El Santo Rosario           

 

    TEXTOS PARA HACER  LECTURA ESPIRITUAL Y ORACIÓN 

    CON LA MADRE DEL REDENTOR

    EXTRAÍDOS DE "LUMEN GENTIUM" DEL CONCILIO VATICANO II, Y DE LA CATEQUESIS DE S.S. JUAN PABLO II

 

MATERNIDAD ESPIRITUAL DE MARIA EN LA IGLESIA 

Concilio Vaticano II  - Constitución dogmática "Lumen Gentium", Cap. III)   

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS,
EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

 

I. INTRODUCCIÓN

La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo

52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, "cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos" (Gal 4,4-5). "El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen". Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria, "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo".

La Santísima Virgen y la Iglesia

53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

Intención del Concilio

54. Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el Divino Redentor, realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos. Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquélla, que en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros.

II. OFICIO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA ECONOMÍA
DE LA SALVACIÓN

La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento

55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3,15). Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (Is 7,14; Miq 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne. 

María en la Anunciación

56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuirá a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que renueva todas las cosas y que fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio. Por eso, no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de gracia" (cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estima a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, "obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero". Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe" ; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y afirman con mayor frecuencia: "La muerte vino por Eva; por María, la vida".

La Santísima Virgen y el Niño Jesús

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en a salvación prometida, y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor en el Templo, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cfr. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. lc., 2,41-51).

La Santísima Virgen en el ministerio público de Jesús

58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente; ya al principio durante las nupcias de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2,1-11). En el decurso de su predicación recibió las palabras con las que el Hijo (cf. Lc 2,19-51), elevando el Reino de Dios sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente (cf. Mc 3,35; Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y, por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús, moribundo en la Cruz con estas palabras: "¡Mujer, he ahí a tu hijo!" (Jn19,26-27).

La Santísima Virgen después de la Ascensión de Jesús

59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los Apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración con las mujeres, y María la Madre de Jesús y los hermanos de éste" (Act 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación. Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap19,16) y vencedor del pecado y de la muerte.

III. LA SANTÍSIMA VIRGEN Y LA IGLESIA

María, esclava del Señor, en la obra de la redención y de la santificación

60. Unico es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: "Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos" (1 Tim 2,5-6). Pero la misión maternal de María hacia los hombres, de ninguna manera obscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del Divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

Maternidad espiritual de María

61. La Santísima Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.

María, Mediadora

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Santísima Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.

Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única. La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado: lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

María, como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia

63. La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. la Madre de Dios es tipo de la Iglesia, orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Porque en el misterio de la Iglesia que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, practicando una fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29), a saber, los fieles a cuya generación y educación coopera con amor materno.

Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia

64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre por la palabra de Dios fielmente recibida: en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad.

Virtudes de María que debe imitar la Iglesia

65. Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cf. Ef 5,27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo. Porque María, que habiendo entrado íntimamente en la historia de la Salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso tipo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y bendiciendo en todas las cosas la divina voluntad. Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón, la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

IV. CULTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA IGLESIA

Naturaleza y fundamento del culto

66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue ensalzada por encima todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Santísima Virgen es venerada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas. Especialmente desde el Sínodo de Efeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la invocación e imitación, según palabras proféticas de ella misma: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso" (Lc 1,48). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1,15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1,19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.

Espíritu de la predicación y del culto

67. El Sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Santísima Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los Santos. Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración, como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección de Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Santísima Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad, y, con diligencia, aparten todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

V. MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO
PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE

María, signo del pueblo de Dios

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf., 2 Pe 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo.

María interceda por la unión de los cristianos

69. Ofrece gran gozo y consuelo para este Sacrosanto Sínodo, el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que asistió con sus oraciones a la naciente Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos tanto los que se honran con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad.

 

Selección de textos referidos a este punto de la Encíclica

MARIA DISPENSADORA UNIVERSAL DE TODAS LAS GRACIAS (*)

S.S. Pío X

La Santísima Vírgen es Dispensadora universal de todas las gracias, tanto por su divina Maternidad: que las obtiene de su Hijo, como por su Maternidad espiritual: que las distribuye entre sus otros hijos, los hombres. Esto lo hace subordinada a Cristo, pero de manera inmediata. Y ello por una específica y singular determinación de la voluntad de Dios, que ha querido otorgar a María esta doble función: ser Corredentora y Dispensadora, con alcance universal y para siempre

(*) Pío X, Encíclica "Ad diem illum laetissimum" 4 de febrero de 1904.

 


El culto a la Virgen María (**)

S.S. Juan Pablo II

1. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4). El culto mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret.

El misterio de la maternidad divina y de la cooperación de María a la obra redentora suscita en los creyentes de todos los tiempos una actitud de alabanza tanto hacia el Salvador como hacia la mujer que lo engendró en el tiempo, cooperando así a la redención.

