MARIA DISPENSADORA UNIVERSAL DE TODAS LAS
GRACIAS (*)
S.S.
Pío X
La Santísima Vírgen es Dispensadora
universal de todas las gracias, tanto por su divina Maternidad: que las
obtiene de su Hijo, como por su Maternidad espiritual: que las
distribuye entre sus otros hijos, los hombres. Esto lo hace subordinada
a Cristo, pero de manera inmediata. Y ello por una específica y singular
determinación de la voluntad de Dios, que ha querido otorgar a María
esta doble función: ser Corredentora y Dispensadora, con alcance
universal y para siempre
(*)
Pío X, Encíclica "Ad
diem illum laetissimum" 4 de febrero de 1904.
El culto a la Virgen
María
(**)
S.S.
Juan Pablo II
1. «Al llegar la plenitud
de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4). El culto
mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre,
como recuerda el apóstol Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una
mujer, María de Nazaret.
El misterio de la
maternidad divina y de la cooperación de María a la obra redentora suscita
en los creyentes de todos los tiempos una actitud de alabanza tanto hacia el
Salvador como hacia la mujer que lo engendró en el tiempo, cooperando así a
la redención.
Otro motivo de amor y
gratitud a la santísima Virgen es su maternidad universal. Al elegirla como
Madre de la humanidad entera, el Padre celestial quiso revelar la dimensión
-por decir así- materna de su divina ternura y de su solicitud por los
hombres de todas las épocas.
En el Calvario, Jesús, con
las palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Jn
19,26-27), daba ya anticipadamente a María a todos los que recibirían la
buena nueva de la salvación, y ponía así las premisas de su afecto filial
hacia ella. Siguiendo a san Juan, los cristianos prolongarían con el culto
el amor de Cristo a su madre, acogiéndola en su propia vida.
2. Los textos evangélicos
atestiguan la presencia del culto mariano ya desde los inicios de la
Iglesia.
Los dos primeros capítulos
del evangelio de san Lucas parecen recoger la atención particular que tenían
hacia la Madre de Jesús los judeocristianos, que manifestaban su aprecio por
ella y conservaban celosamente sus recuerdos.
En los relatos de la
infancia, además, podemos captar las expresiones iniciales y las
motivaciones del culto mariano, sintetizadas en las exclamaciones de santa
Isabel: «Bendita tú entre las mujeres (...). ¡Feliz la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,42.45).
Huellas de una veneración
ya difundida en la primera comunidad cristiana se hallan presentes en el
cántico del Magníficat: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones»
(Lc 1,48). Al poner en labios de María esa expresión, los cristianos le
reconocían una grandeza única, que sería proclamada hasta el fin del mundo.
Además, los testimonios
evangélicos (cf. Lc 1,34-35; Mt 1,23 y Jn 1,13), las primeras fórmulas de fe
y un pasaje de san Ignacio de Antioquía (cf. Smirn. 1, 2: SC 10,
155) atestiguan la particular admiración de las primeras comunidades por la
virginidad de María, íntimamente vinculada al misterio de la Encarnación.
El evangelio de san Juan,
señalando la presencia de María al inicio y al final de la vida pública de
su Hijo, da a entender que los primeros cristianos tenían clara conciencia
del papel que desempeña María en la obra de la Redención con plena
dependencia de amor de Cristo.
3. El concilio Vaticano
II, al subrayar el carácter particular del culto mariano, afirma: «María,
exaltada por la gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los
ángeles y hombres, como la santa Madre de Dios, que participó en los
misterios de Cristo, es honrada con razón por la Iglesia con un culto
especial» (Lumen gentium, 66).
Luego, aludiendo a la
oración mariana del siglo III «Sub tuum praesidium» -«Bajo tu amparo»-,
añade que esa peculiaridad aparece desde el inicio: «En efecto, desde los
tiempos más antiguos, se venera a la santísima Virgen con el título de Madre
de Dios, bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus
peligros y necesidades» (ib.).
4. Esta afirmación es
confirmada por la iconografía y la doctrina de los Padres de la Iglesia, ya
desde el siglo II.
En Roma, en las catacumbas
de santa Priscila, se puede admirar la primera representación de la Virgen
con el Niño, mientras, al mismo tiempo, san Justino y san Ireneo hablan de
María como la nueva Eva que con su fe y obediencia repara la incredulidad y
la desobediencia de la primera mujer. Según el Obispo de Lyon, no bastaba
que Adán fuera rescatado en Cristo, sino que «era justo y necesario que Eva
fuera restaurada en María» (Dem., 33). De este modo subraya la
importancia de la mujer en la obra de salvación y pone un fundamento a la
inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que continuará a lo
largo de los siglos cristianos.
