo acuna así, con tanta ternura,
entre sus brazos, nos obtenga del Cielo el bien precioso
de la paz, que con tan solo las fuerzas humanas no se
logra perseguir en plenitud. Solamente las fuerzas
humanas no bastan, porque la paz es sobre todo don, un
don de Dios; debe ser implorada con incesante oración,
sostenida con un diálogo paciente y respetuoso,
construida con una colaboración abierta a la verdad y a
la justicia y siempre atenta a las legítimas
aspiraciones de las personas y de los pueblos. Mi deseo
es que reine la paz en el corazón de los hombres y en
las familias; en los lugares de trabajo y de ocio; en
las comunidades y en las naciones. En las familias, en
el trabajo, en las naciones: paz, paz. Y ahora pensemos
que la vida hoy está organizada por las guerras, las
enemistades, tantas cosas que destruyen… Queremos paz. Y
esta es un don.
En el umbral de este comienzo, dirijo a todos mi cordial
deseo de un feliz y sereno 2021. Cada uno de nosotros
trate de hacer que sea un año de fraterna solidaridad y
de paz para todos; un año cargado de confiada espera y
de esperanzas, que encomendamos a la protección de
María, madre de Dios y madre nuestra.
SANTA MARÍA,
MADRE DE DIOS
Queridos hermanos y
hermanas:
Después de
haber centrado la mirada en Jesús durante la fiesta de
Navidad, la Iglesia ha querido fijarla, en el primer día del
año, en María Santísima, para celebrar su maternidad
divina.
Efectivamente,
en la contemplación del misterio de la Encarnación, no se
puede separar al Hijo de Dios de la Madre. Por esto, en la
formulación de su fe, la Iglesia proclama que el Hijo
"por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen,
y se hizo hombre".
Cuando en el Concilio de Éfeso se aplicó a María el título
de "Theotokos", Madre de Dios, la intención de
los padres del Concilio era garantizar la verdad del
misterio de la Encarnación. Querían afirmar la unidad
personal de Cristo, Dios y hombre, unidad tal, que la
maternidad de María en relación con Jesús, era, por eso
mismo, maternidad en relación con el Hijo de Dios. María
es "Madre de Dios" porque su Hijo es Dios; es madre sólo en
el orden de la generación humana, pero, dado que el Niño que
Ella concibió y dio al mundo, es Dios, debe ser llamada
"Madre de Dios".
La afirmación de la maternidad divina nos ilumina sobre el
sentido de la Encarnación. Demuestra que el Verbo, persona
divina, se ha hecho hombre: se ha hecho hombre gracias al
concurso de una mujer en la obra del Espíritu Santo. Una
mujer ha sido asociada de manera singular al misterio de la
venida del Salvador al mundo. Por mediación de esta mujer,
Jesús se une a las generaciones humanas que precedieron a su
nacimiento. Gracias a María, Él tiene un verdadero
nacimiento y su vida en la tierra comienza de manera
semejante a la de todos los demás hombres. Con su
maternidad, María permite al Hijo de Dios tener -después de
la concepción extraordinaria por obra del Espíritu Santo- un
desarrollo humano y una inserción normal en la sociedad de
los hombres.
2. El título de "Madre de Dios", a la vez que
pone de relieve la humanidad de Jesús en la Encarnación,
llama también la atención sobre la dignidad suprema otorgada
a una criatura. Es comprensible que en la historia de tal
doctrina haya habido un momento en que esta dignidad
encontrara alguna contestación: efectivamente, podía parecer
difícil admitirla, a causa de los abismos vertiginosos sobre
los que se abría. Pero cuando se puso en discusión el título
de "Theotokos", la Iglesia reaccionó inmediatamente
confirmando que debía atribuírsele a María como verdad de
fe. Los que creen en Jesús, que es Dios, no pueden menos de
creer también que María es Madre de Dios.
La dignidad conferida a María muestra desde dónde ha
querido Dios impulsar la reconciliación. En efecto, se
debe recordar que inmediatamente después del pecado
original, Dios anunció su intención de hacer una alianza con
la mujer, de manera que asegurara la victoria sobre el
enemigo del género humano: "Pongo perpetua enemistad
entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; éste te
aplastará la cabeza, y tú le acecharás el calcañal" (Gén 3,
15) Según este oráculo, la mujer estaba destinada a
convertirse en la aliada de Dios para la lucha contra el
demonio. Debía ser la madre del que aplastaría la cabeza del
enemigo. Sin embargo, en la perspectiva profética del
Antiguo Testamento, este descendiente de la mujer, que tenía
que triunfar sobre el espíritu del mal, parecía que no era
sino un hombre.
Aquí interviene la realidad maravillosa de la Encarnación.
El descendiente de la mujer, que realiza el oráculo
profético, no es en absoluto un simple hombre. Es plenamente
hombre, gracias a la mujer de la que es hijo, pero es
también, a la vez, verdadero Dios. La alianza hecha en los
comienzos entre Dios y la mujer adquiere una nueva
dimensión. María entra en esta alianza como la Madre del
Hijo de Dios. Para responder a la imagen de la mujer que
había cometido el pecado, Dios hace surgir una imagen
perfecta de mujer, que recibe una maternidad divina. La
nueva alianza supera con mucho las exigencias de una simple
reconciliación; eleva a la mujer a una altura que nadie
hubiera podido imaginar.
3. Siempre sentimos el asombro de que una mujer haya podido
dar al mundo al que es Dios, que haya recibido la misión de
amamantarlo como cada madre amamanta a su hijo, que haya
preparado al Salvador, con la educación materna, para su
futura actividad. María ha sido plenamente madre y, por
esto, ha sido también una admirable educadora. El hecho,
confirmado por el Evangelio, de que Jesús, en su infancia,
les estaba sujeto (cf. Lc 2, 51), indica que su presencia
materna influyó profundamente en el desarrollo humano del
Hijo de Dios. Es uno de los aspectos más impresionantes del
misterio de la Encarnación.
En la dignidad conferida de modo singularísimo a María, se
manifiesta la dignidad que el misterio del Verbo hecho carne
quiere conferir a toda la humanidad.
Cuando el Hijo de
Dios se abajó para hacerse hombre, semejante a nosotros en
todo, menos en el pecado, elevó la humanidad al Nivel de
Dios.
En la reconciliación realizada entre Dios y la
humanidad, Él no quería restablecer simplemente la
integridad y la pureza de la vida humana, herida por el
pecado. Quería comunicar al hombre la vida divina y abrirle
el pleno acceso a la familiaridad con Dios.
De este modo María nos hace comprender la grandeza del
Amor Divino, no sólo para con Ella, sino para con nosotros.
Ella nos introduce en la obra grandiosa, con la que Dios no
se ha limitado a curar a la humanidad de las llagas del
pecado, sino que le ha asignado un destino superior de
íntima unión con Él.
Cuando veneramos a María como
Madre de Dios, reconocemos además la maravillosa
transformación que el Señor ha otorgado a su criatura.
Por esto, cada vez que pronunciamos las palabras: "Santa
María, Madre de Dios", debemos tener ante los ojos de la
mente la perspectiva luminosa del rostro de la humanidad,
cambiado en el Rostro de Cristo.
(Audiencia general. 4 de enero de 1984)
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