Otro motivo de amor y gratitud a la santísima Virgen es su maternidad universal. Al elegirla como Madre de la humanidad entera, el Padre celestial quiso revelar la dimensión -por decir así- materna de su divina ternura y de su solicitud por los hombres de todas las épocas.

En el Calvario, Jesús, con las palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27), daba ya anticipadamente a María a todos los que recibirían la buena nueva de la salvación, y ponía así las premisas de su afecto filial hacia ella. Siguiendo a san Juan, los cristianos prolongarían con el culto el amor de Cristo a su madre, acogiéndola en su propia vida.

2. Los textos evangélicos atestiguan la presencia del culto mariano ya desde los inicios de la Iglesia.

Los dos primeros capítulos del evangelio de san Lucas parecen recoger la atención particular que tenían hacia la Madre de Jesús los judeocristianos, que manifestaban su aprecio por ella y conservaban celosamente sus recuerdos.

En los relatos de la infancia, además, podemos captar las expresiones iniciales y las motivaciones del culto mariano, sintetizadas en las exclamaciones de santa Isabel: «Bendita tú entre las mujeres (...). ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,42.45).

Huellas de una veneración ya difundida en la primera comunidad cristiana se hallan presentes en el cántico del Magníficat: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). Al poner en labios de María esa expresión, los cristianos le reconocían una grandeza única, que sería proclamada hasta el fin del mundo.

Además, los testimonios evangélicos (cf. Lc 1,34-35; Mt 1,23 y Jn 1,13), las primeras fórmulas de fe y un pasaje de san Ignacio de Antioquía (cf. Smirn. 1, 2: SC 10, 155) atestiguan la particular admiración de las primeras comunidades por la virginidad de María, íntimamente vinculada al misterio de la Encarnación.

El evangelio de san Juan, señalando la presencia de María al inicio y al final de la vida pública de su Hijo, da a entender que los primeros cristianos tenían clara conciencia del papel que desempeña María en la obra de la Redención con plena dependencia de amor de Cristo.

3. El concilio Vaticano II, al subrayar el carácter particular del culto mariano, afirma: «María, exaltada por la gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y hombres, como la santa Madre de Dios, que participó en los misterios de Cristo, es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial» (Lumen gentium, 66).

Luego, aludiendo a la oración mariana del siglo III «Sub tuum praesidium» -«Bajo tu amparo»-, añade que esa peculiaridad aparece desde el inicio: «En efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la santísima Virgen con el título de Madre de Dios, bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades» (ib.).

4. Esta afirmación es confirmada por la iconografía y la doctrina de los Padres de la Iglesia, ya desde el siglo II.

En Roma, en las catacumbas de santa Priscila, se puede admirar la primera representación de la Virgen con el Niño, mientras, al mismo tiempo, san Justino y san Ireneo hablan de María como la nueva Eva que con su fe y obediencia repara la incredulidad y la desobediencia de la primera mujer. Según el Obispo de Lyon, no bastaba que Adán fuera rescatado en Cristo, sino que «era justo y necesario que Eva fuera restaurada en María» (Dem., 33). De este modo subraya la importancia de la mujer en la obra de salvación y pone un fundamento a la inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que continuará a lo largo de los siglos cristianos.

5. El culto mariano se manifestó al principio con la invocación de María como «Theotókos» [Madre de Dios], título que fue confirmado de forma autorizada, después de la crisis nestoriana, por el concilio de Éfeso, que se celebró en el año 431.

La misma reacción popular frente a la posición ambigua y titubeante de Nestorio, que llegó a negar la maternidad divina de María, y la posterior acogida gozosa de las decisiones del concilio de Efeso testimonian el arraigo del culto a la Virgen entre los cristianos. Sin embargo, «sobre todo desde el concilio de Efeso, el culto del pueblo de Dios hacia María ha crecido admirablemente en veneración y amor, en oración e imitación» (Lumen gentium, 66). Se expresó especialmente en las fiestas litúrgicas, entre las que, desde principios del siglo V, asumió particular relieve «el día de María Theotókos», celebrado el 15 de agosto en Jerusalén y que sucesivamente se convirtió en la fiesta de la Dormición o la Asunción.

Además, bajo el influjo del «Protoevangelio de Santiago», se instituyeron las fiestas de la Natividad, la Concepción y la Presentación, que contribuyeron notablemente a destacar algunos aspectos importantes del misterio de María.

6. Podemos decir que el culto mariano se ha desarrollado hasta nuestros días con admirable continuidad, alternando períodos florecientes con períodos críticos, los cuales, sin embargo, han tenido con frecuencia el mérito de promover aún más su renovación.

Después del concilio Vaticano II, el culto mariano parece destinado a desarrollarse en armonía con la profundización del misterio de la Iglesia y en diálogo con las culturas contemporáneas, para arraigarse cada vez más en la fe y en la vida del pueblo de Dios peregrino en la tierra.