5. El culto mariano se
manifestó al principio con la invocación de María como «Theotókos»
[Madre de Dios], título que fue confirmado de forma autorizada, después de
la crisis nestoriana, por el concilio de Éfeso, que se celebró en el año
431.
La misma reacción popular
frente a la posición ambigua y titubeante de Nestorio, que llegó a negar la
maternidad divina de María, y la posterior acogida gozosa de las decisiones
del concilio de Efeso testimonian el arraigo del culto a la Virgen entre los
cristianos. Sin embargo, «sobre todo desde el concilio de Efeso, el culto
del pueblo de Dios hacia María ha crecido admirablemente en veneración y
amor, en oración e imitación» (Lumen gentium, 66). Se expresó
especialmente en las fiestas litúrgicas, entre las que, desde principios del
siglo V, asumió particular relieve «el día de María Theotókos», celebrado el
15 de agosto en Jerusalén y que sucesivamente se convirtió en la fiesta de
la Dormición o la Asunción.
Además, bajo el influjo
del «Protoevangelio de Santiago», se instituyeron las fiestas de la
Natividad, la Concepción y la Presentación, que contribuyeron notablemente a
destacar algunos aspectos importantes del misterio de María.
6. Podemos decir que el
culto mariano se ha desarrollado hasta nuestros días con admirable
continuidad, alternando períodos florecientes con períodos críticos, los
cuales, sin embargo, han tenido con frecuencia el mérito de promover aún más
su renovación.
Después del concilio
Vaticano II, el culto mariano parece destinado a desarrollarse en armonía
con la profundización del misterio de la Iglesia y en diálogo con las
culturas contemporáneas, para arraigarse cada vez más en la fe y en la vida
del pueblo de Dios peregrino en la tierra.
(**) El culto a la Virgen María".
Audiencia General, S.S.Juan Pablo II, 15/10/1997 (L'Osservatore
Romano, edición semanal en lengua española, del 17-10-97).
El rostro materno de María en los primeros siglos
(***)
S.S.
Juan Pablo II
En el antiguo Canon Romano
1. En la constitución Lumen gentium, el Concilio afirma que «los fieles unidos
a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos los santos, conviene también que
veneren la memoria "ante todo de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de
Jesucristo nuestro Dios y Señor"» (n. 52). La constitución conciliar utiliza
los términos del canon romano de la misa, destacando así el hecho de que la fe
en la maternidad divina de María está presente en el pensamiento cristiano ya
desde los primeros siglos.
En la Iglesia naciente, a María se la recuerda con el título de Madre
de Jesús. Es el mismo Lucas quien, en los Hechos de los Apóstoles, le atribuye
este título, que, por lo demás, corresponde a cuanto se dice en los
evangelios: «¿No es éste (...) el hijo de María?», se preguntan los habitantes
de Nazaret, según el relato del evangelista san Marcos (6, 3). «¿No se llama
su madre María?», es la pregunta que refiere san Mateo (13, 55).
Afecta al nacimiento de la Iglesia
2. A los ojos de los discípulos, congregados después de la Ascensión, el
título de Madre de Jesús adquiere todo su significado. María es para ellos una
persona única en su género: recibió la gracia singular de engendrar al
Salvador de la humanidad, vivió mucho tiempo junto a él, y en el Calvario el
Crucificado le pidió que ejerciera una nueva maternidad con respecto a su
discípulo predilecto y, por medio de él, con relación a toda la Iglesia.
Para quienes creen en Jesús y lo siguen, Madre de Jesús es un título
de honor y veneración, y lo seguirá siendo siempre en la vida y en la fe de la
Iglesia. De modo particular, con este título los cristianos quieren afirmar
que nadie puede referirse al origen de Jesús, sin reconocer el papel de la
mujer que lo engendró en el Espíritu según la naturaleza humana. Su función
materna afecta también al nacimiento y al desarrollo de la Iglesia. Los
fieles, recordando el lugar que ocupa María en la vida de Jesús, descubren
todos los días su presencia eficaz también en su propio itinerario espiritual.
La Virgen es precisamente la Madre de Jesucristo
3. Ya desde el comienzo, la Iglesia reconoció la maternidad virginal de María.
Como permiten intuir los evangelios de la infancia, ya las primeras
comunidades cristianas recogieron los recuerdos de María sobre las
circunstancias misteriosas de la concepción y del nacimiento del Salvador. En
particular, el relato de la Anunciación responde al deseo de los discípulos de
conocer de modo más profundo los acontecimientos relacionados con los
comienzos de la vida terrena de Cristo resucitado. En última instancia, María
está en el origen de la revelación sobre el misterio de la concepción virginal
por obra del Espíritu Santo.
