Al acercarse el mes de mayo, consagrado por la piedad de los
fieles a María Santísima, se llena de gozo Nuestro ánimo con el
pensamiento del conmovedor espectáculo de fe y de amor que dentro
de poco se ofrecerá en todas partes de la tierra en honor de la
Reina del Cielo. En efecto, el mes de mayo es el mes en el que
los templos y en las casas particulares sube a María desde el
corazón de los cristianos el más ferviente y afectuoso homenaje
de su oración y de su veneración. Y es también el mes en el que
desde su trono descienden hasta nosotros los dones más generosos
y abundantes de la divina misericordia.
Nos es por tanto muy grata y consoladora esta práctica tan
honrosa para la Virgen y tan rica de frutos espirituales para el
pueblo cristiano. Porque María es siempre camino que conduce a
Cristo. Todo encuentro con Ella no puede menos de terminar en un
encuentro con Cristo mismo. ¿Y qué otra cosa significa el
continuo recurso a María sino un buscar entre sus brazos, en
Ella, por Ella y con Ella, a Cristo nuestro Salvador, a quien los
hombres en los desalientos y peligros de aquí abajo tienen el
deber y experimentan sin cesar la necesidad de dirigirse como a
puerto de salvación y fuente trascendente de vida?
Precisamente porque el mes de mayo nos trae esta poderosa llamada
a una oración más intensa y confiada, y porque en él nuestras súplicas
encuentran más fácil acceso al corazón misericordioso de la
Virgen, fue tan querida a Nuestros Predecesores la costumbre de
escoger este mes consagrado a María para invitar al pueblo
cristiano a oraciones públicas siempre que lo requiriesen las
necesidades de la Iglesia o que algún peligro inminente amenazase
al mundo. Y Nos también, Venerables Hermanos, sentimos este año
la necesidad de dirigir una invitación semejante al mundo católico.
Si consideramos, en efecto, las necesidades presentes de la
Iglesia y las condiciones en las que se encuentra la paz del mundo,
tenemos serios motivos para creer que esta hora es particularmente
grave y que urge más que nunca hacer una llamada a un coro de
oraciones de todo el pueblo cristiano.
El primer motivo de este llamada Nos lo sugiere el momento histórico
que atraviesa la Iglesia en este período del Concilio Ecuménico.
Acontecimiento grande éste, que plantea a la Iglesia el enorme
problema de su conveniente "aggiornamento" y de
cuyo feliz resultado dependerá durante largo tiempo el porvenir
de la Esposa de Cristo y la suerte de tantas almas. Aunque es
verdad que gran parte del trabajo se ha realizado ya felizmente,
os aguardan todavía en la próxima Sesión, que será la última,
graves tareas. Seguirá después la fase
no menos importante de la actuación práctica de las decisiones
conciliares que requerirá además el esfuerzo conjunto del Clero
y de los fieles para que las semillas sembradas durante el
Concilio pueden alcanzar su efectivo y benéfico desarrollo. Para
obtener las luces y las bendiciones divinas sobre este cúmulo de
trabajo que nos aguarda, Nos colocamos nuestra esperanza en
Aquella a quien hemos tenido la alegría de proclamar en la pasada
Sesión Madre de la Iglesia. Ella. que nos ha prodigado su
amorosa asistencia desde el principio del Concilio, no dejará
ciertamente de continuarla hasta la fase final de los trabajos.
El otro motivo de nuestra llamada lo constituye la situación
internacional, la cual, como bien sabéis, Venerables Hermanos, es
más oscura e incierta que nunca, ya que nuevas y graves amenazas
ponen en peligro el supremo bien de la paz del mundo. Como si
nos hubiesen enseñado nada las trágicas experiencias de los dos
conflictos que han ensangrentado la primera mitad de nuestro siglo,
asistimos hoy al temible agudizarse de los antagonismos entre
pueblos de algunas partes del globo y vemos repetirse el peligroso
fenómeno del recurso a la fuerza de las armas y no a las
negociaciones, para resolver las cuestiones que enfrentan las
partes contendientes. Esto trae como consecuencia que pueblos de
Naciones enteras estés sometidos a sufrimientos indecibles
causados por las agitaciones, las guerrillas, las acciones bélicas
que se van extendiendo e intensificando cada vez más y que podrían
constituir de un momento a otro la chispa de un nuevo y horroroso
conflicto.
Frente a estos graves peligros de la vida internacional, Nos,
conscientes de Nuestros deberes de Pastor supremo, creemos
necesario dar a conocer nuestras preocupaciones y el temor de que
estas discordias se exacerben hasta el punto de degenerar en un
conflicto sangriento. Suplicamos por tanto a los responsables de
la vida pública que no permanezcan sordos a la inspiración unánime
de la humanidad que quiere la paz. Que hagan cuanto está en su
poder para salvar la paz amenazada. Que sigan promoviendo y
favoreciendo los coloquios y negociaciones en todos los niveles y
en todas las ocasiones para detener el peligroso recurso a la
fuerza con todas sus tristísimas consecuencias materiales,
espirituales y morales. Que se trate de determinar según las
normas trazadas por el derecho, de verdadero anhelo de justicia y
de paz para estimularlo y llevarlo a la práctica y que se confíe
todo acto leal de buena voluntad, de modo que la causa positiva
del orden prevalezca sobre el desorden y la ruina.