(**) El culto a la Virgen María". Audiencia General, S.S.Juan Pablo II, 15/10/1997 (L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 17-10-97).
 
 

 
 
El rostro materno de María en los primeros siglos (***)
 

S.S. Juan Pablo II

 
En el antiguo Canon Romano    

1. En la constitución Lumen gentium, el Concilio afirma que «los fieles unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos los santos, conviene también que veneren la memoria "ante todo de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor"» (n. 52). La constitución conciliar utiliza los términos del canon romano de la misa, destacando así el hecho de que la fe en la maternidad divina de María está presente en el pensamiento cristiano ya desde los primeros siglos.

En la Iglesia naciente, a María se la recuerda con el título de Madre de Jesús. Es el mismo Lucas quien, en los Hechos de los Apóstoles, le atribuye este título, que, por lo demás, corresponde a cuanto se dice en los evangelios: «¿No es éste (...) el hijo de María?», se preguntan los habitantes de Nazaret, según el relato del evangelista san Marcos (6, 3). «¿No se llama su madre María?», es la pregunta que refiere san Mateo (13, 55).
 
Afecta al nacimiento de la Iglesia    

2. A los ojos de los discípulos, congregados después de la Ascensión, el título de Madre de Jesús adquiere todo su significado. María es para ellos una persona única en su género: recibió la gracia singular de engendrar al Salvador de la humanidad, vivió mucho tiempo junto a él, y en el Calvario el Crucificado le pidió que ejerciera una nueva maternidad con respecto a su discípulo predilecto y, por medio de él, con relación a toda la Iglesia.

Para quienes creen en Jesús y lo siguen, Madre de Jesús es un título de honor y veneración, y lo seguirá siendo siempre en la vida y en la fe de la Iglesia. De modo particular, con este título los cristianos quieren afirmar que nadie puede referirse al origen de Jesús, sin reconocer el papel de la mujer que lo engendró en el Espíritu según la naturaleza humana. Su función materna afecta también al nacimiento y al desarrollo de la Iglesia. Los fieles, recordando el lugar que ocupa María en la vida de Jesús, descubren todos los días su presencia eficaz también en su propio itinerario espiritual.
 
La Virgen es precisamente la Madre de Jesucristo    

3. Ya desde el comienzo, la Iglesia reconoció la maternidad virginal de María. Como permiten intuir los evangelios de la infancia, ya las primeras comunidades cristianas recogieron los recuerdos de María sobre las circunstancias misteriosas de la concepción y del nacimiento del Salvador. En particular, el relato de la Anunciación responde al deseo de los discípulos de conocer de modo más profundo los acontecimientos relacionados con los comienzos de la vida terrena de Cristo resucitado. En última instancia, María está en el origen de la revelación sobre el misterio de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo.

Los primeros cristianos captaron inmediatamente la importancia significativa de esta verdad, que muestra el origen divino de Jesús, y la incluyeron entre las afirmaciones básicas de su fe. En realidad, Jesús, hijo de José según la ley, por una intervención extraordinaria del Espíritu Santo, en su humanidad es hijo únicamente de María, habiendo nacido sin intervención de hombre alguno.

Así, la virginidad de María adquiere un valor singular, pues arroja nueva luz sobre el nacimiento y el misterio de la filiación de Jesús, ya que la generación virginal es el signo de que Jesús tiene como padre a Dios mismo.

La maternidad virginal, reconocida y proclamada por la fe de los Padres, nunca jamás podrá separarse de la identidad de Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios, dado que nació de María, la Virgen, como profesamos en el símbolo niceno-constantinopolitano. María es la única virgen que es también madre. La extraordinaria presencia simultánea de estos dos dones en la persona de la joven de Nazaret impulsó a los cristianos a llamar a María sencillamente la Virgen, incluso cuando celebran su maternidad.

Así, la virginidad de María inaugura en la comunidad cristiana la difusión de la vida virginal, abrazada por los que el Señor ha llamado a ella. Esta vocación especial, que alcanza su cima en el ejemplo de Cristo, constituye para la Iglesia de todos los tiempos, que encuentra en María su inspiración y su modelo, una riqueza espiritual inconmensurable.
 
Madre del Hijo de Dios     

4. La afirmación: «Jesús nació de María, la Virgen», implica ya que en este acontecimiento se halla presente un misterio trascendente, que sólo puede hallar su expresión más completa en la verdad de la filiación divina de Jesús. A esta formulación central de la fe cristiana está estrechamente unida la verdad de la maternidad divina de María. En efecto, ella es Madre del Verbo encarnado, que es «Dios de Dios (...), Dios verdadero de Dios verdadero».

El título de Madre de Dios, ya testimoniado por Mateo en la fórmula equivalente de Madre del Emmanuel, Dios con nosotros (cf. Mt 1, 23), se atribuyó explícitamente a María sólo después de una reflexión que duró alrededor de dos siglos. Son los cristianos del siglo III quienes, en Egipto, comienzan a invocar a María como Theotókos, Madre de Dios.