Los primeros cristianos captaron
inmediatamente la importancia significativa de esta verdad, que muestra el
origen divino de Jesús, y la incluyeron entre las afirmaciones básicas de su
fe. En realidad, Jesús, hijo de José según la ley, por una intervención
extraordinaria del Espíritu Santo, en su humanidad es hijo únicamente de
María, habiendo nacido sin intervención de hombre alguno.
Así, la virginidad de María adquiere
un valor singular, pues arroja nueva luz sobre el nacimiento y el misterio de
la filiación de Jesús, ya que la generación virginal es el signo de que Jesús
tiene como padre a Dios mismo.
La maternidad virginal, reconocida y
proclamada por la fe de los Padres, nunca jamás podrá separarse de la
identidad de Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios, dado que nació de
María, la Virgen, como profesamos en el símbolo niceno-constantinopolitano.
María es la única virgen que es también madre. La extraordinaria presencia
simultánea de estos dos dones en la persona de la joven de Nazaret impulsó a
los cristianos a llamar a María sencillamente la Virgen, incluso cuando
celebran su maternidad.
Así, la virginidad de María inaugura en la comunidad cristiana la
difusión de la vida virginal, abrazada por los que el Señor ha llamado a ella.
Esta vocación especial, que alcanza su cima en el ejemplo de Cristo,
constituye para la Iglesia de todos los tiempos, que encuentra en María su
inspiración y su modelo, una riqueza espiritual inconmensurable.
Madre del Hijo de Dios
4. La afirmación: «Jesús nació de María, la Virgen», implica ya que en este
acontecimiento se halla presente un misterio trascendente, que sólo puede
hallar su expresión más completa en la verdad de la filiación divina de Jesús.
A esta formulación central de la fe cristiana está estrechamente unida la
verdad de la maternidad divina de María. En efecto, ella es Madre del Verbo
encarnado, que es «Dios de Dios (...), Dios verdadero de Dios verdadero».
El título de Madre de Dios, ya
testimoniado por Mateo en la fórmula equivalente de Madre del Emmanuel, Dios
con nosotros (cf. Mt 1, 23), se atribuyó explícitamente a María sólo después
de una reflexión que duró alrededor de dos siglos. Son los cristianos del
siglo III quienes, en Egipto, comienzan a invocar a María como Theotókos,
Madre de Dios.
Con este título, que encuentra amplio eco en la devoción del pueblo
cristiano, María aparece en la verdadera dimensión de su maternidad: es madre
del Hijo de Dios, a quien engendró virginalmente según la naturaleza humana y
educó con su amor materno, contribuyendo al crecimiento humano de la persona
divina, que vino para transformar el destino de la humanidad.
Madre de Jesús Madre virginal y Madre de Dios
5. De modo muy significativo, la más
antigua plegaria a María (Sub tuum praesidium..., «Bajo tu amparo...»)
contiene la invocación: Theotókos, Madre de Dios. Este título no es fruto de
una reflexión de los teólogos, sino de una intuición de fe del pueblo
cristiano. Los que reconocen a Jesús como Dios se dirigen a María como Madre
de Dios y esperan obtener su poderosa ayuda en las pruebas de la vida.
El concilio de Efeso, en el año 431,
define el dogma de la maternidad divina, atribuyendo oficialmente a María el
título de Theotókos, con referencia a la única persona de Cristo, verdadero
Dios y verdadero hombre.
Las tres expresiones con las que la
Iglesia ha ilustrado a lo largo de los siglos su fe en la maternidad de María:
Madre de Jesús, Madre virginal y Madre de Dios, manifiestan, por tanto, que la
maternidad de María pertenece íntimamente al misterio de la Encarnación. Son
afirmaciones doctrinales, relacionadas también con la piedad popular, que
contribuyen a definir la identidad misma de Cristo.
(***) El rostro materno de la Virgen
María". Audiencia General, S.S.Juan Pablo II, 13/09/1995
María en el Antiguo Testamento
(****)
S.S.
Juan Pablo II
Plenitud del Antiguo Testamento a la luz del
Nuevo
1. «Los libros del Antiguo Testamento describen
la historia de la salvación en la que se va preparando, paso a paso, la
venida de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como se leen en
la Iglesia y se interpretan a la luz de la plena revelación ulterior,
iluminan poco a poco con más claridad la figura de la mujer, Madre del
Redentor» (Lumen Gentium, 55).
Con estas afirmaciones, el concilio Vaticano II nos recuerda cómo se fue
delineando la figura de María desde los comienzos de la historia de la
salvación. Ya se vislumbra en los textos del Antiguo Testamento, pero sólo
se entiende plenamente cuando esos textos se leen en la Iglesia y se
comprenden a la luz del Nuevo Testamento.