Desgraciadamente, en esta dolorosa situación debeos constatar con
grande amargura que con mucha frecuencia se olvida el respeto
debido al carácter sagrado e inviolable de la vida humana y se
recurre a sistemas y actitudes que están en abierta oposición
con el sentido moral y con las costumbres de un pueblo civilizado.
A este respecto, no podemos menos de elevar nuestra voz en defensa
de la dignidad humana y la civilización cristiana, para deplorar
los actos de guerrilla, de terrorismo, la captura de rehenes, las
represalias contra las poblaciones inermes. Delitos estos que,
mientras hacen retroceder el progreso del sentido de lo justo y de
lo humano, irritan cada vez más los ánimos de los contendientes
y pueden obstruir los caminos todavía accesibles a la buena
voluntad, o hacer al menos cada vez más difíciles las
negociaciones que, si son francas y leales, deberían conducir a
un razonable acuerdo.
Esta nuestra preocupación, como vosotros bien sabéis, Venerables
Hermanos, está dictada no por intereses particulares, sino únicamente
por el deseo de la defensa de cuantos sufren y del verdadero bien
de todos los pueblos. Y nos abrigamos la esperanza de que la
conciencia de la propia responsabilidad delante de Dios y delante
de la historia, tenga fuerza suficiente para inducir a los
Gobiernos a proseguir en su generoso esfuerzo para salvaguardar la
paz y remover cuanto es posible los obstáculos reales y psicológicos
que se interponen a un seguro y sincero entendimiento.
Pero la paz, Venerables Hermanos, no es solamente un producto
nuestro humano, sino que es también, y sobre todo, un don de Dios.
La paz desciende del Cielo; y reinará realmente entre los
hombres, cuando finalmente hayamos merecido que nos la conceda el
Señor Omnipotente, el cual, juntamente con la felicidad y la
suerte de los pueblos, tiene también en sus manos los corazones
de los hombres. Por esta razón, Nos procuraremos alcanzar
este insuperable bien orando; orando con constancia y diligencia,
como ha hecho siempre la Iglesia desde los primeros tiempos; orando
de modo particular con el recurso a la intercesión y a la
protección de la Virgen María que es la Reina de la paz.
A María, pues, Venerables Hermanos, se eleven en este mes mariano
nuestras súplicas para implorar con crecido fervor y confianza
sus gracias y favores. Y si las grandes culpas de los hombres
pesan sobre la balanza de la justicia de Dios, y provocan su justo
castigo, sabemos también que el Señor es el "Padre de las
misericordias y el Dios de toda consolación" <2
Cor.1,3> y que María Santísima ha sido constituida por El
administradora y dispensadora generosa de los tesoros de su
misericordia. Que Ella, que ha conocido las penas y las
tribulaciones de aquí abajo, la fatiga del trabajo cotidiano, las
incomodidades y las estrecheces de la pobreza, los dolores del
calvario, socorra, pues, las necesidades de la Iglesia y del mundo,
escuche benignamente las invocaciones de paz que a Ella se elevan
desde todas partes de la tierra, ilumine a los que rigen los
destinos de los pueblos y obtenga de Dios, que domina los vientos
y las tempestades, la calma también en las tormentas de los
corazones que luchan entre sí, y "det nobis pacem in diebus
nostris", la paz verdadera, la que se funda sobre las bases sólidas
y duraderas de la justicia y del amor; justicia al más débil no
menos que al más fuerte, amor que mantenga lejos los extravíos
del egoísmo, de modo que la salvaguardia de los derechos de cada
uno no degenere en olvido o negación del derecho de los otros.
Vosotros, pues, Venerables Hermanos, de la manera que creáis más
conveniente, dad a conocer a vuestros fieles estos Nuestros deseos
y exhortaciones y procurad que durante el próximo mes de mayo se
promuevan en cada una de las Diócesis y cada una de las
parroquias especiales oraciones y que particularmente se dedique
la fiesta consagrada a María Reina, el 31 de mayo, a una solemne
y pública súplica por los fines indicados. Sabed que Nos
contamos de un modo especial con las oraciones de los inocentes y
de los que sufren, puesto que son estas voces las que más que
otras cualesquiera, penetran los cielos y desarman la justicia
divina. Y ya que se ofrece esta oportuna ocasión no dejéis de
inculcar con todo cuidado la práctica del Rosario, la oración
tan querida a la Virgen y tan recomendada por los Sumos Pontífices,
por medio de la cual los fieles pueden cumplir de la manera más
suave y eficaz el mandato del Divino Maestro: "Petite et
dabitur vobis, quaerite et invenietis, pulsate et aperietur vobis"
(Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y os abrirán
- Mat.7,7).
Con estos sentimientos y con la esperanza de que nuestra exhortación
encuentre prontos y dóciles los ánimos de todos, a vosotros,
Venerables Hermanos, y a todos vuestros fieles, impartimos de
corazón la Bendición Apostólica.
|