Con este título, que encuentra amplio eco en la devoción del pueblo cristiano, María aparece en la verdadera dimensión de su maternidad: es madre del Hijo de Dios, a quien engendró virginalmente según la naturaleza humana y educó con su amor materno, contribuyendo al crecimiento humano de la persona divina, que vino para transformar el destino de la humanidad.
 
Madre de Jesús Madre virginal y Madre de Dios    

5. De modo muy significativo, la más antigua plegaria a María (Sub tuum praesidium..., «Bajo tu amparo...») contiene la invocación: Theotókos, Madre de Dios. Este título no es fruto de una reflexión de los teólogos, sino de una intuición de fe del pueblo cristiano. Los que reconocen a Jesús como Dios se dirigen a María como Madre de Dios y esperan obtener su poderosa ayuda en las pruebas de la vida.

El concilio de Efeso, en el año 431, define el dogma de la maternidad divina, atribuyendo oficialmente a María el título de Theotókos, con referencia a la única persona de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Las tres expresiones con las que la Iglesia ha ilustrado a lo largo de los siglos su fe en la maternidad de María: Madre de Jesús, Madre virginal y Madre de Dios, manifiestan, por tanto, que la maternidad de María pertenece íntimamente al misterio de la Encarnación. Son afirmaciones doctrinales, relacionadas también con la piedad popular, que contribuyen a definir la identidad misma de Cristo.

(***) El rostro materno de la Virgen María". Audiencia General, S.S.Juan Pablo II, 13/09/1995

 


María en el Antiguo Testamento (****)

S.S. Juan Pablo II

Plenitud del Antiguo Testamento a la luz del Nuevo

1. «Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación en la que se va preparando, paso a paso, la venida de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como se leen en la Iglesia y se interpretan a la luz de la plena revelación ulterior, iluminan poco a poco con más claridad la figura de la mujer, Madre del Redentor» (Lumen Gentium, 55).

Con estas afirmaciones, el concilio Vaticano II nos recuerda cómo se fue delineando la figura de María desde los comienzos de la historia de la salvación. Ya se vislumbra en los textos del Antiguo Testamento, pero sólo se entiende plenamente cuando esos textos se leen en la Iglesia y se comprenden a la luz del Nuevo Testamento.

En efecto, el Espíritu Santo, al inspirar a los diversos autores humanos, orientó la Revelación vetero-testamentaria hacia Cristo, que se encarnaría en el seno de la Virgen María.

María primera aliada de Dios

2. Entre las palabras bíblicas que preanunciaron a la Madre del Redentor, el Concilio cita, ante todo, aquellas con las que Dios, después de la caída de Adán y Eva, revela su plan de salvación. El Señor dice a la serpiente, figura del espíritu del mal: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañar» (Gn 3,15).

Esas expresiones, denominadas por la tradición cristiana, desde el siglo XVI, Protoevangelio, es decir, primera buena nueva, dejan entrever la voluntad salvífica de Dios ya desde los orígenes de la humanidad. En efecto, frente al pecado, según la narración del autor sagrado, la primera reacción del Señor no consistió en castigar a los culpables, sino en abrirles una perspectiva de salvación y comprometerlos activamente en la obra redentora, mostrando su gran generosidad también hacia quienes lo habían ofendido.

Las palabras del Protoevangelio revelan, además, el singular destino de la mujer que, a pesar de haber precedido al hombre al ceder ante la tentación de la serpiente, luego se convierte, en virtud del plan divino, en la primera aliada de Dios. Eva fue la aliada de la serpiente para arrastrar al hombre al pecado. Dios anuncia que, invirtiendo esta situación, él hará de la mujer la enemiga de la serpiente.

Por su misión materna

3. Los exegetas concuerdan en reconocer que el texto del Génesis, según el original hebreo, no atribuye directamente a la mujer la acción contra la serpiente, sino a su linaje. De todos modos, el texto da gran relieve al papel que ella desempeñará en la lucha contra el tentador: su linaje será el vencedor de la serpiente.

¿Quién es esta mujer? El texto bíblico no refiere su nombre personal, pero deja vislumbrar una mujer nueva, querida por Dios para reparar la caída de Eva: ella está llamada a restaurar el papel y la dignidad de la mujer, y a contribuir al cambio del destino de la humanidad, colaborando mediante su misión materna a la victoria divina sobre Satanás.

Belleza singular de María modelada por el Espíritu Santo

4. A la luz del Nuevo Testamento y de la tradición de la Iglesia sabemos que la mujer nueva anunciada por el Protoevangelio es María, y reconocemos en «su linaje» (Gn 3,15), su hijo, Jesús, triunfador en el misterio de la Pascua sobre el poder de Satanás.