En efecto, el Espíritu Santo, al inspirar a los diversos autores humanos,
orientó la Revelación vetero-testamentaria hacia Cristo, que se encarnaría
en el seno de la Virgen María.
María primera aliada de Dios
2. Entre las palabras bíblicas que preanunciaron
a la Madre del Redentor, el Concilio cita, ante todo, aquellas con las que
Dios, después de la caída de Adán y Eva, revela su plan de salvación. El
Señor dice a la serpiente, figura del espíritu del mal: «Enemistad pondré
entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza
mientras tú acechas su calcañar» (Gn 3,15).
Esas expresiones, denominadas por la tradición cristiana, desde el siglo
XVI, Protoevangelio, es decir, primera buena nueva, dejan entrever la
voluntad salvífica de Dios ya desde los orígenes de la humanidad. En
efecto, frente al pecado, según la narración del autor sagrado, la primera
reacción del Señor no consistió en castigar a los culpables, sino en
abrirles una perspectiva de salvación y comprometerlos activamente en la
obra redentora, mostrando su gran generosidad también hacia quienes lo
habían ofendido.
Las palabras del Protoevangelio revelan, además, el singular destino de la
mujer que, a pesar de haber precedido al hombre al ceder ante la tentación
de la serpiente, luego se convierte, en virtud del plan divino, en la
primera aliada de Dios. Eva fue la aliada de la serpiente para arrastrar
al hombre al pecado. Dios anuncia que, invirtiendo esta situación, él hará
de la mujer la enemiga de la serpiente.
Por su misión materna
3. Los exegetas concuerdan en reconocer que el
texto del Génesis, según el original hebreo, no atribuye directamente a la
mujer la acción contra la serpiente, sino a su linaje. De todos modos, el
texto da gran relieve al papel que ella desempeñará en la lucha contra el
tentador: su linaje será el vencedor de la serpiente.
¿Quién es esta mujer? El texto bíblico no refiere su nombre personal, pero
deja vislumbrar una mujer nueva, querida por Dios para reparar la caída de
Eva: ella está llamada a restaurar el papel y la dignidad de la mujer, y a
contribuir al cambio del destino de la humanidad, colaborando mediante su
misión materna a la victoria divina sobre Satanás.
Belleza singular de María modelada por el Espíritu Santo
4. A la luz del Nuevo Testamento y de la
tradición de la Iglesia sabemos que la mujer nueva anunciada por el
Protoevangelio es María, y reconocemos en «su linaje» (Gn 3,15), su hijo,
Jesús, triunfador en el misterio de la Pascua sobre el poder de Satanás.
Observemos, asimismo, que la enemistad puesta por Dios entre la serpiente
y la mujer se realiza en María de dos maneras. Ella, aliada perfecta de
Dios y enemiga del diablo, fue librada completamente del dominio de
Satanás en su concepción inmaculada, cuando fue modelada en la gracia por
el Espíritu Santo y preservada de toda mancha de pecado. Además, María,
asociada a la obra salvífica de su Hijo, estuvo plenamente comprometida en
la lucha contra el espíritu del mal.
Así, los títulos de Inmaculada Concepción y Cooperadora del Redentor, que
la fe de la Iglesia ha atribuido a María para proclamar su belleza
espiritual y su íntima participación en la obra admirable de la Redención,
manifiestan la oposición irreductible entre la serpiente y la nueva Eva.
En solidaridad con María la mujer es la primera aliada de Dios para la
salvación del mundo 5. Los exegetas y teólogos consideran que la luz de la
nueva Eva, María, desde las páginas del Génesis se proyecta sobre toda la
economía de la salvación, y ven ya en ese texto el vínculo que existe
entre María y la Iglesia. Notemos aquí con alegría que el término mujer,
usado en forma genérica por el texto del Génesis, impulsa a asociar con la
Virgen de Nazaret y su tarea en la obra de la salvación especialmente a
las mujeres, llamadas, según el designio divino, a comprometerse en la
lucha contra el espíritu del mal.
Las mujeres que, como Eva, podrían ceder ante la seducción de Satanás, por
la solidaridad con María reciben una fuerza superior para combatir al
enemigo, convirtiéndose en las primeras aliadas de Dios en el camino de la
salvación.
Esta alianza misteriosa de Dios con la mujer se manifiesta en múltiples
formas también en nuestros días: en la asiduidad de las mujeres a la
oración personal y al culto litúrgico, en el servicio de la catequesis y
en el testimonio de la caridad, en las numerosas vocaciones femeninas a la
vida consagrada, en la educación religiosa en familia...