Observemos, asimismo, que la enemistad puesta por Dios entre la serpiente y la mujer se realiza en María de dos maneras. Ella, aliada perfecta de Dios y enemiga del diablo, fue librada completamente del dominio de Satanás en su concepción inmaculada, cuando fue modelada en la gracia por el Espíritu Santo y preservada de toda mancha de pecado. Además, María, asociada a la obra salvífica de su Hijo, estuvo plenamente comprometida en la lucha contra el espíritu del mal.

Así, los títulos de Inmaculada Concepción y Cooperadora del Redentor, que la fe de la Iglesia ha atribuido a María para proclamar su belleza espiritual y su íntima participación en la obra admirable de la Redención, manifiestan la oposición irreductible entre la serpiente y la nueva Eva.

En solidaridad con María la mujer es la primera aliada de Dios para la salvación del mundo 5. Los exegetas y teólogos consideran que la luz de la nueva Eva, María, desde las páginas del Génesis se proyecta sobre toda la economía de la salvación, y ven ya en ese texto el vínculo que existe entre María y la Iglesia. Notemos aquí con alegría que el término mujer, usado en forma genérica por el texto del Génesis, impulsa a asociar con la Virgen de Nazaret y su tarea en la obra de la salvación especialmente a las mujeres, llamadas, según el designio divino, a comprometerse en la lucha contra el espíritu del mal.

Las mujeres que, como Eva, podrían ceder ante la seducción de Satanás, por la solidaridad con María reciben una fuerza superior para combatir al enemigo, convirtiéndose en las primeras aliadas de Dios en el camino de la salvación.

Esta alianza misteriosa de Dios con la mujer se manifiesta en múltiples formas también en nuestros días: en la asiduidad de las mujeres a la oración personal y al culto litúrgico, en el servicio de la catequesis y en el testimonio de la caridad, en las numerosas vocaciones femeninas a la vida consagrada, en la educación religiosa en familia...

Todos estos signos constituyen una realización muy concreta del oráculo del Protoevangelio, que, sugiriendo una extensión universal de la palabra mujer, dentro y más allá de los confines visibles de la Iglesia, muestra que la vocación única de María es inseparable de la vocación de la humanidad y, en particular, de la de toda mujer, que se ilumina con la misión de María, proclamada primera aliada de Dios contra Satanás y el mal.

(****) La Virgen María en el Protoevangelio". Audiencia General, S.S.Juan Pablo II, 24/01/1996.

 


La santidad perfecta de la Virgen María (*****)

S.S. Juan Pablo II

La Iglesia siempre profundiza en el sentido de la plenitud de Gracia de María

1. En María, llena de gracia, la Iglesia ha reconocido a la «toda santa, libre de toda mancha de pecado, (...) enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular» (Lumen gentium, 56).
Este reconocimiento requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal, que llevó a la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción.
El término «hecha llena de gracia» que el ángel aplica a María en la Anunciación se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de Nazaret con vistas a la maternidad anunciada, pero indica más directamente el efecto de la gracia divina en María, pues fue colmada, de forma íntima y estable, por la gracia divina y, por tanto, santificada. El calificativo «llena de gracia» tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.

Su más profunda dimensión conforme al querer de Dios

2. En la catequesis anterior puse de relieve que en el saludo del ángel la expresión llena de gracia equivale prácticamente a un nombre: es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre semítica, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a que se refiere. Por consiguiente, el título llena de gracia manifiesta la dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal manera estaba colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía ser definida por esta predilección especial.
El Concilio recuerda que a esa verdad aludían los Padres de la Iglesia cuando llamaban a María la toda santa, afirmando al mismo tiempo que era «una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen Gentium, 56).
La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante que lleva a cabo la santidad personal, realizó en María la nueva creación, haciéndola plenamente conforme al proyecto de Dios.

Sin mancha alguna

3. Así, la reflexión doctrinal ha podido atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía abarcar necesariamente el origen de su vida.
A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina, que vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María como «santa y toda hermosa», «pura y sin mancha», alude a su nacimiento con estas palabras: «Nace como los querubines la que está formada por una arcilla pura e inmaculada» (Panegírico para la fiesta de la Asunción, 5-6).
Esta última expresión, recordando la creación del primer hombre, formado por una arcilla no manchada por el pecado, atribuye al nacimiento de María las mismas características: también el origen de la Virgen fue puro e inmaculado, es decir, sin ningún pecado. Además, la comparación con los querubines reafirma la excelencia de la santidad que caracterizó la vida de María ya desde el inicio de su existencia.
La afirmación de Theoteknos marca una etapa significativa de la reflexión teológica sobre el misterio de la Madre del Señor. Los Padres griegos y orientales habían admitido una purificación realizada por la gracia en María tanto antes de la Encarnación (san Gregorio Nacianceno, Oratio 38,16) como en el momento mismo de la Encarnación (san Efrén, Javeriano de Gabala y Santiago de Sarug). Theoteknos de Livias parece exigir para María una pureza absoluta ya desde el inicio de su vida. En efecto, la mujer que estaba destinada a convertirse en Madre del Salvador no podía menos de tener un origen perfectamente santo, sin mancha alguna.