Todos estos signos constituyen una realización muy concreta del oráculo
del Protoevangelio, que, sugiriendo una extensión universal de la palabra
mujer, dentro y más allá de los confines visibles de la Iglesia, muestra
que la vocación única de María es inseparable de la vocación de la
humanidad y, en particular, de la de toda mujer, que se ilumina con la
misión de María, proclamada primera aliada de Dios contra Satanás y el
mal.
(****) La Virgen María en el Protoevangelio". Audiencia General, S.S.Juan Pablo II,
24/01/1996.
La santidad perfecta de la Virgen María
(*****)
S.S.
Juan Pablo II
La Iglesia siempre profundiza en el sentido
de la plenitud de Gracia de María
1. En María, llena de gracia, la Iglesia ha
reconocido a la «toda santa, libre de toda mancha de pecado, (...)
enriquecida desde el primer instante de su concepción con una
resplandeciente santidad del todo singular» (Lumen gentium, 56).
Este reconocimiento requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal,
que llevó a la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción.
El término «hecha llena de gracia» que el ángel aplica a María en la
Anunciación se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de
Nazaret con vistas a la maternidad anunciada, pero indica más directamente
el efecto de la gracia divina en María, pues fue colmada, de forma íntima
y estable, por la gracia divina y, por tanto, santificada. El calificativo
«llena de gracia» tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha
impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.
Su más profunda dimensión conforme al querer de Dios
2. En la catequesis anterior puse de relieve que
en el saludo del ángel la expresión llena de gracia equivale prácticamente
a un nombre: es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre
semítica, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a
que se refiere. Por consiguiente, el título llena de gracia manifiesta la
dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal
manera estaba colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía
ser definida por esta predilección especial.
El Concilio recuerda que a esa verdad aludían los Padres de la Iglesia
cuando llamaban a María la toda santa, afirmando al mismo tiempo que era
«una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen
Gentium, 56).
La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante que lleva a cabo
la santidad personal, realizó en María la nueva creación, haciéndola
plenamente conforme al proyecto de Dios.
Sin mancha alguna
3. Así, la reflexión doctrinal ha podido
atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía
abarcar necesariamente el origen de su vida.
A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina, que
vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María
como «santa y toda hermosa», «pura y sin mancha», alude a su nacimiento
con estas palabras: «Nace como los querubines la que está formada por una
arcilla pura e inmaculada» (Panegírico para la fiesta de la Asunción,
5-6).
Esta última expresión, recordando la creación del primer hombre, formado
por una arcilla no manchada por el pecado, atribuye al nacimiento de María
las mismas características: también el origen de la Virgen fue puro e
inmaculado, es decir, sin ningún pecado. Además, la comparación con los
querubines reafirma la excelencia de la santidad que caracterizó la vida
de María ya desde el inicio de su existencia.
La afirmación de Theoteknos marca una etapa significativa de la reflexión
teológica sobre el misterio de la Madre del Señor. Los Padres griegos y
orientales habían admitido una purificación realizada por la gracia en
María tanto antes de la Encarnación (san Gregorio Nacianceno, Oratio
38,16) como en el momento mismo de la Encarnación (san Efrén, Javeriano de
Gabala y Santiago de Sarug). Theoteknos de Livias parece exigir para María
una pureza absoluta ya desde el inicio de su vida. En efecto, la mujer que
estaba destinada a convertirse en Madre del Salvador no podía menos de
tener un origen perfectamente santo, sin mancha alguna.
María es el inicio de una nueva creación en el mundo
4. En el siglo VIII, Andrés de Creta es el
primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación.
Argumenta así: «Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza
inmaculada, recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían
oscurecido el esplendor y el atractivo de la naturaleza humana; pero
cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera,
en su persona, sus antiguos privilegios, y es formada según un modelo
perfecto y realmente digno de Dios. (...) Hoy comienza la reforma de
nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación
totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación» (Sermón I,
sobre el nacimiento de María).
Más adelante, usando la imagen de la arcilla primitiva, afirma: «El cuerpo
de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, las primicias de la masa
adamítica divinizada en Cristo, la imagen realmente semejante a la belleza
primitiva, la arcilla modelada por las manos del Artista divino» (Sermón I,
sobre la Dormición de María).
La Concepción pura e inmaculada de María
aparece así como el inicio de la nueva creación.
5. Se trata de un privilegio personal concedido
a la mujer elegida para ser la Madre de Cristo, que inaugura el tiempo de
la gracia abundante, querido por Dios para la humanidad entera.
Esta doctrina, recogida en el mismo siglo VIII por san Germán de
Constantinopla y por san Juan Damasceno, ilumina el valor de la santidad
original de María, presentada como el inicio de la redención del mundo.