María es el inicio de una nueva creación en el mundo

4. En el siglo VIII, Andrés de Creta es el primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación. Argumenta así: «Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el esplendor y el atractivo de la naturaleza humana; pero cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera, en su persona, sus antiguos privilegios, y es formada según un modelo perfecto y realmente digno de Dios. (...) Hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación» (Sermón I, sobre el nacimiento de María).
Más adelante, usando la imagen de la arcilla primitiva, afirma: «El cuerpo de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, las primicias de la masa adamítica divinizada en Cristo, la imagen realmente semejante a la belleza primitiva, la arcilla modelada por las manos del Artista divino» (Sermón I, sobre la Dormición de María).

La Concepción pura e inmaculada de María aparece así como el inicio de la nueva creación.

5. Se trata de un privilegio personal concedido a la mujer elegida para ser la Madre de Cristo, que inaugura el tiempo de la gracia abundante, querido por Dios para la humanidad entera.
Esta doctrina, recogida en el mismo siglo VIII por san Germán de Constantinopla y por san Juan Damasceno, ilumina el valor de la santidad original de María, presentada como el inicio de la redención del mundo.
De este modo, la reflexión eclesial ha recibido y explicitado el sentido auténtico del título llena de gracia, que el ángel atribuye a la Virgen santa. María está llena de gracia santificante, y lo está desde el primer momento de su existencia. Esta gracia, según la carta a los Efesios (Ef 1, 6), es otorgada en Cristo a todos los creyentes. La santidad original de María constituye el modelo insuperable del don y de la difusión de la gracia de Cristo en el mundo.


(*****)La santidad perfecta de María". Audiencia General, S.S. Juan Pablo II, 15/05/1996.

 


María, fiel colaboradora del Redentor (******)

S.S. Juan Pablo II

Llena de Gracia con potestad para aplastar al Maligno

1. En la reflexión doctrinal de la Iglesia de Oriente, la expresión llena de gracia, como hemos visto en las anteriores catequesis, fue interpretada, ya desde el siglo VI, en el sentido de una santidad singular que reina en María durante toda su existencia. Ella inaugura así la nueva creación.

Además del relato lucano de la Anunciación, la Tradición y el Magisterio han considerado el así llamado Protoevangelio (Gn 3, 15) como una fuente escriturística de la verdad de la Inmaculada Concepción de María. Ese texto, a partir de la antigua versión latina: «Ella te aplastará la cabeza», ha inspirado muchas representaciones de la Inmaculada que aplasta a la serpiente bajo sus pies.

Ya hemos recordado con anterioridad que esta traducción no corresponde al texto hebraico, en el que quien pisa la cabeza de la serpiente no es la mujer, sino su linaje, su descendiente. Ese texto, por consiguiente, no atribuye a María, sino a su Hijo la victoria sobre Satanás. Sin embargo, dado que la concepción bíblica establece una profunda solidaridad entre el progenitor y la descendencia, es coherente con el sentido original del pasaje la representación de la Inmaculada que aplasta a la serpiente, no por virtud propia sino de la gracia del Hijo.

La Inmaculada es el más noble efecto de la Redención

2. En el mismo texto bíblico, además, se proclama la enemistad entre la mujer y su linaje, por una parte, y la serpiente y su descendencia, por otra. Se trata de una hostilidad expresamente establecida por Dios, que cobra un relieve singular si consideramos la cuestión de la santidad personal de la Virgen. Para ser la enemiga irreconciliable de la serpiente y de su linaje, María debía estar exenta de todo dominio del pecado. Y esto desde el primer momento de su existencia.

A este respecto, la encíclica Fulgens corona, publicada por el Papa Pío XII en 1953 para conmemorar el centenario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, argumenta así: «Si en un momento determinado la santísima Virgen María hubiera quedado privada de la gracia divina, por haber sido contaminada en su concepción por la mancha hereditaria del pecado, entre ella y la serpiente no habría ya –al menos durante ese período de tiempo, por más breve que fuera– la enemistad eterna de la que se habla desde la tradición primitiva hasta la solemne definición de la Inmaculada Concepción, sino más bien cierta servidumbre» (AAS 45 [1953], 579).

La absoluta enemistad puesta por Dios entre la mujer y el demonio exige, por tanto, en María la Inmaculada Concepción, es decir, una ausencia total de pecado, ya desde el inicio de su vida. El Hijo de María obtuvo la victoria definitiva sobre Satanás e hizo beneficiaria anticipadamente a su Madre, preservándola del pecado. Como consecuencia, el Hijo le concedió el poder de resistir al demonio, realizando así en el misterio de la Inmaculada Concepción el más notable efecto de su obra redentora.

La mujer vestida de sol es María y la Iglesia

3. El apelativo llena de gracia y el Protoevangelio, al atraer nuestra atención hacia la santidad especial de María y hacia el hecho de que fue completamente librada del influjo de Satanás, nos hacen intuir en el privilegio único concedido a María por el Señor el inicio de un nuevo orden, que es fruto de la amistad con Dios y que implica, en consecuencia, una enemistad profunda entre la serpiente y los hombres.

Como testimonio bíblico en favor de la Inmaculada Concepción de María, se suele citar también el capítulo 12 del Apocalipsis, en el que se habla de la «mujer vestida de sol» (Ap 12, 1). La exégesis actual concuerda en ver en esa mujer a la comunidad del pueblo de Dios, que da a luz con dolor al Mesías resucitado. Pero, además de la interpretación colectiva, el texto sugiere también una individual, cuando afirma: «La mujer dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro» (Ap 12, 5). Así, haciendo referencia al parto, se admite cierta identificación de la mujer vestida de sol con María, la mujer que dio a luz al Mesías. La mujer-comunidad está descrita con los rasgos de la mujer-Madre de Jesús.

Caracterizada por su maternidad, la mujer «está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12, 2). Esta observación remite a la Madre de Jesús al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25), donde participa, con el alma traspasada por la espada (cf. Lc 2, 35), en los dolores del parto de la comunidad de los discípulos. A pesar de sus sufrimientos, está vestida de sol, es decir, lleva el reflejo del esplendor divino, y aparece como signo grandioso de la relación esponsal de Dios con su pueblo.

Estas imágenes, aunque no indican directamente el privilegio de la Inmaculada Concepción, pueden interpretarse como expresión de la solicitud amorosa del Padre que llena a María con la gracia de Cristo y el esplendor del Espíritu.

Por último, el Apocalipsis invita a reconocer más particularmente la dimensión eclesial de la personalidad de María: la mujer vestida de sol representa la santidad de la Iglesia, que se realiza plenamente en la santísima Virgen, en virtud de una gracia singular.

María sin pecado es fiel colaboradora del Redentor

4. A esas afirmaciones escriturísticas, en las que se basan la Tradición y el Magisterio para fundamentar la doctrina de la Inmaculada Concepción, parecerían oponerse los textos bíblicos que afirman la universalidad del pecado.

El Antiguo Testamento habla de un contagio del pecado que afecta a «todo nacido de mujer» (Sal 50, 7; Jb 14, 2). En el Nuevo Testamento, san Pablo declara que, como consecuencia de la culpa de Adán, «todos pecaron» y que «el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación» (Rm 5, 12.18). Por consiguiente, como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, el pecado original «afecta a la naturaleza humana», que se encuentra así «en un estado caído». Por eso, el pecado se transmite «por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales» (n. 404). San Pablo admite una excepción de esa ley universal: Cristo, que «no conoció pecado» (2 Cor 5, 21) y así pudo hacer que sobreabundara la gracia «donde abundó el pecado» (Rm 5, 20).

Estas afirmaciones no llevan necesariamente a concluir que María forma parte de la humanidad pecadora. El paralelismo que san Pablo establece entre Adán y Cristo se completa con el que establece entre Eva y María: el papel de la mujer, notable en el drama del pecado, lo es también en la redención de la humanidad.

San Ireneo presenta a María como la nueva Eva que, con su fe y su obediencia, contrapesa la incredulidad y la desobediencia de Eva. Ese papel en la economía de la salvación exige la ausencia de pecado. Era conveniente que, al igual que Cristo, nuevo Adán, también María, nueva Eva, no conociera el pecado y fuera así más apta para cooperar en la redención.

El pecado, que como torrente arrastra a la humanidad, se detiene ante el Redentor y su fiel colaboradora. Con una diferencia sustancial: Cristo es totalmente santo en virtud de la gracia que en su humanidad brota de la persona divina; y María es totalmente santa en virtud de la gracia recibida por los méritos del Salvador.

(******)"María fiel colaboradora del Redentor".Audiencia General, S.S. Juan Pablo II, 29/05/1996.

 


María, hija predilecta del Padre (*******)

S.S. Juan Pablo II

1. Pocos días después de la inauguración del gran jubileo, me alegra iniciar hoy la primera audiencia general del año 2000 expresando a todos los presentes mi más cordial deseo para el Año jubilar: que constituya realmente un "tiempo fuerte" de gracia, reconciliación y renovación interior.

El año pasado, el último de los que dedicamos a la preparación inmediata del jubileo, profundizamos juntos en el misterio del Padre. Hoy, al concluir ese ciclo de reflexiones y casi como una especial introducción a las catequesis del Año santo, queremos hablar una vez más con amor sobre la persona de María.

En ella, "hija predilecta del Padre" (Lumen Gentium, 53), se manifestó el plan divino de amor para la humanidad. El Padre, al destinarla a convertirse en la madre de su Hijo, la eligió entre todas las criaturas y la elevó a la más alta dignidad y misión al servicio de su pueblo.