De este modo, la reflexión eclesial ha recibido y explicitado el sentido
auténtico del título llena de gracia, que el ángel atribuye a la Virgen
santa. María está llena de gracia santificante, y lo está desde el primer
momento de su existencia. Esta gracia, según la carta a los Efesios (Ef 1,
6), es otorgada en Cristo a todos los creyentes. La santidad original de
María constituye el modelo insuperable del don y de la difusión de la
gracia de Cristo en el mundo.
(*****)La santidad perfecta de María". Audiencia General, S.S.
Juan Pablo II, 15/05/1996.
María, fiel colaboradora del Redentor
(******)
S.S.
Juan Pablo II
Llena de Gracia con potestad para aplastar al
Maligno
1. En la reflexión doctrinal de la Iglesia de Oriente, la expresión llena
de gracia, como hemos visto en las anteriores catequesis, fue
interpretada, ya desde el siglo VI, en el sentido de una santidad singular
que reina en María durante toda su existencia. Ella inaugura así la nueva
creación.
Además del relato lucano de la Anunciación, la Tradición y el Magisterio
han considerado el así llamado Protoevangelio (Gn 3, 15) como una fuente
escriturística de la verdad de la Inmaculada Concepción de María. Ese
texto, a partir de la antigua versión latina: «Ella te aplastará la
cabeza», ha inspirado muchas representaciones de la Inmaculada que aplasta
a la serpiente bajo sus pies.
Ya hemos recordado con anterioridad que esta traducción no corresponde al
texto hebraico, en el que quien pisa la cabeza de la serpiente no es la
mujer, sino su linaje, su descendiente. Ese texto, por consiguiente, no
atribuye a María, sino a su Hijo la victoria sobre Satanás. Sin embargo,
dado que la concepción bíblica establece una profunda solidaridad entre el
progenitor y la descendencia, es coherente con el sentido original del
pasaje la representación de la Inmaculada que aplasta a la serpiente, no
por virtud propia sino de la gracia del Hijo.
La Inmaculada es el más noble efecto de la Redención
2. En el mismo texto bíblico, además, se proclama la enemistad entre la
mujer y su linaje, por una parte, y la serpiente y su descendencia, por
otra. Se trata de una hostilidad expresamente establecida por Dios, que
cobra un relieve singular si consideramos la cuestión de la santidad
personal de la Virgen. Para ser la enemiga irreconciliable de la serpiente
y de su linaje, María debía estar exenta de todo dominio del pecado. Y
esto desde el primer momento de su existencia.
A este respecto, la encíclica Fulgens corona, publicada por el Papa Pío
XII en 1953 para conmemorar el centenario de la definición del dogma de la
Inmaculada Concepción, argumenta así: «Si en un momento determinado la
santísima Virgen María hubiera quedado privada de la gracia divina, por
haber sido contaminada en su concepción por la mancha hereditaria del
pecado, entre ella y la serpiente no habría ya –al menos durante ese
período de tiempo, por más breve que fuera– la enemistad eterna de la que
se habla desde la tradición primitiva hasta la solemne definición de la
Inmaculada Concepción, sino más bien cierta servidumbre» (AAS 45 [1953],
579).
La absoluta enemistad puesta por Dios entre la mujer y el demonio exige,
por tanto, en María la Inmaculada Concepción, es decir, una ausencia total
de pecado, ya desde el inicio de su vida. El Hijo de María obtuvo la
victoria definitiva sobre Satanás e hizo beneficiaria anticipadamente a su
Madre, preservándola del pecado. Como consecuencia, el Hijo le concedió el
poder de resistir al demonio, realizando así en el misterio de la
Inmaculada Concepción el más notable efecto de su obra redentora.
La mujer vestida de sol es María y la Iglesia
3. El apelativo llena de gracia y el Protoevangelio, al atraer nuestra
atención hacia la santidad especial de María y hacia el hecho de que fue
completamente librada del influjo de Satanás, nos hacen intuir en el
privilegio único concedido a María por el Señor el inicio de un nuevo
orden, que es fruto de la amistad con Dios y que implica, en consecuencia,
una enemistad profunda entre la serpiente y los hombres.
Como testimonio bíblico en favor de la Inmaculada Concepción de María, se
suele citar también el capítulo 12 del Apocalipsis, en el que se habla de
la «mujer vestida de sol» (Ap 12, 1). La exégesis actual concuerda en ver
en esa mujer a la comunidad del pueblo de Dios, que da a luz con dolor al
Mesías resucitado. Pero, además de la interpretación colectiva, el texto
sugiere también una individual, cuando afirma: «La mujer dio a luz un hijo
varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro» (Ap
12, 5). Así, haciendo referencia al parto, se admite cierta identificación
de la mujer vestida de sol con María, la mujer que dio a luz al Mesías. La
mujer-comunidad está descrita con los rasgos de la mujer-Madre de Jesús.