Este plan del Padre comienza a manifestarse en el "Protoevangelio", cuando, después de la caída de Adán y Eva, Dios anuncia que pondrá enemistad entre la serpiente y la mujer: el hijo de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente (cf. Gn 3, 15).

La promesa comienza a realizarse en la Anunciación, cuando el ángel dirige a María la propuesta de convertirse en Madre del Salvador.

2. "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28). Las primeras palabras que el Padre dirige a María, a través del ángel, son una fórmula de saludo que se puede entender como una invitación a la alegría, invitación que recuerda la que dirigió a todo el pueblo de Israel el profeta Zacarías: "¡Alégrate sobremanera, hija de Sión; grita de júbilo, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey" (Za 9, 9; cf. también So 3, 14-18). Con estas primeras palabras dirigidas a María, el Padre revela su intención de comunicar a la humanidad la alegría verdadera y definitiva. La alegría propia del Padre, que consiste en tener a su lado al Hijo, es ofrecida a todos, pero ante todo es encomendada a María, para que desde ella se difunda a la comunidad humana.

3. En María la invitación a la alegría está vinculada al don especial que había recibido del Padre: "Llena de gracia". La expresión griega, con acierto, suele traducirse "llena de gracia", pues se trata de una abundancia que alcanza su máximo grado.

Podemos notar que la expresión suena como si constituyera el nombre mismo de María, el "nombre" que le dio el Padre desde el origen de su existencia. En efecto, desde su concepción su alma está colmada de todas las bendiciones, que le permitirán un camino de eminente santidad a lo largo de toda su existencia terrena. En el rostro de María se refleja el rostro misterioso del Padre. La ternura infinita de Dios-Amor se revela en los rasgos maternos de la Madre de Jesús.

4. María es la única madre que puede decir, hablando de Jesús, "mi hijo", como lo dice el Padre: "Tú eres mi Hijo" (Mc 1, 11). Por su parte, Jesús dice al Padre: "Abbá", "Papá" (cf. Mc 14, 36), mientras dice "mamá" a María, poniendo en este nombre todo su afecto filial
.
En la vida pública, cuando deja a su madre en Nazaret, al encontrarse con ella la llama "mujer", para subrayar que él ya sólo recibe órdenes del Padre, pero también para declarar que ella no es simplemente una madre biológica, sino que tiene una misión que desempeñar como "Hija de Sión" y madre del pueblo de la nueva Alianza. En cuanto tal, María permanece siempre orientada a la plena adhesión a la voluntad del Padre.

No era el caso de toda la familia de Jesús. El cuarto evangelio nos revela que sus parientes "no creían en él" (Jn 7, 5) y san Marcos refiere que "fueron a hacerse cargo de él, pues decían: "Está fuera de sí"" (Mc 3, 21). Podemos tener la certeza de que las disposiciones íntimas de María eran completamente diversas. Nos lo asegura el evangelio de san Lucas, en el que María se presenta a sí misma como la humilde "esclava del Señor" (Lc 1, 38). Desde esta perspectiva se ha de leer la respuesta que dio Jesús cuando "le anunciaron: "Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte"" (Lc 8, 20; cf. Mt 12, 46-47; Mc 3, 32); Jesús respondió: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 8, 21). En efecto, María es un modelo de escucha de la palabra de Dios (cf. Lc 2, 19. 51) y de docilidad a ella.

5. La Virgen conservó y renovó con perseverancia la completa disponibilidad que había expresado en la Anunciación. El inmenso privilegio y la excelsa misión de ser Madre del Hijo de Dios no cambiaron su conducta de humilde sumisión al plan del Padre. Entre los demás aspectos de ese plan divino, ella asumió el compromiso educativo implicado en su maternidad. La madre no es sólo la que da a luz, sino también la que se compromete activamente en la formación y el desarrollo de la personalidad del hijo. Seguramente, el comportamiento de María influyó en la conducta de Jesús. Se puede pensar, por ejemplo, que el gesto del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 4-5), que dejó a sus discípulos como modelo para seguir (cf. Jn 13, 14-15), reflejaba lo que Jesús mismo había observado desde su infancia en el comportamiento de María, cuando ella lavaba los pies a los huéspedes, con espíritu de servicio humilde.

Según el testimonio del evangelio, Jesús, en el período transcurrido en Nazaret, estaba "sujeto" a María y a José (cf. Lc 2, 51). Así recibió de María una verdadera educación, que forjó su humanidad. Por otra parte, María se dejaba influir y formar por su hijo. En la progresiva manifestación de Jesús descubrió cada vez más profundamente al Padre y le hizo el homenaje de todo el amor de su corazón filial. Su tarea consiste ahora en ayudar a la Iglesia a caminar como ella tras las huellas de Cristo.

(*******)"María hija predilecta del Padre". Audiencia General, S.S. Juan Pablo II, 5/01/2000.