Caracterizada por su maternidad, la mujer «está encinta, y grita con los
dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12, 2). Esta
observación remite a la Madre de Jesús al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25),
donde participa, con el alma traspasada por la espada (cf. Lc 2, 35), en
los dolores del parto de la comunidad de los discípulos. A pesar de sus
sufrimientos, está vestida de sol, es decir, lleva el reflejo del
esplendor divino, y aparece como signo grandioso de la relación esponsal
de Dios con su pueblo.
Estas imágenes, aunque no indican directamente el privilegio de la
Inmaculada Concepción, pueden interpretarse como expresión de la solicitud
amorosa del Padre que llena a María con la gracia de Cristo y el esplendor
del Espíritu.
Por último, el Apocalipsis invita a reconocer más particularmente la
dimensión eclesial de la personalidad de María: la mujer vestida de sol
representa la santidad de la Iglesia, que se realiza plenamente en la
santísima Virgen, en virtud de una gracia singular.
María sin pecado es fiel colaboradora del Redentor
4. A esas afirmaciones escriturísticas, en las que se basan la Tradición y
el Magisterio para fundamentar la doctrina de la Inmaculada Concepción,
parecerían oponerse los textos bíblicos que afirman la universalidad del
pecado.
El Antiguo Testamento habla de un contagio del pecado que afecta a «todo
nacido de mujer» (Sal 50, 7; Jb 14, 2). En el Nuevo Testamento, san Pablo
declara que, como consecuencia de la culpa de Adán, «todos pecaron» y que
«el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación» (Rm
5, 12.18). Por consiguiente, como recuerda el Catecismo de la Iglesia
católica, el pecado original «afecta a la naturaleza humana», que se
encuentra así «en un estado caído». Por eso, el pecado se transmite «por
propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una
naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales» (n.
404). San Pablo admite una excepción de esa ley universal: Cristo, que «no
conoció pecado» (2 Cor 5, 21) y así pudo hacer que sobreabundara la gracia
«donde abundó el pecado» (Rm 5, 20).
Estas afirmaciones no llevan necesariamente a concluir que María forma
parte de la humanidad pecadora. El paralelismo que san Pablo establece
entre Adán y Cristo se completa con el que establece entre Eva y María: el
papel de la mujer, notable en el drama del pecado, lo es también en la
redención de la humanidad.
San Ireneo presenta a María como la nueva Eva que, con su fe y su
obediencia, contrapesa la incredulidad y la desobediencia de Eva. Ese
papel en la economía de la salvación exige la ausencia de pecado. Era
conveniente que, al igual que Cristo, nuevo Adán, también María, nueva
Eva, no conociera el pecado y fuera así más apta para cooperar en la
redención.
El pecado, que como torrente arrastra a la humanidad, se detiene ante el
Redentor y su fiel colaboradora. Con una diferencia sustancial: Cristo es
totalmente santo en virtud de la gracia que en su humanidad brota de la
persona divina; y María es totalmente santa en virtud de la gracia
recibida por los méritos del Salvador.
(******)"María fiel colaboradora del Redentor".Audiencia General, S.S.
Juan Pablo II, 29/05/1996.
María, hija predilecta del Padre
(*******)
S.S.
Juan Pablo II
1. Pocos días después de la inauguración del
gran jubileo, me alegra iniciar hoy la primera audiencia general del año
2000 expresando a todos los presentes mi más cordial deseo para el Año
jubilar: que constituya realmente un "tiempo fuerte" de gracia,
reconciliación y renovación interior.
El año pasado, el último de los que dedicamos a la preparación inmediata
del jubileo, profundizamos juntos en el misterio del Padre. Hoy, al
concluir ese ciclo de reflexiones y casi como una especial introducción a
las catequesis del Año santo, queremos hablar una vez más con amor sobre
la persona de María.
En ella, "hija predilecta del Padre" (Lumen Gentium, 53), se manifestó el
plan divino de amor para la humanidad. El Padre, al destinarla a
convertirse en la madre de su Hijo, la eligió entre todas las criaturas y
la elevó a la más alta dignidad y misión al servicio de su pueblo.
Este plan del Padre comienza a manifestarse en el "Protoevangelio",
cuando, después de la caída de Adán y Eva, Dios anuncia que pondrá
enemistad entre la serpiente y la mujer: el hijo de la mujer aplastará la
cabeza de la serpiente (cf. Gn 3, 15).
La promesa comienza a realizarse en la Anunciación, cuando el ángel dirige
a María la propuesta de convertirse en Madre del Salvador.
2. "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28). Las primeras palabras que el
Padre dirige a María, a través del ángel, son una fórmula de saludo que se
puede entender como una invitación a la alegría, invitación que recuerda
la que dirigió a todo el pueblo de Israel el profeta Zacarías: "¡Alégrate
sobremanera, hija de Sión; grita de júbilo, hija de Jerusalén! He aquí que
viene a ti tu rey" (Za 9, 9; cf. también So 3, 14-18). Con estas primeras
palabras dirigidas a María, el Padre revela su intención de comunicar a la
humanidad la alegría verdadera y definitiva. La alegría propia del Padre,
que consiste en tener a su lado al Hijo, es ofrecida a todos, pero ante
todo es encomendada a María, para que desde ella se difunda a la comunidad
humana.
3. En María la invitación a la alegría está vinculada al don especial que
había recibido del Padre: "Llena de gracia". La expresión griega, con
acierto, suele traducirse "llena de gracia", pues se trata de una
abundancia que alcanza su máximo grado.
Podemos notar que la expresión suena como si constituyera el nombre mismo
de María, el "nombre" que le dio el Padre desde el origen de su
existencia. En efecto, desde su concepción su alma está colmada de todas
las bendiciones, que le permitirán un camino de eminente santidad a lo
largo de toda su existencia terrena. En el rostro de María se refleja el
rostro misterioso del Padre. La ternura infinita de Dios-Amor se revela en
los rasgos maternos de la Madre de Jesús.
4. María es la única madre que puede decir, hablando de Jesús, "mi hijo",
como lo dice el Padre: "Tú eres mi Hijo" (Mc 1, 11). Por su parte, Jesús
dice al Padre: "Abbá", "Papá" (cf. Mc 14, 36), mientras dice "mamá" a
María, poniendo en este nombre todo su afecto filial
.
En la vida pública, cuando deja a su madre en Nazaret, al encontrarse con
ella la llama "mujer", para subrayar que él ya sólo recibe órdenes del
Padre, pero también para declarar que ella no es simplemente una madre
biológica, sino que tiene una misión que desempeñar como "Hija de Sión" y
madre del pueblo de la nueva Alianza. En cuanto tal, María permanece
siempre orientada a la plena adhesión a la voluntad del Padre.
No era el caso de toda la familia de Jesús. El cuarto evangelio nos revela
que sus parientes "no creían en él" (Jn 7, 5) y san Marcos refiere que
"fueron a hacerse cargo de él, pues decían: "Está fuera de sí"" (Mc 3,
21). Podemos tener la certeza de que las disposiciones íntimas de María
eran completamente diversas. Nos lo asegura el evangelio de san Lucas, en
el que María se presenta a sí misma como la humilde "esclava del Señor" (Lc
1, 38). Desde esta perspectiva se ha de leer la respuesta que dio Jesús
cuando "le anunciaron: "Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren
verte"" (Lc 8, 20; cf. Mt 12, 46-47; Mc 3, 32); Jesús respondió: "Mi madre
y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen" (Lc
8, 21). En efecto, María es un modelo de escucha de la palabra de Dios (cf.
Lc 2, 19. 51) y de docilidad a ella.
5. La Virgen conservó y renovó con perseverancia la completa
disponibilidad que había expresado en la Anunciación. El inmenso
privilegio y la excelsa misión de ser Madre del Hijo de Dios no cambiaron
su conducta de humilde sumisión al plan del Padre. Entre los demás
aspectos de ese plan divino, ella asumió el compromiso educativo implicado
en su maternidad. La madre no es sólo la que da a luz, sino también la que
se compromete activamente en la formación y el desarrollo de la
personalidad del hijo. Seguramente, el comportamiento de María influyó en
la conducta de Jesús. Se puede pensar, por ejemplo, que el gesto del
lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 4-5), que dejó a sus discípulos como
modelo para seguir (cf. Jn 13, 14-15), reflejaba lo que Jesús mismo había
observado desde su infancia en el comportamiento de María, cuando ella
lavaba los pies a los huéspedes, con espíritu de servicio humilde.
Según el testimonio del evangelio, Jesús, en el período transcurrido en
Nazaret, estaba "sujeto" a María y a José (cf. Lc 2, 51). Así recibió de
María una verdadera educación, que forjó su humanidad. Por otra parte,
María se dejaba influir y formar por su hijo. En la progresiva
manifestación de Jesús descubrió cada vez más profundamente al Padre y le
hizo el homenaje de todo el amor de su corazón filial. Su tarea consiste
ahora en ayudar a la Iglesia a caminar como ella tras las huellas de
Cristo.
(*******)"María hija predilecta del Padre". Audiencia General, S.S.
Juan Pablo II, 5/01/2000.
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